Pasaje del Capítulo 15, Acto II de "Mi hija y la ópera"

"Con el agotamiento derivado de una noche sin descanso llegué a mi domicilio cierta mañana, creo recordar que la penúltima de las fiestas de septiembre. Me desconcertó encontrarme con la verja abierta en vez de entornada. Preocupada por una posible escapada de Yako, introduje mi automóvil en la finca con toda la prudencia que me permitía mi estado de alarma que procuraba avistar a mi perro que no me recibía como de costumbre. Pisé un reguero de sangre que se dirigía hacia la puerta de la entrada de la vivienda que, para mayor angustia, se hallaba abierta. La franqueé corriendo mientras gritaba «papá» y mentaba a los santos. No le encontré en la primera estancia de nuestro hogar, nadie respondía a mi llamamiento, las cortinas ondeaban en el salón con arrebato rompiendo levemente el silencio con el zarandeo de la tela en la pared. Deseando que mi progenitor estuviera dormido ascendí deprisa la escalera y accedí a su dormitorio, estaba vacío. Escuché una voz que repetía en susurro: «Hijo de perra». No la identifiqué y un escalofrío me sobrevino, lentamente me aproximé hacia mi dormitorio adentrándome —con un coraje que todavía hoy me asombra— sin lograr descubrir nada de relevancia. Con sigilo, y a una distancia considerable para evitar ser sorprendida, me arrodillé para comprobar que debajo de mi cama no se encontraba nadie."

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén