MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 10


9

   La estupidez de la adolescencia —la cual admito, ahora, una década más tarde— aumentó mi inseguridad. Y por si fuera poco para mi timidez, un nuevo reto se presentó cuando un par de individuos de apariencias dispares comenzaron a frecuentar nuestra casa: Juan Alcalá y Pedro Romero Gargallo. El primero, un joven de apenas veinte años, de pelo de punta, vestido siempre con camisetas de manga corta, las cuales remangaba para exhibir en sus huesudos hombros, y en entre otros tatuajes, el amor que profesaba a su madre. Escuálido, barbilampiño y blasfemo, extraña era la frase que no fuera precedida con un «cagoendios», expresión que, en adelante, escribiré siempre junta como si fuera una sola palabra, una muletilla sin sentido evitando caer en su ordinariez. El segundo, Pedro Romero Gargallo (siempre incluía su segundo apellido, decía que se debía estar orgulloso de los nombres que heredábamos de ambos padres), era un idealista de espíritu filosófico, de cabello castaño oscuro, ojos claros y bigote elegante, como salido del retrato de un aristócrata decimonónico. Tendría unos treinta y cinco años, aunque vestía como una persona quincuagenaria, de hecho, me recordaba en los atuendos al público masculino que nos encontramos en el recibidor del Teatro de la Zarzuela. Muy culto y hedonista, conocedor de los buenos vinos, no desaprovechaba ocasión para degustarlos, así como de otros placeres terrenales que sólo pueden disfrutar unos cuantos privilegiados. Quedó asombrado de nuestra melomanía de la que dejó de hacer gala, según dijo, al conocernos. No en vano, entendía de música, especialmente de los clásicos, más por haber leído biografías de los autores que por haberlos escuchado. Se podría decir, pese a que pertenecía a la generación de mi padre, que me encapriché de él cuando lo vi por primera vez, con ese acento tan poco habitual de la zona (aun habiendo nacido en Calasparra). Un verdadero personaje, la viva imagen de los que mi padre, otrora, tildaba de intelectuales, con cierto sentido peyorativo.
   Aunque no les había visto en mi vida, ambos residían en el pueblo. La única cosa en común que podía apreciarse entre ellos, además de la amistad hacia mi padre, era una cicatriz en el cuello. La de Pedro parecía de bisturí, en cambio, la de Juan parecía una herida de guerra, un navajazo tal vez producido en una reyerta, nunca lo he sabido. Sus visitas a nuestra morada empezaron a ser frecuentes a partir del Mundial de Fútbol de Estados Unidos de 1994. El resultado de las confrontaciones parecía no importarles demasiado, siendo más relevante el hecho de reunirse que el partido en sí mismo. Recuerdo uno de esos choques de selecciones, España venció con un tres a uno a Suiza. Eché de menos a mi tía Laura para haber podido comentar con ella las virtudes físicas de Caminero y el resto de jugadores. Aquellos encuentros, y no me refiero precisamente a los futbolísticos, servían de subterfugio a mi padre y sus amigos para emborracharse y trasnochar hasta el amanecer.
   Después de los partidos mi padre me mandaba a la cama, algunas veces con reiteración. Pedro y Juan nunca hicieron comentario alguno sobre mi aspecto, probablemente aleccionados por su amigo. Conmigo se mostraban afables y en ocasiones me daban un beso en la mejilla, al igual que mi padre, cuando me despedía para subir a acostarme. Yo creo que, con esas acciones, manifestaban burla y euforia, promovidas principalmente por el alcohol, y el imperante estado de guasa cuando se juntaban los tres. Luego veían algunas de las óperas en VHS que atesorábamos en casa, con las pertinentes aclaraciones de mi padre que yo supongo que Pedro escucharía atentamente y Juan no tanto. Algunas veces les escuchaba hablar de física, astronomía, religión… verdaderamente entusiasmados. La puerta de nuestra vivienda se abría en ocasiones para las idas y venidas de Juan que, por lo que entendía desde mi cama, acudía a comprar hielo al pueblo, «pero del bueno» insistía Pedro cuando el otro se marchaba. Debo decir que ahora estoy convencida de que la palabra «hielo» era un eufemismo de otra que jamás pronunciarían por si acaso yo la escuchase, y aunque ahora tengo mis sospechas de qué podría tratarse tampoco la voy a mencionar.
   El fiasco que supuso la derrota de España contra Italia en cuartos no impidió que se celebrase en casa otras de las fiestas de mi progenitor y sus secuaces. Aquella noche me fui a la cama, más por el aburrimiento que por la insistencia de mi padre, a eso de las dos de la madrugada. No podía conciliar el sueño. Imaginé, en estado de semiinconsciencia, que Guardiola, Salinas, Goikoetxea, y el resto de los jugadores de la selección española, irrumpían violentamente en mi dormitorio con deseo; Pedro, lascivo, aprovechaba un descuido de mi padre y subía también, uniéndose a aquel grupo de sementales que me forzaban sin que yo ejerciese demasiada resistencia. Los dedos, índice y corazón, de mi mano derecha fueron abriéndose paso entre mi ropa interior y la línea recóndita de mi más profunda intimidad.
   Un cálido adormecimiento me sobrevino después de haber tocado el paraíso acariciándome y unas estrepitosas carcajadas me despertaron horas después. Bajé y me encontré con una imagen lamentable de mi padre y sus adeptos. Parecía un líder sectario.
   —La Biblia es el mayor libro de ficción que jamás haya escrito el hombre            —sentenciaba mi padre—, y su genialidad es que parece creíble.
   —Eso responde a que hay quienes se empeñan en hacerla explicable —añadió Pedro—.
   —Pues yo, cagoendios, creo en Jesucristo —dijo Juan—, pero no en la Iglesia. A mí no me engañan los curas.
   Con el propósito de beber un vaso de leche caliente que me ayudara a vencer al insomnio descendí de las escaleras, con prudencia, peldaño a peldaño, a sabiendas de que mi presencia interrumpiría tan «ilustrado» coloquio. Me acababa de cubrir con un camisón que, debido al calor, me desprendería en cuanto volviera a la cama. Una estúpida sonrisa proyecté hacia Pedro que en mi fantasía carnal había ejercido ante mí toda su masculinidad. Él creería que aquella lerda expresión era corriente en mi persona (no me conocía mucho aún) y apartó la vista de inmediato. Advertí que mi padre fumaba con ansiedad, ¡algo inaudito!, nunca le había visto sostener un pitillo a no ser que fuera para acompañar a algún fumador habitual, y siempre que lo hacía, exhalaba el humo con mueca de asco.
   —¡Papá!, ¿estás fumando?
   —Ya ves, hija, no soy tan perfecto —respondió con discutible locuacidad—. Anda, vete a la cama que las noches de fútbol y ópera son para nosotros.
   Eché varias cucharadas de cacao al vaso de leche caliente. De soslayo percibí el peso de sus miradas, al repasarlos de uno a uno, noté que me contemplaban con sonrisa constreñida, aquello, sumado al humo, que lograba que la cocina se asemejara a un local de alterne, aceleró mi marcha.
   —¡Hasta mañana!
   —¡Adiós, Violeta! —se despidieron al unísono aquel tridente de decadentes tutores.
   Tras de mí se abrió un silencio de cementerio. Cerré la puerta de mi dormitorio para cerciorarles de que sus conversaciones estaban a salvo de mi oído fisgón. Eso creyeron ellos, porque prosiguieron con su expedición intelectual. Tocaba Mozart.
   —¿Y si, en vez de en Austria, hubiese nacido en Kenia?, ¿acaso sabríamos de su obra? —preguntaba retóricamente mi padre.
   —Pues si hubiese tenido violín por supuesto que sí —comentó Juan que solía responder sin dar un segundo a que interviniese su cerebro.
   —Yo creo —dijo Pedro con la pompa del que es sabedor de la atención que suscitan sus opiniones—, que para ser un genio deben darse muchas circunstancias, la primera es que se dé la casualidad de que su entorno sea al más propicio; por ejemplo, si el padre, Leopold Mozart, que también fue músico de prestigio, se hubiera dedicado a otras cosas, la posibilidad de que le hubiera dado lecciones de violín a la prematura edad de tres años habría sido nula.
   —Yo a los tres años me iba con mi padre a recoger chatarra —interrumpió Juan.
   —Y yo a recoger lechugas —apostilló mi progenitor influenciado por su amigo a la hora de realizar desatinadas observaciones.
   —A lo que iba —prosiguió Pedro—. Para ser como Mozart, tendrías que haber nacido con talento, y diera la providencia de que te dedicaras justamente a lo que mejor sabes hacer. Por otro lado, y como tú dices Andrés, si hubiera nacido en Kenia, su sino, muy difícilmente le habría llevado a ser el celebérrimo compositor de música clásica que es.
   —¡Cagoendios, qué listo que eres, Perico! —aclamó Juan—. Y hablando de Perico… Tengo que hacer otra salida al pueblo.
   Incluso con el escándalo que causaban, y a las tertulias plagadas de ambages que mantenían hasta la aurora, yo me quedaba durmiendo. Lamentaba aquellas juergas que cansaban durante varios días a mi padre y le provocaban un aspecto de apatía general. La casa amanecía silenciosa, desordenada, con vasos esparcidos en varios lugares, ceniceros vacíos que apestaban, y una plétora de libros y cintas de vídeo en el sofá y sobre la mesa que mi padre no acertaba a organizar antes de acostarse.

   Supe con el tiempo que, en el pueblo, a los amigos de mi padre los denominaban como «Pedro el listo», y, a Juan, como «El Chapicas» o «El hijo del Chapas». Pedro formaba parte de una distinguida familia con alto nivel adquisitivo. En la localidad co­rría una leyenda en torno a una tía suya que, por los años cincuenta, en un ataque de locura por celos, cercenó con un cuchillo el cuello de su hijo de menos de un año (que debía de ser primo de Pedro), cuya cabeza decapitada dejó macabramente sobre la cama para que su marido contemplase aquella aterradora imagen. Ella acabó arrojándose a las vías al paso de un tren. Juan, en cambio, pro­venía de un origen humilde, se podría decir que marginal, vivía con sus padres y otros familiares en una cochambrosa vivienda en la periferia del pueblo, en el más absoluto olvido. Por fortuna, una vez finalizado el Mundial, sus escarceos nocturnos fueron descendiendo. Y me alegro ya que, en ocasiones, les escuchaba bromear con acudir a un club de carretera cercano a la Venta del Olivo, algo que a mi corta edad ya me parecía de actitud pecaminosa.
   En una de esas noches apacibles de verano, en las que mi padre y yo nos recostábamos sobre sendas mecedoras con la espectacular visión alfombrada de estrellas, y la única compañía del canto de los grillos destacando sobre la música, conversamos sobre un presentimiento que me inquietaba.
   —Papá, hay algo en Juan que no termina de gustarme.
   —¿A qué te refieres?, ¿no te intimidará su forma de hablar o sus tatuajes, verdad ,Violeta?
   —No sé, me da mejor impresión Pedro.
   —Hija, no te dejes llevar por los prejuicios, vale que Pedro habla mejor, viste elegante y es muy educado, puede que entre él y yo, por edad y por forma de ser, podamos tener más afinidad. Pero a Juan no hay que culparlo por lo que es. Ha tenido una vida difícil, pero hasta que no se demuestre lo contrario, merece, cuando menos, el beneficio de la duda. Y no hay que juzgarlo porque la mayoría de sus familiares tengan fama de delincuentes.
   Mi padre poseía una enorme capacidad para persuadirme. Él y sus ideas sobre expresar juicios de valor y todos esos principios que engrandecen al ser humano, pero que no cuentan para llevarlos a la práctica cuando hay que defenderse de los depredadores. Responderá tal vez a mi pasado estudiantil, que experimenté que una simple mirada podía valerme si debía huir de alguien o no. Me negaba a fiarme de Juan, aunque admito que fuera injusto. Por primera vez me desmarcaba de la opinión de mi progenitor. Sería la adolescencia.



Andrés V

   Durante las noches sucesivas a aquel viernes, Andrés siguió frecuentando la heladería, en estas ocasiones vestido algo menos informal que de costumbre. Se le notaba impaciente, como si la vida se le escapara con la rotación de las agujas de su reloj. Patricia no le entretenía con las conversaciones de días anteriores, le rehuía con excusas peregrinas convirtiendo la solitaria estancia de su cliente en un tedio que remediaba hojeando la prensa o releyendo alguno de los libros de bolsillo que primordialmente utilizaba para ojear sobre algún párrafo simulando estar ocupado.
   Por fin, el miércoles por la noche apareció Susana con tres acompañantes, uno de ellos, un viejo conocido del barrio, se llamaba Miguel Ángel. De niños jugaban al fútbol en las plazoletas de la calle Trafalgar cuyos anchos bancos de piedra se convertían en porterías.
   Se sentaron los cuatro, ella reconoció pronto a nuestro protagonista al que invitó a unirse al grupo.
   —Os presento a Andrés —anunció Susana comenzando de izquierda a derecha—, mi prima Begoña, mi primo Paco y Miguel Ángel, un vecino de mis primos.
   —Encantado —dijo saludando con la cabeza a todos los presentes.
   Identificó enseguida el rostro de la prima Begoña, era la acompañante de Susana en aquella noche de agosto del verano anterior.
   —A ti te conozco —intervino Miguel Ángel señalándole con el dedo—, eres Andrés, el de la verdu­lería de la calle Jorge Juan.
   —Bueno, allí actualmente no estoy, hay dos personas que se encargan de casi todo. Esa verdulería la puso mi padre hace veinte años. Yo me encargo, más bien, de dos comercios que tenemos de material de oficina, uno en Ramón y Cajal y otro en Juan XXIII, estamos a punto de empezar a trabajar como concesionario de Olivetti.
   —¡Anda, estamos ante un milloneti! —dijo incisivo—, me acuerdo de cuando te llenabas de barro ayudando a tu padre a descargar lechugas.
   No quiso darle réplica para evitar cualquier conato de discusión, sospechó que Miguel Ángel llevaría varios veranos pretendiendo a Susana sin éxito. Inevitablemente, Andrés era una especie de intruso y rival que debía fulminar cuanto antes de las nuevas amistades de la chica.
   —A esta ronda invito yo —anunció Andrés en cuanto vio acercarse a Patricia.
   —Muchas gracias —dijeron los tres primos casi al unísono. Miguel Ángel calló encendiéndose un cigarro.
   En una de las conversaciones que posteriormente se fueron dando, Susana explicó que desde muy pequeña acudía todos los meses de julio y agosto a Cartagena, ciudad donde vivían sus abuelos y unos tíos por parte de madre. Una vez aclarada la proce­dencia de los comparecientes se abordó lo más importante: el plan para el fin de semana.
   —¿Entonces, qué?, ¿a dónde vamos a ir? —preguntó Susana a sus primos.
   Ambos se encogieron de hombros.
   —Lo ideal sería ir a Mazarrón —añadió Paco, el más joven de los primos.
   —A Mazarrón no, que hay muy mala carretera para conducir de noche y a los papás no les gusta —respondió Begoña.
   —No tienen por qué enterarse— añadió Paco.
   —Sí, claro, eso lo haces cuando tengas coche propio, pero si hay que pedírselo al papá…
   —Hombre, aquí hay sitios para salir en verano —intercedió Andrés refiriéndose a Cartagena—. Y perdonad que me meta en lo que no me importa.
   —Yo por aquí no salgo, y menos en verano— dijo Susana cruzándose de brazos.
   —Conozco una discoteca en La Manga llamada Charlie Brown, si queréis acompañarme… Actúa un amigo mío llamado Antonio López que es cantautor.
   Por el gesto de aversión que reflejó el rostro de Susana, Andrés pensó que de­bería haber omitido el último dato, pero encarriló raudo su improvisado plan:
   —En realidad es una discoteca de playa, plagada de extranjeros, madrileños y de otros sitios de España. La actuación de mi amigo será en una parte de la disco, no en toda. Y además, si le digo a Antonio que vamos a verle podremos estar en un lugar importante de la sala.
   La inventiva estaba dando sus frutos dada la disposición que casi todos mostraban.
   —¿Y de qué conoces tú al cantautor ése? —preguntó Susana.
   —Porque… Antonio y yo, además de buenos amigos, tuvimos un grupo hace unos años, nos llamábamos Los Prohibidos.
   Antes de admitir el nulo éxito que tuvo la banda musical, Paco, no se sabe si por matar el silencio o por quedar bien, exclamó:
   —¡Ah sí, me suena! —Realizando un gesto con la cabeza como si intentara rescatar el recuerdo de su memoria.
   A partir de aquel instante, Paco, un chico moreno, con una frente que diariamente iba ganando terreno al cabello, de baja estatura e incipiente tripa, se convertiría en una persona muy apreciada para Andrés.
   La mirada de Susana hacia su nuevo amigo fue cambiando conforme iba conociéndolo.
   Andrés levantó la mano con la intención de que Patricia leyera con su gesto la peti­ción de otra ronda, Susana tomaba los granizados de horchata al mismo ritmo que él sus whiskys con hielo.
   —¿Cómo va la cosa, Patricia? —preguntó Andrés mientras servía las consumicio­nes.
   —Pues bien, trabajando —respondió sin mirarle al tiempo que colocaba sin delicadeza los vasos sobre la mesa.
   Miguel Ángel se levantó dejando media cerveza en la mesa, y con un adusto «me voy» se difuminó en la oscuridad de la calle de la Paz. En el rostro de Susana se adivinó un leve resoplido.
   —Entonces, ¿os venís este viernes a La Manga conmigo?
   —Sí —contestó Begoña, mientras su hermano y su prima asentían.
   —Muy bien —dijo Andrés—, y si queréis vamos ahora a un sitio en el centro que está en la calle del Aire, hoy vais a saber qué es un «orgasmo de monja».
   Los tres aceptaron de buen grado, probaron aquel cóctel cuyos principales ingre­dientes eran el cava y la granadina. Degustaron otros combinados similares igual­mente servidos en porrón como el «agua de Valencia». En el calor del ambiente y la no­che, Andrés les habló de su reciente afición a la ópera y de otros asuntos cada vez más disparatados según iban rotando los porrones. Acabaron intercambiándose los números de teléfono y se citaron al día siguiente para organizar la noche del viernes.

   A las diez de la mañana Andrés telefoneó a la casa de los abuelos de Susana pregun­tando por ella.
   —¿Dígame? —dijo una voz extrañada por tan prematura hora.
   —Hola, Susana, soy Andrés, estaba pensando, aunque vayamos a quedar esta noche, si te apetecía que te invitase a comer.
   —¿A comer?, ¿y para qué? —preguntó—, ¿van mis primos?
   —No, a tus primos no les he llamado, simplemente… Es que casi siempre como solo, por si querías venir conmigo y hacerme compañía, nada más.
   —Mejor nos vemos esta noche en la heladería. Iremos sobre las diez.
   El tono frío de Susana no le molestó tanto como la impresión de haber resultado él demasiado directo.
   Acudió sobre las diez y media a la cita con sus amigos en La Jijonenca, llegó tarde a propósito, estuvo distante y reservado con todos, pero especialmente con Susana, seguía resentido con la actitud que ella adoptó al declinar su invitación horas antes. No obstante, los planes para la noche del viernes se mantenían vigentes. El entusiasmo por parte de Begoña y Paco, que siendo cartageneros, apenas habían tenido oportuni­dad de visitar La Manga del Mar Menor en una noche de verano era más que visible. Susana, conocedora de sus habilidades femeninas aprovechó estar situada junto a Andrés para acariciarle una mano.
   —¿Te pasa algo?
   Él, que observaba la simetría de los dibujos cuadráticos de las losas de la acera en una total abstracción, sintió cómo se erizaba su piel con el tacto de aquella mujer.
   —Nada, pensaba en cosas del trabajo, perdón, ¿de qué hablabais?
   —¿Que a qué hora nos recoges? —preguntó Paco.
   —Bueno, la actuación según he visto en cártel, es a las doce de la noche, yo creo que si queremos llegar a tiempo habría que quedar como muy tarde a las nueve y me­dia. Se tarda por lo menos una hora en llegar a La Manga, además, hay que llegar hasta el Zoco y con las colas que hay un viernes noche…
   —¿Cabremos los cuatro en el coche? —preguntó Begoña.
   —Se dice caberemos —dijo Susana—, ¡qué mal habláis aquí por Dios!
   —Claro, tengo un Seat 131, es grande. Cabríamos cinco sin problemas.
   —¡Hostias, Pedrín!, ¡menudo carro tienes!
   —Vale, entonces, mañana a las nueve y media en la puerta del San Juan Bosco —añadió Susana.
   —¿Qué se debe, Óscar? —dijo Andrés al camarero—, como veo que Patricia no quiere saber nada de mí, te pregunto a ti la cuenta.
   —Tú sabrás lo que haces —respondió Óscar.

   Se encontraron sobre las nueve y media de la noche del viernes en el chaflán del Jardín de Infancia San Juan Bosco, situado en la calle Trafalgar, les acompañaba una nueva amistad, el desconocido se llamaba Víctor, de aire chulesco y la piel cubierta de numerosos tatuajes azules. Había sido el novio de verano de Susana en los últimos tres años, dato que pudo extraerse de las conversaciones que mantuvieron en el coche durante el trayecto de Cartagena a La Manga. Aunque verdaderamente, lo que más pudo molestar a Andrés fue que Paco se sentase en el lugar del copiloto, dejando a Susana a merced de las galanterías de Víctor, con el beneplácito de su prima Begoña, sentada en el centro, que parecía hacer las funciones de celestina.
   Consiguieron llegar a su destino antes de lo previsto, se presentaron frente la puerta de la discoteca Charlie Brown alrededor de las once de la noche. Mientras el resto apro­vechó el momento para echar un cigarrillo, Andrés se adentró en el local para saludar al cantautor antes del concierto, pero no le encontró. Una hora y pico después co­menzaría la actuación de Antonio López y enseguida el artista encontraría en unas mesas próximas a su viejo amigo haciéndole un guiño mientras actuaba. Al acabar una de sus canciones más famosas: Resistiré, Antonio exigió un aplauso al público en homenaje a Andrés Rosique con quien había compartido sus primeros lances musicales. Nunca le había ovacionado tanta gente, se incorporó del asiento y agradeció a la sala y a sus amigos que le miraban con admiración por los vítores recibidos.
   El final de la actuación fue dando paso a la música disco que retumbaba en toda la sala, Víctor, que era un joven bien parecido y seguro de sí mismo, cogió de la mano a Susana y la guio hacia la pista de baile con discutible sentido del ritmo. Andrés agarró el paquete de tabaco de Paco, encendió un cigarrillo y se dirigió en dirección a la te­rraza con un vaso de tubo de whisky con cola en la mano, dejando a Paco y a su her­mana sentados en rededor de la mesa contemplándose mutuamente con semblante abu­rrido. En el mirador de la discoteca el volumen de la música del interior era impercepti­ble, la suave brisa marina aliviaba el calor e invitaba apoyarse en la balaustrada blanca para admirar las estrellas y la Luna reflejadas en el mar, pensó que tal vez estaba perdiendo el tiempo con Susana y el recuerdo nostálgico de Teresa le sobrevino.
   Una silueta humana con una guitarra colgada se acercó a Andrés, el músico salía de la dis­coteca por el lado de la terraza para eludir a sus incondicionales seguidores que aguardaban desde el interior para abrumarle a piropos y aplausos. Aunque tocara en público era tímido.
   —Muchas gracias, Antonio, por tu saludo; mis acompañantes no daban crédito, no se creían que tú y yo tocáramos antiguamente en un mismo grupo.
   —Por un buen amigo lo que haga falta.
   —¿Cómo te va?, parece que fenomenal.
   —La verdad es que me va muy bien, el mes que viene, o como mucho en septiembre, compartiré escenario con Mari Trini y puede que con José Luis Perales. Bueno, en verdad, como adelanto a sus actuaciones, pero ¿tú sabes qué cantidad de gente va a esos conciertos?
   Andrés asintió sonriente, orgulloso del éxito de amigo.
   —¿Y tú cómo llevas la música?, ¿te acuerdas de aquella canción que tocabas para calentar en los ensayos? —preguntó Antonio—. Anda tócala, que aquí se puede oír sin que esté enchufada.
   El artista sacó de la funda una flamante Gibson acústica.
   —Venga, pero vamos a esas mesas, prefiero tocar sentado.
   Tomaron asiento tras coger unas sillas de plástico que se hallaban apiladas en varias hileras. Andrés comenzó a trastear las cuerdas con el fin de calentar sus dedos, tocaba las notas aleatoriamente, una repentina eleva­ción del volumen de la música de la discoteca advertía sin duda de que la puerta que daba al interior se había abierto, ambos se giraron, Susana se aproximaba a ellos.
   —¿Ésta es la chica que estaba junto a ti en la mesa? —susurró Antonio—, ¡menudo bombonazo!
   —¿Puedo quedarme con vosotros?
   Antonio le cogió una silla para que se sentase junto a ellos, la guitarra seguía sonando; al instante, de manera súbita, silen­ció las cuerdas con la palma de la mano.
   —Tocaré una melodía que escuché por primera vez cuando conocí a Susana y que siempre me recordará a ella.
   Comenzó la ejecución arpegiando el acompañamiento del aria Nessun dorma y silbando la melodía.
   La música de la discoteca ahogó la melodía casi en el final del tema obligando a in­terrumpir la interpretación, se asomaba Víctor que buscaba a Susana.
   —El «Tatuajes» te ha encontrado —dijo Andrés.
   —¡Qué pesado!— gruñó Susana.
   —Bueno, yo me voy —dijo Antonio introduciendo la guitarra en la funda—, que mañana tengo mucho lío.
   —Hasta pronto, amigo —se despidió Andrés que no vio con malos ojos la precipitada marcha del artista temiendo el interés que podría suscitarle a Susana.
   —¿Qué quieres? —preguntó Susana a Víctor.
   —Tu prima Begoña dice que Paco se ha puesto malísimo y está vomitando en el baño. Yo me voy con unos amigos del Barrio Peral que he visto aquí y que van a Cabo de Palos, ya volveré con ellos a Cartagena.
   Susana se levantó de un impulso a la vez que se marchaban Víctor y Antonio por trayectorias distintas. Sentado únicamente quedó Andrés que con sus dos manos se cubría la cara como queriendo digerir el nuevo contratiempo. Ella le acarició con el exterior de sus dedos la única parte de la mejilla que había quedado al descubierto.
   —Me gustaría que quedásemos a solas, mañana, si quieres. Ahora tenemos que bus­car a mi primo e irnos a casa.
   Quiso disimular, prolongando unos instantes las palmas sobre su rostro, que la cari­cia, aderezada con aquellas palabras, le había estremecido hasta un extremo inusitado. Desconcertado, sin despegar los labios, se levantó y la obedeció.
   No tardó mucho Andrés en encontrarlo junto a la puerta de los aseos de caballeros con la piel pálida y la camisa manchada con lo que horas antes fue cerveza. De vuelta a casa Paco tuvo que sentarse de nuevo junto al conductor, en esta ocasión contaba con una gran excusa: «me mareo menos si voy delante». La incómoda mudez que mostraban los ocupantes del vehículo era interrumpida en ocasio­nes por Susana.
   —No sabía que tocaras tan bien la guitarra Andrés, me has sorprendido.
   —También toco el piano —añadió cruzando su mirada con ella por medio del espejo retrovisor—, espero que podáis verme algún día. Hace poco que me lo pude traer a casa gracias a la ayuda de unos compañeros de trabajo, lo trasladamos desde la casa de mi padre, a pulso, unos trescientos metros, para terminar subiéndolo por las escaleras, cada una de las siete plantas que hay hasta llegar a mi piso.

   A los pocos kilómetros, en una localidad llamada Los Belones, Paco abrió la puerta del automóvil y expelió, tras varias arcadas, los hediondos alimentos triturados que contenía todavía su estómago. En otro semáforo en rojo, ya en La Unión, a cuarto de hora de casa, tuvieron que hacer otra repentina parada.
   —No bebo más en mi vida —afirmó con voz agonizante.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén