Volumen 27 de «Mi hija y la ópera»


26

   Había un restaurante brasileño llamado Bossa Nova, situado en la Novena Avenida, del cual Isabel me había contado por teléfono que era el idóneo para nuestra cena de aquella noche, quedamos allí. Pasé antes por el hotel para mudarme la ropa que se encontraba teñida de verde por el césped de Central Park. Llegué al restaurante diez minutos más tarde de lo acordado. Isabel me esperaba en la barra de aquel local bebiendo una sangría que poco se parecía a la que preparaba su madre. Consumimos gran cantidad de cerveza y vino. Alcohol que apenas pudo ser neutralizado dada la frugalidad de los alimentos sólidos que ingerimos. Al abandonar el establecimiento Isabel me agarró del cuello con su brazo.
   —Esta noche es para nosotras, y lo prometido es deuda, así que: ¡Vámonos de cócteles!
   —Sí, así nos quitaremos el frío.
   —¡Y las preocupaciones! —afirmó con fruición.
   —Y, por supuesto, las inhibiciones —continué dándole un beso en la cara, el segundo del día sin motivo aparente.
   Ella se paró obligándome a que me detuviese a su lado, contempló mis ojos con seriedad mientras soltaba su brazo. Levantó mis gafas hasta la frente, mis pupilas, sin la ayuda de las lentes, se moverían de un lado a otro buscando un punto donde centrar la mirada.
   —Violeta, eres una tía de puta madre, te quiero un montón.
   —Yo también te… aprecio —articulé nerviosa ansiando que su desdibujado rostro se arrimase al mío y nos aconteciese algo idílico.
   —¡Taxi! —prorrumpió Isabel.
   Embelesada deslicé las gafas de mi aceitosa frente maldiciendo la inoportuna aparición del taxista. Llegamos por fin al famoso local de copas donde Isabel decía que se preparaban los mejores cócteles de Nueva York, de América o del mundo (así, de manera aleatoria y sin ningún criterio, clasificó durante la velada al establecimiento según se iba animando). Esperamos a que el camarero nos indicase la mesa donde íbamos a tomar asiento, carcajeábamos por cualquier cosa, un simple tropezón de alguna de nosotras provocaba la más clamorosa risotada.
   —A ver —enuncié sosteniendo la carta, una vez que estaba sentada frente a ella—, ¿qué cóctel te vas a pedir, un manhattan?
   —Un manhattan dice esta, voy a pedir desde el primero hasta el último de la carta. O hasta que aguante.
   —Isabel, hay doce en la lista.
   —Pues empezaré por el primero —indicó decidida.
   Un joven de pelo largo y tiesamente ramificado se aproximó a tomarnos nota con un dispositivo y un lápiz óptico con el que pulsaba la pantalla. Qué diferencia con los locales que frecuentaba en Calasparra, donde el camarero memorizaba el pedido o, en su defecto, apuntaba con un bolígrafo en una pequeña libreta.
   —Espera, Isabel, que voy a pedirlo yo.
   Hi! —saludó el amable chico afroamericano.
   Hello, my friend, two cocktails; for me: a bloody mary; and, for her —señalé con el dedo a Isabel—: one daiquiri.
   —¿Españolas, no? —dijo el camarero—. Enseguida les sirvo.
   —¿Lo he dicho bien? —pregunté a mi acompañante.
   —Si te ha entendido será que sí —contestó sonriente.
   El calor implacable del local empañaba mis gafas, eché un vistazo en rededor mientras utilizaba una servilleta para limpiar los cristales.
   —¡Hermana! —exclamó eufórica—, ¡que te estás apavando!
   Interpreté aquella palabra como un sinónimo de adormecerse. Traté de aniquilar el silencio que tanto parecía incomodarle con un sutil requiebro a la vez que sorbía con la pajilla.
   —Oye, Isabel, ¿te han dicho alguna vez que eres clavada a Nuria Roca?
   —Pues, mira, sí me lo han dicho, un compañero de La Merced, en Murcia, un amigo de Carlos Bonache.
   —¿Mencionas a tu novio con el apellido?
   —Querrás decir mi ex. A él todo el mundo le llama Bonache, prefería que lo llamasen por el apellido a que lo llamaran con su nombre de pila. Será porque su familia paterna es muy popular allí —interrumpió un segundo su animada perorata—. Y ahora que te observo con atención: ¿sabes a quién te pareces tú?
   Negué con la cabeza deseando no escuchar algo desagradable.
   —Te pareces a Paz Padilla, ¿sabes quién es?
   —Sí —afirmé aliviada—, claro que lo sé, una humorista gaditana. Ya quisiera parecerme, puedo asemejarme en su delgadez, su nariz; pero ella no posee esta mancha que parece un parche pirata que me rodea el ojo izquierdo.
   —Siempre igual, Violeta, siempre igual —reprobó con gesto resignado.
   Isabel llevaría tres cócteles y yo dos —la verdad es que ya había perdido la cuenta de nuestras consumiciones—. Los diálogos ensartados, de improviso, se habían convertido en sinceras confidencias.
   —¿Te acuerdas de Antonio? —pregunté sin preámbulos mientras mi cabeza se meneaba con levedad y mis ojos realizaban un esfuerzo por mantener la mirada en un punto.
   —¿De Antonio, el de la tienda?, ¿el que fue tu novio?
   —Sí, el zafio ese.
   —Hiciste bien en dejarlo —dijo apurando la copa.
   —Lo dejé porque me violó.
   —¡¿Cómo?! —clamó Isabel—. Pero ¿no teníais relaciones sexuales?
   Por desgracia, la música de pub sonaba a bajo volumen en aquel instante. Todos los hispanohablantes próximos a nuestra mesa —que no eran pocos— empezaron a prestarnos atención.
   —Yo no quería hacer el amor con él —susurré sintiendo todavía el peso de las miradas de buena parte del local—. Nunca lo habíamos hecho, fue en Nochebuena, la madrugada que nos vimos tú y yo, casi amaneciendo, ¿lo recuerdas?
   —Menudo pedal llevaba Antonio —añadió Isabel asintiendo.
   —Aquella noche él había consumido mucha droga y alcohol. Estaba muy agresivo, deseó tener sexo conmigo, y es verdad que no ejercí demasiada resistencia, primero porque pesa el doble que yo y poco podía hacer, pero sobre todo porque me entró pánico y me dejé llevar por temor a que me agrediese. Desde entonces, jamás he vuelto a estar a solas con Antonio. Yo sé que él se arrepintió de lo que hizo, pero es imperdonable la humillación a la que me sometió, y bueno, aunque me dé vergüenza admitirlo: ahí perdí la virginidad.
   —¡Qué hijo de puta el farlopas de los cojones!, ¿por qué no lo denunciaste?
   —Porque me imploró clemencia, y porque tampoco creo que me agrade la idea de que acabe en la cárcel.
   —¿Sabes? —comenzó a delatar Isabel adoptando un tono suave—, cuando iba al Instituto Emilio Pérez, unos chicos que iban al mismo centro abusaron de mí y de una amiga llamada Esperanza. Caminábamos por una de esas cuestas vacías que había desde el instituto a mi casa, era una tarde de invierno y ya estaba oscuro. Estaban bebiendo cervezas y fumando canutos cuando íbamos a pasar junto a ellos, molestas por los piropos de mal gusto que proferían cuando nos veían, cruzamos la calle para evitarles, siguiendo nuestro trayecto por la acera de enfrente.
   »Tres o cuatro cruzaron hacia nosotras, nos tocaron los pechos desde dentro de nuestros jerséis, metieron sus manos haciéndose paso por mis pantalones, por debajo de mi ropa interior y la de mi amiga que estaba inmovilizada por el miedo. Para colmo, uno de los chicos se lamía sus dedos haciendo un desagradable gesto con su lengua. Comencé a gritar para pedir ayuda y salieron corriendo en cuanto las ventanas de aquella pequeña calle se abrieron. Espe y yo acabamos llorando y abrazadas aquella tarde. Traumatizadas por lo ocurrido, con el tiempo, dejamos de vernos.
   Isabel hipaba y le temblaba la barbilla. Confesar aquel suceso habiendo bebido la había consternado.
   —¿Se chupó los dedos después de haberos tocado ahí dentro? —pregunté seña­lando su entrepierna con la mirada procurando detener su llanto.
   —Sí —articuló casi sin voz.
   —Tendríais que haber tenido la menstruación.
   Isabel me miró durante unos segundos con dos notables surcos de lágrimas, yo cerré los ojos temerosa de que pensara que mi comentario frivolizaba su espantosa experiencia. Por suerte, soltó una sonora carcajada. «Vaya panda de guarros», dijo con el semblante destensado. Oscilando por la acera y agarradas la una de la otra nos dirigimos al hotel con una indefinible mezcolanza de risas y lágrimas. La calidez de la habitación nos acogió con delicadeza, me tumbé sobre la cama nada más entrar, boca arriba y sin desprenderme de prenda alguna. No creo que acabara durmiendo, pero sé que emití un ronquido. Isabel se acercó y me quitó los zapatos.
   —Será mejor que te quites la ropa si vas a dormir, y tápate. Yo necesito una ducha rápida para espabilarme.
   Ella se desvistió en la habitación, cubierta por una fina lencería se dirigió al cuarto de baño. En lugar de cerrar la puerta —como hacíamos casi siempre que lo usábamos—, la dejó entornada. El sonido del líquido precipitándose por la bañera me despejó, contemplé que entre la puerta y el marco se apreciaba la sombra de Isabel que se contoneaba al son del chorro de agua que se esparcía impúdica por su cuerpo.
   —Te recomiendo que te duches —dijo mientras cerraba el grifo para echarse gel—, te vendrá bien para tu cabeza, si no, mañana tendrás resaca.
   —Voy a hacerte caso —expresé vergonzosa—, cuando tú salgas me ducho.
   —Entra conmigo, tonta, ¿es que nunca te has duchado al lado de una mujer?, ¡cómo se nota que nunca has ido a un gimnasio!
   Me retiré las prendas con la misma parsimonia y timidez que cuando me lo pedía el ginecólogo, caminé desnuda y con miedo porque el suelo estaba resbaladizo. Eché a un lado la cortina que mantenía oculto el interior de la tina del resto del cuarto de baño y allí me encontré a la mujer más bella del planeta, llena de espuma, regalándome una impagable sonrisa.
   —Venga, allá voy —anuncié disimulando mi retraimiento.
   Isabel se desplazó para que me ubicara debajo del reguero de agua tibia que lanzaba el grifo. Ella, a su vez, terminaba de frotarse con sus propias manos por todos los recovecos de su cuerpo.
   —Oye —susurró—, lamento lo que te pasó con Antonio.
   —Y yo con lo que os sucedió a ti y a tu amiga —dije bajando la mirada.
   —Lo que nos hicieron a Espe y a mí fue poco comparado con lo tuyo. Lo nuestro fue algo como esto:
   Isabel deslizó su mano derecha por buena parte de su piel con el fin de aglutinar espuma entre sus dedos, se acercó a mi vello púbico, como si pretendiera enjabonarme ahí, luego extendió su dedo corazón para efectuar una rápida caricia por los labios de mi vagina.
   —¿A que no es para tanto? —preguntó con una voz tan pícara como sus ojos.
   —No. Bueno, depende de quién te lo haga y el tacto que tenga —exhalé reprimiendo la convulsión que me había producido aquel gesto.
   Ella volvió a acariciarme de nuevo con su mano derecha y sujetando mi espalda con la izquierda, estremecida por el roce de sus dedos en la zona más sensible de mi piel, comencé a desinhibirme sintiendo entonces un incontenible placer. Me agarré al hierro anclado a sendas paredes del cuarto de baño donde pendía la cortina. Bajo la lluvia de la ducha repitió ese baile diestro con sus dedos hasta que nuestros cuerpos quedaron liberados de cualquier resto jabonoso. Ella me cogió de una mano invitándome sin palabras que abandonase la tina. Desnudas y mojadas nos dirigimos hacia la cama donde yo había dormido las noches anteriores.
   Un hilo de luz de los rascacielos de Nueva York salvaba las cortinas de la habitación, la puerta entornada del baño también permitía que se colase una vaga luminosidad. Isabel me empujó con suavidad y me tumbé dócil sobre la colcha, comenzó a acariciarme la cara con sus dedos y me besó en los labios. Debió notar mis agitadas pulsaciones cuando fue descendiendo con besuqueos por toda mi erizada piel. Se detuvo cuando su nariz se introdujo en mi ombligo y su boca rondaba la zona baja de mi vientre, casi en el pubis. Fueron unos segundos mágicos de inusitada pasión. Después noté el roce de su lengua en el mismo punto donde antes, en la ducha, había situado su dedo corazón. Su movimiento circular y de cadencia sincronizada me hizo cabalgar sobre la humedecida cama, mis manos se agarraron a sendas partes del cabecero, cerré los ojos y me centré en las sensaciones que me producía aquella desorbitada manifestación de concupiscencia. Al poco, un terremoto de escalofríos precedieron a unos incontenibles gemidos que me introdujeron hacia una descomunal ola de placer en la que durante un instante, el tiempo y el espacio se desligaron de mi universo interior. Nunca había alcanzado el clímax acompañada de nadie, jamás había sentido algo parecido en mi vida.
   Realicé una leve pausa hasta que mi mente regresó a la habitación. Me incorporé, la cama se hallaba empapada ya no solo por nuestra piel humedecida sino por mis involuntarios fluidos emanados tras el éxtasis. Pretendí hacer lo propio con ella, dejándola boca arriba sobre su cama, ella se dejó llevar sumisa, comencé a besar sus prominentes pechos y fui deslizándome hacia abajo para suministrarle el mismo placer que ella me había inducido. Era inimaginable poseer para mí a aquella diosa tumbada a la espera del roce de mi piel en sus zonas más íntimas, yo nunca había hecho nada semejante y supuse que para Isabel también sería una nueva experiencia. Separé sus muslos en búsqueda de su más recóndito secreto, percibí la dulce fragancia de su ser y un ligero matiz del aromático gel cuando comencé a utilizar mi lengua, labios y dientes, tal vez, con desmesurado salvajismo, promovido por la intensidad de aquel momento. Todavía no entiendo lo que sucedió después:
   —¿Qué estamos haciendo? —exclamó como si hubiera estado en trance el último cuarto de hora.
   Atónita elevé el rostro de sus piernas ansiando que aquello fuera una observación involuntaria, sin mala intención, propiciada por el frenesí de lo que nos estaba sucediendo.
   —¿No te das cuenta de que nuestros padres están juntos? —continuó Isabel levantándose enloquecida—. Que somos hermanastras. Es más, yo no soy lesbiana, y… no sabía que tú lo fueras.
   Encendió la luz de la habitación, me contemplé en el espejo del armario la estúpida postura que todavía conservaba: el trasero elevado y el estupor reflejado en mi rostro. No le dije nada, me volví hacia mi cama cuya colcha perduraba con un cerco húmedo como señal de lo que nos había acontecido y me acosté sin cubrirme con ninguna prenda.
   —Yo tampoco soy lesbiana —murmuré para mí mientras me arropaba con las mantas.
   No obstante, el bochorno no frenó al sueño que me arrastró veloz. Mi último pensamiento antes de abandonar el estado de vigilia fue el de que, al menos, yo sí había tenido un orgasmo.

   Una fastidiosa sequedad bucal me despertó a las diez de la mañana. Aprecié un dolor de cabeza que en absoluto podría equipararse al malestar originado por el menosprecio de mi compañera de habitación. Ella ya se había ido, empleé aquel momento para ducharme con tranquilidad. Bajé a la cafetería del hotel con el ávido objetivo de beberme un litro de zumo y varios cafés. Allí estaba Isabel, de espaldas a la puerta de acceso, hojeando un diario neoyorquino. No reparó en mi presencia, hubiera sido una situación embarazosa para las dos, decidí marcharme a deambular por las calles de Manhattan, no sin antes buscar en una tienda cercana refrescos de cafeína azucarados que pudieran proporcionarme energía y aliviar la sed. El evento predestinado para aquella noche era el de acudir a un musical en Broadway, empero yo prefería estar sola. Mi autoestima se había hecho añicos, así como la posibilidad de ser feliz en la vida.




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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén