Volumen 36 de «Mi hija y la ópera»
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Mi pequeño nació con algo más de tres
kilogramos de peso el 3 de septiembre de 2005. Por aquel entonces ya tenía
apalabrada la vivienda en la que ahora resido. Mis tíos me facilitaron los
datos de un conocido suyo que pretendía vender su casa en Cala Flores, un sinuoso
complejo residencial junto al pueblo pesquero de Cabo de Palos, a unos treinta
kilómetros de Cartagena. Posee unas espectaculares vistas al Mediterráneo. Mi
niño se asemeja a su padre, conserva hoy los rasgos bellos con
los que llegó al mundo y su piel tostada de mulato desentona con mi clara tez.
Juntos formamos un fabuloso contraste de tonos cromáticos. A veces, sobre todo cuando
llegaba ese inenarrable lazo entre madre e hijo que es el amamantamiento, yo reflexionaba
sobre las numerosas preguntas que se haría cuando creciese, respecto a su color
de piel, o de su padre, o cualquier otra cuestión que pusiera en peligro el
inquebrantable secreto que iba a imponerme en relación a su origen.
Poco antes de que diera a luz me sucedió
algo que propició que aligerase la mudanza a la costa. Ocurrió tras un
atardecer tormentoso, nada que ver con los apacibles anocheceres que me regaló el
último mes de agosto que habité en Calasparra. Los árboles se retorcían furiosos
por el vendaval, la luna llena se traslucía tras el paso veloz de los
nubarrones oscuros. Aquello confería al jardín una estampa tétrica, la verja
daba portazos al son del viento. Desde que había muerto mi padre, siempre
cerraba todas las puertas con llave, pero el voluminoso estado con el que me
encontraba dificultaba algunas tareas, por eso no eché el candado aquel día.
Avisté allí una incandescencia que levitaba en el aire, abrí la ventana para
poder observar con nitidez aquella curiosidad lumínica, la verja cesó de dar
golpes, alguien amortiguaba con su cuerpo los cadenciosos impactos. Agucé bien
la vista y el sentido común para constatar que la rareza luminosa era un
cigarrillo encendido que se acercaba en la negrura.
—¿Quién es? —inquirí acobardada, resguardada
tras la ventana con una escasa abertura que la hacía silbar.
—¿Es esta la casa de Andrés, Andrés Rosique?
—preguntó una extraña voz a la que no supe identificar ni edad ni género.
—Sí —mascullé aterrada por la extravagante
silueta que se aproximaba a mi ubicación.
Cerré la ventana de un golpe. Contemplé, a
menos de dos metros, a una mujer mayor que vestía una haraposa túnica blanca
que flameaba al compás de su hirsuto cabello plateado. Apagó el pitillo que
exhalaba con vehemencia y se dirigió hacia el cristal empañado.
—Abre, Violeta, ábreme la puerta —exhortó.
—No. Váyase o llamo a la policía ahora mismo
—supliqué un tanto confusa por estar hablando con una desconocida que sabía mi
nombre.
El pánico de la situación, sumado al enorme
tamaño de mi vientre, que impedía oponer resistencia o huir, descartó por
completo la idea de que le permitiera el acceso a aquel ser de aspecto endemoniado.
—Señora, si ha venido a ver a mi padre le
informo que falleció hace unos meses.
—Lo
sé, quiero hablar contigo. Es importante.
—Yo a usted no la conozco, y no reúno las
condiciones para recibir visita alguna. Se lo repito, señora, márchese o marco
el número de la policía.
—Solo he venido a pedir perdón y a contarte
una historia terriblemente cruel.
—¿Y su nombre cuál es? —pregunté intuyendo
de quién podría tratarse.
—Me llamo Susana Hernández, soy prima de
Paco, el amigo de tu padre. He vivido buena parte de mi existencia en centros
psiquiátricos. El reloj de mi vida se detuvo una noche de julio de 1976; desde
entonces todo fue rencor, tanto, que me arrastró a la locura.
—¿Para qué ha venido?
—He venido para confesarte la verdad, creo
que es la única manera de liberar un poco el remordimiento que me ha dejado
insomne durante décadas.
—¿La verdad de qué? Ya ha pasado mucho
tiempo desde entonces, ahora no puedo hablar con usted. Si le sirve para algo,
mi padre ya le ha perdonado, hiciera lo que hiciera, estoy segura.
—De acuerdo, ya me voy. No será porque no lo
he intentado.
La mujer emprendió la marcha con parsimonia.
Encendió un cigarro con bastante dificultad, la incandescencia junto a su
ondeante vestidura se difuminaron como la niebla en la obscuridad. Contemplé
durante minutos el camino de piedrecillas que accede a nuestra parcela,
esperando que brillasen las luces de un automóvil, hecho que no llegó a
ocurrir. Aquella dama fantasmagórica, de la cual ya me había advertido mi
padrino que padecía una obsesión enfermiza por mi progenitor, parecía haber venido
de las tinieblas. Conviene decir que al narrar esta escena no me he dejado
llevar por lo que en la literatura se llama «falacia patética» (aquella mujer
sombría me visitó, por casualidad o no, en una noche de niebla y viento, mi memoria
no ha exagerado un ápice de aquella atmósfera terrorífica). Lo recuerdo todo
con perfección, aunque aquello sucediera hace ya un lustro. Por eso permanecí
atrincherada, con todas las puertas cerradas con llave, aislada del mundo, en
un estado casi de enajenación, hasta que el curso de la naturaleza me obligó a
abandonar mi viejo hogar para alumbrar a Andrés.
El empleado de una agencia inmobiliaria me
acompañaba la última vez que pisé la casa. Yo había llegado desde mi nueva residencia
con mi niño que contaba con unos pocos meses de vida. Hacía mucho frío y se
había levantado un viento que no iba echar de menos en la costa. Accedimos al
salón, observé los polvorientos muebles, la mayoría llegaron a aquella vivienda
mucho antes que yo. Allí perdurarían olvidados, recluidos entre lúgubres
paredes quién sabe si por otros tantos años. Subí las escaleras con mi hijo en
brazos, descorrí las cortinas y elevé las persianas de todas las ventanas de la
planta superior. Deseaba que mis ojos se llevaran para siempre la imagen de los
dormitorios en todo su esplendor. «Hasta siempre, vida», musité.
El eco de mis pasos resonaba por todas las habitaciones
mientras el comercial me realizaba preguntas sobre la vivienda. Salí al jardín,
hacia el punto donde se encontraban los restos de Yako, entre la higuera y el último árbol que plantó mi padre, ahí me
santigüé. La cruz ya había sido quitada, a la empresa no le interesaba que los
futuros compradores dedujesen que allí se había enterrado un cuerpo, aunque ahora
se tratara de los restos óseos de un animal. Prometí a mi bebé, dirigiéndome a
sus ininteligibles oídos que, en cuanto me lo pidiera, tendríamos una mascota. Entretanto
el agente cerraba todas las ventanas me dirigí a unos cincuenta metros de la
parcela, al montículo donde acudía con mi padre y mi perro a descubrir cómo los
matices de las casas del pueblo se transformaban de color según atardecía. Me
senté con mi pequeño Andrés, en mi regazo, para comprobar que ya divisaba el
paisaje con un entusiasmo similar al de su abuelo.
—Esta imagen permanecerá para siempre en mi
retina —murmuré a mi hijo.
—¿Señorita Rosique, me firma la nota? —gritó
el agente mientras cerraba la puerta principal.
—Sí, ahora mismo voy.
Con mi niño bien sujeto en su sillita para
bebés conduje por el pueblo. No percibí nada especial, era otro día más de otoño
en la localidad. Ninguno de mis conocidos sabía que aquella mañana sería mi
último paso por el lugar hasta la fecha. Yo tampoco. En silencio me despedí de
las calles, de las plazas, de sus afanadas gentes en sus quehaceres diarios, y
del bello paisaje de los arrozales cuando ya el coche me llevaba en dirección a
la autovía. ¿Recordaría alguien mi estancia en aquellas tierras? Unas pocas
personas podrían acordarse: Marisa y Pedro que vivirían sin mi presencia un
romance sin fingimientos. Antonio, el hijo de Maruja, que tal vez suspiraría por
mí tras su mostrador de carne por lo que pudo haber sido y no fue. Y Juan, el
cual, quien sabe si escarmentado por la mala vida, se hubiera reformado en
alguien honrado. Nadie más del pueblo me echaría de menos. Puede que en un
momento dado, alguien preguntase qué pasó con la hija del Leñador, a lo que
otro vecino contestaría: «He oído que se marchó a otro lugar cuando su padre
murió». El paisaje azulado y pintoresco del Mar Menor me recibió con aquellas
reflexiones y la certidumbre de que mi grupo de allegados se había reducido a
mis padrinos y a mis tíos que, por cierto, acababan de ser padres por segunda
vez. Le pusieron Patricia como nombre.
Los años han transcurrido inexorables desde
entonces, la profundidad del mar que puedo avistar desde el balcón de casa me
ha evocado miles de remembranzas con la misma sintonía con que las olas rompen
con las rocas. De los más remotos recuerdos, en la suntuosa casa de Cartagena,
pasando por mi primer día de colegio en Calasparra, de aquel beso con Antonio,
y la inevitable melancolía que me originaba la reminiscencia de Isabel, con el
momento más dulce de todos los imaginables, cuando en la intimidad de la
habitación neoyorquina me obsequió con la mirada de mayor frenesí que unos ojos
pueden proyectar. Me acordaba a menudo de Andrew, el progenitor de mi hijo, que
seguiría tocando el piano en su local de Manhattan ignorando que un ser que
llevaba sus genes crecía en un lugar que no sabría ubicar en un mapamundi.
Pero mis memorias más nostálgicas tenían a
mi padre como protagonista, su singular personalidad, de sus largas historias que
ingeniaba para infundirme sentimientos como miedo, tristeza, alegría, etcétera;
y de cómo procuraba convencerme de que toda acción tiene su eco en la
eternidad. Él disfrutaría contemplando el paisaje que yo diviso cada día y
admirar la infinitud del mar mezclándose con el cielo. Nunca me olvidaré de
aquel precioso sueño, junto a la playa, donde aparecía mi madre para darle la
bienvenida, justo en el instante en que él me dejó. Aquello debía significar
algo y lo he descifrado ahora.
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