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MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 10

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9    La estupidez de la adolescencia —la cual admito, ahora, una década más tarde— aumentó mi inseguridad. Y por si fuera poco para mi timidez, un nuevo reto se presentó cuando un par de individuos de apariencias dispares comenzaron a frecuentar nuestra casa: Juan Alcalá y Pedro Romero Gargallo. El primero, un joven de apenas veinte años, de pelo de punta, vestido siempre con camisetas de manga corta, las cuales remangaba para exhibir en sus huesudos hombros, y en entre otros tatuajes, el amor que profesaba a su madre. Escuálido, barbilampiño y blasfemo, extraña era la frase que no fuera precedida con un « cagoendios », expresión que, en adelante, escribiré siempre junta como si fuera una sola palabra, una muletilla sin sentido evitando caer en su ordinariez. El segundo, Pedro Romero Gargallo (siempre incluía su segundo apellido, decía que se debía estar orgulloso de los nombres que heredábamos de ambos padres), era un idealista de espíritu filosófico, de cabello castaño oscur