Volumen 33 de «Mi hija y la ópera»
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Las jornadas transcurrieron implacables, el
estado físico de mi padre nos revelaba que nos encontrábamos ante su inexorable
fin. La máquina que le ayudaba a respirar producía un estridente sonido que impedía
el descanso a todo aquel que procurase reposar en su dormitorio. De igual modo yo
dormía la siesta sobre su cama mientras él, desde su mecedora, intentaba releer
alguna de las muchas obras que atesorábamos en casa desde tiempos inmemoriales.
Creo que ya ni leía, utilizaba el libro para dirigir su mirada y pensar. Otras
veces lo cerraba, descorría la cortina y le echaba un vistazo al pueblo y quién
sabe si a la infinitud del paisaje, meciéndose con suavidad. Yo solo abandonaba
la habitación cuando Trini, la enfermera que le asistía, se adentraba para
realizar su ingrata labor de limpieza. Conociéndole, debió ser humillante para
él. No quiero imaginar cómo tuvo que sentirse cuando en ese mismo cuarto lo
desnudaron y ataron a la pared durante días.
Desde que Marisa supo que yo estaba embarazada
no permitió que colaborase con ella en su comercio. Adujo que me encontraría
mejor en casa, aunque yo creo que fue una manera de escapar del hogar al que solo
venía para comer, cenar y dormir si es que acaso podía conciliar el sueño con
el molesto silbido que originaba el aparato que proporcionaba oxígeno a su
pareja. Mantuve en secreto lo del embarazo a mi padre, aunque poco a poco iba
prosperando la idea de que él vería con buenos ojos que su genética no iba a
interrumpirse conmigo. Confiaba en que en algún arranque de valentía aprovechase
un momento propicio para informar al futuro abuelo de la existencia de una
criatura que se gestaba dentro de mí antes de que fuese demasiado tarde.
El día 19 celebré, casi a solas con mi padre,
el vigésimo cuarto aniversario de mi nacimiento. Fue un acto apagado con el que
pretendimos diferenciar aquel sábado de los tediosos días de febrero. Él no
salía de su dormitorio y supongo que por aquel entonces ya asumía que jamás
bajaría las escaleras con vida. Por ser una circunstancia especial le subí un
vaso de whisky, algo que tenía más
que prohibido, no por la enfermedad, sino para evitar reducir los efectos de
los medicamentos. Yo no tomé alcohol, ni podía ni me apetecía, comí unos dulces
que había comprado Trini para la ocasión. Pese a caer en fin de semana Marisa
no pudo acompañarnos, alegaba mucho trabajo atrasado en su taller lleno de lienzos,
marcos y tristeza. Como iba siendo frecuente en aquellos últimos días regresó al
hogar tarde; tanto, que ya dormitábamos en nuestras respectivas alcobas. Trini
comenzó a pernoctar en casa, decía que estaba tan agradecida por la generosa
remuneración y a la cordialidad con que la tratábamos que no le importó carecer
de tiempo personal. Aquella mujer soltera de cincuenta años, tez clara y mirada
servicial se había convertido en pocas semanas en alguien más de la familia.
Mi padre exigió a su pareja un último
acontecimiento, este coincidiría con el 9 de marzo, cumpleaños de Marisa. Ella
no quería hablar de celebraciones y menos aún si se trataba de algo tan macabro
como el de juntar una fiesta con una despedida, puesto que él procuraba convencerla
para aprovechar el evento como un adiós en vida a sus allegados, algo que solo
tienen el privilegio —decía este— aquellos que son conocedores de su inminente
final. Durante los días que transcurrieron hasta esa fecha solo extraigo la siguiente
conversación con mi padre, un diálogo, a priori, irrelevante pero que ahora
considero como trascendental, de tal manera que marcó el devenir de los meses
posteriores a su marcha.
—Cuando muera —dijo con voz débil—, vete a
un sitio que esté cerca de la costa.
—Yo soy de aquí, padre. Me gusta este lugar.
—En este sitio siempre hemos sido
desconocidos, eres una persona con una sensibilidad especial, vende esta casa y
compra una que tenga vistas al mar, te ayudará a escribir, a componer piezas de
piano, a ver la vida de otro modo. No quiero que te quedes aquí, tengo enemigos
que seguirán siendo tuyos.
Interpreté aquellas palabras como una
advertencia promovida por el temor a que me sucediese algo similar a lo que le
ocurrió en aquel mismo dormitorio mientras yo me encontraba en Estados Unidos.
—Venga, descansa —susurré.
—Violeta, tienes que llamar a Cristóbal, a
nuestro asesor, él te informará de qué es lo mejor para tu economía. Como
sabes, heredarás un patrimonio que te permitirá vivir con tranquilidad. Solo te
pido que si vendes algo que sea para comprar otra cosa, que el dinero en las
manos se acaba pronto.
—Que sí, pesao
—afirmé cansada de hablar con naturalidad sobre algo tan doloroso.
—¿Quién va a venir para el cumpleaños de
Marisa?
—Pues espero que todos a los que he llamado,
el problema es que cae en miércoles y no sé si todos los invitados podrán
asistir. La tía me ha dicho que ella y Alberto lo tienen complicado, si Marisa
no tuviera esa manía de hacer la celebración el mismo día de su cumpleaños…
—Hija, yo opino lo mismo que ella, no se
debe celebrar en otro día que no sea el señalado en el calendario. Todos los
días tienen su lado bueno y su lado malo, si quisiéramos hacerlo todo los
sábados o los domingos se estaría discriminando a las personas que trabajan en
esas jornadas.
—Que sí… papá…
Lo silencié con un beso en la frente. Su
expresión famélica era desgarradora, el resuello de su respiración me infundía
desasosiego, más cuando constataba cómo apuraba indignamente las últimas
fuerzas que la naturaleza le había concedido. Me senté en la cama para observar
su manera de dormir, él levantaba los párpados en ocasiones con un rostro privado
de los colores que exteriorizan salud. Recordé mi niñez y adolescencia aquella
tarde mientras mi padre intentaba conciliar el sueño y ganar, durante un
momento, la batalla al dolor.
Nací en el seno de una familia perfecta,
tenía una madre y una hermana de las que jamás he tenido ni una imagen borrosa
como recuerdo. Vivíamos en una casa de ensueño en Cartagena. Un maldito día de
septiembre nuestra vida cambió para siempre, ellas quedaron enjauladas en el
interior de un automóvil. Todavía se hallarían con vida, en el habitáculo del
coche transformado de improviso en un inaccesible amasijo metálico, cuando el
camión que las aprisionaba explotó. ¿Qué habría hecho mi hermana, aquella bella
e inocente criatura de dos años y medio, para merecer tal fin? ¿Y mi dulce
madre que me dio la vida y no se separó de mi incubadora hasta que la abandoné?
¿Acaso estarían pagando con ese castigo del destino los errores personales de
una vida anterior?
Ninguna de las dos tuvo en cualquier caso
peor desenlace que mi afligido padre. Durante larguísimos veintitrés años y
medio había convivido con la pesadilla de sobrevivir a su amada mujer que
originó su afición a la ópera, y a una hija que, ejerciendo de orgullosa
hermana mayor, me sostenía en brazos cuando yo solo tenía seis meses. Una
inefable amargura con la que se vio obligado a lidiar para poder cuidar de mí. Aquel
hombre cuyo cuerpo, en contra de sus deseos, combatía por unos días más de vida
en una contienda de antemano perdida con la muerte, era mi única familia. Cuando
pereciese ya no tendría a nadie, salvo lo que se estaba engendrando en mi
vientre que sería mi garantía para salir adelante.
Reminiscencias de toda una existencia me
sacudían incansables como olas en la orilla mientras luchaba en mi personal
guerra contra el cansancio. Podía agruparlas en unas pocas: el piano, la
música, la soledad del hogar… junto al perseverante recuerdo de las tumbas, las
de mis abuelos y, en especial, la losa que cubría los ataúdes de mi madre y mi hermana,
con el mármol helado y sucio por la tierra que era movida por el viento eterno
y las hojas marchitas caídas de los árboles del cementerio con su particular
danza sobre las lápidas. Solo yo reparaba en aquel singular baile y quién sabe
si los muertos desde la infinitud del tiempo, creyéndose olvidados. La existencia
de mi progenitora y sobre todo la de mi hermana apenas habría dejado huella en
el mundo, excepto para mí, que sin conocerlas, derramaba lágrimas saladas en un
llanto silencioso y de impotencia mientras contemplaba a mi padre que, en su
duermevela, abría los ojos para cerciorarse que, en efecto, aún permanecía con
vida.
Andrés Rosique Marín agonizaba ante mí. No
era una persona cualquiera de entre todas las que hayan podido existir en la historia
de la humanidad, era el ser que lo sacrificó todo para que yo sea ahora quien
soy. Me sobrevenían remembranzas de largos paseos por la montaña de la que
nunca nos separamos en toda nuestra estancia en Calasparra, y de interminables
diálogos que concluían sin que me diera una sola respuesta que satisficiera mis
complicadas preguntas existenciales. Y un recuerdo nostálgico de mi niñez surgía
con nitidez, destacando sobre cualquier otro, era la evocación de una tarde en
una loma cercana, con nuestros pies colgados desde un montículo que asomaba a
un barranco, donde presenciamos el más bello de los atardeceres sobre el
pueblo.
—¿Por qué lloras? —musitó mi padre,
extrayéndome del ensimismamiento.
—No puedes morirte, te necesito —imploré arrodillándome
junto a su mecedora mientras lo abrazaba.
—Tranquila, que hasta que no se celebre el
cumpleaños de Marisa no puedo irme. Cuando lo celebremos me despediré de todos,
menos de ti.
—¿Qué quieres decir?
—Ya no quiero que Marisa se quede con
nosotros. Además, hace meses que ya no me comporto como un hombre con ella.
—¿Y eso qué tendrá que ver?
—Nuestra relación no ha sido otra cosa que
eso. Mi compañera siempre será tu madre. Marisa lo ha sabido desde el
principio, y no quiero morir entre sus brazos.
Yo movía la cabeza en señal de negación por
el conflicto interno de desconocer si lo que me decía era cierto, o que tal vez
sospechaba de su pareja del mismo modo que yo había recelado de ella en los
últimos meses.
—Dejará esta casa después de su cumpleaños,
pero no quiero que perdáis el contacto —continuó para evitar suspicacias—, solo
que no me apetece que vea cómo me sigo deteriorando, es una cuestión de… ¿cómo
se dice?... ¿de orgullo?
Habilitamos el dormitorio de mi padre para
que los asistentes a la celebración pudieran subir y charlar con él a la vez de
que pudieran tomar un bocado. Enchufamos una pequeña nevera junto a la ventana
y ubicamos en el centro una mesa repleta de bocadillos y platos con aperitivos.
Pedro fue el primero en llegar, se sentó en la cama frente a la mecedora. Delante
de mí y con todos los eufemismos que era capaz de utilizar, informó a mi padre de
que los que le habían hecho daño se encontraban entre rejas. No tuvo respuesta
alguna, su amigo estaba incómodo de que la conversación pudiera adoptar un lenguaje
más conciso y que yo pudiera enterarme de algo que él creía que desconocía.
Pedro se mantuvo callado el resto de la velada sosteniendo una copa de cerveza
con su congénita elegancia, asomado a la ventana de la habitación, vislumbrando
la espléndida panorámica que ofrece el pueblo en lontananza.
Oteé junto a Pedro la llegada del vehículo
de Isabel que se adentraba en el carril. Ella y su hermana no podían faltar a
la celebración del cumpleaños de su madre. Vinieron de Murcia con el propósito
de hacernos compañía un rato e irse de inmediato. Alegaban asuntos
estudiantiles que, por lo que contaban, no les daban tregua. Una chica les
acompañaba, se llamaba Lucía, era una compañera de piso —según me informó
Marisa—; vestía con pantalones militares y camiseta de tirantes que junto con
un pelo corto y puntiagudo ajaba su nombre y femineidad. Ni siquiera subió a
conocer a mi padre, aunque fuera por la sombría curiosidad de contemplar a un
moribundo. Permaneció en la puerta de casa todo el tiempo, fumando con la misma
celeridad y frecuencia en sus caladas con que escupía; se tocaba la entrepierna
a lo Michael Jackson aunque con bastante menos apostura, más bien se asemejaba
a un legionario abandonando un prostíbulo, rascándose sus genitales infestados
de parásitos. Mi atención se centró después en unas amistades de Marisa, unas
vecinas por lo que deduje, las cuales cesaron sus carcajadas cuando accedieron
a la habitación, con semblante de pésame saludaron al agonizante sin conceder
siquiera un minuto para batirse en retirada.
Los últimos en llegar fueron mis tíos y mi
primo. Los tres cumplieron con protocolo, era una despedida en toda regla sin
omitir palabras dolorosas. Alberto le dio dos palmaditas en el hombro y con
mirada compasiva le dijo que fuese fuerte, luego obligó a su hijo a que le
diera un beso a aquel ser humano que parecía un cadáver. Bajé con mi tío y mi
primo a la cocina, saqué del frigorífico un refresco para uno y un zumo de piña
para el otro que estaba a poco de cumplir cuatro. El niño se fue a corretear
por el salón y a pulsar sin discriminación las teclas del piano. Aprovechando
la intimidad que nos ofrecía la cocina Alberto me confesó algo.
—¿Sabes, Violeta?, cuando conocí a Laura
supe por su mirada que tenía en mente a otro hombre. Durante meses pensé que
era su forma de ser, hasta el día que vine a esta casa. Entonces comprendí que
tu tía estaba enamorada de tu padre. Pensarás que estoy loco, y no me gustaría
que saliese esto de aquí, pero estoy convencido de que ellos tuvieron algo, y
si no sucedió nada sería porque el respeto al alma de tu madre lo impidió.
—Alberto —expresé con serenidad—, cuando era
niña le pedía a mi padre que se casase con la que ahora es tu mujer.
—En verdad solo quería decirte que lo sabía.
Laura y yo nos queremos mucho, de hecho, ahora te lo dirá, vamos a ser padres
de nuevo. Pero todo lo que te digo no me libera de la vieja sensación de
haberme sentido como un segundo plato. Nunca he hablado de esto con ella porque
sé que me lo negaría. Pero los ojos no mienten, y he sido testigo de cómo se
miran.
Contemplé de arriba abajo a Alberto, me
pareció un desequilibrado que pretendía demostrar estar al corriente de
cualquier infidelidad de pensamiento de su cónyuge hacia su cuñado, aunque se
tratase de celos retrospectivos. Cuando fui de nuevo al dormitorio Laura era la
única compañía junto a mi padre, el revuelo de mi primo trasteando el piano y
el sigilo con que subí las escaleras contribuyeron a que mi tía no advirtiese
mi presencia. Entonces escuché una frase que le otorgaba credibilidad al
mensaje de Alberto:
—Andrés, si tú hubieras querido…
Distinguí desde la puerta que él negaba con
la cabeza sobre la mecedora.
—Recuerdo que me enamoré el día que te
conocí, yo era una niña. Te casaste con mi hermana, aunque yo te seguía
admirando en la distancia, como un amor platónico, pero cuando tuvimos la oportunidad
de compartir la vida, juntos, con tu hija, la niña a la que dediqué toda mi juventud,
me despreciaste.
Mi respiración me delató, mi tía guardó la
compostura besando en la frente a mi padre y secándose las lágrimas anunció:
—Estoy embarazada.
Aquel podría haber sido un buen momento para
añadir «yo también», pero ninguno de los dos les habría concedido crédito a mis
palabras.
—Hasta siempre, Lauri, que sigas siendo muy
feliz —balbuceó con la voz descompasada por ausencia de oxígeno.
Ella le besó la mano y le acarició el
cabello, dejó la habitación a paso ligero rompiendo en sollozos.
—¿Cuántos quedan en casa? —atinó a preguntar
con la mirada perdida—, ¿me puedes poner alguna de Puccini?
Bajé
en cuanto comenzaron a sonar los primeros compases de Tosca. Se habían ido casi todos, incluso Isabel, con la que no me
crucé más que unos breves vocablos de salutaciones. Aquella bella idiota no era
merecedora de los sentimientos que me originaba; no obstante, el simple hecho
de sentirla cerca me cosquilleaba el estómago. El silencio generado por la
ausencia de invitados solo era roto por el bisbiseo de Pedro y Marisa en el
interior de la cocina. Me acerqué hasta donde se encontraba el dúo para sorprenderles
con una mirada cómplice que ambos se regalaban. Él estaba sentado sobre la
encimera mientras ella preparaba café. Ambos bajaron sus abochornados ojos en
cuanto se percataron de mi aparición. Fue entonces cuando todos mis auspicios
se convirtieron en una terrible convicción. Ellos podían reprimir sus emociones
delante de todos e incluso fingir una confraternización con el propósito de
hacer más llevadera la enfermedad de mi progenitor, pero yo sé cómo se miraban,
como los ojos anhelosos con que yo contemplaría a Isabel. Los mismos que señalaba
Alberto, refiriéndose a mi tía hacia mi padre.
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