Volumen 28 de «Mi hija y la ópera»
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Como una fugitiva escurridiza merodeaba por
las frenéticas calles de Manhattan procurando no coincidir con Isabel. Cansada
de dar vueltas, caí en la cuenta de que el único sitio donde no podría
encontrármela, por carecer de boutiques,
sería en mi lugar preferido. Me encaminé a aquel enorme parque de naturaleza y
paz, rodeado de rascacielos, por la Central Park West. Anduve hasta encontrar
un banco soleado, que en invierno son los más solicitados, muy próximo al
Edificio Dakota, cercano al lugar donde asesinaron a John Lennon. Se había conmemorado
el aniversario de su muerte hacía pocos días, una amplia zona se hallaba llena
de flores y mensajes en homenaje al músico. Me acordé entonces de Dani, mi profesor
de piano y de su peculiar sentido de la estética, con esas gafas graduadas de
sol con cristales redondos, las cuales usaba incluso en el interior de casa, no
para emular al compositor inglés, sino para evitar ponerse las suyas
habituales, unas de pasta con las patillas pegadas al resto de la montura por
medio de cinta aislante negra. Evoqué unas palabras que siendo niña le escribí
y dejé sobre el piano para que las leyera y de las cuales me arrepentí en
cuanto supe aquella misma tarde de los sentimientos que él declaraba hacia mi
tía Laura: «En este mundo hay reyes y súbditos, ricos y pobres, guapos y feos.
Todos, menos estos últimos, pueden alternar su estado en la vida. Si eres capaz
de apreciar la belleza del alma, más allá de la superficial, tal vez puedas
encontrarme hermosa». Documento que guardó entre sus partituras y que nunca
mencionó.
Rememorando aquella nota no pude impedir que
mi pensamiento viajase hasta Isabel, una afortunada que parecía no apreciar las
virtudes que la vida le había regalado. En cualquier momento me hubiera cambiado
por ella, con sus facciones, con sus nimias inquietudes, una insustancial existencia
que envidiaba con toda mi alma. Un descomunal sentimiento de despecho experimentaba
hacia mi compañera de viaje originado por la ensañada humillación a la que me
sometió horas antes. Unos chicos con instrumentos de percusión y cuerda se
aproximaron al lugar donde me encontraba consiguiendo que se evaporasen
aquellas elucubraciones angustiosas. Uno de ellos me entregó un panfleto con la
publicidad de un local llamado Copacabana con el mensaje de «Actuaciones en
vivo» como reclamo y cuya ubicación estaba señalada dentro de un pequeño plano
de una parte de Manhattan. Al instante deduje que eran de raíces hispanas
porque entre ellos hablaban un español latinoamericano.
—¿Qué tipo de música se toca allí? —pregunté
al joven que me había dado el folleto.
—Música latina, señorita, tocamos nosotros
también y muchos grupos caribeños de la ciudad, si usted decide ir diga que
viene de mi parte: soy Jonas. Detrás está el sello de nuestro grupo.
Aquel apolíneo muchacho de piel marrón me obsequió
con varias entradas. Esa mañana estaba destinada —entre otros planes— para
elegir a qué musical asistiríamos por la noche del nutrido abanico de títulos
que se estaban representando en Broadway. Yo lo tenía claro: en cualquier lugar
donde no estuviese Isabel. No tenía intención de llamarla, y en mi pulso
personal con ella me decanté por acudir al establecimiento donde actuarían el
grupo de jóvenes que acababa de conocer, en vez de pugnar por una onerosa
butaca en un insípido musical que poco se asemejaba a la ópera por mucho que
Isabel se empeñase en afirmar que los musicales son la evolución del género
operístico. A la una de la tarde, hora de Nueva York, escuché el timbre de mi
móvil. Era ella.
—¿Violeta?, ya sé qué musical vamos a ver: Chicago.
—Yo no iré —contesté.
—¿Cómo? —protestó con tono sorpresivo
revelando un gran cinismo—. ¿Y a dónde quieres que vayamos?
—Pues tú a Chicago y yo a Copacabana.
—No te entiendo.
—Que no me apetece asistir a un musical.
Prefiero ir a un local donde me ha invitado un conocido.
—Pues me voy contigo.
—Isabel, he quedado. Prefiero que no te vengas
—manifesté con indisimulado resentimiento.
Las horas transcurrieron deprisa aquella
tarde, telefoneé a casa en varias ocasiones y nadie atendió la llamada, supuse
que mi padre estaría durmiendo. No marqué el móvil de Marisa porque no me
apetecía hablar con nadie de esa familia, empecé a madurar la descabellada idea
de que mi progenitor y yo éramos víctimas de ese clan perverso que jugaba con
nuestros sentimientos. Me encaminé hacia el hotel para cambiarme deseando no
toparme con Isabel y marchar enseguida al establecimiento donde tenía pensado
permanecer durante toda la velada. Tuve suerte, en la media hora que invertí en
ducharme y mudarme de ropa estuve sola, noté que por la habitación solo había
pasado el personal de limpieza.
A las ocho de la tarde ya estaba en la
puerta del Copacabana, el local estaba casi vacío, por eso me senté junto a una
mesa de la primera fila. Solicité un margarita,
que era a los cócteles como Central Park a los lugares de Nueva York. Emulé las
refinadas poses de Isabel cuando doblé las piernas y comencé a remover el contenido
con la pajilla usando la mano derecha, sosteniendo la copa con la otra. Un
majestuoso piano de cola presidía el centro del escenario todavía desierto. La
tentación de subir a tocarlo y mostrar todo mi talento ante el teclado era cada
vez mayor, pero una probable reprimenda por parte de la gerencia del establecimiento
me retenía en la silla. Dieron comienzo las actuaciones, grupos de salsa, bossa nova, merengue y toda la variedad
imaginable de música caribeña se fueron relevando con la misma frecuencia que
yo consumía los cócteles. Avisté a los chicos que me habían regalado la entrada
por la mañana, me identificaron pronto, acercándose a saludar con el exultante entusiasmo
de quienes están a punto de saltar al escenario. Me sentía muy cómoda en aquel
lugar, sensación que no tardó en detectar el presentador del espectáculo que
hilvanaba con una brillante elocuencia las actuaciones de los grupos. Aquel
interesante tipo mezclaba el español y el inglés con una ambigüedad que no se
sabía con exactitud en qué idioma hablaba. En uno de los intermedios se dirigió
a mí, micrófono en mano, casi en un perfecto castellano y me preguntó si estaba
disfrutando de la noche, a lo que enmudecí como una timorata afirmando con la
cabeza.
Como colofón al espectáculo, el maestro de
ceremonias tocó el piano acompañado de varios de los anteriores músicos. Se
podía apreciar un alegre espíritu de confraternización entre aquellos camaradas
que llevarían tiempo interpretando canciones de manera conjunta. Tras aquella
última actuación los clientes fueron desalojando el local. Admirada por la
capacidad que poseía aquel artista de ejecutar piezas imposibles para mí lo
contemplé desde la mesa. Observaba el modo ágil con el que se encargaba de
coordinar el trabajo de los empleados que recogían con diligencia los
utensilios del escenario. Bien porque ya no había clientela en el establecimiento
y deseaba que finiquitara la consumición y me marchase, o porque leyó en mis
ojos la expresión de asombro, que aquel hombre se acercó a mi mesa.
—Very
good! —dije aplaudiendo a sabiendas de que se iba a dirigir a mí en español.
—Vi que le gustó la actuación —dijo con
acento caribeño y enorme sonrisa.
—Me ha apasionado. Y usted toca el piano de
maravilla, créame que entiendo bastante de esto.
—Mi nombre es Andrew García, mitad
puertorriqueño, mitad neoyorquino, y soy el encargado de que funcione este
paraíso.
—Encantada —dije estrechándole la mano—, mi
nombre es Violeta Rosique. Soy también pianista, muy famosa en España.
No entiendo por qué añadí esa fanfarronería,
pero la dije; tal vez por un delirio de grandeza empujado por el alcohol o, a
lo mejor, que pretendía coquetear con aquel tipo y demostrarme que podía
ligarme a un hombre. Por desgracia, mi compañera de viaje no estaba ahí para
atestiguarlo. Andrew pidió a uno de sus camareros un ron añejo y otra copa para
mí. Yo ya había perdido la cuenta de los margaritas
bebidos. Él era un personaje de singular atractivo, tan alto como delgado, de
piel oscura que disimulaba unas grandes marcas de acné en su rostro, cabello
muy corto, ojos expresivos y una sonrisa partida por la separación de sus dos
enormes dientes incisivos. Debería de tener veinte años más que yo, y no era alguien
al que podría definir como guapo, pero su encanto residía en su carisma sobre
el escenario. Estoy convencida de que buena parte de las mujeres —y de algún
que otro hombre— que estuvieron allí presentes en la actuación, no se habrían
andado con remilgos si este le hubiera chasqueado sus largos dedos con el
furtivo propósito de mantener un tórrido encuentro sexual.
—Me gustaría verte tocar —expresó con mirada
seductora.
—No me agrada tocar en público —dije
fingiendo una timidez que había desaparecido hacía horas.
—¿Qué público?, solo hay unos pocos
empleados recogiendo.
—Este no es el tipo de escenario donde suelo
interpretar mis recitales, pero si me lo pides tú…
Bebí media copa de un trago y me subí, con cuidado
de no caerme, al entablado donde se encontraba el piano de cola. Otra noche más
el alcohol condicionaba mi comportamiento. Ejecuté una de mis composiciones
preferidas, interpretada con buena dosis de virtuosismo, una mezcla de estilos
entre Enya, Michael Nyman y Suzanne Ciani. Algunos de los trabajadores que
todavía se hallaban en el establecimiento aplaudieron. Con la autoestima por
las nubes descendí a la sala y me aproximé hacia aquel músico de mirada
penetrante.
—¿De dónde eres, cariño? —preguntó.
—Soy de Murcia, en el sureste de España —al
apreciar en su rostro una mirada de cálculo, precisé—: al lado de Andalucía.
—¡Ah, sí, Andalucía!, sevillanas, flamenco…
—Bueno, cerca de allí —zanjé para no dedicar
mi valioso tiempo explicando la situación geográfica de mi comunidad autónoma a
quien no deseaba conocer en profundidad.
—Mucho calor por el sur, ¿no?
—Sí, pero no te creas, en invierno hace
frío, aunque no como el de aquí.
Un camarero llamado Smith nos sirvió otra
ronda de lo mismo al comprobar que nuestros vasos se habían vaciado. Me toqué
la sudorosa frente y noté que los efectos de la borrachera no me dejaban pensar
con lucidez.
—No sé si podré pagar la cuenta —informé sin
pudor—, he consumido demasiada bebida, ¿aceptáis tarjetas españolas, de la CAM,
en concreto?
—Aquí no vas a pagar, lo que debía esta mesa
ha quedado saldado con tu actuación.
—Eres un ángel —agradecí cariñosa—. Mañana
vendré de nuevo, muchas gracias por todo.
—¿Estás casada? —preguntó sin soltarme la mano.
En ese instante comprendí que, si yo
quisiera, podría acostarme con aquel tipo que no me atraía sexualmente, pero
creí que podría dar una lección a Isabel y demostrarle que no era lesbiana. Se
me ocurrió la atolondrada idea de continuar coqueteando con él y llevármelo a
la habitación del hotel. Una vez allí, sorprendida por la presencia de Isabel,
que debería de estar ya acostada, pediría disculpas por mi despiste a mi
noctívaga conquista y «si te he visto no me acuerdo». El puertorriqueño se marcharía
para siempre y mi compañera de viaje, confusa y remordida, jamás volvería a
tildarme de homosexual.
—Estuve a punto de casarme —mentí reanudando
el diálogo—, pero sorprendí a mi prometido, un conocido escritor español, con
mi mejor amiga en la cama. Por eso me vine a Nueva York, para airearme y
resarcirme. Hasta ahora no me he topado con nadie que valga la pena, y es una
lástima porque, aunque acabo de decirte que mañana vendré, en realidad retorno
a España. Tú eres lo único que me he encontrado en esta ciudad que sea
merecedor de un bello recuerdo.
—Smith, encárgate de cerrar, lo pendiente de
esta mesa va por mi cuenta —dijo a su empleado encaminándose al exterior del
local llevándome de su mano.
—¿A dónde vamos?
—Mi amor, creo que tu prometido merece un
escarmiento, ¿en qué hotel te alojas?
—En el Sheraton New York, en la Séptima.
Idénticas palabras dijo Andrew al primer
taxista libre que circuló frente al local. Él procuró besarme repetidas veces
en los labios, aunque yo, adoptando una postura prudente, mantenía toda la
distancia que me permitía el habitáculo del vehículo que nos trasladaba al
hotel. Pretendía postergar el inicio de los besuqueos hasta el último momento,
cuando ya entrásemos a la habitación donde Isabel se hallaría aguardándome.
Imprevisto que espantaría al fogoso músico.
—Perdona,
¿cómo dijiste que te llamabas?
—Violeta —mascullé con seriedad a aquel
hombre que no se había molestado en retener mi nombre y, sin embargo, estaba convencido
de que iba a copular conmigo.
Avergonzada y cabizbaja franqueé con Andrew
la puerta giratoria de entrada del hotel. Atravesamos el inmenso vestíbulo
hasta los ascensores. Comenzó a besarme cuando las puertas se cerraron creyendo
que mi negativa en el taxi obedecería a la mirada indiscreta del conductor por
el retrovisor. No le puse impedimentos a que lo hiciera en el cuello porque
nuestro fugaz romance se encontraba en su tramo final. Al adentrarnos en la
habitación me encontré con el más desagradable contratiempo: Isabel no estaba. El
plan se había ido al traste, Andrew se encontraba conmigo a solas y mi escasa
lucidez por culpa del alcohol no me ofrecía un plan alternativo. La única
salida que se me ocurría era el de demorar el inaplazable encuentro sexual con
alguna peregrina evasiva, ansiando que Isabel regresase cuanto antes. Gané
tiempo gracias al protocolo propio de estas situaciones:
—Si no te importa voy a tomar un roncito
—dijo Andrew agarrando uno de esos botellines del minibar y un lata de cola.
—Claro que sí —resoplé aliviada—, voy a ducharme.
Enseguidita salgo.
Agradecida por la inesperada ralentización
de sus intenciones comencé a serenarme cerrada en el cuarto de baño. Si
prolongaba un poco la ducha tal vez él se quedaría durmiendo o lo sorprendiese
mi compañera de habitación, cualquier alternativa era válida menos acabar
retozándome con aquel tipo. Con aquella esperanza remoloneé todo lo que pude mi
estancia en el baño. Escuchaba al otro lado de la puerta el sonido plano y
amodorrado de un comentarista de un canal de veinticuatro horas de deportes que
provenía del televisor, hasta que la voz grave de puertorriqueño penetró como
un exabrupto:
—Niña, ¿has terminado ya?, te espero impaciente.
Aún con temor por lo que me aguardaba fuera,
agradecí que me llamara «niña», hasta que reparé que, si lo hizo así, fue por
no acordarse de mi nombre. Salí envuelta en una toalla, casi a hurtadillas,
lamentando no haber introducido en el baño muda de recambio. Él se incorporó de
la cama que usaba Isabel donde estaba recostado con un vaso.
—Ya es hora de que tú y yo nos venguemos de
tu novio —dijo mientras me agarraba de las muñecas para después besuquearme por
todo el cuello y lanzarme con cierta violencia hacia mi cama.
—¡Detente, Andrew!, mi novio tiene que estar
al llegar —imploré a la vez que cerraba las piernas para no dejar a la vista lo
que ofrecía el hueco de la toalla.
—No seas remilgada, mi amor, he visto que
toda la ropa que hay en esta habitación es tuya, me ha dado tiempo para eso y
más —indicó llevando la mirada a una mesita donde ya habían tres botellines de
destilados vacíos con otros tantos refrescos consumidos.
Aquel hombre de piel oscura y que, a ojo,
debiera pesar la mitad que mi padre —aunque midiese parecido— podría conmigo si
yo pretendiera resistirme. Desató la toalla que mantenía oculta mi desnudez
extendiéndola debajo del cuerpo, sobre las sábanas, cerré los ojos rezando que
fuera inminente la llegada de Isabel. Con gran pericia sujetó mis tobillos y
los alzó a cada uno de sus hombros, descendió sus pantalones vaqueros hasta la
altura de los muslos dejando al aire su miembro viril, el cual no pude
contemplar pero sí sentir para catalogarlo como descomunal. Supuse que aquel
encuentro sexual me dolería más que el que mantuve con Antonio, pero no
sospechaba cuánto. Tras varios intentos para introducir su pene, los quejidos
que me provocaban las lacerantes fricciones de nuestros genitales le indicaron
que me estaba penetrando. Excitado por el dolor que sabía que me estaba
induciendo se contoneó con furia animal durante unos segundos descargando casi
de inmediato toda su hombría en mi interior.
A escasos dos palmos de mi rostro se
encontraba su cara, y a cada lado de su cabeza mis pies, con los pulgares
separados, que revelaban mi extenuación por aquella experiencia efímera. Quizás
trató de complacerme con sus largos dedos cuando cesaron sus convulsiones
producidas por las últimas gotas de la eyaculación, caricias que se abortaron de
repente cuando escuchamos el sonido de la tarjeta magnética en la ranura de la
puerta: era Isabel que se adentraba en la habitación pulsando el interruptor de
la luz. Andrew se apartó de la cama con reflejos felinos dejando caer mis
tobillos sobre las sábanas en una postura poco apropiada para ser presenciada
por alguien ajeno a lo que estaba aconteciendo. Se levantó los pantalones y con
toda seguridad terminaría de adecentarse en el pasillo rumbo a los ascensores,
sin despedirse y sin echar la vista atrás, con el pánico en el cuerpo creyendo
que quien nos había sorprendido era ese novio ficticio al que yo me refería
minutos antes. Me hallaba boca arriba con restos de semen del puertorriqueño en
el vello púbico, y una sensación de escozor que me impedía cerrar las piernas
en su totalidad, las mantenía con una abertura leve, al igual que la puerta de
nuestra habitación que dejaba escapar nuestras voces al exterior. Es irónico, pero
la última vez que Isabel me vio fue cuando encendió la luz la noche anterior y
me contempló en una postura parecida, también desnuda, con mi rostro igual de estupefacto.
—¡Violeta!, ¿quién coño es ese negro?
—Se llama Andrew —contesté tapándome con la
toalla.
—¿Y qué hace ese tío en nuestra habitación?,
¿estás loca?, ¿te crees que te puedes traer el ligue de una noche sin al menos
advertírmelo? Desde luego, Violeta —dijo disminuyendo el tono encrespado—, cada
día me sorprendes más.
—¿Qué tal Chicago? —pregunté con el ingenuo propósito de cambiar de conversación.
—¡¿Que qué tal Chicago?! —chilló—. ¿Cómo me preguntas por el musical después de
haberte pillado infraganti follando con un negro de dos metros?, ¿de dónde has
sacado a ese tío?
—Lo he conocido esta noche, no es otra cosa
que una aventura pasajera.
—Espero que tomes medidas con tanta
promiscuidad.
Me derrumbé por mi estupidez, no había
tomado ninguna precaución anticonceptiva debido a los insuficientes recursos
que tiene mi mente cuando está embotada por el alcohol, anulando, mi ya de por
sí escasa asertividad. La sensación de haber sido utilizada por las
circunstancias iba creciendo conforme la lucidez intelectual se abría paso
entre sollozos. Quise decirle a Isabel que aquella situación correspondía a una
reacción originada por las palabras pronunciadas por ella la noche anterior,
pero callé.
—Ahora llora, Violeta, pero no te puedes
imaginar lo que podría haber pasado si ese tipo hubiera sido un delincuente o
un asesino: ¡Qué idiota eres!
Por segunda madrugada consecutiva me acosté
desnuda y maltratada por los crueles comentarios de mi compañera de viaje.
Un incómodo silencio nos despertó la mañana
del domingo, la última de nuestra expedición neoyorquina. Aquel era un día libre
que dedicamos a la visita del edificio Empire State y por la noche al Bar Coyote,
sugerido con persistencia por la hermana de Isabel antes de que partiésemos de
España. Cenamos antes en un italiano de la Segunda Avenida, un larguísimo y
congelado paseo nos esperaba hasta aquel famoso bar.
—Está lejos este sitio —manifesté cruzada de
brazos.
—Vamos a ir para hacernos un par de fotos y
nos vamos al hotel —expresó Isabel con un inquebrantable resentimiento.
—Ir pa
na es tontería, como dicen los de
Cruz y Raya.
—Pero no te voy a dejar beber alcohol —repitió
por enésima ocasión.
Llegamos al local, unas despampanantes
chicas bailaban sobre la barra. Isabel escrutaba mi reacción ante dos bellas mujeres
danzando junto a nosotras. Poco me importaban, a mí solo me atraía ella, la
hija de Marisa Martínez Salamanca, por insólito que pudiera parecerme. Aquella
noche tuve la absoluta certidumbre de que el amor de mi vida no sería un hombre
sino la mujer con la que me había ido de viaje y que ahora me despreciaba. Para
mayor escarnio: la hijastra de mi padre. El trayecto a casa fue taciturno,
apenas hablamos entre nosotras durante el regreso. Nuestras conversaciones
monosilábicas se debían a una circunstancia, una experiencia que con toda
seguridad ninguna de las dos contaríamos a terceros: el encuentro sexual de la
madrugada del sábado 11 de diciembre de 2004. La noche que toqué el cielo.
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