Volumen 28 de «Mi hija y la ópera»


27

   Como una fugitiva escurridiza merodeaba por las frenéticas calles de Manhattan procurando no coincidir con Isabel. Cansada de dar vueltas, caí en la cuenta de que el único sitio donde no podría encontrármela, por carecer de boutiques, sería en mi lugar preferido. Me encaminé a aquel enorme parque de naturaleza y paz, rodeado de rascacielos, por la Central Park West. Anduve hasta encontrar un banco soleado, que en invierno son los más solicitados, muy próximo al Edificio Dakota, cercano al lugar donde asesinaron a John Lennon. Se había conmemorado el aniversario de su muerte hacía pocos días, una amplia zona se hallaba llena de flores y mensajes en homenaje al músico. Me acordé entonces de Dani, mi profesor de piano y de su peculiar sentido de la estética, con esas gafas graduadas de sol con cristales redondos, las cuales usaba incluso en el interior de casa, no para emular al compositor inglés, sino para evitar ponerse las suyas habituales, unas de pasta con las patillas pegadas al resto de la montura por medio de cinta aislante negra. Evoqué unas palabras que siendo niña le escribí y dejé sobre el piano para que las leyera y de las cuales me arrepentí en cuanto supe aquella misma tarde de los sentimientos que él declaraba hacia mi tía Laura: «En este mundo hay reyes y súbditos, ricos y pobres, guapos y feos. Todos, menos estos últimos, pueden alternar su estado en la vida. Si eres capaz de apreciar la belleza del alma, más allá de la superficial, tal vez puedas encontrarme hermosa». Documento que guardó entre sus partituras y que nunca mencionó.
   Rememorando aquella nota no pude impedir que mi pensamiento viajase hasta Isabel, una afortunada que parecía no apreciar las virtudes que la vida le había regalado. En cualquier momento me hubiera cambiado por ella, con sus facciones, con sus nimias inquietudes, una insustancial existencia que envidiaba con toda mi alma. Un descomunal sentimiento de despecho experimentaba hacia mi compa­ñera de viaje originado por la ensañada humillación a la que me sometió horas antes. Unos chicos con instrumentos de percusión y cuerda se aproximaron al lugar donde me encontraba consiguiendo que se evaporasen aquellas elucubraciones angustiosas. Uno de ellos me entregó un panfleto con la publicidad de un local llamado Copacabana con el mensaje de «Actuaciones en vivo» como reclamo y cuya ubicación estaba señalada dentro de un pequeño plano de una parte de Manhattan. Al instante deduje que eran de raíces hispanas porque entre ellos hablaban un español latinoamericano.
   —¿Qué tipo de música se toca allí? —pregunté al joven que me había dado el folleto.
   —Música latina, señorita, tocamos nosotros también y muchos grupos caribeños de la ciudad, si usted decide ir diga que viene de mi parte: soy Jonas. Detrás está el sello de nuestro grupo.
   Aquel apolíneo muchacho de piel marrón me obsequió con varias entradas. Esa mañana estaba destinada —entre otros planes— para elegir a qué musical asisti­ría­mos por la noche del nutrido abanico de títulos que se estaban representando en Broadway. Yo lo tenía claro: en cualquier lugar donde no estuviese Isabel. No tenía intención de llamarla, y en mi pulso personal con ella me decanté por acudir al establecimiento donde actuarían el grupo de jóvenes que acababa de conocer, en vez de pugnar por una onerosa butaca en un insípido musical que poco se asemejaba a la ópera por mucho que Isabel se empeñase en afirmar que los musicales son la evolución del género operístico. A la una de la tarde, hora de Nueva York, escuché el timbre de mi móvil. Era ella.
   —¿Violeta?, ya sé qué musical vamos a ver: Chicago.
   —Yo no iré —contesté.
   —¿Cómo? —protestó con tono sorpresivo revelando un gran cinismo—. ¿Y a dónde quieres que vayamos?
   —Pues tú a Chicago y yo a Copacabana.
   —No te entiendo.
   —Que no me apetece asistir a un musical. Prefiero ir a un local donde me ha invitado un conocido.
   —Pues me voy contigo.
   —Isabel, he quedado. Prefiero que no te vengas —manifesté con indisimulado resentimiento.
   Las horas transcurrieron deprisa aquella tarde, telefoneé a casa en varias ocasiones y nadie atendió la llamada, supuse que mi padre estaría durmiendo. No marqué el móvil de Marisa porque no me apetecía hablar con nadie de esa familia, empecé a madurar la descabellada idea de que mi progenitor y yo éramos víctimas de ese clan perverso que jugaba con nuestros sentimientos. Me encaminé hacia el hotel para cambiarme deseando no toparme con Isabel y marchar enseguida al establecimiento donde tenía pensado permanecer durante toda la velada. Tuve suerte, en la media hora que invertí en ducharme y mudarme de ropa estuve sola, noté que por la habitación solo había pasado el personal de limpieza.
   A las ocho de la tarde ya estaba en la puerta del Copacabana, el local estaba casi vacío, por eso me senté junto a una mesa de la primera fila. Solicité un margarita, que era a los cócteles como Central Park a los lugares de Nueva York. Emulé las refinadas poses de Isabel cuando doblé las piernas y comencé a remover el contenido con la pajilla usando la mano derecha, sosteniendo la copa con la otra. Un majestuoso piano de cola presidía el centro del escenario todavía desierto. La tentación de subir a tocarlo y mostrar todo mi talento ante el teclado era cada vez mayor, pero una probable reprimenda por parte de la gerencia del establecimiento me retenía en la silla. Dieron comienzo las actuaciones, grupos de salsa, bossa nova, merengue y toda la variedad imaginable de música caribeña se fueron relevando con la misma frecuencia que yo consumía los cócteles. Avisté a los chicos que me habían regalado la entrada por la mañana, me identificaron pronto, acercándose a saludar con el exultante entusiasmo de quienes están a punto de saltar al escenario. Me sentía muy cómoda en aquel lugar, sensación que no tardó en detectar el presentador del espectáculo que hilvanaba con una brillante elocuencia las actuaciones de los grupos. Aquel interesante tipo mezclaba el español y el inglés con una ambigüedad que no se sabía con exactitud en qué idioma hablaba. En uno de los intermedios se dirigió a mí, micrófono en mano, casi en un perfecto castellano y me preguntó si estaba disfrutando de la noche, a lo que enmudecí como una timorata afirmando con la cabeza.
   Como colofón al espectáculo, el maestro de ceremonias tocó el piano acompa­ñado de varios de los anteriores músicos. Se podía apreciar un alegre espíritu de confraternización entre aquellos camaradas que llevarían tiempo interpretando canciones de manera conjunta. Tras aquella última actuación los clientes fueron desalojando el local. Admirada por la capacidad que poseía aquel artista de ejecutar piezas imposibles para mí lo contemplé desde la mesa. Observaba el modo ágil con el que se encargaba de coordinar el trabajo de los empleados que recogían con diligencia los utensilios del escenario. Bien porque ya no había clientela en el establecimiento y deseaba que finiquitara la consumición y me marchase, o porque leyó en mis ojos la expresión de asombro, que aquel hombre se acercó a mi mesa.
   —Very good! —dije aplaudiendo a sabiendas de que se iba a dirigir a mí en español.
   —Vi que le gustó la actuación —dijo con acento caribeño y enorme sonrisa.
   —Me ha apasionado. Y usted toca el piano de maravilla, créame que entiendo bastante de esto.
   —Mi nombre es Andrew García, mitad puertorriqueño, mitad neoyorquino, y soy el encargado de que funcione este paraíso.
   —Encantada —dije estrechándole la mano—, mi nombre es Violeta Rosique. Soy también pianista, muy famosa en España.
   No entiendo por qué añadí esa fanfarronería, pero la dije; tal vez por un delirio de grandeza empujado por el alcohol o, a lo mejor, que pretendía coquetear con aquel tipo y demostrarme que podía ligarme a un hombre. Por desgracia, mi compañera de viaje no estaba ahí para atestiguarlo. Andrew pidió a uno de sus camareros un ron añejo y otra copa para mí. Yo ya había perdido la cuenta de los margaritas bebidos. Él era un personaje de singular atractivo, tan alto como delgado, de piel oscura que disimulaba unas grandes marcas de acné en su rostro, cabello muy corto, ojos expresivos y una sonrisa partida por la separación de sus dos enormes dientes incisivos. Debería de tener veinte años más que yo, y no era alguien al que podría definir como guapo, pero su encanto residía en su carisma sobre el escenario. Estoy convencida de que buena parte de las mujeres —y de algún que otro hombre— que estuvieron allí presentes en la actuación, no se habrían andado con remilgos si este le hubiera chasqueado sus largos dedos con el furtivo propósito de mantener un tórrido encuentro sexual.
   —Me gustaría verte tocar —expresó con mirada seductora.
   —No me agrada tocar en público —dije fingiendo una timidez que había desa­parecido hacía horas.
   —¿Qué público?, solo hay unos pocos empleados recogiendo.
   —Este no es el tipo de escenario donde suelo interpretar mis recitales, pero si me lo pides tú…
   Bebí media copa de un trago y me subí, con cuidado de no caerme, al entablado donde se encontraba el piano de cola. Otra noche más el alcohol condicionaba mi comportamiento. Ejecuté una de mis composiciones preferidas, interpretada con buena dosis de virtuosismo, una mezcla de estilos entre Enya, Michael Nyman y Suzanne Ciani. Algunos de los trabajadores que todavía se hallaban en el establecimiento aplaudieron. Con la autoestima por las nubes descendí a la sala y me aproximé hacia aquel músico de mirada penetrante.
   —¿De dónde eres, cariño? —preguntó.
   —Soy de Murcia, en el sureste de España —al apreciar en su rostro una mirada de cálculo, precisé—: al lado de Andalucía.
   —¡Ah, sí, Andalucía!, sevillanas, flamenco…
   —Bueno, cerca de allí —zanjé para no dedicar mi valioso tiempo explicando la situación geográfica de mi comunidad autónoma a quien no deseaba conocer en profundidad.
   —Mucho calor por el sur, ¿no?
   —Sí, pero no te creas, en invierno hace frío, aunque no como el de aquí.
   Un camarero llamado Smith nos sirvió otra ronda de lo mismo al comprobar que nuestros vasos se habían vaciado. Me toqué la sudorosa frente y noté que los efectos de la borrachera no me dejaban pensar con lucidez.
   —No sé si podré pagar la cuenta —informé sin pudor—, he consumido demasiada bebida, ¿aceptáis tarjetas españolas, de la CAM, en concreto?
   —Aquí no vas a pagar, lo que debía esta mesa ha quedado saldado con tu actuación.
   —Eres un ángel —agradecí cariñosa—. Mañana vendré de nuevo, muchas gracias por todo.
   —¿Estás casada? —preguntó sin soltarme la mano.
   En ese instante comprendí que, si yo quisiera, podría acostarme con aquel tipo que no me atraía sexualmente, pero creí que podría dar una lección a Isabel y demostrarle que no era lesbiana. Se me ocurrió la atolondrada idea de continuar coqueteando con él y llevármelo a la habitación del hotel. Una vez allí, sorprendida por la presencia de Isabel, que debería de estar ya acostada, pediría disculpas por mi despiste a mi noctívaga conquista y «si te he visto no me acuerdo». El puertorriqueño se marcharía para siempre y mi compañera de viaje, confusa y remordida, jamás volvería a tildarme de homosexual.
   —Estuve a punto de casarme —mentí reanudando el diálogo—, pero sorprendí a mi prometido, un conocido escritor español, con mi mejor amiga en la cama. Por eso me vine a Nueva York, para airearme y resarcirme. Hasta ahora no me he topado con nadie que valga la pena, y es una lástima porque, aunque acabo de decirte que mañana vendré, en realidad retorno a España. Tú eres lo único que me he encontrado en esta ciudad que sea merecedor de un bello recuerdo.
   —Smith, encárgate de cerrar, lo pendiente de esta mesa va por mi cuenta —dijo a su empleado encaminándose al exterior del local llevándome de su mano.
   —¿A dónde vamos?
   —Mi amor, creo que tu prometido merece un escarmiento, ¿en qué hotel te alojas?
   —En el Sheraton New York, en la Séptima.
   Idénticas palabras dijo Andrew al primer taxista libre que circuló frente al local. Él procuró besarme repetidas veces en los labios, aunque yo, adoptando una postura prudente, mantenía toda la distancia que me permitía el habitáculo del vehí­culo que nos trasladaba al hotel. Pretendía postergar el inicio de los besuqueos hasta el último momento, cuando ya entrásemos a la habitación donde Isabel se hallaría aguardándome. Imprevisto que espantaría al fogoso músico.
   —Perdona, ¿cómo dijiste que te llamabas?
   —Violeta —mascullé con seriedad a aquel hombre que no se había molestado en retener mi nombre y, sin embargo, estaba convencido de que iba a copular conmigo.
   Avergonzada y cabizbaja franqueé con Andrew la puerta giratoria de entrada del hotel. Atravesamos el inmenso vestíbulo hasta los ascensores. Comenzó a besarme cuando las puertas se cerraron creyendo que mi negativa en el taxi obedecería a la mirada indiscreta del conductor por el retrovisor. No le puse impedimentos a que lo hiciera en el cuello porque nuestro fugaz romance se encontraba en su tramo final. Al adentrarnos en la habitación me encontré con el más desagradable contratiempo: Isabel no estaba. El plan se había ido al traste, Andrew se encontraba conmigo a solas y mi escasa lucidez por culpa del alcohol no me ofrecía un plan alternativo. La única salida que se me ocurría era el de demorar el inaplazable encuentro sexual con alguna peregrina evasiva, ansiando que Isabel regresase cuanto antes. Gané tiempo gracias al protocolo propio de estas situaciones:
   —Si no te importa voy a tomar un roncito —dijo Andrew agarrando uno de esos botellines del minibar y un lata de cola.
   —Claro que sí —resoplé aliviada—, voy a ducharme. Enseguidita salgo.
   Agradecida por la inesperada ralentización de sus intenciones comencé a serenarme cerrada en el cuarto de baño. Si prolongaba un poco la ducha tal vez él se quedaría durmiendo o lo sorprendiese mi compañera de habitación, cualquier alternativa era válida menos acabar retozándome con aquel tipo. Con aquella esperanza remoloneé todo lo que pude mi estancia en el baño. Escuchaba al otro lado de la puerta el sonido plano y amodorrado de un comentarista de un canal de veinticuatro horas de deportes que provenía del televisor, hasta que la voz grave de puertorriqueño penetró como un exabrupto:
   —Niña, ¿has terminado ya?, te espero impaciente.
   Aún con temor por lo que me aguardaba fuera, agradecí que me llamara «niña», hasta que reparé que, si lo hizo así, fue por no acordarse de mi nombre. Salí envuelta en una toalla, casi a hurtadillas, lamentando no haber introducido en el baño muda de recambio. Él se incorporó de la cama que usaba Isabel donde estaba recostado con un vaso.
   —Ya es hora de que tú y yo nos venguemos de tu novio —dijo mientras me agarraba de las muñecas para después besuquearme por todo el cuello y lanzarme con cierta violencia hacia mi cama.
   —¡Detente, Andrew!, mi novio tiene que estar al llegar —imploré a la vez que cerraba las piernas para no dejar a la vista lo que ofrecía el hueco de la toalla.
   —No seas remilgada, mi amor, he visto que toda la ropa que hay en esta habitación es tuya, me ha dado tiempo para eso y más —indicó llevando la mirada a una mesita donde ya habían tres botellines de destilados vacíos con otros tantos refrescos consumidos.
   Aquel hombre de piel oscura y que, a ojo, debiera pesar la mitad que mi padre —aunque midiese parecido— podría conmigo si yo pretendiera resistirme. Desató la toalla que mantenía oculta mi desnudez extendiéndola debajo del cuerpo, sobre las sábanas, cerré los ojos rezando que fuera inminente la llegada de Isabel. Con gran pericia sujetó mis tobillos y los alzó a cada uno de sus hombros, descendió sus pantalones vaqueros hasta la altura de los muslos dejando al aire su miembro viril, el cual no pude contemplar pero sí sentir para catalogarlo como descomunal. Supuse que aquel encuentro sexual me dolería más que el que mantuve con Antonio, pero no sospechaba cuánto. Tras varios intentos para introducir su pene, los quejidos que me provocaban las lacerantes fricciones de nuestros genitales le indicaron que me estaba penetrando. Excitado por el dolor que sabía que me estaba induciendo se contoneó con furia animal durante unos segundos descargando casi de inmediato toda su hombría en mi interior.
   A escasos dos palmos de mi rostro se encontraba su cara, y a cada lado de su cabeza mis pies, con los pulgares separados, que revelaban mi extenuación por aquella experiencia efímera. Quizás trató de complacerme con sus largos dedos cuando cesaron sus convulsiones producidas por las últimas gotas de la eyaculación, caricias que se abortaron de repente cuando escuchamos el sonido de la tarjeta magnética en la ranura de la puerta: era Isabel que se adentraba en la habitación pulsando el interruptor de la luz. Andrew se apartó de la cama con reflejos felinos dejando caer mis tobillos sobre las sábanas en una postura poco apropiada para ser presenciada por alguien ajeno a lo que estaba aconteciendo. Se levantó los pantalones y con toda seguridad terminaría de adecentarse en el pasillo rumbo a los ascensores, sin despedirse y sin echar la vista atrás, con el pánico en el cuerpo creyendo que quien nos había sorprendido era ese novio ficticio al que yo me refería minutos antes. Me hallaba boca arriba con restos de semen del puertorriqueño en el vello púbico, y una sensación de escozor que me impedía cerrar las piernas en su totalidad, las mantenía con una abertura leve, al igual que la puerta de nuestra habitación que dejaba escapar nuestras voces al exterior. Es irónico, pero la última vez que Isabel me vio fue cuando encendió la luz la noche anterior y me contempló en una postura parecida, también desnuda, con mi rostro igual de estupefacto.
   —¡Violeta!, ¿quién coño es ese negro?
   —Se llama Andrew —contesté tapándome con la toalla.
   —¿Y qué hace ese tío en nuestra habitación?, ¿estás loca?, ¿te crees que te puedes traer el ligue de una noche sin al menos advertírmelo? Desde luego, Violeta —dijo disminuyendo el tono encrespado—, cada día me sorprendes más.
   —¿Qué tal Chicago? —pregunté con el ingenuo propósito de cambiar de conversación.
   —¡¿Que qué tal Chicago?! —chilló—. ¿Cómo me preguntas por el musical después de haberte pillado infraganti follando con un negro de dos metros?, ¿de dónde has sacado a ese tío?
   —Lo he conocido esta noche, no es otra cosa que una aventura pasajera.
   —Espero que tomes medidas con tanta promiscuidad.
   Me derrumbé por mi estupidez, no había tomado ninguna precaución anticonceptiva debido a los insuficientes recursos que tiene mi mente cuando está embotada por el alcohol, anulando, mi ya de por sí escasa asertividad. La sensación de haber sido utilizada por las circunstancias iba creciendo conforme la lucidez intelectual se abría paso entre sollozos. Quise decirle a Isabel que aquella situación correspondía a una reacción originada por las palabras pronunciadas por ella la noche anterior, pero callé.
   —Ahora llora, Violeta, pero no te puedes imaginar lo que podría haber pasado si ese tipo hubiera sido un delincuente o un asesino: ¡Qué idiota eres!
   Por segunda madrugada consecutiva me acosté desnuda y maltratada por los crueles comentarios de mi compañera de viaje.

   Un incómodo silencio nos despertó la mañana del domingo, la última de nuestra expedición neoyorquina. Aquel era un día libre que dedicamos a la visita del edificio Empire State y por la noche al Bar Coyote, sugerido con persistencia por la hermana de Isabel antes de que partiésemos de España. Cenamos antes en un italiano de la Segunda Avenida, un larguísimo y congelado paseo nos esperaba hasta aquel famoso bar.
   —Está lejos este sitio —manifesté cruzada de brazos.
   —Vamos a ir para hacernos un par de fotos y nos vamos al hotel —expresó Isabel con un inquebrantable resentimiento.
   —Ir pa na es tontería, como dicen los de Cruz y Raya.
   —Pero no te voy a dejar beber alcohol —repitió por enésima ocasión.
   Llegamos al local, unas despampanantes chicas bailaban sobre la barra. Isabel escrutaba mi reacción ante dos bellas mujeres danzando junto a nosotras. Poco me importaban, a mí solo me atraía ella, la hija de Marisa Martínez Salamanca, por insólito que pudiera parecerme. Aquella noche tuve la absoluta certidumbre de que el amor de mi vida no sería un hombre sino la mujer con la que me había ido de viaje y que ahora me despreciaba. Para mayor escarnio: la hijastra de mi padre. El trayecto a casa fue taciturno, apenas hablamos entre nosotras durante el regreso. Nuestras conversaciones monosilábicas se debían a una circunstancia, una experiencia que con toda seguridad ninguna de las dos contaríamos a terceros: el encuentro sexual de la madrugada del sábado 11 de diciembre de 2004. La noche que toqué el cielo.



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