Volumen 35 de «Mi hija y la ópera»



6

   Trini se hizo cargo de todo lo referente a la certificación del óbito y de coordinar las funciones de los cuatro profesionales que descendieron el ataúd al salón, junto al piano, una de las últimas voluntades de mi padre. El protocolo restante desde aquel momento hasta que anocheció fue realizado por una serie de personas acostumbradas a trabajar con cuerpos sin vida. Marisa fue la primera en llegar, iba acompañaba de Pedro, entre sollozos me abrazó. Su aspecto había mejorado en el último mes, las canas que contrastaban con su cabello azabache, se habían convertido en mechones rubios sobre una melena castaña, un lindo pañuelo rojo bordeaba su cuello. Pedro vestía un refinado traje azul marino con una bufanda negra que colgaba garbosa sobre uno de sus hombros. Era sábado, a lo mejor vinieron ataviados así para la ocasión, o tal vez se les había truncado algún plan aquella noche.
   El salón estaba lleno de personas desconocidas cuando llegaron Laura y Alberto. A mi tía se le notaba el embarazo, aunque no tanto como a mí; seguro que aquellas anónimas caras, supongo que clientes de bares que mi padre frecuentaba, se preguntarían extrañados quién sería el causante del crecimiento de mi abdomen. Por fortuna, solo se acercaban para mostrarme sus condolencias. Laura, que se pasó media vida diciendo que mi padre se asemejaba al abuelo de Heidi, expresó: «¡Dios, se ha consumido!» al contemplar su enjuto cuerpo. Ella le acarició las mejillas con semblante consternado, Alberto se marchó al otro lado del salón, fuera de la mirada curiosa de los allí presentes. Marisa hizo las veces de anfitriona sirviendo cafés a los que acudieron a dar el último adiós a mi padre. Trini se despidió prometiéndome que regresaría antes de las doce del mediodía, esa era la hora convenida para que yo leyese unas palabras en memoria del ser que más me ha querido nunca; después, el féretro sería trasladado para siempre a Cartagena, para reposar junto a las lápidas de mi madre y de mi hermana.
   —No hace falta que vengas muy temprano, Trini —insistí—. Debes descansar. Has hecho mucho por nosotros, yo te estaré agradecida siempre.
   —Si yo hubiera estado junto a tu padre, no se habría quitado los tubos de oxí­geno, no me lo perdonaré jamás.
   —Él ha esperado a que tú y yo nos quedásemos durmiendo para aprovechar la ocasión. No le des más vueltas, era lo que ha estado anhelando durante mucho tiempo. Ahora se encuentra en un lugar mejor.
   Acompañé hasta la verja a Trini que se había convertido con la muerte de mi padre en la persona de mayor confianza, una cercanía engendrada en pocos meses pero muy intensos. El acceso a nuestra parcela se encontraba repleto de vehículos estacionados, algunos taponando la salida de los que se hallaban aparcados en el interior del jardín. Un incontable número de personas que ni siquiera había franqueado la puerta de la casa estaban apoyadas en los coches, grupos de fumadores que carcajeaban con conversaciones que poco tendrían que ver con lo sucedido horas antes en mi domicilio. No dejaba de ser por esto la vela de un difunto como otras tantas que había asistido en mi vida.
   A pesar de la negrura avisté a las hijas de Marisa que caminaban por la senda a la altura de la casa de mis vecinos, no habían podido dejar su turismo más cerca. Con ellas iba su inseparable compañera de piso. Intenté eludir el saludo dirigiendo la vista hacia mi casa, sin embargo, la menor de las hermanas ya me realizaba aspavientos en la distancia. Ana reparó en el avanzado estado de mi gestación ante la mirada de reprobación de Isabel. Lucía, el marimacho que las acompañaba, fue la única de las tres que me saludó con el ritual prudente que merecía la ocasión.
   —Lamento mucho lo de tu padre. Unos se van para siempre —manifestó descendiendo su vista hacia mi tripa—, pero otros vienen.
   —Sí, es ley de vida, esto que tengo en el vientre es lo único bueno que me sucedió en Nueva York —contesté a Lucía mirando con descaro a la mayor de las hermanas.
   Isabel agachó la cabeza. El trío me siguió hasta el interior de la casa, las dejé junto a Marisa y Laura, ambas estarían chismorreando sobre lo galán que fue mi padre o de lo guapo que estaba cuando se afeitaba.
   —Perdonad, chicas —les dije—, me voy a descansar. Estoy abatida y tengo un ligero mareo.
   —De acuerdo, Violeta —asintió mi tía acariciándome el abdomen—. En tu estado tienes que descansar.
   Yo imité el gesto con su barriga.
   —Bueno —dije—, ya no tengo a nadie importante que saludar salvo a mi padrino. Si viniera Paco me llamáis o le decís que suba a mi cuarto. Necesito tumbarme a oscuras.
   —No te preocupes, hija —intervino Marisa—, nosotras atenderemos a todas las amistades de tu padre.
   Subí al dormitorio y aunque me encontraba cansada sabía que no podría dormir. Lo habría intentado si con ello hubiese enganchado el sueño que tuve horas antes, en el punto donde desperté, cuando presencié a mis progenitores rencontrándose en una playa como la más dulce de mis premoniciones. Tiempo después y solo para mí escribí dicha ensoñación. Con la escasa luz que me ofrecía el flexo del escritorio me dispuse a confeccionar el texto que me serviría para homenajear a mi difunto padre. Me quedé en blanco, claudicada por el agotamiento de aquella jornada, reposé la cabeza sobre el cuaderno, junto al bolígrafo, dejando un cerco salivoso en las hojas. Desperté al escuchar tres golpes bruscos en la puerta de mi habitación, no había pasado mucho tiempo desde que me sorprendió el sueño, aunque percibí un leve malestar en el cuello.
   —¿Sí? —atiné a preguntar con voz afónica mientras me incorporaba.
   —¿Violeta?, soy tu padrino —anunció mientras abría.
   —Pasa, enciende la luz.
   Paco intentó pulsar el interruptor mientras su orondo perfil se siluetaba bajo el marco.
   —¿Ha venido Consuelo? —pregunté tras varios segundos constatando su torpeza para conseguir que se hiciera la luz en mi dormitorio.
   —No. Mañana irá al entierro, como nos pilla más cerca… Este tipo de actos la deprimen, y hay mucho trayecto de coche. Pero he de decirte que lamenta tanto como yo la muerte de tu padre.
   —Ya me imagino —murmuré frotándome los ojos.
   —Oye, Violeta, antes de irme, que veo que estás agotada, quiero prevenirte de una posible visita. He coincidido esta tarde con mi prima Susana en el Messenger cuando, antes de venir para acá, me disponía a leer el correo electrónico. Sobrecogido todavía por la noticia le he dicho, sin querer, que tu padre había muerto. Me ha pedido la dirección porque quiere hablar contigo, no se la he dado en cualquier caso, supongo que sigue en sus trece de mezclar la verdad con la mentira y liarte con sus locuras. No deberías preocuparte, no es peligrosa, pero si consigue dar con esta dirección te ruego que le hagas el mismo caso que a una perturbada resentida.
   —De acuerdo, Paco, no me inquieta eso ahora.
   —¡Ah!, y enhorabuena.         
   Permanecí paralizada no sabiendo a qué se refería.
   —Lo digo por lo de tu embarazo, a ver si ahora, aunque no esté mi amigo, y hermano, nos vemos más a menudo. Tenía una barbacoa pendiente con tu padre desde hace… a ver… veintitantos años. Espero que contigo pueda recuperar el tiempo perdido, como sabes, yo no puedo tener hijos pero deseo que aceptes que te tratemos como a una hija y la vida que llevas dentro como a un nieto.
   Sonreí con rostro agradecido, no necesité afirmar su propuesta.

   El domingo 24 de abril amaneció pluvioso, por lo que sé, los días de lluvia eran una constante en las efemérides más importantes de mi vida. Lo hizo el día que nací, así como la mañana del trágico accidente de mi madre. Y una granizada se precipitó con furia cuando mi padre apareció en casa después de estar una semana fuera. Todas estas fechas pertenecen al año 1981, son extrañas coincidencias que no las atribuyo a nada, pero que no dejan de ser curiosas teniendo en cuenta el clima semidesértico del sureste español. Bajé al salón muy temprano, oteé a Marisa y Laura que estaban adormiladas en el sofá, entrambas se incorporaron de un salto en cuanto descubrieron mi figura. No hallé a nadie más en casa ya que Pedro y Alberto, que al parecer habían hecho buenas migas esa noche, se acababan de marchar al pueblo para comprar chocolate con churros. Me acerqué al ataúd de mi padre con la idea de que aquella imagen me sirviera de inspiración para la carta que todavía no había escrito. Subí de nuevo a mi habitación con un café decidiendo que la misiva debía tener un tono alegre. Con la experiencia todavía cercana de haber escrito en pocos días La hija del leñador no me costó demasiado hacer este pequeño ejercicio literario. Cuando descendí al salón eran casi las doce, de nuevo la casa estaba saturada de gente, como medio centenar de personas. Escogí un disco de grandes temas de Puccini y solicité a Marisa que lo insertase en el equipo de música que durante tantos años había sobrevivido a un uso implacable.
   —Pon la canción cinco —indiqué mientras sostenía temblorosa la hoja arrancada del cuaderno.
   Comenzó a sonar el aria O mio babbino caro. Realicé un gesto a Marisa para que elevara el volumen y con ello silenciar a los asistentes entre los cuales se encontraban mi amigo Antonio y su madre. Justo en el momento en el que la voz de la soprano se imponía sobre el resto de la música dije lo siguiente:
   —A petición de mi padre quiero leer estas palabras que acabo de escribir.
   Lo que viene a continuación es la carta que leí, destacando mi voz sobre el fragmento de la obra Gianni Schicchi, uno de los preferidos de la persona que me aficionó a la ópera.

   Mi gran amigo, mi padre. Como un presentimiento supe que la conversación de ayer sería la última. Ahora ya solo podré dirigirme a ti como en un monólogo, ya no escucharé tus respuestas, en ocasiones disparatadas y vehementes. Tal vez te adentres en mis pensamientos y no sabré diferenciarlos de los míos, porque en verdad se asemejan. Me has hecho amar la música y la vida, has conseguido eliminar de mi mente los prejuicios, que no les ponga etiquetas a las personas por su rostro, su vestimenta, o por su manera de hablar. A lo mejor, esta ideología quisiste difundirla al resto del mundo para protegerme de los estúpidos que piensan que por ser poco agraciada a la vista no merezco vivir.
   Sé que penetras en mi imaginación porque soñé contigo ayer, cuando te fuiste. Intentaste reunirme con mamá aunque solo fuera un instante, para despedirte, para informarme de que me esperarías. No fue una simple casualidad. Confío en que te pasees por mi memoria de vez en cuando con tu joven mujer y con tu hija Susana, mi anhelada hermana, a la que espero conocer dentro de mucho tiempo.
   Ahora tengo una misión importante, un agradable vaticinio me dice que será niño, se llamará como tú y tendrá los mismos apellidos que yo. Espero hacerlo tan bien como hiciste conmigo.
   Termino agradeciendo a todos los aquí presentes su comparecencia, yo tengo que despedirme también. Te prometí, papá, que me iría de aquí en cuanto te fueses, y te haré caso. Me iré a la costa. Con ello cumpliré tu última voluntad y llevar a cabo el sueño que nunca pudiste realizar en vida.
   Te echaré de menos, padre, pero te amaré siempre.

   Aquel último párrafo me sirvió para comunicar a mis conocidos la pretensión de marcharme de Calasparra. Cuando doblé la hoja, que todavía conservo, los presentes aplaudieron. Con la lectura de aquella carta conseguí arrancar alguna lágrima a Marisa, Laura e incluso Pedro, aunque me sorprendió sobremanera la expresión de Isabel que fue la primera en abrazarme de toda una hilera que se formó de manera espontánea.
   —Sé que querías mucho a tu padre —susurró—. Perdóname, no me he portado muy bien contigo.
   Afirmé con la cabeza mostrando un talante neutro, dejando en ella la zozobra de que no disentía en que hubiera obrado mal conmigo en el pasado o que, en efecto, la perdonaba. Una de las mujeres de la fila cuyo rostro me resultó familiar —por las fotos— pero que no conocía todavía en persona, era la pianista Águeda Salamó, mi amiga internauta que había venido desde Barcelona, recorriendo casi seiscientos kilómetros para manifestarme su pésame y, por primera vez, darme un abrazo. El conductor del coche fúnebre me indicó que ya era hora de partir hacia Cartagena. El féretro fue trasladado desde el salón hasta el vehículo por Pedro, Antonio el tendero, mi tío Alberto y para mi asombro: el Chapicas, sembrando la duda para siempre de si había pisado o no la cárcel. Lo que no dejaba espacio a la incertidumbre fueron sus gestos, bajó la mirada cuando pasó por mi lado, tenía las narinas escoriadas y dos surcos de lágrimas caían desde su barbudo y trémulo mentón. Le hubiera musitado un «gracias» cuando estuvo cerca de mí, pero el desconcierto me tenía paralizada. En ningún otro instante del velatorio le había visto, tal vez estuvo escondido de mi presencia en el gentío del jardín, avergonzado, procurando infructuoso que mi mirada no lo interceptase. Casi lo logra.
   Un silencio peculiar se produjo cuando cerraron la puerta trasera del automóvil. Un grupo de personas comenzó a mirar hacia la verja, lo que arrastró a todos los demás a que repitiéramos el movimiento. Se acercaban una mujer vieja y un joven  alto y desgarbado que con su larga melena disimulaba sus facciones asimétricas. Eran mis vecinos Josefa y su hijo, yo creo que la primera vez que este abandona el perímetro de su parcela en muchos años. Él portaba, con escasa apostura y caminando sin equilibrio, un ramo floral, cortado de algunas de las plantas de su jardín.
   —Nene, dale las flores a la vecina —dijo su madre desde detrás con una mirada pendenciera que servía de burbuja protectora a cualquier comentario o gesto despectivo.
   —Gracias, Eduardo —dije mientras olía el singular manojo—. Son muy bonitas.
   —Siento lo de tu padre —expresó doña Josefa cubriendo con su áspera voz las sílabas sin sentido que articulaba su hijo.
   —Sois muy amables.
   Me acerqué a Eduardo, aquel niño de casi dos metros y veintitantas primaveras que nunca asistió al colegio porque los médicos no le pronosticaron ni cinco años de vida. Por su expresión ocular sé que me recordaba, agaché su cabeza con una mano y le di un beso en la mejilla, él me regaló una mueca difícil de descifrar que interpreté como de agradecimiento. En absoluto me amilanó su aspecto y a partir de entonces el encasillamiento de que comía perros o heces se esfumó para siempre de mi memoria. En cualquier caso, dar un beso en una protuberancia facial no es distinto a darlo en un codo, una muñeca o una barbilla. No fue aceptado mi gesto por la mayoría de los allí presentes que me observaban con estupor. Allá cada uno con su ignorante mentalidad.
   —Nene, vamos para casa —dijo doña Josefa agarrando la mano de su hijo.
   El coche fúnebre franqueó la verja en dirección al Cementerio de Santa Lucía. Yo arranqué mi automóvil para seguir al vehículo mortuorio conduciendo en un inusitado estado de silencio y paz. Solo me encontraría con mis padrinos en el camposanto. Marisa se encargaría de apagar la música del mismo compacto que ella había introducido para mi lectura. Sonaba el melancólico Coro a bocca chiusa de Madama Butterfly —que se escuchaba en el salón, inopinadamente, como la melodía más acertada para aquel momento—. Después despediría a los asistentes y cerraría la casa. Ahora era solo mía, al igual que otras tantas pertenencias. Me había quedado con un hogar vacío y junto a él la tumba de Yako, al lado de la higuera, como huellas de un pasado que nunca volvería. Pocas semanas después comencé a buscar un hogar para mi hijo cuando ya supe por las ecografías que nacería varón. Dondequiera que fuera, nunca querría escapar de los recuerdos que tuve en Calasparra, esos que han contribuido a que sea quien soy.




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