Volumen 35 de «Mi hija y la ópera»
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Trini se hizo cargo de todo lo referente a
la certificación del óbito y de coordinar las funciones de los cuatro
profesionales que descendieron el ataúd al salón, junto al piano, una de las
últimas voluntades de mi padre. El protocolo restante desde aquel momento hasta
que anocheció fue realizado por una serie de personas acostumbradas a trabajar
con cuerpos sin vida. Marisa fue la primera en llegar, iba acompañaba de Pedro,
entre sollozos me abrazó. Su aspecto había mejorado en el último mes, las canas
que contrastaban con su cabello azabache, se habían convertido en mechones
rubios sobre una melena castaña, un lindo pañuelo rojo bordeaba su cuello.
Pedro vestía un refinado traje azul marino con una bufanda negra que colgaba
garbosa sobre uno de sus hombros. Era sábado, a lo mejor vinieron ataviados así
para la ocasión, o tal vez se les había truncado algún plan aquella noche.
El salón estaba lleno de personas
desconocidas cuando llegaron Laura y Alberto. A mi tía se le notaba el
embarazo, aunque no tanto como a mí; seguro que aquellas anónimas caras, supongo
que clientes de bares que mi padre frecuentaba, se preguntarían extrañados
quién sería el causante del crecimiento de mi abdomen. Por fortuna, solo se
acercaban para mostrarme sus condolencias. Laura, que se pasó media vida
diciendo que mi padre se asemejaba al abuelo de Heidi, expresó: «¡Dios, se ha consumido!»
al contemplar su enjuto cuerpo. Ella le acarició las mejillas con semblante
consternado, Alberto se marchó al otro lado del salón, fuera de la mirada
curiosa de los allí presentes. Marisa hizo las veces de anfitriona sirviendo
cafés a los que acudieron a dar el último adiós a mi padre. Trini se despidió
prometiéndome que regresaría antes de las doce del mediodía, esa era la hora convenida
para que yo leyese unas palabras en memoria del ser que más me ha querido nunca;
después, el féretro sería trasladado para siempre a Cartagena, para reposar junto
a las lápidas de mi madre y de mi hermana.
—No hace falta que vengas muy temprano,
Trini —insistí—. Debes descansar. Has hecho mucho por nosotros, yo te estaré
agradecida siempre.
—Si yo hubiera estado junto a tu padre, no
se habría quitado los tubos de oxígeno, no me lo perdonaré jamás.
—Él ha esperado a que tú y yo nos quedásemos
durmiendo para aprovechar la ocasión. No le des más vueltas, era lo que ha
estado anhelando durante mucho tiempo. Ahora se encuentra en un lugar mejor.
Acompañé hasta la verja a Trini que se había
convertido con la muerte de mi padre en la persona de mayor confianza, una
cercanía engendrada en pocos meses pero muy intensos. El acceso a nuestra
parcela se encontraba repleto de vehículos estacionados, algunos taponando la
salida de los que se hallaban aparcados en el interior del jardín. Un
incontable número de personas que ni siquiera había franqueado la puerta de la
casa estaban apoyadas en los coches, grupos de fumadores que carcajeaban con
conversaciones que poco tendrían que ver con lo sucedido horas antes en mi
domicilio. No dejaba de ser por esto la vela de un difunto como otras tantas
que había asistido en mi vida.
A pesar de la negrura avisté a las hijas de
Marisa que caminaban por la senda a la altura de la casa de mis vecinos, no
habían podido dejar su turismo más cerca. Con ellas iba su inseparable
compañera de piso. Intenté eludir el saludo dirigiendo la vista hacia mi casa,
sin embargo, la menor de las hermanas ya me realizaba aspavientos en la
distancia. Ana reparó en el avanzado estado de mi gestación ante la mirada de
reprobación de Isabel. Lucía, el marimacho que las acompañaba, fue la única de
las tres que me saludó con el ritual prudente que merecía la ocasión.
—Lamento mucho lo de tu padre. Unos se van
para siempre —manifestó descendiendo su vista hacia mi tripa—, pero otros
vienen.
—Sí, es ley de vida, esto que tengo en el
vientre es lo único bueno que me sucedió en Nueva York —contesté a Lucía mirando
con descaro a la mayor de las hermanas.
Isabel
agachó la cabeza. El trío me siguió hasta el interior de la casa, las dejé
junto a Marisa y Laura, ambas estarían chismorreando sobre lo galán que fue mi
padre o de lo guapo que estaba cuando se afeitaba.
—Perdonad, chicas —les dije—, me voy a
descansar. Estoy abatida y tengo un ligero mareo.
—De acuerdo, Violeta —asintió mi tía acariciándome
el abdomen—. En tu estado tienes que descansar.
Yo imité el gesto con su barriga.
—Bueno —dije—, ya no tengo a nadie
importante que saludar salvo a mi padrino. Si viniera Paco me llamáis o le
decís que suba a mi cuarto. Necesito tumbarme a oscuras.
—No te preocupes, hija —intervino Marisa—,
nosotras atenderemos a todas las amistades de tu padre.
Subí al dormitorio y aunque me encontraba
cansada sabía que no podría dormir. Lo habría intentado si con ello hubiese
enganchado el sueño que tuve horas antes, en el punto donde desperté, cuando
presencié a mis progenitores rencontrándose en una playa como la más dulce de
mis premoniciones. Tiempo después y solo para mí escribí dicha ensoñación. Con
la escasa luz que me ofrecía el flexo del escritorio me dispuse a confeccionar
el texto que me serviría para homenajear a mi difunto padre. Me quedé en blanco,
claudicada por el agotamiento de aquella jornada, reposé la cabeza sobre el
cuaderno, junto al bolígrafo, dejando un cerco salivoso en las hojas. Desperté
al escuchar tres golpes bruscos en la puerta de mi habitación, no había pasado
mucho tiempo desde que me sorprendió el sueño, aunque percibí un leve malestar
en el cuello.
—¿Sí? —atiné a preguntar con voz afónica
mientras me incorporaba.
—¿Violeta?, soy tu padrino —anunció mientras
abría.
—Pasa, enciende la luz.
Paco intentó pulsar el interruptor mientras
su orondo perfil se siluetaba bajo el marco.
—¿Ha venido Consuelo? —pregunté tras varios
segundos constatando su torpeza para conseguir que se hiciera la luz en mi
dormitorio.
—No. Mañana irá al entierro, como nos pilla
más cerca… Este tipo de actos la deprimen, y hay mucho trayecto de coche. Pero
he de decirte que lamenta tanto como yo la muerte de tu padre.
—Ya me imagino —murmuré frotándome los ojos.
—Oye, Violeta, antes de irme, que veo que estás
agotada, quiero prevenirte de una posible visita. He coincidido esta tarde con
mi prima Susana en el Messenger cuando,
antes de venir para acá, me disponía a leer el correo electrónico. Sobrecogido todavía
por la noticia le he dicho, sin querer, que tu padre había muerto. Me ha pedido
la dirección porque quiere hablar contigo, no se la he dado en cualquier caso,
supongo que sigue en sus trece de mezclar la verdad con la mentira y liarte con
sus locuras. No deberías preocuparte, no es peligrosa, pero si consigue dar con
esta dirección te ruego que le hagas el mismo caso que a una perturbada resentida.
—De acuerdo, Paco, no me inquieta eso ahora.
—¡Ah!, y enhorabuena.
Permanecí paralizada no sabiendo a qué se
refería.
—Lo digo por lo de tu embarazo, a ver si
ahora, aunque no esté mi amigo, y hermano, nos vemos más a menudo. Tenía una
barbacoa pendiente con tu padre desde hace… a ver… veintitantos años. Espero
que contigo pueda recuperar el tiempo perdido, como sabes, yo no puedo tener
hijos pero deseo que aceptes que te tratemos como a una hija y la vida que
llevas dentro como a un nieto.
Sonreí con rostro agradecido, no necesité afirmar
su propuesta.
El domingo 24 de abril amaneció pluvioso, por
lo que sé, los días de lluvia eran una constante en las efemérides más
importantes de mi vida. Lo hizo el día que nací, así como la mañana del trágico
accidente de mi madre. Y una granizada se precipitó con furia cuando mi padre
apareció en casa después de estar una semana fuera. Todas estas fechas
pertenecen al año 1981, son extrañas coincidencias que no las atribuyo a nada, pero
que no dejan de ser curiosas teniendo en cuenta el clima semidesértico del sureste
español. Bajé al salón muy temprano, oteé a Marisa y Laura que estaban
adormiladas en el sofá, entrambas se incorporaron de un salto en cuanto descubrieron
mi figura. No hallé a nadie más en casa ya que Pedro y Alberto, que al parecer
habían hecho buenas migas esa noche, se acababan de marchar al pueblo para
comprar chocolate con churros. Me acerqué al ataúd de mi padre con la idea de
que aquella imagen me sirviera de inspiración para la carta que todavía no
había escrito. Subí de nuevo a mi habitación con un café decidiendo que la misiva
debía tener un tono alegre. Con la experiencia todavía cercana de haber escrito
en pocos días La hija del leñador no
me costó demasiado hacer este pequeño ejercicio literario. Cuando descendí al
salón eran casi las doce, de nuevo la casa estaba saturada de gente, como medio
centenar de personas. Escogí un disco de grandes temas de Puccini y solicité a
Marisa que lo insertase en el equipo de música que durante tantos años había sobrevivido
a un uso implacable.
—Pon
la canción cinco —indiqué mientras sostenía temblorosa la hoja arrancada del
cuaderno.
Comenzó a sonar el aria O mio babbino caro. Realicé un gesto a Marisa para que elevara el
volumen y con ello silenciar a los asistentes entre los cuales se encontraban
mi amigo Antonio y su madre. Justo en el momento en el que la voz de la soprano
se imponía sobre el resto de la música dije lo siguiente:
—A petición de mi padre quiero leer estas
palabras que acabo de escribir.
Lo que viene a continuación es la carta que
leí, destacando mi voz sobre el fragmento de la obra Gianni Schicchi, uno de los preferidos de la persona que me
aficionó a la ópera.
Mi gran amigo, mi padre. Como un
presentimiento supe que la conversación de ayer sería la última. Ahora ya solo
podré dirigirme a ti como en un monólogo, ya no escucharé tus respuestas, en
ocasiones disparatadas y vehementes. Tal vez te adentres en mis pensamientos y
no sabré diferenciarlos de los míos, porque en verdad se asemejan. Me has hecho
amar la música y la vida, has conseguido eliminar de mi mente los prejuicios,
que no les ponga etiquetas a las personas por su rostro, su vestimenta, o por
su manera de hablar. A lo mejor, esta ideología quisiste difundirla al resto
del mundo para protegerme de los estúpidos que piensan que por ser poco
agraciada a la vista no merezco vivir.
Sé que penetras en mi imaginación porque
soñé contigo ayer, cuando te fuiste. Intentaste reunirme con mamá aunque solo
fuera un instante, para despedirte, para informarme de que me esperarías. No
fue una simple casualidad. Confío en que te pasees por mi memoria de vez en
cuando con tu joven mujer y con tu hija Susana, mi anhelada hermana, a la que
espero conocer dentro de mucho tiempo.
Ahora tengo una misión importante, un agradable
vaticinio me dice que será niño, se llamará como tú y tendrá los mismos
apellidos que yo. Espero hacerlo tan bien como hiciste conmigo.
Termino agradeciendo a todos los aquí
presentes su comparecencia, yo tengo que despedirme también. Te prometí, papá,
que me iría de aquí en cuanto te fueses, y te haré caso. Me iré a la costa. Con
ello cumpliré tu última voluntad y llevar a cabo el sueño que nunca pudiste
realizar en vida.
Te echaré de menos, padre, pero te amaré
siempre.
Aquel último párrafo me sirvió para comunicar
a mis conocidos la pretensión de marcharme de Calasparra. Cuando doblé la hoja,
que todavía conservo, los presentes aplaudieron. Con la lectura de aquella
carta conseguí arrancar alguna lágrima a Marisa, Laura e incluso Pedro, aunque
me sorprendió sobremanera la expresión de Isabel que fue la primera en
abrazarme de toda una hilera que se formó de manera espontánea.
—Sé que querías mucho a tu padre —susurró—.
Perdóname, no me he portado muy bien contigo.
Afirmé con la cabeza mostrando un talante
neutro, dejando en ella la zozobra de que no disentía en que hubiera obrado mal
conmigo en el pasado o que, en efecto, la perdonaba. Una de las mujeres de la
fila cuyo rostro me resultó familiar —por las fotos— pero que no conocía
todavía en persona, era la pianista Águeda Salamó, mi amiga internauta que
había venido desde Barcelona, recorriendo casi seiscientos kilómetros para manifestarme
su pésame y, por primera vez, darme un abrazo. El conductor del coche fúnebre
me indicó que ya era hora de partir hacia Cartagena. El féretro fue trasladado
desde el salón hasta el vehículo por Pedro, Antonio el tendero, mi tío Alberto
y para mi asombro: el Chapicas, sembrando
la duda para siempre de si había pisado o no la cárcel. Lo que no dejaba espacio
a la incertidumbre fueron sus gestos, bajó la mirada cuando pasó por mi lado,
tenía las narinas escoriadas y dos surcos de lágrimas caían desde su barbudo y
trémulo mentón. Le hubiera musitado un «gracias» cuando estuvo cerca de mí,
pero el desconcierto me tenía paralizada. En ningún otro instante del velatorio
le había visto, tal vez estuvo escondido de mi presencia en el gentío del jardín,
avergonzado, procurando infructuoso que mi mirada no lo interceptase. Casi lo
logra.
Un silencio peculiar se produjo cuando
cerraron la puerta trasera del automóvil. Un grupo de personas comenzó a mirar
hacia la verja, lo que arrastró a todos los demás a que repitiéramos el
movimiento. Se acercaban una mujer vieja y un joven alto y desgarbado que con su larga melena
disimulaba sus facciones asimétricas. Eran mis vecinos Josefa y su hijo, yo
creo que la primera vez que este abandona el perímetro de su parcela en muchos
años. Él portaba, con escasa apostura y caminando sin equilibrio, un ramo
floral, cortado de algunas de las plantas de su jardín.
—Nene, dale las flores a la vecina —dijo su
madre desde detrás con una mirada pendenciera que servía de burbuja protectora
a cualquier comentario o gesto despectivo.
—Gracias, Eduardo —dije mientras olía el
singular manojo—. Son muy bonitas.
—Siento lo de tu padre —expresó doña Josefa
cubriendo con su áspera voz las sílabas sin sentido que articulaba su hijo.
—Sois muy amables.
Me acerqué a Eduardo, aquel niño de casi dos
metros y veintitantas primaveras que nunca asistió al colegio porque los
médicos no le pronosticaron ni cinco años de vida. Por su expresión ocular sé
que me recordaba, agaché su cabeza con una mano y le di un beso en la mejilla,
él me regaló una mueca difícil de descifrar que interpreté como de
agradecimiento. En absoluto me amilanó su aspecto y a partir de entonces el
encasillamiento de que comía perros o heces se esfumó para siempre de mi
memoria. En cualquier caso, dar un beso en una protuberancia facial no es
distinto a darlo en un codo, una muñeca o una barbilla. No fue aceptado mi
gesto por la mayoría de los allí presentes que me observaban con estupor. Allá
cada uno con su ignorante mentalidad.
—Nene, vamos para casa —dijo doña Josefa
agarrando la mano de su hijo.
El coche fúnebre franqueó la verja en
dirección al Cementerio de Santa Lucía. Yo arranqué mi automóvil para seguir al
vehículo mortuorio conduciendo en un inusitado estado de silencio y paz. Solo me
encontraría con mis padrinos en el camposanto. Marisa se encargaría de apagar la
música del mismo compacto que ella había introducido para mi lectura. Sonaba el
melancólico Coro a bocca chiusa de Madama Butterfly —que se escuchaba en el
salón, inopinadamente, como la melodía más acertada para aquel momento—. Después
despediría a los asistentes y cerraría la casa. Ahora era solo mía, al igual
que otras tantas pertenencias. Me había quedado con un hogar vacío y junto a él
la tumba de Yako, al lado de la
higuera, como huellas de un pasado que nunca volvería. Pocas semanas después
comencé a buscar un hogar para mi hijo cuando ya supe por las ecografías que
nacería varón. Dondequiera que fuera, nunca querría escapar de los recuerdos
que tuve en Calasparra, esos que han contribuido a que sea quien soy.
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