Volumen 34 de «Mi hija y la ópera»
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Cuatro meses y un día distaron desde que le
comunicamos a mi padre su ineludible final hasta que abandonó este mundo. Marisa
ya se había marchado de casa, justo el día después de su cumpleaños. Se fue implorando
a su entrañable pareja que dejara un espacio para ella en su pensamiento. Le
acarició su cabello encanecido, cada vez menos espeso, y le besó en unos labios
que reclamaban más oxígeno que cariño. Portaba una maleta con todas sus
pertenencias finiquitando cualquier vestigio de coexistencia con nosotros. Se
despidió de Trini con dos besos y de mí con profundo abrazo: «Os quiero con
toda mi alma». Echó un último vistazo a la habitación con cierta entereza,
constató con la mirada que había dejado un hermosísimo vestido rojo que nunca
llegó a estrenar en el armario del dormitorio que se encontraba entreabierto.
Era el atuendo que debía de haber lucido para la representación del Romea que no
pudo disfrutar en compañía de aquella persona que se moría por segundos. Aquel elegante
traje de color carmín había sido durante meses un espectador inerte del
deterioro de mi progenitor y testigo silencioso de otros terribles sucesos allí
acaecidos. Marisa lo dejaría a conciencia creyendo que no era merecedora de
dicha prenda, o tal vez como un recuerdo suyo para no ser relegada al olvido
eterno. No en vano, su partida dejó tras de sí un irreparable vacío, sumiendo
al hogar en una profunda tristeza, como si las paredes percibiesen que quienes
las habitaron durante años se marchaban para no regresar jamás.
Ocurrió una tarde, la del 23 de abril de
2005, cuando mi compañero existencial se despidió para siempre. Trini se había acostado
en mi habitación ocupando la cama donde solía dormir mi tía. La incipiente
tripa que surgía de mi delgada silueta invitaba a la suspicacia, supongo que
aquello, más el deseo de que mi padre no dejara este mundo sin conocer que su
descendencia iba a mantener la dinastía, me incitó a confesárselo.
—Quiero que sepas que estoy embarazada.
—Me gustaría conocer al padre, es mi última
voluntad —exigió sin saber que estaba ante su última hora de vida.
—Está muy lejos de aquí, pero esta criatura es
ante todo mía. Es mucho más aún: tu sucesor. Se llamará Andrés si nace niño o Andrea
si fuera niña. Como tributo a su abuelo y a su progenitor, ambos tocayos.
—¿Él también se llama Andrés?
—Sí —respondí sucinta, prescindiendo de
aportar cualquier dato que le restara magia al momento.
—No llegaré a conocerle. Estés acompañada o
sola cuídale como yo intenté hacer contigo.
—Le hablaré mucho de ti, papá.
Entonces, como si percibiera que la muerte
viniese a recogerle, se armó de fuerza. Me pidió que me acercase para
acariciarme el cuello con sus débiles manos, me contempló con sus ojos húmedos,
aunque sin lágrimas, para cerrar los párpados y decirme lo siguiente:
—Tú eres Violeta Rosique Domínguez, única e
insustituible, ningún ser humano se parecerá a ti. Tengo el honor de ser tu
padre, y con la felicidad de saber el legado que dejo en este mundo me voy satisfecho.
Debo confesarte una cosa, hija mía, durante mucho tiempo te culpé del accidente,
tenías mal carácter y el llanto fácil, nada que ver con Susana. Te aborrecí
durante años por aquellas peculiaridades. Ahora te suplico que me perdones.
—Papá, en diciembre, cuando regresábamos en coche
desde La Arrixaca, me preguntaste si me acordaba de un baile que tuviste
conmigo siendo yo una niña, con la música del Coro de Peregrinos. Te dije que no me acordaba, pero ahora mi
memoria ha rescatado esa imagen con total claridad, me sostenías en brazos
dando vueltas a una mesa que se hallaba en el centro del salón. Dijiste que ahí
comenzaste a quererme, y quiero informarte de que ese es el primer recuerdo que
tengo de esta casa y es de absoluta felicidad. No he tenido otra familia que no
seas tú, durante años he sido juzgada por mi fealdad, por esta mancha en la
cara que siempre ha sido objeto de crueles comentarios. Solo tú y la tía me
habéis tratado como una persona, no como un espécimen raro.
—Violeta, haz que mi nieto viva en otro
lugar y que tu destino se acerque a la literatura o la música. Necesitas ver
las olas, las estrellas y la infinitud del horizonte. Aquí te buscarán como lo hicieron
conmigo en Cartagena, nunca te lo he dicho, pero en la semana que estuve desaparecido
tras el accidente liquidé a dos hombres. Uno era un joven marginal cuyo delito
fue mentar a nuestros muertos. Sé que era una frase sin importancia, pero yo
acabé con él con estos brazos, ahora esqueléticos, y la ayuda de una navaja que
pude arrebatarle.
Eché una mirada a mi padre fingiendo estar
impresionada. Acabó siéndolo a los pocos minutos.
—Estuve deambulando durante días con la
esperanza de morir —prosiguió con una inusitada energía, se dice que propia de
los que están a punto de expirar—, acabé a kilómetros de Cartagena, en una
granja cercana a Fuente Álamo, algunos animales se acercaron a mí cuando salté la
valla, había cerdos y pollos. El aspecto descuidado de la casa reflejaba que
nadie vivía en ella, aquello me invitaba a que accediera al interior, pero no
pude, mis fuerzas eran las justas, casi como ahora. Bebí agua de un depósito
sucio, y de uno de los recipientes del pienso comí hasta quedar durmiendo,
junto a los animales, amparado del mal tiempo bajo un techado, con azadas,
legones y otros utensilios agrícolas, similar al lugar donde se cobijaba Yako para descansar.
Me siguió contando, con todo lujo de
detalles, que a la mañana siguiente, el sonido de un vehículo le despertó, de él
salieron un señor que venía de caza y unos perros que trataron de amedrentarle
a ladridos. El cazador le encañonó con una escopeta, acusándole de haber
accedido a una propiedad privada. Mi padre, que vestía con ropa ensangrentada, lo
reconoció, era un antiguo compañero del servicio militar, y este se relajó cuando
escuchó el mote por el que era conocido —creo que el Lepas—. Mientras que el
propietario de la granja hacía un esfuerzo en acordarse de su viejo camarada le
invitó a entrar en la vivienda para tomar una cerveza. Mi padre rememoró toda
la clase de vejaciones a las que fue sometido por este individuo por el simple hecho
de encararse en una novatada. Ese infierno en que convirtió su año miliciano le
repercutió en la relación con mi abuelo y con el grupo Los Prohibidos que
abandonó prematuramente. El hombre dejó el rifle apoyado en la puerta para usar
sus dos manos e intentar abrir los candados y acceder a su domicilio.
—Cogí la escopeta y me presenté —relataba
con rabia—: «Soy Andrés Rosique Marín, el huérfano de las lechugas como dijiste
una vez, el destino ha querido que acabase frente a ti para saldar una deuda
pendiente». Solo realicé un disparo, desde la puerta de su casa, sus sesos
quedaron esparcidos por el salón y ensangrentaron aún más mi ropa. Entonces
decidí volver a nuestro hogar, fui andando, me llevó horas. Él acabaría devorado
por sus propios animales.
—Padre, ¿qué me estás contando? —pregunté
deseando que lo narrado respondiese a un brote de locura.
—Déjame que termine ahora que me veo con fuerzas.
Recuerdo que cayó granizo, tú apenas eras un bebé que estaba al cuidado de
Laura. Si nunca te he contado esta historia ha sido porque tenía miedo de
involucrarte, soporté los años siguientes en Cartagena, temeroso de que la
policía o los familiares de los asesinados pudieran encontrarme. Por eso nos
vinimos para acá.
—¿Por qué me cuentas esto ahora?
—Lo que quiero decirte, hija, es que he sido
un fugitivo por miedo a la venganza y he tenido mi merecido hace no mucho. No
seas resentida con nadie, no terminará reparando el daño y vivirás con temor.
Evita las personas que puedan ocasionarte problemas, pero nunca intentes
subsanar el agravio con tu propia justicia, tarde o temprano el tiempo te
resarcirá. Deja que el destino ponga a cada uno en su lugar, no te molestes
interviniendo.
—Por favor, papá, calla de una vez.
Enmudecimos durante unos minutos, era un
silencio que llenaba de armonía el ambiente.
Yo contemplaba al compañero de mi vida como a una persona que acababa de
liberarse de una losa que le aprisionaba. Este me observaba sonriendo.
—¿Sabes de lo que me acordaba cuando me
hablabas antes? —prorrumpí quebrando la serenidad que reinaba en el
dormitorio—. De cuando le dijiste a los abuelos: «Solo vivo por mi hija y la
ópera».
Afirmó con la cabeza frunciendo el ceño, ya
no recordaría aquella frase.
—¿Cuál quieres que ponga? —pregunté
refiriéndome a la obra que cada tarde escuchaba hasta quedarse durmiendo.
—Cavallería
Rusticana. Y hazme un favor: súbeme un whisky.
Obedecí sin cuestionar su petición. Escuchaba
los ronquidos de Trini que dormía en otra habitación, debía de estar agotada,
ella sí le pondría objeciones. Subí la copa y se la dejé junto a un libro de
Mario Vargas Llosa que posaba sobre la mesilla, la cual se encontraba junto a
su mecedora, bajo la ventana. Aunque la música se escuchaba fuerte no evitó que
yo sucumbiera pronto al cansancio. Mientras lo hacía, no pude evitar apreciar
las primeras notas de la citada ópera y su capacidad para transportarte a esa
extraña sensación que supone la finitud de la existencia y de la importancia
que tienen esas pequeñas vivencias que vamos sumando en la vida. Un presagio de
lo que iba a acontecer poco después. Cuando abrí los ojos supe que mi
progenitor había abandonado su cuerpo. Tuve la certeza tras haber vivido un
milagro en forma de sueño, fue una experiencia mística e insondable que él me
regaló. Lloré en silencio cuando me levanté de la cama, no fueron lágrimas
desoladas sino de incontenible felicidad. Acto seguido, me abracé al cadáver y musité
sonriente: «Papi». Después, besé su frente, todavía conservaba la temperatura. El
final de la ópera de Mascagni sonaba estruendosa cuando apareció Trini
franqueando la puerta intuyendo lo que acababa de acontecer.
—¡Andrés! —gimió.
La enfermera me abrazó con palabras de
consuelo que yo no necesitaba pero que en cualquier caso agradecí. Minutos más
tarde telefoneé a Marisa.
—Ya ha sucedido. Encárgate de comunicárselo
a todos sus allegados, yo solo llamaré a mi tía y a mi padrino. Estaré en casa,
velando el cuerpo de mi padre.
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