Fragmento del Capítulo 12, Acto II de "Mi hija y la ópera"

«Aquella experiencia contribuyó a subsanar mi autoconfianza perdida con los años, con el tiempo conseguir llevar una vida algo más independiente. Conocí por aquel entonces a Maruja, la dueña de la tienda de ultramarinos que comencé a visitar cuando el señor Domingo se jubiló, aquella mujer hacía honor a su nombre, una chismosa que disparaba preguntas del tipo: «¿Tú de quién eres?» o «¿Cuánto tiempo llevas aquí?» en las primeras ocasiones, después me interrogaba pretendiendo sonsacar información, por ejemplo, sobre las personas que conocía del pueblo y todo tipo de impertinencias similares. No obstante, era una señora simpática, lo cual era lógico, dado que mi padre y yo adquiríamos casi de todo en su comercio. Mostraba un aspecto excesivamente descuidado, seguramente duplicaba en kilos su peso ideal. A menudo despachaba en bata, zapatillas y rulos sobre un cabello pobre y plateado, desaliño fomentado por residir en la misma trastienda del local. Usaba gafas con cristales de culo de vaso y poseía una elocuencia tirando a torpe que le confería un inevitable halo de ignorancia. Su marido había fallecido recientemente por cáncer de pulmón, las lenguas maledicentes del pueblo aludían a un lento suicidio causado por el tabaco, alegando que éste, fumaba para no soportar a su esposa por muchos años. Su hijo Antonio era afable conmigo, por lo que decían muy popular y querido en Calasparra, años después sería uno de los más famosos corredores de los encierros de septiembre. Corporalmente no era nada del otro mundo, pelo castaño y la mandíbula inferior muy pronunciada. Un bruto a la hora de articular palabras, no paraba de blasfemar y de realizar expresiones simplonas cargadas de muletillas, pero escribía aún peor, sus notas y tiques eran todo un insulto a la ortografía. Se lo podía perdonar gracias a su comportamiento risueño. Me complacía su modo de atenderme y, por primera vez, alguien de mi generación no realizaba muecas o comentarios despectivos sobre mi apariencia física.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén