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Mostrando las entradas etiquetadas como la hija del leñador

Página 95 de «Mi hija y la ópera»

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 8 Dani se convirtió a partir de aquel momento en la única persona que entraba en nuestro hogar. Un vendedor ambulante, cuyo nombre era Domingo, también se acercaba cada mañana a casa, pero nunca sobrepasaba la valla que delimita la parcela. Tocaba la bocina muy temprano anunciando su llegada y nos traía los pedidos de todo tipo de productos y tomaba nota de los siguientes. Siempre lo atendía mi padre desde la verja, que abría para que el viejo pudiera dar la vuelta sin demasiadas maniobras. Yo nunca trataba con él, por eso apenas si conocí a ese señor hasta poco antes de jubilarse. El tiempo que mi padre y yo dedicábamos a Yako en aquellos meses de oscuridad nos sirvió para domesticarle. Una pelota de tenis era su juguete preferido, nunca se hartaba de perseguirla. Qué diferencia con los humanos, que enseguida acabamos aburriéndonos de lo mismo. Bueno, todas las personas exceptuando al maniático de mi progenitor. Repetitivo hasta la enajenación; la narración de un día cualquiera de su

Página 81 de «Mi hija y la ópera»

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 7 Teresa regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa, las del miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía siempre sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un plan, logrando que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desaprobación: él me cedería su dormitorio y ellos dormirían en cada una de las camas de mi cuarto, mi padre en la mía —especificó insistente— y Teresa en la que solía acostarse mi tía. La mujer procuró ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí ver en ella otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas. Me dijo que el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba en una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra para que jugase con Yako. Esa misma noche mi tía me llamó por teléfono para anunciarnos que vendría c

Página 61 de «Mi hija y la ópera»

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  5 De lunes a viernes, reemplazando las clases escolares, apoyaba a mi padre en las arduas tareas domésticas. Buena parte de aquel tiempo lo destinó a enseñarme a cocinar recetas sencillas. Las lecciones de piano que recibía los sábados se cambiaron a las tardes del martes y del jueves. Con esta medida —buena por partida doble— evitaba que Dani coincidiera con Laura y conseguía tener a mi tía en exclusividad para optimizar el temario que cada fin de semana me aguardaba. Ella aprovechaba sus desplazamientos desde Cartagena para llevar y traer documentos relacionados con los negocios de mi padre y así descargar a Paco de su semanal informe, que se convirtió en mensual. Seguían cayendo, no obstante, en viernes las visitas de la persona a la que yo llamaba padrino. Él discutía con mi padre, junto al escritorio, en una de las esquinas del salón, acerca de contratos de personal, nóminas y sobre la prioridad de a cuáles proveedores debían firmar un talón o un pagaré. Lo único que recuerdo es

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Andrés, II Era a finales de los sesenta cuando formó un conjunto musical con sus amistades de la infancia Antonio López y José Blázquez, circunstancia que le ayudaría a olvidarse de Teresa, una chica que fue novia de un amigo común y de la que se enamoró en la adolescencia. El joven Rosique había aprendido a tocar la guitarra años atrás gracias a la perseverancia de Antonio, el más talentoso de los miembros del grupo. Por aquel entonces ya había abandonado los estudios y trabajaba en una de las tiendas de su padre, en los puestos de menor responsabilidad y sueldo. Con dieciséis años, el tiempo que destinaba a su empleo, apenas le concedía espacio para asuntos ociosos, dedicándole a la música los fines de semana. Una madrugada de mediados de marzo de 1970, tras uno de sus ensayos, llegó a casa y se encontró una hoja escrita por su padre en el suelo, detrás la puerta de la entrada: «Tu abuela ha muerto, me he ido a Balsicas, llama a casa de los tíos». Pepe se refería a su suegra, la que

Página 45 de «Mi hija y la ópera»

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4 El verano del noventa acabó y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían mis compañeros, de entre ocho y nueve años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director; todo lo contrario a su antecesora. Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio.

Página 37 de «Mi hija y la ópera»

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3 Tendría ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada con llave, del final del pasillo, de cuya baranda asoma la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca; en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién pintado, no como el resto de las paredes de la casa. U

Volumen 29 de «Mi hija y la ópera»

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28    Avistamos la mirada glacial e indiferente de Marisa al otro lado del pasillo, junto a otras personas que aguardaban la llegada del vuelo de Madrid, en el Aeropuerto de Alicante. Era la una de la tarde del pasado martes 14 de diciembre. Nos recibió con una mueca que pretendía fingir una sonrisa. Sus ojeras evidenciaban un rostro fatigado que yo atribuí a la resaca de un fin de semana agitado. Más raros fueron los dos besos atropellados con los que saludó a su primogénita en relación al profundo abrazo que me ofreció sin pronunciar palabra. Marisa dejó conducir a su hija de regreso a casa, había venido a por nosotras en el automóvil de Isabel, un utilitario en cuyo maletero solo cabía la mitad de nuestro equipaje. A pesar de la insistencia de «nuestra madre» me senté en el asiento de detrás, con mi maleta a la izquierda.    —¿Qué tal los rascacielos, se ven tan altos como en las películas? —preguntaba con indisimulada apatía.    Asentíamos sin entusiasmo, Marisa no lo d

Volumen 28 de «Mi hija y la ópera»

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27    Como una fugitiva escurridiza merodeaba por las frenéticas calles de Manhattan procurando no coincidir con Isabel. Cansada de dar vueltas, caí en la cuenta de que el único sitio donde no podría encontrármela, por carecer de boutiques, sería en mi lugar preferido. Me encaminé a aquel enorme parque de naturaleza y paz, rodeado de rascacielos, por la Central Park West. Anduve hasta encontrar un banco soleado, que en invierno son los más solicitados, muy próximo al Edificio Dakota, cercano al lugar donde asesinaron a John Lennon. Se había conmemorado el aniversario de su muerte hacía pocos días, una amplia zona se hallaba llena de flores y mensajes en homenaje al músico. Me acordé entonces de Dani, mi profesor de piano y de su peculiar sentido de la estética, con esas gafas graduadas de sol con cristales redondos, las cuales usaba incluso en el interior de casa, no para emular al compositor inglés, sino para evitar ponerse las suyas habituales, unas de pasta con las patillas