Página 37 de «Mi hija y la ópera»


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Tendría ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada con llave, del final del pasillo, de cuya baranda asoma la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca; en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién pintado, no como el resto de las paredes de la casa. Un par de grandes ventanas abiertas que exhibían unas vistas inigualables del pueblo y la montaña, y unas esplendorosas cortinas, confeccionadas con una tela fina, casi transparente, que ondeaban con furor.


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