MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 14



13

   Se celebraba la Eurocopa de Bélgica y Países Bajos de 2000 cuando los «correligionarios» Pedro y Juan, que parecían siameses adheridos al costado, volvieron a frecuentar nuestra morada. En la primera francachela, España fue derrotada por Noruega, como siempre el resultado del encuentro parecía no determinar el devenir de la noche. Cenamos después del partido, insistieron en que bebiera cerveza, la tomé con algo de asco y miedo. Haber sido testigo de lo que le ocurrió a mi futuro tío Alberto —le quedaban pocas semanas para contraer matrimonio con mi tía Laura—, por el consumo desmedido de bebidas alcohólicas, me condicionó a que ingiriese la cerveza con cierta mesura. Al igual que el vino, que le relevó para acompañar a una exquisita carne comprada para tan «eximia» ocasión. Admito que nunca me ha seducido el alcohol, presenciar las modorras que padecía mi padre con frecuencia, amén de otras particularidades personales que atribuyo a sus excesos, me han causado cierta antipatía hacia la bebida.
   Oía su disparatada tertulia mientras degustaba el café en la sobremesa, la única taza frente a unos pequeños vasos de licor que, mi padre y sus amigos, bebían al trago, un mejunje —decían— para facilitar la digestión. Como no participaba en sus conversaciones, para romper el hielo, Pedro me propuso que tocara el piano. Aunque aquel público de tres personas ya me había sufrido cuando practicaba, la impresión de que lo que interpretase sería escuchado por ellos con suma atención me hizo palpitar la cafeína en mi piel. Tomé uno de esos desagradables chupitos de orujo que me retorció avinagrando la expresión facial y me encaminé hacia el piano.
   Mi padre, para aliviar la tensión que suponía que seis ojos estuvieran clavados en mi espalda, se marchó hacia la cocina para preparar unas copas para sus amistades. Ejecuté algunos fragmentos de melodías compuestas por mí. Noté por el rabillo del ojo que me contemplaban boquiabiertos. Profundamente admirados por lo que estaban presenciando.
   —¡Cagoendios, cómo toca tu hija! —aclamó Juan dirigiéndose a la cocina atendiendo a la llamada de mi padre.
   Pedro, mucho más cortés y con el deleite en sus ojos, esperó a que finalizase la selección aleatoria de canciones de aquella fugaz representación.
   —Violeta, en este preciso instante, eres el ser más bello del universo —dijo mientras aplaudía.
   No supe qué contestar a aquel genio de la oratoria y el buen gusto. Giré el tronco sin despegarme de la silla y le regalé una sonrisa vergonzosa. Pedro se encendió un puro y me devolvió una mirada condescendiente.
   —¿Ese último tema que has interpretado, es de tu cosecha?
   —Sí, ¿te ha gustado?
   —¿Que si me ha gustado? Me ha encantado, y eso que es la primera vez que lo escucho, cuando lo haya oído un par de veces y extasiado por la belleza del movimiento de tus finas manos al teclear tendré un conato de síndrome de Sthendal.
   —Si lo deseas toco alguna melodía conocida —ofrecí no entendiendo muy bien qué quiso decirme.
   —No. Prefiero escuchar tu música.
   Justo cuando posé mis dedos en el teclado y comenzaba a sonar una canción compuesta recientemente, me interrumpió:
   —¿Conoces la de Memorias de África?
   Asentí y, sin mediar palabra, arranqué con la conocida melodía del tema principal del famoso filme.
   Tras la interpretación Pedro volvió a encomiar mis dotes artísticas, palabras obstaculizadas por culpa de la enérgica ovación de los que reaparecían en el salón: Juan y mi padre exhalando un cigarrillo (lo que prometía una noche eterna). No quise concluir ahí la sesión, creciéndome ante los vítores de aquel público entregado culminé el recital con un tema nostálgico que me servía de calentamiento cuando tocaba a dúo con Dani: una pieza de Michael Nyman.
   —Andrés, conozco profesores de piano del Conservatorio de Murcia que no lo hubieran hecho mejor que Violeta —dijo Pedro visiblemente conmovido.
   —Tía, te podrías ganar la vida con esto —añadió Juan—, ¿qué tema has tocao que has emocionao a tu padre?
   —He tocado Big My Secret, de la película El Piano.
   —Hija, no toques esta música, ¡coño!, y menos si estamos celebrando algo.
   —Bueno, celebrando… los noruegos han vencido uno a cero —dijo Pedro.
   —Respondiéndote a ti, Chapicas —indicó mi padre dirigiéndose a Juan—, mi hija sabe tocar muy bien, doy crédito, pero no se atreve a dar el paso para tocar en público, en cierto modo la comprendo, a mí me pasaba igual de joven.
   Me levanté del taburete entusiasmada y con orgullo, tomé asiento junto a ellos en uno de los sofás, deseé calmar el nerviosismo de la actuación acompañándoles con una copa para estar a la altura de su animada charla, pero en seguida el agotamiento y el alcohol ingerido durante la cena pasaron factura.
   —Violeta, vete a la cama.
   —Papá, tengo diecinueve años —contesté con arrebato somnoliento por sentirme recriminada por mi transposición.
   —Si es que te estás durmiendo, hija —dijo mi padre adoptando un tono más cariñoso.
   Renegando entre dientes, con algo de pesadez en la cabeza y la boca un tanto pastosa, me despedí de Pedro y Juan casi sin mirarles y subí hacia mi alcoba.

   Con el tiempo entendí cuánto mal podía causarme el alcohol en mi conducta y de las tonterías que podría llegar a hacer estando borracha, como relataré más adelante. Aquella noche tuve fortuna, el exceso únicamente me produjo sed. Desperté dos horas después de haberme acostado.
   Acudí al baño a beber agua, en silencio y a oscuras, la iluminación del salón alumbraba vagamente el pasillo de la planta superior. Sé que chispeaba un poco, y tal vez por ello, en aquella madrugada de junio, se hallaban en el interior de la casa en vez de instalarse en el exterior como solían hacer en sus encuentros nocturnos. El humo ascendía hasta los dormitorios pero no me quejé. Escuché únicamente la voz de mi progenitor, sus dos camaradas debían de atenderle con expectación. Utilizaba un tono de voz confidencial, como cuando se va a contar un chisme o un secreto, ese aspecto me llamó la atención. Oteé sus sombras desde lo alto de la escalera y agudicé el oído:
   —Os lo repito —insistió mi padre—, jamás debe salir de esta casa lo que os voy a decir.
   Ellos no respondieron, debieron de afirmar con la cabeza. De inmediato, prosiguió:
   —El día que enterraban a mi mujer y a mi hija no estuve presente en el cementerio. Antes, mi padre me había ayudado a vestirme con pantalón negro y camisa del mismo color, llevaba dos días sin dormir, y se puede decir que lo único que había ingerido hasta ese momento era agua.
   »A mi hija Violeta, la cuidaban su tía y abuelos maternos que también estaban destrozados. Supe después, por la prensa, que aquel cementerio estuvo lleno de familiares, amigos y curiosos, a los que se sumaron periodistas y autoridades del Ayuntamiento de Cartagena. Yo no tenía fuerzas para asistir a ver cómo enterraban unos ataúdes casi vacíos donde estaban las cenizas de Patricia y Susana. Sé que, a un par de kilómetros antes de llegar al cementerio de Santa Lucía, abrí la puerta del coche de mi padre y salí corriendo, un sentimiento de locura me apresó: Quería quitarme la vida.
   Mi padre realizó una pausa, seguramente para beber y humedecer sus labios secos, procuré que no se escuchase mi agitada respiración como consecuencia del desasosiego. Permanecí callada e inmóvil, desde la semioscuridad que me brindaba la primera planta, atendiendo aquel relato:
   —Durante horas estuve deambulando por uno de esos barrios marginales de Cartagena y que, vagamente, recuerdo por mi enajenación. Sé que quería morir, no tenía valor para tirarme delante de un tren o arrojarme al puerto atado a una roca, pero algo tenía que hacer para terminar con mi sufrimiento, pensé que lo mejor se­ría que alguien me matase, provocar a un individuo para que me hiriese de muerte, empecé a temblar y quise paliar el miedo con una botella de whisky. Vestido de negro, con grandes ojeras y mi aspecto decrépito entré a una tienda; cogí una botella, di media vuelta y me fui. Las dos personas que estaban tras el mostrador, un joven y un tipo más mayor, que supongo que sería su padre, no me dijeron nada, permanecieron inmóviles, asustados por un tipo cuyo semblante debería horrorizar.
   »Deseé que me hubiesen pegado un tiro en la espalda o me hubieran atacado contundentemente hasta provocarme la muerte, pero no lo hicieron. Salí de la tienda y me introduje en aquel barrio zigzagueando por las calles sin destino alguno.
   Jamás había oído hablar a mi padre con esa modulación propia de una confesión. Conocía el dato de su incomparecencia al sepelio, e incluso podía comprender su escaso interés en continuar viviendo. Pero nunca me había mencionado que acabó robando en un establecimiento.
   —Fui a un pequeño parque con una estatua en el centro y cuatro bancos a cada uno de los lados de aquella plaza —continuó—. Me senté en uno de ellos con la botella de whisky entre mis piernas. Frente a mí, un grupo de cuatro jóvenes fumando chocolate y bebiendo cerveza. Los miré fijamente, desafiante, los efectos del alcohol y los días sin dormir hicieron que mi cabeza se moviera lentamente, como un péndulo, aun así, persistí en mi empeño de provocarles. Mis ojos se cerraban muy a mi pesar, ellos ya habían advertido mi presencia y de mi visible borrachera, bromearon haciendo comentarios sobre mi vestimenta negra: «Cuidao con este tipo que viene de un tablao flamenco» decían entre risas. Me acerqué tambaleándome a ese grupo que podían haberme hecho picadillo si hubieran querido y les grité: «¡Matadme, matadme si queréis, mi vida es una mierda!». «¡Vámonos!», se dijeron, y se dispersaron no queriendo buscar problemas con un loco. Me senté en el banco donde estaban ellos, quería que lo considerasen como una provocación y acabaran conmigo, pero no vinieron. El sueño acabó por rendirme en aquel banco, ni siquiera el viento que se levantó aquella noche de septiembre me despertó.
   »Horas después, uno de los chicos que estaban en ese banco donde yo dormía se acercó a mí. Me increpó, me dijo que no le caían bien los borrachos y me empujó fuertemente contra el respaldo. Noté los efectos del alcohol en mi cabeza a modo de pinchazos, tendría que ser ya de madrugada porque no había nadie en la calle. La mirada de aquel joven, que no sería mayor de edad, me hizo pensar que estaba totalmente drogado. Mi desorientación contribuyó a que no respondiese a las represalias de aquel chaval, cogí la botella, desenrosqué el tapón y eché un trago. Le dije a aquel tipo que si tenía huevos, que me matara.
   Mi padre efectuó otra pausa, ignoro si para darle un trago a su copa o para provocar más expectación, aprecié por su sombra que se mantenía de pie, intuyo que Pedro y Juan atendían embobados. Mi boca estaba deshidratada y percibí los latidos de mi corazón.
   —¿Qué pasó? —susurró Juan.
   —Repito, lo que voy a contar a continuación queridos amigos nunca deberá salir de esta habitación, nunca se lo he contado a nadie, pondría en peligro mi integridad, confío en vosotros ahora que tengo la necesidad imperiosa de contároslo. Me tenéis que prometer que jamás saldrá esta confesión de aquí.
    Entrambos debieron de afirmar gestualmente, se quedó un silenció que evidenciaba el interés que suscitaba aquella revelación. Yo por fin iba a saber qué aconteció en aquellos días que estuvo desaparecido.
   —Aquel chico me dio una bofetada, era bastante más bajo y menos pesado que yo, esperando a que actuase con más contundencia con mis dos brazos le di un empujón que le hizo andar hacia atrás unos diez metros hasta que se cayó. Sacó una navaja y con la frase: «Vas a morir» se acercó violentamente hacia mí. Por un lado quería que me diera un golpe certero en el corazón, morir desangrado y reu­nir­me con mi mujer y mi hija, pero un indeseado instinto de supervivencia quiso que me defendiese del agresor.
   Mi padre calló, tal era el mutismo que creí distinguir el leve zumbido del frigorífico entre las exhalaciones de los cigarrillos, resaltando sobre el banal sonido de la llovizna.
   —Cogí su brazo —dijo reanudando el soliloquio— y se lo quebré empujándolo contra el banco, soltó la navaja que quedó bajo mis pies, él daba alaridos de dolor, le había partido algún hueso del brazo, cogí su navaja y lo miré, sentí que mi corpulencia y rabia me habían servido de ayuda y pensé que abusaba de un niño. Estaba dispuesto a irme y dejarle gritar hasta que le auxiliasen los vecinos cuando pronunció una frase que, de haberla omitido, le hubiera salvado la vida: «Me cago en tos tus muertos».
   »Sujeté con firmeza la navaja, que estuve a punto de tirar a la estatua de aquel jardín, y me mordí los labios con fiereza. Seguramente saldría sangre de mi boca antes de que se me nublara la mente y le clavase la navaja en uno de sus ojos. Ahí tendido, y suplicándome piedad, lo dejé. Vi cómo las luces se encendían, notaba el alboroto que se estaba generando en torno a las casas cercanas a la plaza. Aquel chico gritó: «¡Hijo de perra!», mientras su cuerpo se retorcía de un dolor tremendo. Esas palabras me hicieron volver, saqué la navaja de la cuenca de su ojo y lo degollé, mientras se desangraba le arranqué parte de la oreja de un mordisco y la escupí junto a una cascada de sangre que salía de mi boca y que acabó en su malogrado rostro.
   »Con la navaja todavía en la mano salí corriendo, los vecinos en calzoncillos salieron detrás de mí. No llegaron a cogerme, aquella carrera hizo que despertarse de la enajenación, y supe de pronto que me encontraba en el barrio de Los Mateos, uno de los más peligrosos de Cartagena. Tiré el arma asesina a un descampado, a kilómetros del suceso, cerca de Torreciega, a las afueras de la ciudad.
   —¡Cagoendios, Andrés!, ¿qué pasó? —preguntó Juan.
   —La verdad, querido amigo, es que no lo recuerdo con claridad, sé que estuve durante días siguiendo las vías del tren, durante kilómetros, comí de los desperdicios de humanos y animales. Llegué a mi casa de Cartagena un viernes, no sin antes arremeter con otro malnacido que tuvo la mala suerte de encontrarse conmigo en el camino. Aquella tarde granizó, pude refugiarme en casa y no lo hice, me quedé fuera, en la piscina, tal vez algún golpe certero del hielo en mi cabeza terminara conmigo, no tuve suerte. Me emborraché hasta caer al suelo, y al día siguiente tiré mi ropa negra ensangrentada a la basura.
   El sigilo se apoderó de aquel trío. Inquieta por la precisión de la historia y de cómo mi padre pormenorizó los detalles de aquel crimen, subí el único peldaño que había descendido de la escalera y me dirigí cautelosa al dormitorio. Una vez allí, pulsé el interruptor de la luz con fuerza, realicé un sonoro bostezo y acudí al baño a beber agua: pretendía que notaran mi presencia e impedir con ello que intercambiasen juicios de valor al respecto. Me acosté con el estómago anegado de líquido y no conseguí conciliar el sueño, aprecié en los susurros de Juan y Pedro una evidente conmoción, conforme transcurrieron los minutos, el asunto fue reemplazado por temas menos desagradables. Doy fe, apenas pude dormir hasta la alborada.

   En los tres días posteriores mi padre articuló menos palabras que en aquella hora donde relató, con pelos y señales, lo acaecido aquella infausta semana de septiembre. Me sentí dolida por no haberme contado nada al respecto, máxime, habiendo sido testigo de lo fácil que le fue intimar con sus amigotes dichas confidencias. Por suerte, aquella noche acabaría siendo una de las últimas batallas de resistencia al alcohol y a las horas. A mi progenitor no le sentaban nada bien.

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