Página 81 de «Mi hija y la ópera»


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Teresa regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa, las del miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía siempre sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un plan, logrando que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desaprobación: él me cedería su dormitorio y ellos dormirían en cada una de las camas de mi cuarto, mi padre en la mía —especificó insistente— y Teresa en la que solía acostarse mi tía. La mujer procuró ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí ver en ella otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas. Me dijo que el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba en una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra para que jugase con Yako. Esa misma noche mi tía me llamó por teléfono para anunciarnos que vendría con su madre a pasar el fin de semana con nosotros por primera vez desde que murió mi abuelo Emilio. No disponíamos de camas suficientes, pero Laura indicó sin reparos que se avendría a dormir en el sofá del salón.

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