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Mostrando las entradas etiquetadas como José Antonio Frutos

Página 95 de «Mi hija y la ópera»

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 8 Dani se convirtió a partir de aquel momento en la única persona que entraba en nuestro hogar. Un vendedor ambulante, cuyo nombre era Domingo, también se acercaba cada mañana a casa, pero nunca sobrepasaba la valla que delimita la parcela. Tocaba la bocina muy temprano anunciando su llegada y nos traía los pedidos de todo tipo de productos y tomaba nota de los siguientes. Siempre lo atendía mi padre desde la verja, que abría para que el viejo pudiera dar la vuelta sin demasiadas maniobras. Yo nunca trataba con él, por eso apenas si conocí a ese señor hasta poco antes de jubilarse. El tiempo que mi padre y yo dedicábamos a Yako en aquellos meses de oscuridad nos sirvió para domesticarle. Una pelota de tenis era su juguete preferido, nunca se hartaba de perseguirla. Qué diferencia con los humanos, que enseguida acabamos aburriéndonos de lo mismo. Bueno, todas las personas exceptuando al maniático de mi progenitor. Repetitivo hasta la enajenación; la narración de un día cualquiera de su

Página 75 de «Mi hija y la ópera»

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6 Aunque mi tía depusiera nuestros encuentros de fin de semana, fue ella la que me proporcionó los libros de texto que le servían de apoyo en nuestras clases para que los estudiase, telefoneándome casi todas las noches para tantear mi evolución. La conferencia de los sábados era bastante más larga porque hacíamos un repaso semanal a todo lo aprendido. Recuerdo que, en ocasiones, mi padre comentaba con Laura que anhelaba que yo desarrollase mi talento realizando actividades que me motivasen, que no perdiera demasiado el tiempo con aquello que no satisficiera mis intereses o capacidades. En otras conversaciones telefónicas discutían: él mantenía su negativa a habilitar la habitación secreta con el subterfugio de que las herramientas y otros enredos peligrosos no podían almacenarse en otro lugar. Yo creo que intentaba evitar que mi abuela prolongase su estancia en nuestra casa, o tal vez su santuario era intocable. Daniel y mi padre colaboraban también en mi desarrollo educacional, con má

Página 45 de «Mi hija y la ópera»

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4 El verano del noventa acabó y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían mis compañeros, de entre ocho y nueve años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director; todo lo contrario a su antecesora. Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio.

Página 37 de «Mi hija y la ópera»

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3 Tendría ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada con llave, del final del pasillo, de cuya baranda asoma la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca; en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién pintado, no como el resto de las paredes de la casa. U

Página 23 de «Mi hija y la ópera»

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2 Todos los bienes de mi abuelo, el negocio, unos locales arrendados a otros comercios y dos viviendas —la del pueblo y la de la ciudad—, cayeron en manos de mi padre. Debía reunirse con el asesor de la empresa y con un tal Paco, quien había acabado como mano derecha de mi abuelo tras la marcha de su hijo a Calasparra. Por ello tuvimos que permanecer unas jornadas en Cartagena, lo cual fue un alivio para mí tras los primeros días de clase. —¿Quieres que nos quedemos a vivir aquí? —preguntó mi padre refiriéndose a la ciudad que le vio crecer. Asentí. —Tendrías que cambiar de colegio. —¿Podré ir con la tita? —Laura te podrá visitar más veces si estamos en Cartagena, pero no será en la misma casa donde vivíamos. —¿Por qué? —Porque la vendimos para comprar la de Calasparra. Ahora nos haremos con una mejor, pero durante un tiempo tendremos que quedarnos en la del abuelo Pepe, donde yo vivía cuando tenía tu edad.

Página 15 de «Mi hija y la ópera»

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  1 Como el pájaro que cada mañana se posa en mi ventana y me contempla con detenimiento, siempre he querido volar, ser libre, que me admirasen en la distancia sin que nadie pudiera atraparme. Nunca lo había conseguido, hasta hace bien poco. He cumplido condena en esta casa desde que mi padre me trasladó en mi remota infancia, coreada con la ópera como triste banda sonora de mi vida. No sé si la reclusión a la que me he visto sometida durante años obedece a sus circunstancias o a las mías. Calasparra, 19 de diciembre de 2004, mi nombre es Violeta Rosique Domínguez y estas dos últimas semanas de mi vida han sido frenéticas, de la más delirante a la peor de toda mi existencia. He recibido una noticia terrible hace unos días y, por ello, he tomado el diario que me regaló mi tía Laura cuando yo era una niña y que durante años me ha acompañado en las noches de soledad; basándome en él he creado este relato. Mi madre me trajo al mundo una mañana lluviosa de 1981, semanas antes de lo previsto

Página 9 de «Mi hija y la ópera»

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Obertura «Soy un asesino», se repetía aquel tipo que, aún no habiendo cumplido los veintiocho, aparentaba mayor edad. Se adentró en su finca con actitud serena a pesar del aguacero que se precipitaba aquella tarde de septiembre. Saludó con la cabeza a Lily, asomada al otro lado de la ventana. Ella le abrió la puerta antes de que llamase y le devolvió el saludo mirándolo de arriba abajo. Laura, que apenas alcanzaba los quince años, acunaba a un bebé en el sofá. —¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la adolescente—. Nuestros padres están muy preocupados. —No lo sé, llevo días sin dormir —respondió con voz áspera. —¿Eso es sangre? —dijo examinando su ropa. —Es de unos animales que he tenido que matar. ¿Cómo está Violeta? —Tu hija está bien. —Yo no podré cuidarla. —Vale, pero si te vas de nuevo avísanos. Recuerda que todos estamos sufriendo con lo sucedido. Él subió a su dormitorio sin añadir palabra. No había transcurrido ni una hora cuando regresó al salón vestido con unos panta

Debemos acelerar la transición ecológica

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   Si hay algo que tenemos que asumir una vez se va asentando la «nueva realidad» en nuestras vidas es que el mundo ha cambiado para siempre. La crisis del COVID-19 ha puesto patas arriba a la Humanidad. Buena parte del planeta ha estado confinado —o lo sigue estando—, y a nadie le ha sido ajeno que durante el confinamiento ha habido una mejora de la calidad del aire, se han roto los registros de lluvia en un mes de abril (al menos en Murcia), y cuando hemos tenido la oportunidad de volver a la montaña la hemos encontrado esplendorosa como nunca.    La ausencia del ser humano, indudablemente, sería un gran alivio para el planeta, pero esa no es una solución. En estos últimos meses la disminución de la energía generada a partir del carbón (en la Unión Europea) ha sido superior al 25%. Otro dato llamativo registrado en el viejo continente es el del 10% de reducción de la demanda eléctrica. Y de todos es conocida la caída del precio del petróleo durante este tiempo. Sin embargo, y

Volumen 38 de «Mi hija y la ópera»

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9    Al primer lugar donde acudimos una vez quedó confirmado nuestro parentesco tras la prueba de hermandad fue a la casa de nuestra única tía. Ella jugaba en el jardín con nuestros pequeños primos. Llegamos sin avisar. Paco, fiel a su palabra, no le había advertido de nada. Yo insistí en darle la más maravillosa de las sorpresas, no calculando bien el grado de emoción que toleraría al encontrarse con su ahijada después de varias décadas incluyéndola en el grupo de seres que ella consideraba bajo tierra. Tuvimos que llamar a una ambulancia porque se desmayó cuando le contamos la historia y le enseñamos el infalible test genético.    Ha transcurrido mes y medio desde entonces, y Marta —que así desea que la llamemos— ha venido varias veces de Tres Cantos, localidad donde reside. Yo también le he devuelto alguna visita. Conocí a sus hijos: Susana y Ángel que son tan repelentes y caprichosos como cabría esperar de una familia acostumbrada a atesorar riqueza. Me contó que se había

Volumen 37 de «Mi hija y la ópera»

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8    Algunas mañanas, después de dejar a mi hijo en el colegio, abro las ventanas de toda la casa y toco el piano. Me encanta la sensación de la brisa marina mientras interpreto aleatorias melodías, a la par que las cortinas serpentean esparciendo ese olor a mar que se impregna en las paredes hasta que el salitre se mezcla con mis melancólicas lágrimas. Ahora entiendo por qué mi progenitor interrumpía las ejecuciones con brusquedad, porque su música evocaba a sus difuntos.    Unos jubilados germanos, vecinos nuestros en los meses de invierno, son los únicos que aplauden mis composiciones; él es un encantador caballero de nombre impronunciable, afirma ser un apasionado de la ópera, con predilección por Wagner y Gluck; yo le rebato por mi inclinación hacia los autores italianos, aunque un día confesé que de niña mi ópera preferida era La Flauta Mágica de Mozart, escrita en alemán. Para que me entendiera se lo tuve que indicar en su título original: Die Zauberflöte . De su muje

Volumen 36 de «Mi hija y la ópera»

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7       Mi pequeño nació con algo más de tres kilogramos de peso el 3 de septiembre de 2005. Por aquel entonces ya tenía apalabrada la vivienda en la que ahora resido. Mis tíos me facilitaron los datos de un conocido suyo que pretendía vender su casa en Cala Flores, un sinuoso complejo residencial junto al pueblo pesquero de Cabo de Palos, a unos treinta kilómetros de Cartagena. Posee unas espectaculares vistas al Mediterráneo. Mi niño se asemeja a su padre, conserva hoy los rasgos bellos co n los que llegó al mundo y su piel tostada de mulato desentona con mi clara tez. Juntos formamos un fabuloso contraste de tonos cromáticos. A veces, sobre todo cuando llegaba ese inenarrable lazo entre madre e hijo que es el amamantamiento, yo reflexionaba sobre las numerosas preguntas que se haría cuando creciese, respecto a su color de piel, o de su padre, o cualquier otra cuestión que pusiera en peligro el inquebrantable secreto que iba a imponerme en relación a su origen.    Poco ante