Volumen 27 de «Mi hija y la ópera»
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Había un restaurante brasileño llamado Bossa
Nova, situado en la Novena Avenida, del cual Isabel me había contado por
teléfono que era el idóneo para nuestra cena de aquella noche, quedamos allí.
Pasé antes por el hotel para mudarme la ropa que se encontraba teñida de verde
por el césped de Central Park. Llegué al restaurante diez minutos más tarde de
lo acordado. Isabel me esperaba en la barra de aquel local bebiendo una sangría
que poco se parecía a la que preparaba su madre. Consumimos gran cantidad de
cerveza y vino. Alcohol que apenas pudo ser neutralizado dada la frugalidad de
los alimentos sólidos que ingerimos. Al abandonar el establecimiento Isabel me
agarró del cuello con su brazo.
—Esta noche es para nosotras, y lo prometido
es deuda, así que: ¡Vámonos de cócteles!
—Sí, así nos quitaremos el frío.
—¡Y las preocupaciones! —afirmó con
fruición.
—Y, por supuesto, las inhibiciones —continué
dándole un beso en la cara, el segundo del día sin motivo aparente.
Ella se paró obligándome a que me detuviese
a su lado, contempló mis ojos con seriedad mientras soltaba su brazo. Levantó
mis gafas hasta la frente, mis pupilas, sin la ayuda de las lentes, se moverían
de un lado a otro buscando un punto donde centrar la mirada.
—Violeta, eres una tía de puta madre, te
quiero un montón.
—Yo también te… aprecio —articulé nerviosa
ansiando que su desdibujado rostro se arrimase al mío y nos aconteciese algo
idílico.
—¡Taxi! —prorrumpió Isabel.
Embelesada deslicé las gafas de mi aceitosa
frente maldiciendo la inoportuna aparición del taxista. Llegamos por fin al famoso
local de copas donde Isabel decía que se preparaban los mejores cócteles de
Nueva York, de América o del mundo (así, de manera aleatoria y sin ningún
criterio, clasificó durante la velada al establecimiento según se iba animando).
Esperamos a que el camarero nos indicase la mesa donde íbamos a tomar asiento,
carcajeábamos por cualquier cosa, un simple tropezón de alguna de nosotras
provocaba la más clamorosa risotada.
—A ver —enuncié sosteniendo la carta, una
vez que estaba sentada frente a ella—, ¿qué cóctel te vas a pedir, un manhattan?
—Un manhattan
dice esta, voy a pedir desde el primero hasta el último de la carta. O hasta
que aguante.
—Isabel, hay doce en la lista.
—Pues empezaré por el primero —indicó
decidida.
Un joven de pelo largo y tiesamente
ramificado se aproximó a tomarnos nota con un dispositivo y un lápiz óptico con
el que pulsaba la pantalla. Qué diferencia con los locales que frecuentaba en
Calasparra, donde el camarero memorizaba el pedido o, en su defecto, apuntaba
con un bolígrafo en una pequeña libreta.
—Espera, Isabel, que voy a pedirlo yo.
—Hi!
—saludó el amable chico afroamericano.
—Hello, my friend, two cocktails;
for me: a bloody mary; and, for her —señalé con el dedo a Isabel—: one daiquiri.
—¿Españolas,
no? —dijo el camarero—. Enseguida les sirvo.
—¿Lo he dicho bien? —pregunté a mi
acompañante.
—Si te ha entendido será que sí —contestó
sonriente.
El calor implacable del local empañaba mis
gafas, eché un vistazo en rededor mientras utilizaba una servilleta para
limpiar los cristales.
—¡Hermana! —exclamó eufórica—, ¡que te estás
apavando!
Interpreté aquella palabra como un sinónimo
de adormecerse. Traté de aniquilar el silencio que tanto parecía incomodarle
con un sutil requiebro a la vez que sorbía con la pajilla.
—Oye, Isabel, ¿te han dicho alguna vez que
eres clavada a Nuria Roca?
—Pues, mira, sí me lo han dicho, un
compañero de La Merced, en Murcia, un amigo de Carlos Bonache.
—¿Mencionas a tu novio con el apellido?
—Querrás decir mi ex. A él todo el mundo le
llama Bonache, prefería que lo llamasen por el apellido a que lo llamaran con
su nombre de pila. Será porque su familia paterna es muy popular allí —interrumpió
un segundo su animada perorata—. Y ahora que te observo con atención: ¿sabes a
quién te pareces tú?
Negué con la cabeza deseando no escuchar
algo desagradable.
—Te pareces a Paz Padilla, ¿sabes quién es?
—Sí —afirmé aliviada—, claro que lo sé, una
humorista gaditana. Ya quisiera parecerme, puedo asemejarme en su delgadez, su
nariz; pero ella no posee esta mancha que parece un parche pirata que me rodea el
ojo izquierdo.
—Siempre igual, Violeta, siempre igual
—reprobó con gesto resignado.
Isabel llevaría tres cócteles y yo dos —la
verdad es que ya había perdido la cuenta de nuestras consumiciones—. Los
diálogos ensartados, de improviso, se habían convertido en sinceras
confidencias.
—¿Te acuerdas de Antonio? —pregunté sin
preámbulos mientras mi cabeza se meneaba con levedad y mis ojos realizaban un
esfuerzo por mantener la mirada en un punto.
—¿De Antonio, el de la tienda?, ¿el que fue
tu novio?
—Sí, el zafio ese.
—Hiciste bien en dejarlo —dijo apurando la
copa.
—Lo dejé porque me violó.
—¡¿Cómo?! —clamó Isabel—. Pero ¿no teníais
relaciones sexuales?
Por desgracia, la música de pub sonaba a
bajo volumen en aquel instante. Todos los hispanohablantes próximos a nuestra
mesa —que no eran pocos— empezaron a prestarnos atención.
—Yo no quería hacer el amor con él —susurré
sintiendo todavía el peso de las miradas de buena parte del local—. Nunca lo
habíamos hecho, fue en Nochebuena, la madrugada que nos vimos tú y yo, casi
amaneciendo, ¿lo recuerdas?
—Menudo pedal
llevaba Antonio —añadió Isabel asintiendo.
—Aquella noche él había consumido mucha droga
y alcohol. Estaba muy agresivo, deseó tener sexo conmigo, y es verdad que no
ejercí demasiada resistencia, primero porque pesa el doble que yo y poco podía
hacer, pero sobre todo porque me entró pánico y me dejé llevar por temor a que
me agrediese. Desde entonces, jamás he vuelto a estar a solas con Antonio. Yo
sé que él se arrepintió de lo que hizo, pero es imperdonable la humillación a
la que me sometió, y bueno, aunque me dé vergüenza admitirlo: ahí perdí la
virginidad.
—¡Qué hijo de puta el farlopas de los cojones!,
¿por qué no lo denunciaste?
—Porque me imploró clemencia, y porque
tampoco creo que me agrade la idea de que acabe en la cárcel.
—¿Sabes? —comenzó a delatar Isabel adoptando
un tono suave—, cuando iba al Instituto Emilio Pérez, unos chicos que iban al
mismo centro abusaron de mí y de una amiga llamada Esperanza. Caminábamos por una
de esas cuestas vacías que había desde el instituto a mi casa, era una tarde de
invierno y ya estaba oscuro. Estaban bebiendo cervezas y fumando canutos cuando
íbamos a pasar junto a ellos, molestas por los piropos de mal gusto que
proferían cuando nos veían, cruzamos la calle para evitarles, siguiendo nuestro
trayecto por la acera de enfrente.
»Tres o cuatro cruzaron hacia nosotras, nos
tocaron los pechos desde dentro de nuestros jerséis, metieron sus manos
haciéndose paso por mis pantalones, por debajo de mi ropa interior y la de mi
amiga que estaba inmovilizada por el miedo. Para colmo, uno de los chicos se
lamía sus dedos haciendo un desagradable gesto con su lengua. Comencé a gritar
para pedir ayuda y salieron corriendo en cuanto las ventanas de aquella pequeña
calle se abrieron. Espe y yo acabamos llorando y abrazadas aquella tarde.
Traumatizadas por lo ocurrido, con el tiempo, dejamos de vernos.
Isabel hipaba y le temblaba la barbilla.
Confesar aquel suceso habiendo bebido la había consternado.
—¿Se chupó los dedos después de haberos
tocado ahí dentro? —pregunté señalando su entrepierna con la mirada procurando
detener su llanto.
—Sí —articuló casi sin voz.
—Tendríais que haber tenido la menstruación.
Isabel me miró durante unos segundos con dos
notables surcos de lágrimas, yo cerré los ojos temerosa de que pensara que mi
comentario frivolizaba su espantosa experiencia. Por suerte, soltó una sonora carcajada.
«Vaya panda de guarros», dijo con el semblante destensado. Oscilando por la acera
y agarradas la una de la otra nos dirigimos al hotel con una indefinible
mezcolanza de risas y lágrimas. La calidez de la habitación nos acogió con
delicadeza, me tumbé sobre la cama nada más entrar, boca arriba y sin
desprenderme de prenda alguna. No creo que acabara durmiendo, pero sé que emití
un ronquido. Isabel se acercó y me quitó los zapatos.
—Será mejor que te quites la ropa si vas a
dormir, y tápate. Yo necesito una ducha rápida para espabilarme.
Ella se desvistió en la habitación, cubierta
por una fina lencería se dirigió al cuarto de baño. En lugar de cerrar la puerta
—como hacíamos casi siempre que lo usábamos—, la dejó entornada. El sonido del
líquido precipitándose por la bañera me despejó, contemplé que entre la puerta
y el marco se apreciaba la sombra de Isabel que se contoneaba al son del chorro
de agua que se esparcía impúdica por su cuerpo.
—Te recomiendo que te duches —dijo mientras
cerraba el grifo para echarse gel—, te vendrá bien para tu cabeza, si no,
mañana tendrás resaca.
—Voy a hacerte caso —expresé vergonzosa—,
cuando tú salgas me ducho.
—Entra conmigo, tonta, ¿es que nunca te has
duchado al lado de una mujer?, ¡cómo se nota que nunca has ido a un gimnasio!
Me retiré las prendas con la misma
parsimonia y timidez que cuando me lo pedía el ginecólogo, caminé desnuda y con
miedo porque el suelo estaba resbaladizo. Eché a un lado la cortina que
mantenía oculto el interior de la tina del resto del cuarto de baño y allí me
encontré a la mujer más bella del planeta, llena de espuma, regalándome una
impagable sonrisa.
—Venga, allá voy —anuncié disimulando mi
retraimiento.
Isabel se desplazó para que me ubicara
debajo del reguero de agua tibia que lanzaba el grifo. Ella, a su vez,
terminaba de frotarse con sus propias manos por todos los recovecos de su
cuerpo.
—Oye —susurró—, lamento lo que te pasó con
Antonio.
—Y yo con lo que os sucedió a ti y a tu
amiga —dije bajando la mirada.
—Lo que nos hicieron a Espe y a mí fue poco
comparado con lo tuyo. Lo nuestro fue algo como esto:
Isabel deslizó su mano derecha por buena parte
de su piel con el fin de aglutinar espuma entre sus dedos, se acercó a mi vello
púbico, como si pretendiera enjabonarme ahí, luego extendió su dedo corazón
para efectuar una rápida caricia por los labios de mi vagina.
—¿A que no es para tanto? —preguntó con una voz
tan pícara como sus ojos.
—No. Bueno, depende de quién te lo haga y el
tacto que tenga —exhalé reprimiendo la convulsión que me había producido aquel
gesto.
Ella volvió a acariciarme de nuevo con su
mano derecha y sujetando mi espalda con la izquierda, estremecida por el roce
de sus dedos en la zona más sensible de mi piel, comencé a desinhibirme
sintiendo entonces un incontenible placer. Me agarré al hierro anclado a sendas
paredes del cuarto de baño donde pendía la cortina. Bajo la lluvia de la ducha
repitió ese baile diestro con sus dedos hasta que nuestros cuerpos quedaron
liberados de cualquier resto jabonoso. Ella me cogió de una mano invitándome
sin palabras que abandonase la tina. Desnudas y mojadas nos dirigimos hacia la
cama donde yo había dormido las noches anteriores.
Un hilo de luz de los rascacielos de Nueva
York salvaba las cortinas de la habitación, la puerta entornada del baño también
permitía que se colase una vaga luminosidad. Isabel me empujó con suavidad y me
tumbé dócil sobre la colcha, comenzó a acariciarme la cara con sus dedos y me
besó en los labios. Debió notar mis agitadas pulsaciones cuando fue
descendiendo con besuqueos por toda mi erizada piel. Se detuvo cuando su nariz
se introdujo en mi ombligo y su boca rondaba la zona baja de mi vientre, casi
en el pubis. Fueron unos segundos mágicos de inusitada pasión. Después noté el
roce de su lengua en el mismo punto donde antes, en la ducha, había situado su
dedo corazón. Su movimiento circular y de cadencia sincronizada me hizo
cabalgar sobre la humedecida cama, mis manos se agarraron a sendas partes del
cabecero, cerré los ojos y me centré en las sensaciones que me producía aquella
desorbitada manifestación de concupiscencia. Al poco, un terremoto de
escalofríos precedieron a unos incontenibles gemidos que me introdujeron hacia
una descomunal ola de placer en la que durante un instante, el tiempo y el
espacio se desligaron de mi universo interior. Nunca había alcanzado el clímax
acompañada de nadie, jamás había sentido algo parecido en mi vida.
Realicé una leve pausa hasta que mi mente
regresó a la habitación. Me incorporé, la cama se hallaba empapada ya no solo
por nuestra piel humedecida sino por mis involuntarios fluidos emanados tras el
éxtasis. Pretendí hacer lo propio con ella, dejándola boca arriba sobre su
cama, ella se dejó llevar sumisa, comencé a besar sus prominentes pechos y fui
deslizándome hacia abajo para suministrarle el mismo placer que ella me había
inducido. Era inimaginable poseer para mí a aquella diosa tumbada a la espera
del roce de mi piel en sus zonas más íntimas, yo nunca había hecho nada
semejante y supuse que para Isabel también sería una nueva experiencia. Separé
sus muslos en búsqueda de su más recóndito secreto, percibí la dulce fragancia
de su ser y un ligero matiz del aromático gel cuando comencé a utilizar mi
lengua, labios y dientes, tal vez, con desmesurado salvajismo, promovido por la
intensidad de aquel momento. Todavía no entiendo lo que sucedió después:
—¿Qué estamos haciendo? —exclamó como si
hubiera estado en trance el último cuarto de hora.
Atónita elevé el rostro de sus piernas
ansiando que aquello fuera una observación involuntaria, sin mala intención, propiciada
por el frenesí de lo que nos estaba sucediendo.
—¿No te das cuenta de que nuestros padres
están juntos? —continuó Isabel levantándose enloquecida—. Que somos
hermanastras. Es más, yo no soy lesbiana, y… no sabía que tú lo fueras.
Encendió la luz de la habitación, me
contemplé en el espejo del armario la estúpida postura que todavía conservaba:
el trasero elevado y el estupor reflejado en mi rostro. No le dije nada, me
volví hacia mi cama cuya colcha perduraba con un cerco húmedo como señal de lo
que nos había acontecido y me acosté sin cubrirme con ninguna prenda.
—Yo tampoco soy lesbiana —murmuré para mí
mientras me arropaba con las mantas.
No obstante, el bochorno no frenó al sueño
que me arrastró veloz. Mi último pensamiento antes de abandonar el estado de
vigilia fue el de que, al menos, yo sí había tenido un orgasmo.
Una fastidiosa sequedad bucal me despertó a las
diez de la mañana. Aprecié un dolor de cabeza que en absoluto podría equipararse
al malestar originado por el menosprecio de mi compañera de habitación. Ella ya
se había ido, empleé aquel momento para ducharme con tranquilidad. Bajé a la
cafetería del hotel con el ávido objetivo de beberme un litro de zumo y varios
cafés. Allí estaba Isabel, de espaldas a la puerta de acceso, hojeando un
diario neoyorquino. No reparó en mi presencia, hubiera sido una situación
embarazosa para las dos, decidí marcharme a deambular por las calles de
Manhattan, no sin antes buscar en una tienda cercana refrescos de cafeína azucarados
que pudieran proporcionarme energía y aliviar la sed. El evento predestinado
para aquella noche era el de acudir a un musical en Broadway, empero yo prefería
estar sola. Mi autoestima se había hecho añicos, así como la posibilidad de ser
feliz en la vida.
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