Volumen 30 de «Mi hija y la ópera»



ACTO II

Mi hija y la ópera

1

   Cabo de Palos, 2010

   Algo más de un lustro ha transcurrido desde que concluí el manuscrito. Mi vida ha evolucionado, ya no soy la misma Violeta de entonces, ahora puedo hacer gala de ser una persona equilibrada y madura sin ningún género de complejos. Quienes me conocen de antaño afirman que mi mirada infunde armonía y tranquilidad, nada que ver con mi vieja expresión tortuosa que inspiraba suspicacia y antipatía. Gracias a los ejercicios de meditación que practico a diario, y a la lectura de libros de filoso­fía oriental, he logrado un estado emocional casi imperturbable y proyectar una conciencia profunda a mi existencia. He conseguido vivir en un silencio que solo se rompe con el rumor de las olas y el sonido del viento que flamea las cortinas de mi casa cuando abro las ventanas de par en par aun a riesgo de que la madera del piano se deteriore con el salitre. La música está ahora en un segundo plano, aunque a veces escucho y describo pasajes operísticos con el único ser que es capaz de polarizarlos con suma fascinación, esa persona atiende al nombre de Andrés Rosique.
   La mañana del día de la Lotería de Navidad interrumpí el relato angustiada por los acontecimientos, acababa también de cesar, días antes, la escritura del diario que me había acompañado desde mi más tierna infancia. Derrumbada por todo lo que iba a acaecerme y de lo que supe después, arrinconé mi proyecto literario hasta que el tiempo lo olvidase para que solo las reminiscencias de mis sueños rescataran aquellas vivencias solo para mí. Un hecho ocurrido hace muy poco, y, en sí mismo, un digno argumento para continuar con esta historia, invita a que finalice como se merece la biografía de las tres primeras décadas de mi vida. Para ello es preciso que comience tal como acabó, en el día 22 de diciembre de 2004. Lo que sucedió desde aquel momento hasta hoy lo puedo narrar con tanta precisión que me atrevo a aseverar que incluso los diálogos son fidedignos. Tan solo necesito cerrar los ojos y recordar.

   Aquella mañana, la melodía tempranera de los niños de San Ildenfonso ahogaba la cocina. Marisa y yo debíamos contar a mi padre lo que le estaba sobreviniendo, una muerte segura constatada por el equipo médico que no le daba ni un año de vida. Antes de que él bajase de su dormitorio —ya había perdido la costumbre de ser el madrugador de la casa— yo cuchicheaba con su pareja, todavía no muy convencida de que aquello fuera lo correcto.
   —Marisa, de hoy no puede pasar, si no te atreves a participar lo haré yo sola.
   —Pero estamos en Navidad, vamos a pasarla juntos, en familia. Vendrán mis hijas, ¿qué quieres, caras tristes?
   —Para mi padre la Navidad nunca ha sido motivo de alegría, tú y yo no estaremos para celebraciones, y a tus hijas… poco debe importarles lo que ocurra, además, ¿es que acaso no están informadas?
   —Claro que lo saben. Isabel se ha estado preocupando por la salud de tu padre en estos días.
   —Yo no he recibido ninguna llamada —expresé todavía dolida por lo que nos había ocurrido en Nueva York.
   —Claro, porque ya habla conmigo, también me pregunta por cómo lo estás llevando.
   —¿Y qué le contestas?
   —Que tan mal como yo.
   Me alegró saber que Isabel se preocupaba de mi estado, aunque fuese en la distancia. No en vano estaba a dos días de volver a encontrarme con ella.
   —Nadie quiere morir —dije recuperándome de mi fugaz embelesamiento, y, como último argumento para convencer a Marisa, continué—: Aunque a todo el mundo le llega su hora, por eso, yo preferiría saber que tengo poco tiempo para no dejar ningún cabo suelto entre mis allegados y tener la posibilidad de despedirme de mis seres queridos. Y otra cosa más, desde que tengo uso de razón mi padre ha estado anhelando el instante en el que se reuniría con mi madre y con mi hermana.  
   Desbordada, por lo que hoy yo sé que estaba viviendo Marisa, comenzó a llorar desconsolada. El sospechoso susurro de nuestra conversación y los sollozos atribulados de su pareja quizá despertasen a mi mermado progenitor. Descendía cada uno de los escalones agarrado de la barandilla, llevaba unas antiguas pantuflas de invierno que casi nunca había llegado a usar y de las que ahora no se desprendía. Iba abrigado con una vieja bata que se hallaba destejida en la parte inferior por las mordeduras de mi dilecto perro que tanto he recordado en mi relato.
   —¿Qué os pasa, niñas?
   —¡Andrés! —exclamó Marisa con ojos mojados mientras se arrodillaba ante él.
   Ella enmudeció, los nervios me paralizaron a mí también.
   —No me digáis que nos ha tocado la lotería, ¿verdad? —comentó percibiendo nuestro bloqueo y el alboroto que emitía el televisor ocasionado por los ganadores de uno de los premios gordos.
   Estaba claro de que aquello no lo dijo muy en serio, él nunca ha comprado lotería, y Marisa y yo no tendríamos muchas participaciones y en todo caso serían pequeñas.
   —Mi amor —expresó trémula—, te estás muriendo.
   —¿Cómo? —preguntó con expresión sobrecogida.
   —Tienes cáncer —prosiguió Marisa,  sin sutilezas, con una valentía que yo no encontraba—. En varias partes del cuerpo, los médicos nos dijeron que con un tratamiento se podría haber intentado algo, pero tu negativa hace que sea imposible la curación.
   —¿Lo sabéis desde la semana pasada y no me lo habéis dicho?
   —Yo sí quería comunicártelo —confesé pávida.
   Mi padre tragó saliva procurando disimular el terror que dibujaban sus ojos. Marisa continuaba arrodillada y se abrazó a sus piernas en una postura que en otro contexto podría resultar grosera. Yo envolví con mis brazos a la pareja y con la voz entrecortada espeté:
   —¡Papi!
   Así estuvimos durante minutos, sin expresar vocablo. Marisa se había enhestado para mantener el estrujón en una posición menos incómoda. Ella y yo llorábamos abatidas mientras en la televisión anunciaban con alegría que en la localidad leridana de Sort había caído el gordo de Navidad.
   —Os tengo que decir unas cosas —anunció mi padre rompiendo el abrazo—: Marisa, mi dulce compañera, sabes que no quise casarme contigo porque quería que todo mi patrimonio fuera para mi hija. Tú tienes tus bienes y tu negocio. Espero que sigas contando con Violeta como tu principal colaboradora.
   Ella afirmaba con la cabeza.
   —Trata a mi hija como tuya. Te lo agradeceré siempre.
   —Andrés, sabes que eso está hecho, ahora descansa que no es momento para hablar de esto.
   —No, Marisa, sí lo es, no sé cuánto voy a durar, pero lo que sí sé es que estoy muy débil. He tenido una vida ajetreada, y aunque parezca que voy a morir joven, yo debería haber fallecido con Patricia y Susana aquella mañana. El círculo por fin se está cerrando, ya iba siendo hora de que acabase mi vida. Gracias a mi pequeña y a ti he prolongado mi existencia. Ahora tengo que despedirme y hacer las cosas bien.
   —Papá, tienes que luchar  —manifesté—. Yo todavía te necesito.
   —Hija, ¿sabes de lo que me estoy acordando ahora? Era una tarde, no sé de qué día, llevábamos poco tiempo aquí en esta casa, apenas tendrías cinco años. Vivía­mos tú y yo solos, algunas veces venía tu tía. Yo te odiaba porque te culpaba de todo lo malo que me sucedía, pensé que eras un castigo divino. Esa sensación de desapego hacia ti la sentí durante mucho tiempo. Aquella tarde había puesto Tannhäuser, casi en el final de la ópera aparece un fragmento que nos encanta: el Coro de peregrinos, comencé a bailar contigo en este salón que por aquella época estaba diáfano. Estuve dando vueltas con tu delgado cuerpo entre mis brazos y con tu pequeña mano agarrada a uno de mis dedos. Al son de la música me sonreíste, no lo hacías a menudo, me sorprendió tanto aquella manifestación de alegría que te grité emocionado: «¡Te quiero!». Varias veces te lo dije. A partir de aquel instante recuperé las ganas de vivir.
   Mi dubitativa expresión mostraba con claridad que no conseguía evocar nada de lo que me estaba contando, por lo que tuvo a bien continuar con su charla:
   —Aquel día supe que mi destino era protegerte, educarte y, sobre todo: quererte.
   —Has hecho todo eso con creces.
   La corazonada de que mi padre tenía preparado ese discurso desde tiempo atrás me sobrevino. Marisa no lograba contener el lagrimeo.
   —¿Qué quieres para desayunar? —le preguntó sorbiéndose las secreciones nasales.
   —Un café con unas gotas de leche para que no me dé acidez.
   Marisa salió hacia el jardín tras preparar el café, llevaba consigo un cigarrillo y su inseparable móvil. La seguí con la idea de fumar junto a ella pero me detuve por discreción a la conversación telefónica que iba a mantener cuando aprecié que dirigía el teléfono a su oreja. Esperé bajo el umbral de la puerta que estaba medio abierta para que no entrase el frío, exhalando el humo de mi pitillo en el resquicio para evitar que la casa oliese a tabaco. Percibí una delatora expresión cuando colgó el teléfono y se giró hacia la casa descubriéndome casi escondida bajo el marco de la entrada. Mi padre se había cambiado de ropa, se había vestido con unas rasgadas zapatillas de deporte, un viejo chándal con la chaqueta abierta que no ocultaba su recién estrenada camiseta de «I ♥ New York» que no me costó ni diez dólares.
   —¿Adónde vas? —preguntó Marisa adentrándose en la casa.
   —Voy a caminar, aunque sea un kilómetro.
   —Papá —intervine—, no reúnes las condiciones mínimas para andar y menos aún con el helor que hace esta mañana.
   —Ya no voy a mejorar, quiero dar mis últimos paseos por la zona, despedirme de los paisajes que me han acompañado media vida.
   —Ni hablar, Andrés —dijo Marisa—, no puedes salir porque yo no te puedo acompañar.
   —Saldré a caminar te moleste o no, de la misma manera que a partir de esta tarde voy a echarme un whisky. Los días, semanas o meses que me queden voy a disfrutarlos. Y si no os importa, me gustaría tener el televisor del salón para ver todos los deuvedés que pueda.
   Mi padre hacía referencia a nuestra imposición —más propia que de Marisa— de ver la televisión convencional, o sea, los canales que se emitían en antena y cuya programación él despreciaba. Franqueó la puerta a paso lento, el cielo estaba soleado y sin apenas viento, lo que apaciguaba un poco las bajas temperaturas. Marisa se fue tras él para persuadirle de lo majadero que estaba resultando con sus pretensiones de caminar solo, había dejado el paquete de tabaco, el mechero y el teléfono móvil junto a una mesita cercana a la puerta que, entre jarrones y figuras de porcelana, se lucían fotografías de las hijas de la pareja de mi padre. Observé con detenimiento la imagen de Isabel, aparentaba unos quince años, ya era atractiva a esa edad, ninguna semejanza con mi rostro volcánico en la adolescencia. De repente, el móvil de Marisa vibró, la pantalla indicaba la recepción de un SMS de Pedro. Advertí desde la ventana que ella seguía hablando con mi padre en el jardín. Cogí el teléfono, no para leer el mensaje corto que acababa de llegar (aquello me delataría), sino para ver a quién había llamado cuando salió a fumar minutos antes y cruzó una mirada de desconcierto al verse sorprendida con mi presencia. Eché un vistazo al registro de llamadas y eran las siguientes ordenadas por la más reciente:

-       Pedro Romero Gargallo
-       Isabel hija
-       Pedro Romero Gargallo
-       Ana hija
-       Violeta Rosique
-       Andres mi amor
-       Pedro Romero Gargallo
-       Julio asesor
-       Isabel prima
-       Pedro Romero Gargallo
-       Antonio Puche Arrixaca

   La conjetura de que con Pedro existía una estrecha relación iba cogiendo cuerpo, máxime, al constatar de que ni siquiera con mi padre se comunicaba tantas veces, incluso dejándolo casi todas las mañanas en casa para ir ella a atender su negocio. Deposité el móvil sobre la mesa justo en el momento en el que Marisa abría la puerta.
   —Tu padre está loco —dijo exasperada—, pero loco de remate, si se muere... allá él, te lo digo de verdad.
   —Marisa —contesté—, me parece que has recibido un mensaje en el móvil. Ha vibrado.
   Ella cogió el móvil, leyó el SMS y no exteriorizó nada.
   —Bueno, tengo que ir a mi tienda —anunció con entonación neutra.
   —¿Qué pasa, te espera Pedro allí, verdad? —inquirí.
   —Violeta, no me gusta tu tono, y no quiero pensar qué estás insinuando.
   —Marisa, el otro día, cuando estábamos en la consulta del médico, me dijiste que debías contarme algo muy grave y que no se lo confesara a mi padre. Tenía que ver con el fin de semana que estuviste con Pedro en Murcia.
   Ella me miró silenciosa durante unos segundos con ojos penetrantes.
   —Que sepas que la verdad puede doler —dijo tras encenderse un cigarrillo y arrimarme su paquete de tabaco—. ¿Quieres?
   —Sí. Lo necesitaré.
   —Como sabes —declaró exhalando intensamente—, Pedro nos iba a regalar a tu padre y a mí una entrada en el Romea para la noche del sábado que tú ibas a estar en Nueva York. Por las circunstancias que conoces, él no pudo ir y nos pidió a mí y a Pedro que fuésemos para no desaprovechar el regalo. La idea, Violeta, no era otra que la de ir a ver la representación y venirnos para acá de madrugada. Pero luego surgió esto:
   Marisa abrió su bolso y me ofreció una octavilla.

RECITAL DE POESÍA
VIERNES 10 DE DICIEMBRE DE 2004 / 21:00 h
Carlos Gargallo y José Martínez Giménez
Guitarra: José Ant. Frutos
CENTRO MUNICIPAL EL CARMEN
Alameda de Capuchinos, 32 – Sala Exposiciones – Murcia
ENTRADA GRATUITA

   —Sí, ya sé que fuisteis a un recital de poesía la noche del viernes —afirmé dejando la invitación sobre la mesa.
   —Ese tal Carlos Gargallo es el primo de Pedro, hablaron por teléfono y, aprovechando que íbamos a ir a Murcia, insistió en que asistiéramos a su recital de poe­sía. Te juro que lo vi inapropiado, no quería pasar una noche fuera de la casa sabiendo cómo estaba tu padre de mal, pero fue él quien me convenció, dándonos su beneplácito, para que estuviésemos la noche del viernes y aconsejándonos para que también fuera la del sábado, ya que íbamos a salir muy tarde del Romea y no quería que Pedro condujera de madrugada hacia Calasparra. Respecto a las dos noches del hotel nos salieron casi al mismo precio que si hubiésemos estado solo una, Pedro tiene un familiar como encargado en el Hotel Emilio y, por supuesto, asumió todo el gasto del fin de semana.
   —Pero ¿es que te piensas que a mí me importa quién haya asumido los gastos del alojamiento? He notado miradas muy extrañas, en ti, en Pedro y en mi padre, que es quien más me preocupa. Algo ha pasado, así que cuanto antes lo sepa, mejor —dije cruzándome de brazos a la espera de un argumento que me convenciese.
   —Sí, hija, algo pasó —admitió Marisa encendiendo otro pitillo—, y no puedes imaginar cómo me siento de culpable. Salimos el viernes por la tarde, tu padre se había quedado en el jardín, con su bata, diciéndonos que lo pasáramos bien. Yo le había preparado una serie de comidas que solo tendría que calentar en el microondas. Le estuve llamando durante todo el sábado y no cogió el teléfono, ni el móvil ni el de casa. Pensé que el móvil lo tendría sin volumen en algún sitio y que el otro estaría descolgado, o yo qué sé. Pero cuando llegamos aquí la tarde del domingo…
   Marisa realizó una pausa para desembuchar sin circunloquios todo lo que pretendía contarme y todavía no se había atrevido. Su mirada era pura franqueza, el nerviosismo quedaba patente en su manera de fumar. Temerosa del tono confidencial que se acrecentaba a cada palabra cogí otro cigarro.
   —Mira, Violeta, te pido por lo más sagrado que esto no salga de aquí, yo necesitaba contártelo, eso explicará por qué hemos estado Pedro, tu padre y yo tan raros y distantes. Al llegar aquí nos encontramos la casa abierta, grité el nombre de tu padre que no contestaba, subí a nuestro dormitorio y me encontré con una escena horrible.
   —¿Qué pasó? —balbuceé aterrada.
   —Lo habían atado de pies y manos. En las piernas una soga y en las muñecas unas esposas de policía que habían anclado a la pared desde varios puntos. Estaba desnudo, y tenía la boca tapada con un pañuelo que impedía que se oyeran sus gritos. En la pared había un texto pintado en rojo que decía: «El Leñador no es tan fuerte sin su hacha», que ocupaba todo el dormitorio. Tu padre no quería que yo entrase, con la mirada indicó a Pedro le quitara el anclaje de las esposas en la pared, tampoco dejó que le ayudáramos a limpiarse y vestirse. Me dio tanta pena…
   Aquella narración asedió cualquier esperanza personal de continuar con mi historia, y es por ello por lo que interrumpí el relato hasta los días de hoy. Conocer la humillación a la que había sido expuesto mi progenitor no solo me atormentaba, sino que una ingente cantidad de dudas comenzaron a asaltarme. ¿Cómo sabían que estaba mi padre solo en casa?, ¿volverían a atacarnos?, ¿acaso Pedro proporcionaba información? Para garantizar mi salud mental aparté de inmediato el pensamiento de que Pedro y Marisa tuviesen algo que ver con lo sucedido, si bien, las Navidades de aquel año llegaron con esas y otras incertidumbres con la única convicción de que, mientras un tal Andrew me «deshonraba» a miles de kilóme­tros, mi padre era ultrajado sin compasión por unos hijos de perra que jamás hubieran osado a enfrentarse a él si no fuera por su decrepitud. Por ventura, el destino me hizo un guiño, ahorrándome el mal trago de que hubiera sido yo quien se encontrase con mi querido protagonista en aquel espantoso escenario.








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