Volumen 29 de «Mi hija y la ópera»
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Avistamos la mirada glacial e indiferente de
Marisa al otro lado del pasillo, junto a otras personas que aguardaban la
llegada del vuelo de Madrid, en el Aeropuerto de Alicante. Era la una de la
tarde del pasado martes 14 de diciembre. Nos recibió con una mueca que
pretendía fingir una sonrisa. Sus ojeras evidenciaban un rostro fatigado que yo
atribuí a la resaca de un fin de semana agitado. Más raros fueron los dos besos
atropellados con los que saludó a su primogénita en relación al profundo abrazo
que me ofreció sin pronunciar palabra. Marisa dejó conducir a su hija de
regreso a casa, había venido a por nosotras en el automóvil de Isabel, un utilitario
en cuyo maletero solo cabía la mitad de nuestro equipaje. A pesar de la insistencia
de «nuestra madre» me senté en el asiento de detrás, con mi maleta a la
izquierda.
—¿Qué tal los rascacielos, se ven tan altos
como en las películas? —preguntaba con indisimulada apatía.
Asentíamos sin entusiasmo, Marisa no lo
detectó, el tono de su voz y sus ojos perdidos manifestaban a las claras que
nuestras respuestas poco le interesaban. No en vano, Isabel quería llegar a
casa y olvidarse de lo ocurrido en Nueva York, no hacía falta que expresase
aquello que se entreveía en sus ademanes. Yo creo que mi fascinación por ella
me había otorgado poderes telepáticos y podía radiografiar su pensamiento. Para
evitar que lo descubriese procuraba no coincidir mi mirada con la suya en el
retrovisor, centré la vista en el secano paisaje de nuestra tierra que en
cierto modo añoraba.
—Seguro que el viaje os ha servido para
intimar entre vosotras, ¿verdad?
Una mirada de reojo de Isabel coincidiendo
con la mía nos hizo reparar lo poco oportuna que había sido Marisa con aquella
ingenua reflexión.
—Sí, mamá —dijo sardónica— nos conocemos muy
bien, somos uña y carne.
—¿Cómo está mi padre? —pregunté para que el
tono irónico que empleaba Isabel no agravase más la situación.
—Andrés ha tenido momentos mejores —contestó
Marisa con una voz que se quebrantaba a cada palabra.
Ella
no volvió a separar los labios, aprecié por el reflejo de su cristal que realizaba
un considerable esfuerzo para evitar las lágrimas. El resto del trayecto a Calasparra
fue un ejercicio de hermetismo por parte de las tres, ninguna liberó vocablo
alguno. Isabel condujo superando los límites de velocidad de la autovía y yo
probé echar una cabezada que fue impedida por el desvelo que me causó la visión
del rostro de Marisa. A pocos metros de casa, la música del cuarto acto de Carmen disipó mi inquietud, parecía que
las cosas marchaban como siempre. Isabel ni siquiera se molestó en acceder con
su automóvil a la parcela, para evitar maniobras nos dejó junto a la verja a su
madre y a mí que cargaba con una pesada maleta. Con un lacónico «adiós» se
despidió, arrastrando con las ruedas buena parte de la gravilla con una
innecesaria aceleración de su vehículo. Mi padre se encontraba en el jardín,
manchado de tierra y con una azada en la mano. Terminaba de plantar un árbol
junto al montículo donde reposaban los restos de mi perro, la higuera se
hallaba en el otro lado. El cartel que rezaba «Yako, mi fiel amigo» quedaría justo en el centro de ambos árboles.
—¡Andrés, con lo enfermo que estás, y aquí
fuera! —saludó Marisa.
—¡Hija!, ¿sabes que nevó un poco ayer?
—Papá, te he echado mucho de menos —dije
abrazándome con solidez a pesar de su manifiesta fragilidad y del barro
adherido a su ropa.
Marisa introdujo buena parte de mi equipaje
en casa vociferando el nombre de Pedro que estaba en el interior. Un olor extraño
percibí al entrar en la vivienda.
—¿A qué se huele?
—A pintura. Pedro está pintando el dormitorio
de tu padre.
—¿Y eso? —pregunté desconcertada mientras
subía las escaleras.
—Porque las paredes están húmedas —intervino
este desde la habitación—. Se estaban descascarillando. Las estoy pintando de
blanco.
—Podríais haber cambiado el color por otro
ya que os habéis puesto manos a la obra —dije un tanto molesta por no haber sido
consultada para dicha rehabilitación.
—¡Déjate de estilismos y dame dos besos,
hija! —exclamó Pedro posando el rodillo sobre un cubo y limpiándose las manos.
Rectifiqué a partir de aquel instante la
idea preconcebida del amigo de mi padre, acostumbrado a verlo con un pañuelo
sobre el cuello, bien vestido y repeinado, estaba ahora repleto de gotas de
pintura y ataviado de viejas prendas porque se había ofrecido, con espíritu
entregado, a pintar una simple humedad en los tabiques de la alcoba principal. Mi
padre había entrado en casa detrás de mí, pero se quedó en la planta baja, ya
no subía las escaleras salvo que fuera necesario. Se limpió en el aseo de la
tierra húmeda que tenía incrustada en sus dedos.
Se podía palpar la tensión en el ambiente. Mi
progenitor era incapaz de sostener la mirada más de un segundo a ninguno de los
presentes; Marisa, con semblante de consternación, no abrió la boca salvo para
lo imprescindible, y Pedro, con el rictus propio de quien se siente culpable de
algo. Comimos los cuatro con el sonido de los cubiertos y nuestra masticación.
Un par de insípidas pizzas congeladas
fue nuestro alimento junto a unos tomates partidos con aceite, sal y pimienta.
Un litro de cerveza —que para mi padre era antaño el acompañamiento de un
simple aperitivo— quedó por la mitad. Solo Pedro aparentaba tener apetito. En
mi caso, el cambio horario, el extenuante regreso a casa y las últimas noches
de locura me pedían a gritos un descanso. Mi padre se tumbó en el sofá del
salón y su amigo subió al dormitorio para finiquitar la faena. Las dos mujeres
permanecimos en la cocina recogiendo la mesa, ella se dispuso a fregar los
platos.
—Marisa, no lo hagas —demandé—. Termino yo.
—Déjame que yo me basto, tú descansa que
tienes que estar rendida.
—No, permíteme que los lave yo, tienes muy
mala cara.
—Es el por el cansancio y… un mal
presentimiento —dijo atreviéndose a compartir sus auspicios.
—Dime qué está sucediendo.
Marisa negó con la cabeza y la agachó para
quedarse paralizada.
—Algo
delicado ocurre —proseguí cerrando el grifo del fregadero—. Te conozco lo
bastante como para saber que me escondes algo.
—Me han llamado de La Arrixaca, quieren que
vayamos mañana, es muy urgente. Está mucho más grave de lo que pensábamos.
Pedro se marchó a media tarde y Marisa se
encargó de ultimar los arreglos de la habitación principal, desplazó con
suavidad los muebles, percheros, cajones y cuadros respetando el sueño de los
que dormitábamos en otras estancias. El día siguiente amaneció gris, mi
progenitor no se había despegado del sofá y yo prolongué la siesta hasta el
amanecer intercalando a medianoche un sobrio sándwich de jamón cocido y queso. Aquella
mañana nos dirigimos al hospital de la capital murciana. Preocupada por el resultado
de los análisis conduje con mi padre de copiloto, algo que en otra época
hubiera resultado un martirio. Marisa descansaba detrás, callada, con sus pensamientos
muy alejados del coche. Un médico en cuya placa podía leerse Antonio Puche
derivó al paciente a una sala escoltado por un especialista en enfermedades
cardiovasculares.
—Don Andrés, acompañe al doctor Romero, él
le realizará unas pruebas que completarán el diagnóstico.
Mi padre obedeció sin reparos con los ojos
amilanados de un niño y el semblante fatigado de un anciano. Nosotras seguimos
al primero de los médicos que nos condujo hacia su consulta.
—¿Usted es doña Marisa Martínez? —preguntó
el doctor Puche mientras tomábamos asiento en cada una de las sillas del otro
lado de su mesa.
Marisa asintió con mirada pavorosa.
—¿Y usted doña Violeta Rosique?
—Sí, señor —articulé sintiendo los latidos
en mi pecho.
—Lamento tener que comunicarles que mi
paciente, don Andrés Rosique, tiene cáncer de hígado con metástasis en fase
terminal. Nada o muy poco se puede hacer por él. Lo siento.
Aquellas frases retumbaron como un portazo,
el temblor que me originaron imposibilitaron que articulase una sílaba. Marisa
tuvo el coraje de preguntar por los detalles que sospechó que se omitían.
—Doctor, ¿qué le queda?
—No puedo concretarle, necesitamos que sea
ingresado con urgencia para ver cómo podemos prolongar su existencia. No
sabemos de la evolución de su enfermedad y del estado físico de su esposo.
—¿A dónde lo han llevado ahora? —curioseó
con la respiración entrecortada.
—En realidad, a unas pruebas poco relevantes
para el diagnóstico, tan solo pretendemos comprobar su estado cardiovascular y,
ante todo, queríamos comunicárselo a ustedes cuanto antes.
—¿Él no lo sabe? —preguntó entre lágrimas conociendo
de sobra la respuesta para después posar su mano sobre mi hombro.
—El cómo sea informado dependerá de ustedes.
En mi opinión, esta comunicación ha de ser dosificada si queremos que el estado
del paciente sea el mejor posible.
—Se lo suplico, señor Puche —intervine
juntando las palmas en postura orante—, haga todo lo que pueda para salvar a mi
padre.
—Violeta, haremos lo que esté en nuestra
mano para que don Andrés esté atendido con total garantía y que su calidad de
vida sea la más adecuada.
Permanecimos en silencio en la consulta esperando
a que mi padre y el médico, con el que
había acudido a realizar las pruebas, vinieran a nuestro encuentro. La
incomodidad que producía el mutismo generado en la sala obligó a que el doctor
que aguardaba con nosotras se excusase a por un café, dejándonos a mí y a
Marisa a solas.
—Es mejor no decirle nada a tu padre
—comentó Marisa cerciorándose de que la puerta estaba cerrada.
—¿Por qué?, él preferiría conocer la
realidad, por dolorosa que fuese.
—Mira, cuando diagnosticaron a mi padre, que
en paz descanse, su enfermedad, y de que estaba muriéndose, se lo ocultamos.
Hasta el último día se despertó con ilusión.
Yo meneaba la cabeza negando cual boxeador
noqueado.
—Ahora lo que toca —prosiguió—, es que siga
la quimioterapia, la radioterapia, que sea intervenido u hospitalizado, o lo
que haga falta. Pero mejor no decirle lo que ocurre, si él sabe que va a morir
tirará la toalla y nos dejará mucho antes. Es una cuestión de psicología, ¿por
qué crees que el médico nos lo ha dicho a nosotras y no a él?
—Bueno, Marisa —acepté—, lo importante es
que quiera curarse, mi padre siempre ha tenido muy buena salud.
—Eso sí es verdad. A lo mejor es uno de esos
casos que la medicina desahucia y luego se termina salvando.
—Fíjate, con los proyectos de futuro que
tenéis en común que hasta estáis pintando vuestro dormitorio.
—Violeta —articuló con voz profunda y mirada
hipnótica—, he de contarte algo, tu padre no debe saberlo. Tiene que ver con
este fin de semana pasado.
Mi corazón dio un vuelco de nuevo, supuse
que me iba a contar alguna confidencia relacionada con las dos noches en Murcia
con Pedro y algún escabroso acontecimiento en el hotel que ahora le remordería.
Por poco que su fogosa hija se le pareciese, algo habría ocurrido entre ellos.
La puerta de la sala se abrió con brusquedad anunciando el regreso del médico.
—Tenemos un problema con don Andrés. Mi
compañero, el doctor Romero, me ha llamado para decirme que ha tenido que
suspender las pruebas ante la negativa del paciente. Vienen para acá.
Nos levantamos sobresaltadas de nuestros
asientos, me soné la nariz con un pañuelo de papel de los muchos que me había
ofrecido ella. Ambas liberamos nuestro rostro de lágrimas procurando aparentar
naturalidad. Al rato, mi padre franqueó la puerta de la consulta abrochándose
el botón del puño de la camisa, perseguido por el cardiólogo.
—¿Qué pasa, Andrés? —preguntó Marisa con un
tono tan natural que me pareció que un fingimiento histriónico acababa de
representarme un momento antes.
—No quiero más pruebas, quiero irme a casa.
—Don Andrés, escúchenos —argumentó el doctor
Puche—, no debe hacer eso. Para poder hacer frente a la enfermedad necesitará
medicación y, en ocasiones, hospitalización.
—Lo siento, doctor, no voy a seguir ningún tratamiento,
me marcho, no necesito nada más que estar tranquilo.
—¡Papá! —tercié estrechándolo en mis
brazos—, hazle caso a los médicos.
—Ya le he dicho, señor Rosique —intervino el
doctor Romero—, que sin tratamiento no podrá superar la enfermedad.
—Eso, señores, será problema mío; ¡Violeta,
Marisa, vámonos a Calasparra!
Arranqué mi automóvil poniendo rumbo a casa.
Los tres deseábamos abandonar aquel enjambre de pacientes, visitantes, médicos
y otros trabajadores del hospital cuya multitud originaba mayor bullicio que
todos los habitantes juntos de nuestra localidad. Mi padre insistió en
recostarse en el asiento trasero pretendiendo descansar durante el trayecto.
Marisa y yo apenas dialogamos, nuestras conversaciones fueron irrelevantes y la
mayoría aludían a la meteorología, para mí, después del frío de Nueva York, la
temperatura de nuestra tierra siempre la englobaré en una horquilla que abarca desde
calurosa, en verano; y de templada, en invierno. Vinimos por el itinerario de
Cieza, cuando rebasamos la Venta del Olivo, ya cerca de casa, mi padre se
despertó.
—Hija, ¿tú te acuerdas, hace tiempo, de aquella
vez que te dije que, en ocasiones, la melodía de una ópera o de cualquier otra
música que no crees haberla oído recientemente, te aparece en el subconsciente
y, de repente, comienzas a tararearla sin saber muy bien por qué?
No recordaba nada de lo que me estaba
contando, pero afirmé vacilando con la cabeza, calibrando su expresión,
intentado adivinar a qué se refería.
—Me da la sensación —continuó— de que pasa algo
parecido con los momentos de la vida. No me acuerdo de eventos recientes, pero
sí detalles que en su día parecían poco importantes y que, de pronto, me vienen.
No recuerdo casi nada de la boda con tu madre, pero rememoro el día que la besé
en la playa de El Portús; tengo una vaga reminiscencia de cuando me comunicaron
que naciste y, sin embargo, la primera vez que te vi en la incubadora me aparece
en la cabeza sin pedir permiso. También evoco el día que te conocí, Marisa, tan
elegante y tan dispuesta para reparar el cuadro de mi pequeña Susana, aunque la
memoria me impida retener lo que hemos hablado esta semana. Ojalá pudiera haber
escrito mi vida y recordar lo que me apeteciese contar y no solo las
apariciones mentales de lo que mi cerebro, sin sentido, desentierra ahora.
—No sigas hablando, Andrés —interrumpió
Marisa—, que parece que te quieres despedir de nosotras.
—Hija, no desaproveches tu vida —me dijo—. Escribe,
que seguro que se te da bien, y no dejes de tocar el piano, que la gente sepa
quién es Violeta Rosique y que no te conozcan en el pueblo como la hija del Leñador.
Dejamos a Marisa en su comercio, nos dijo
que tenía que atender unos asuntos profesionales antes de llegar a casa. Pedro
nos saludó desde el interior de la tienda sosteniendo un marco con su mano, mi
padre y yo sin abandonar el vehículo devolvimos el gesto y seguimos. Con la
sensación de soledad que me ofrecía el asiento contiguo desocupado comencé a
llorar mientras escuchaba la melodía Una
furtiva lagrima y callejeaba por las calles del pueblo, liberando así el dolor
punzante que me producía el nudo en la garganta con el que partí del hospital.
Prometí entre sollozos a mi progenitor que comenzaría en breve a escribir un libro,
una novela. Me reservé a anunciarle algo que acababa de decidir, una historia cuyo
argumento giraría en torno a la única persona que ha sido mi verdadera familia:
MI PADRE.
Tres largas jornadas de bloqueo emocional
transcurrieron desde aquel momento hasta el 19 de diciembre, fecha en que
comencé este manuscrito. También han sido tres los días que he invertido en
realizar este borrador a través de mis memorias escritas en un diario, tejidas,
eso sí, con todos aquellos recuerdos que mi mente ha podido rescatar desde la
más remota de mis remembranzas, allá, en la noche de los tiempos. Este relato
termina sin llegar a un desenlace, aunque el fin está bien claro desde que mi
padre optó por negarse al tratamiento aún sin saber él que ese impedimento le
supondrá la muerte. Paradojas del destino, hoy, día de la Lotería de Navidad,
es el que hemos escogido Marisa y yo para comunicarle a mi padre que está viviendo
el final de sus días. Extenuada por las numerosas horas frente al ordenador en
las últimas fechas doy por concluida esta singular biografía. Procuraré quedar
dormida en pocos minutos con el suplicio del presente combatiendo a favor del
insomnio, anhelando despertar con el convencimiento de que todo lo que aquí se
ha escrito haya sido una aciaga pesadilla.
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