Pasaje del décimo capítulo, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

«Avisté desde la ventana la llegada de un espectacular vehículo deportivo junto a la verja de nuestra parcela. Eran las doce del mediodía de un frío y soleado 14 de diciembre cuando volví a abrazarme con mi tía. Le acompañaba Alberto, que tardó un rato en abandonar el interior de aquel precioso Porsche azul oscuro. Ha­bían dejado a mi abuela bajo los cuidados de una hermana suya en Las Torres de Cotillas, a mitad de camino entre Cartagena y Calasparra. Mi tía parecía otra, se había alisado el pelo y lucía elegantes prendas de diseñadores de prestigio. Mantenía la misma figura delgada, aunque se me antojaba que el noviazgo le había realzado su silueta, embelleciéndola más si cabe. De soslayo ojeó a mi padre cuando nos presentó a su novio pudiéndose entrever un revoltijo de serenidad y melancolía en su expresión. Alberto pertenecía a una familia acomodada, trabajaba como Jefe de Planta en General Electric, una fábrica situada en Cartagena. De casi dos metros de altura, bastante delgado, pelo muy corto y una apreciable coronilla que, vertiginosa, apuntaba a despojar de cabello la parte superior de la cabeza. Unas grandes cejas le conferían una bella mirada a sus treinta y seis años, muy bien llevados en comparación con los cuarenta y tres de mi progenitor. Parco en palabras, y de apariencia culta y educada, apenas se escuchaba su grave voz cuando se le preguntaba cualquier cosa.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén