Párrafo del Capítulo 21, Acto II de «Mi hija y la ópera»

«Sin decirme nada se abalanzó sobre mí, reclinó con destreza el asiento donde me encontraba y empezó a besarme el cuello, poseído. Intenté defenderme, pero mi esquelético cuerpo poco podía hacer ante su corpulenta complexión. Colérico y desbordado de incontenible energía levantó mi falda mientras sujetaba mi cintura con su otro brazo. De inmediato se bajó la cremallera de su pantalón y deslizó sus calzoncillos para agarrar su miembro con los dedos. Era imposible que pudiera sucederme esto —pensaba aterrada—, jamás imaginé que fuera a perder mi inocencia de aquella manera. Desplazó mis bragas hacia un lado tratando de introducir su órgano genital en mi interior, consiguiéndolo después de atroces intentos. Nunca había tenido un coito hasta entonces, pero conocía lo suficiente de sexualidad como para saber que su falo no estaba completamente erecto a pesar de la ominosa excitación que revelaba su rostro. Anquilosada por el pánico y el estupor, sólo pude corresponder con un fugaz beso en su hombro por miedo de que aquella agresión sexual empeorase e incluso peligrara mi integridad física. Después ya no sentí fricción en mi vagina pues le sobrevino el orgasmo a los pocos segundos de haber comenzado —que en aquel momento los consideré eternos—. Inició un sonido agudo que emitía con sus dientes y su lengua a la vez que me miraba con ojos endemoniados, su cuerpo se sacudía sobre el mío mientras eyaculaba con una expresión final que se hallaba entre la rabia y la frustración.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén