MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 12
11
El trasiego
que mi padre produjo accediendo a intervalos más o menos regulares a la
habitación secreta me dejó en vela casi toda la madrugada. Le oía cerrar con
llave cada vez que la abandonaba, quería evitar a toda costa que nuestra curiosidad
rompiese la mágica sorpresa que nos aguardaba. Escuchaba, asimismo, los
ronquidos de Alberto que atravesaban el tabique que separaba mi dormitorio de
donde él pernoctaba. Presentí que mi tía estaría despierta, imaginando en los recuerdos
con los que se toparía al adentrarse a la sala que tantos años nos había estado
vetada. Yo creía conocer todo lo que allí se almacenaba. ¡Cuán equivocada
estaba!
Me levanté
sobre las nueve, mi padre había salido a caminar, y mi tía y Alberto desayunaban
en la cocina, ambos callados, el silencio sólo se rompía con el roce de las
cucharillas en las tazas de café con leche que removían persistentemente.
—Buenos
días, tita, buenos días, Alberto.
—Buenos
días, Violeta —saludaron a la vez.
—¿Y mi
padre? —pregunté a sabiendas de que estaría fuera recorriendo su itinerario
matutino con el único propósito de dar fin al incómodo mutismo de la pareja—.
Se habrá ido a andar por ahí.
Me respondí
antes de que contestasen nada, percibí que mi presencia podría resultarles
embarazosa cuando aprecié en sus rostros una reciente discusión.
Por suerte,
no tardó mucho en aparecer mi padre con la frente sudorosa, enfrentándose al
gélido exterior con una simple camiseta de manga corta. Tragó con vehemencia de
una botella de agua que había sobre la encimera y se dirigió hacia la escalera.
—Laura,
Violeta, voy a abrir la habitación. Subid cuando queráis.
Mi tía y yo
nos pusimos de pie desplazando, sincrónicamente, las sillas hacia atrás con las
corvas. Alberto, discreto y conocedor del momento íntimo que íbamos a vivir, no
nos acompañó, salió al jardín en búsqueda de Yako.
Percibí por
última vez el sonido quejicoso de la llave en aquella puerta, una mezcla de
metal y madera resquebrajándose. Mi padre levantó las persianas y descorrió las
cortinas para que la luminosidad inundara el cuarto, habría abierto las
ventanas de no ser que mi tía y yo continuábamos en pijama. La habitación
estaba más diáfana de lo que imaginaba. Una silla y una cómoda, con cuatro cajones,
que era presidida por un jarrón de flores que contenía, entre otras, narcisos e
hibiscos de varias tonalidades cromáticas. Aunque lo más impresionante de la
sala colgaba de las paredes. Reparé en que la primera y única vez que accedí a
aquella habitación tendría la mitad de edad que en aquel momento, el recuerdo
era tan vago que los rostros de las personas retratadas habían acabado
difuminándose en mi mente como consecuencia de los años. El tiempo había
cambiado la posición del lienzo al óleo de Susana por el retrato familiar donde
yo aparecía tomada por mi hermana, y mi madre nos sostenía en cuclillas. Noté
la mirada contemplativa de mi padre evaluando nuestras reacciones, mi tía
comenzó a llorar en cuanto vio la imagen de su hermana en toda su magnificencia
con aquel vestido blanco y su largo cabello rubio.
—Violeta,
siento haberte hecho entrar tan tarde aquí, no sabía cómo ibas a reaccionar.
—Papá, me
gustaría que estos cuadros estuvieran en el salón.
Realizó un
ademán afirmativo y abrió el primer cajón de la cómoda que escondía un cofre
que contenía pendientes de oro, colgantes de perlas y, entre otros tesoros,
relojes sincronizados en hora con su perpetuo tictac percibiéndose levemente,
lo que indicaba que mi padre les habría sustituido las pilas durante todos aquellos
años. En el segundo cajón acumulaba fotografías, instantáneas de él, de mi
madre, algunas de mi hermana siendo bebé, incluso de Lily, la niñera, a la que reconocí
con facilidad. Una foto me conmovió profundamente, se había realizado con una
de esas cámaras que las revelan de inmediato, se celebraba un cumpleaños, habían
muchas velas sobre una tarta, en el lado izquierdo de la mesa, mi abuela y mi
tía en edad adolescente; en la parte derecha, mi madre sonreía y le entregaba
un regalo a mi hermana, un paquete rojo con una cinta dorada, ella, ilusionada
por recibir el obsequio, abría aquellos iluminados ojos llenos de vida y
futuro. Mi padre aparece detrás de ellas en la imagen, saboreando el feliz momento.
También había un hueco en la foto para mí, a la izquierda de mi hermana, sentada
en una trona muy grande todavía para una criatura tan diminuta, yo era un bebé
con escasos meses de vida, impávida, con aquel rostro carente de ilusión, mirando
hacia la cámara que, presupongo, manejaría mi abuelo Emilio. Repasé de nuevo
las caras de todas aquellas personas alegres y, salvo a mi tía, a ninguno de
los que sobrevivieron al destino los he visto sonreír de aquel modo. ¡Qué
jóvenes estaban!, y ¡cuán viejos los convirtió la fatalidad al poco tiempo!
Aparté la fotografía cuando noté que la mojaba con mis propias lágrimas.
—Esa foto
fue en el cumpleaños de tu abuela, en el verano del ochenta y uno —precisó mi padre cuando apreció la emoción
en mi rostro.
—¿Y el
regalo para Susana? —pregunté extrañada.
—En
realidad era una caja vacía, le daba igual lo de dentro, disfrutaba sólo con la
caja y los colores del papel de regalo, siempre había que darle un paquete
vacío cada vez que se celebraba algún cumpleaños, yo le dije a tu madre que ésa
sería la última vez que haríamos el paripé de la caja, que ya era mayor para
que supiera que no en todas las celebraciones había de darle algo a ella, y
ojalá me hubiera estado callado, lo hubiera dado todo para haber seguido
regalándole una caja por cada cumpleaños que ha celebrado cualquiera de la
familia y que ella no ha estado presente.
A mi padre
se le había quebrado la voz en las últimas palabras, volvió a contemplar la
fotografía y difícilmente atinó a musitar: «mi pequeña Susana, mi pequeñina».
Abandonó la
habitación dejándonos a mi tía y a mí que, entre lágrimas, indagábamos entre cajones
y armarios. Colgados de un guardarropa nos hallamos con los vestidos de mi
madre, perduraban impecables.
—Todo lo de
ahí os pertenece, si os gusta cualquier cosa la cogéis —dijo la cada vez más
tenue voz de mi padre mientras descendía las escaleras.
Entretanto,
mi tía Laura se paralizaba admirando los vestidos de fiesta que una vez ostentó
su hermana, yo abría un cajón, encontrándome con varios recortes de periódico
relacionados con el accidente y multitudinario entierro. Me impactó, más que
ningún otro, uno del diario La Verdad
de Cartagena, con fecha del 13 de septiembre, cuya noticia adjunto a continuación:
SUCESOS LOCALES
Tragedia en accidente de tráfico
A las 11 de la mañana de
ayer, un vehículo marca Seat 131 de color blanco con matrícula MU-3121-G, que
circulaba por la carretera de Tentegorra en dirección a Cartagena, colisionó
lateralmente con un camión cisterna cargado de combustible, de la marca Pegaso,
con matrícula MU-1429-N, propiedad de la compañía Campsa y que se dirigía por
la calle Peroniño en dirección a Canteras. El violento accidente produjo un
gran incendio a veinte metros del cruce, en sentido a Canteras, que pudo
divisarse a varios kilómetros a la redonda. El conductor del camión, Joaquín
Roca Espinosa, salió aún con vida del mismo falleciendo por las graves
quemaduras durante su traslado al Hospital Virgen del Rosell. La conductora del
automóvil, Patricia Domínguez Tortosa, y su hija, Susana Rosique Domínguez,
fallecieron calcinadas, quedando sus cuerpos atrapados dentro del vehículo,
debajo del camión. Tardaron varias horas en extinguir el fuego, y los dos
cadáveres quedaron reducidos a cenizas y a algunos restos óseos, según ha
afirmado el Responsable de Comunicaciones del Servicio de Bomberos de Cartagena.
Testigos oculares del siniestro manifestaron que el turismo realizó una serie
de maniobras extrañas antes de llegar al cruce, no dándole tiempo a frenar ante
la señal de stop.
Nunca he
sabido muy bien por qué mi padre se mortificaba acumulando esas trágicas
noticias, por la prensa me enteré de que mi madre se había saltado un stop y fue la causante del accidente. La
idea de que ella y mi hermana murieron quemadas, enjauladas en su propio
vehículo, era aterradora.
—Mira estas
cartas —señaló Laura.
—A ver…
—dije cogiéndolas con ansia.
Las
epístolas llevaban la letra de mi padre, conté quince folios, cada uno de ellos
era un escrito dirigido a mi madre, todos con la misma fecha, la del seis de
marzo: el aniversario de su boda. Las notas estaban ordenadas desde la más reciente,
año 1996; a la más antigua, de 1982. Las hojeé con rapidez y en seguida aprecié
que eran verdaderas cartas de amor, escritas desde lo más profundo de su
corazón, ni de lejos conocía esa faceta de una persona que mataba las horas partiendo
leña y bebiendo whisky. Las guardé
sin doblar ni romper el orden entre mi camiseta y el pijama con temor de que mi
tía aspirara a leerlas o que mi padre pretendiese requisármelas receloso de
mostrar sus emociones más introspectivas. Las llevé hacia mi dormitorio
depositando aquel tesoro documental bajo la almohada. Una voz me solicitaba
desde el otro cuarto:
—¡Violeta!
—Dime,
Laura —respondí accediendo nuevamente a la habitación prohibida.
—Desearía
llevarme esta cadena. Se la regalé a tu madre cuando se casó, es lo único que
quiero de aquí.
—Sabes que puedes
llevarte lo que quieras.
Mi tía
solicitó mi colaboración para que le colocase la gargantilla, era un fino
collar de oro con un corazón, abandonó la habitación con sentimiento de congoja
pareciendo haber revivido unos instantes junto a mi madre. Bajando las
escaleras se cruzó con mi padre que, reparando en la alhaja, le aseguró que a
su hermana le complacería que la llevara consigo. Ella asintió con levedad.
—Hija,
estoy preparado para tus preguntas —anunció franqueando el umbral de la puerta.
—Ya te las
haré, papá; ahora prefiero permanecer en silencio, tengo el presentimiento de
que la hermana y la mamá están aquí.
—Por eso he
tenido todas sus cosas aquí reunidas.
—Sí, pero
me gustaría que el cuadro familiar se mudara al salón —insistí.
—Luego lo
bajo.
Mi padre se
marchó besándome en la frente, escuchaba el alboroto que mi tía y a Alberto
producían al recoger sus bártulos, preparaban su marcha a Cartagena. Abrí cada
una de las dos ventanas que tenía la habitación, la que apuntaba al sur, y la
que se hallaba situada en el este, observé cómo la corriente de aire ondeaba
las cortinas, aunque todavía no me había despojado del pijama, la brisa fresca
no impidió que me asomara a curiosear la panorámica que me brindaban las nuevas
vistas. Giré la mirada hacia la casa de nuestros únicos vecinos y, nuevamente,
algo me llamó la atención de lo que ocurría en dicha vivienda. A cien metros no
pueden apreciarse con exactitud los rostros, pero con el resplandor del sol en
la cara y el viento que apartó su cortina, logré avistar una cabeza monstruosa,
gigante, que a lo lejos advirtió mi presencia retrocediendo para diluir en la
penumbra sus horripilantes facciones. Tras unos segundos titubeando, pensé que
era una ilusión óptica de la luz solar fulgurada en unos cristales, tal vez
translúcidos, que distorsionaban su cara, quizá un espejismo fomentado por sus
extrañas conductas y rarezas.
Mi tía
Laura y su novio partieron hacia Cartagena, me despedí de ellos con notable
efusividad sabedora de que hasta el día de su enlace matrimonial no volvería a
verlos y que todavía distaba mucho tiempo para aquello. Era un día de grandes
emociones.
Leí a
escondidas, durante el resto de la jornada, las cartas de mi padre a mi difunta
madre, conociéndole, sabía que podría incomodarle que yo leyese cómo desnudaba
sus sentimientos y mostraba sus más insondables inquietudes en aquellas misivas
hacia la mujer que me dio la vida. A su vez, la lectura de aquellos textos me
conmovió sobremanera, al punto de que tuve que disfrazar mi turbación toda la
tarde. En la mayoría de los escritos le informaba de mi evolución escolar y de
los progresos frente al piano; también se hacía preguntas sin respuesta de cómo
sería la existencia tras la vida, le exigía que se manifestase de algún modo si
pudiese; y le suplicaba perdón por lo que hacía y pensaba. Aunque lo que más me
impresionó: el orgullo que sentía por mí. De todas las cartas extraigo la
siguiente, que define de manera sublime nuestra vida en aquel tiempo:
Viernes, 6 de marzo de 1987
Mi amor, hoy cumplimos diez años de casados,
hace tiempo que empecé a aceptar la idea de que no vas a volver, que tu cuerpo,
junto al de Susana, desapareció en aquella columna de humo aquel fatídico día. Ésta
es mi sexta carta y no te hablaré de cuánto lamento que te mandara sola con
nuestra hija mayor a Cartagena.
Violeta empezó el colegio, tiene una
profesora que la cuida, yo estoy tranquilo, dice que tiene aptitudes para el
aprendizaje, y eso que no la ha visto tocar el piano, pero le falta liderazgo,
supongo que los compañeros de clase le recordarán su aspecto a cada momento.
Este invierno ha estado enferma, ha faltado muchos días a clase, la he cuidado
con todo mi cariño, ya es toda una experta en música clásica y en óperas, le
gusta La Traviata, que era la que te gustaba a ti, y La
Flauta Mágica que es la que más veces escucha.
Mi padre murió el año pasado, ¿le has
visto?, eso espero. Siempre te dije que no creía en la vida después de la
muerte, pero ahora no me queda otra si quiero levantarme por la mañana con
ganas de sobrevivir.
La adaptación a este pueblo no me ha costado
nada, de hecho, me gusta Calasparra, la única pega es que dirijo la empresa a
golpe de teléfono, y cada viernes me reúno con Paco para tomar decisiones y
firmar documentos.
Se me hace difícil la idea de que Violeta haya
cumplido seis años y que tenga más edad que su hermana mayor, porque no sé si
Susana sigue siendo una niña de dos años y medio, o crece, me desconcierta
mucho pensar que mi criatura está creciendo sin que yo pueda verlo.
No hay noche en la que no sucumba al sueño
recordando aquella tarde de verano en la playa de El Portús y en la que nos
dimos nuestro primer beso. Patricia, ¡te echo tanto de menos…!, Si pudieras
decirme que estás bien… Te juro que dejaría de beber si supiera que la vida
tiene un sentido. Si no te manifiestas seguiré bebiendo, tal vez así consiga
reunirme contigo un poco antes, allá, dondequiera que estuvieses. Bien sabe
Dios que si sigo viviendo es por nuestra pequeña, de la que cada vez estoy más
orgulloso.
Hasta el año que viene, si no antes. Te
quiere, tu querido amor y compañero de vida hasta el final de su existencia.
Tu Andrés.
Habíamos
terminado de cenar, la complicidad que nos ofrecía la tenue luz y la calidez
del fuego de la chimenea, me impulsaron a conversar con mi padre sobre algunos pasajes
de toda esa recopilación de cartas que escapaban a mi comprensión. La
curiosidad, finalmente, subyugó a la vergüenza que, a priori, podía albergar sobre
el contenido de las mismas y fui al grano respecto a lo que narraba el texto
más antiguo, que aludía a la primera semana de la tragedia y a unos actos
terribles acontecidos días más tarde.
—Papá, ¿qué
sucedió después del entierro?
—Yo no fui,
hija, no pude. Estuve unos días fuera.
—¿Y quién
estuvo conmigo? —inquirí.
—Tu tía
Laura, algunas veces en la casa de tus abuelos, y otras veces estabas con Laura
y la niñera en casa esperando a que yo viniese.
—¿Y qué
pasó en esos días que permaneciste desaparecido? —indagué sin rodeos.
—No quiero
recordarlo, Violeta, mejor que no.
Andrés VI
El sábado amaneció soleado y Andrés se levantó
temprano y decidió ultimar unos asuntos pendientes en una de sus tiendas. Aquel
día debía ser especial: Susana, se había ofrecido a citarse a solas con él.
Atravesaba la avenida Alfonso XIII, cerca de
las once de la mañana, en dirección a «Material de oficina Rosique» de la plaza
Juan XXIII, cuando se cruzó con Patricia y una niña que la acompañaba. Le costó
reconocer a su amiga sin el uniforme de la heladería; vestía con una camiseta
de tirantes y un pantalón negro corto luciendo unas piernas bronceadas.
Sostenía varías bolsas en una de sus manos.
—¿Adónde vas?
—Vengo de la lonja. Unos recados que me ha
mandado mi madre.
—¿Y esta muchacha tan guapa? —preguntó en
cuclillas.
—Es mi hermana Laura, tiene nueve años.
—Hola, Laura, me llamo Andrés, eres incluso
más guapa que tu hermana.
—¿Eres el novio de Patricia?
—No le hagas caso, venga, vámonos —dijo la
mayor.
—¡Qué más quisiera yo! —contestó él.
—Entonces me pido ser tu novia —reclamó la
niña esforzándose en liberar su mano de la de su hermana.
—¿Qué tal con tu amiga la morena? —preguntó
Patricia mientras dirigía la mirada al estridente tráfico de la avenida.
—Pues nada, bien.
—Es guapa.
—Como tú —dijo sin pretender resultar
diplomático.
—Bueno, pero te has fijado en ella —contestó
a la vez que agarraba con firmeza el antebrazo de su hermana—. ¡Laura!, tenemos
que irnos.
Andrés calló.
—Por cierto —dijo Patricia—, he comprado dos
óperas de Verdi: Aida y Rigoletto, cuando quieras te las dejo,
seguro que te gustan tanto como Turandot,
además, ambas tienen fragmentos famosos que habrás oído alguna vez. Mi tío
Pedro, ese del que te he hablado que es un fanático de la ópera, me ha dicho
que me deja La Bohème para que la
oiga, dice que es de las que te gustan desde la primera vez.
—Cuando tú quieras, a propósito, ¿las has
comprado en Carrots?
—Sí, ¿por?
—Por nada, pura intuición. Oye, tengo prisa.
—Yo también.
Ambos retomaron su rumbo en sentidos opuestos,
él se giró tras cruzar la avenida para comprobar cómo se marchaban las dos
hermanas con notable ligereza.
A primera hora de la tarde, Susana se acercó
a uno de los bloques de Urbincasa de la calle Almirante Baldasano y pulsó el
botón del interfono que indicaba el séptimo B.
—Soy Susana, te llamaba por si seguía en pie
lo de quedar esta noche.
—Sí, claro, sube.
—No creo que haga falta, es sólo para
concretar la hora —alegó Susana.
—Prefiero que subas y hablemos aquí.
Llegó a la última planta del edificio, al
abrir la puerta del ascensor le recibió la música de Turandot que, por enésima ocasión en aquella semana, retumbaba en
la casa.
—¡Qué horror! —exclamó Susana—, ¿es una
ópera?
—Pasa, no te quedes ahí —dijo Andrés tras
abrir la puerta y dirigirse de nuevo al salón para disminuir el volumen del
tocadiscos—, te he dicho que subieras porque en esta comunidad hay mucho
cotilla y no me gusta tener conversaciones por el Fonoporta.
—A ver si te vas a creer que a las cuatro de
la tarde y a cuarenta grados va a haber mucha gente pasando por la calle, y tú,
¿qué haces además de oír tanto grito en camiseta de tirantes?
—Pues leía La Colmena, de Cela; no está mal, aunque demasiados personajes.
—Menudo plan para un sábado de verano, mis
padres tienen una vida menos aburrida que tú.
—Estoy guardando fuerzas para esta noche
—dijo Andrés alzando con suavidad el mentón de Susana con sus dedos—, he
pensado que en vez de salir, yo te preparo una deliciosa cena y después nos
tomamos alguna copilla.
—¿No te parece que vas muy rápido? —preguntó
en tono adusto—. ¿O es que acaso quieres comerme a mí?
Andrés enmudeció.
—Que no… tonto, que es broma, aquí estaré a
la hora que tú me digas —dijo con gesto pícaro y besándole en un punto cercano
a la boca.
—A las diez, si te parece bien —musitó
paralizado.
—Me voy, que he quedado con mi prima Bego
para darme un baño. Esta noche nos vemos, ¡ciao!
Con una bolsa de playa colgada en el hombro
y un ligero atuendo blanco que translucía un bikini rojo se marchó cerrando la
puerta. Esperando a los ascensores guiñó un ojo y lanzó un sensual beso al aire
en dirección a la vivienda. «Estoy perdido» se dijo Andrés mientras continuaba
admirándola desde la mirilla.
A las diez en punto la cena estaba casi
lista, el centro del comedor era presidido por una elegante mesa con una
vajilla y cubiertos dispuestos cuidadosamente junto a una botella de vino
descorchada en medio; en la cocina, dos entrecots de ternera cocinándose a
fuego lento y una encimera que todavía no había tenido tiempo a adecentar; en
el frigorífico, para que no perdieran el frío, dos cócteles recién preparados.
Media hora después, el timbre anunciaba la
llegada de Susana. Él le ofreció nada más adentrarse en casa uno de los
cócteles que aguardaban en la nevera. Ella se lo bebió de un trago.
—Está bueno —juzgó con una sacudida de
cabeza.
—Y también fuerte, lleva ginebra además de
vermú —avisó mientras apreciaba la rojez producida por la exposición al sol en
la piel de su invitada.
—Vaya música tenías puesta esta tarde —dijo
sin prestar atención a las indicaciones del anfitrión sobre la graduación del
cóctel—, y ¡qué antigua!, ¿cómo te puede gustar algo así?
—Para mí es belleza, es como tú, un placer
para los sentidos.
Susana callaba y se mostraba altiva, cual
monarca arrogante al que le rinden pleitesía, cuando en las palabras de Andrés
descubría algún piropo.
—Pero hay una importante diferencia entre la
belleza de esta música y tu rostro —prosiguió—, sólo una seguirá siendo bella
dentro de cien años.
—Y ese piano, ¿sabes tocarlo? —preguntó
Susana.
—Claro, te lo dije anoche, ¿no lo recuerdas?
—No, la verdad es que no siempre me acuerdo
de lo que la gente dice, y menos de noche, que se dicen muchas tonterías. A
partir de ahora, en tu caso, haré una excepción —concluyó Susana rematando la
frase con una carcajada.
Andrés se sentó frente al piano para
realizar una breve demostración de su habilidad con el instrumento, levantó la
tapa del teclado, justo en el instante en que los dedos se posaban sobre las
teclas para dar comienzo la ejecución ella se aproximó, arrimándose a tal
punto que había dejado su escote a pocos centímetros de la cabeza del pianista.
—Tócame lo que quieras —murmuró remarcando
el doble sentido de sus palabras.
Se centró en el teclado interpretando una
pieza que había compuesto recientemente, percatándose de inmediato que fue
Patricia quién le inspiró aquella melodía cuando ella le confesó de la
fascinación que podía causar a una dama si le dedicaba una bella canción. Este
pensamiento, coincidiendo con el olor de la carne que advertía que ya había
alcanzado su punto, le hizo interrumpir la música súbitamente levantándose
presto hacia la cocina.
Sirvió los dos filetes en sendos platos que
situó sobre la mesa, llenó las copas de vino con cierto protocolo y se sentó
una vez Susana se ubicó en su sitio. Cenaron casi en silencio, sólo
interrumpido por el leve sonido de los cubiertos sobre los platos y algún
comentario sucinto sobre el menú.
—Dime la verdad, lo que has tocado en el
piano, ¿en serio es tuyo?
—Sí, Susana, casi todo lo que toco son
piezas que he compuesto, pero por una razón: porque son más fáciles para mí.
Como son mías no me cuesta nada tener que aprenderlas, y si me equivoco nadie
lo notará, ¿comprendes?
El chiste fue excesivamente sutil para los
reflejos intelectuales de Susana que no dio ninguna señal de haberlo entendido,
masticaba con lentitud, esforzándose en mantener abiertos los párpados.
—Será mejor que nos vayamos al salón
—sugirió Andrés al comprobar que la insolación, el cóctel y el vino comenzaban
a pasar factura en el rostro de su invitada.
Susana se acomodó junto a uno de los brazos
del sofá, Andrés prometió sentarse con ella una vez trajese los cafés. Cuando
regresó con la bandeja ella ya había sucumbido al sueño, repantigada con las
dos piernas extendidas en diagonal ocupando todo asiento. Él la observó con
detenimiento, embelesado con la silueta que le confería aquel vestido ceñido
hasta las rodillas de color rojo, como el carmín de sus labios, y del porte
exquisito que no abandonaba ni adormilada. La reclinó en el sofá tentado en
acariciarla, pero prefirió esperar.
Es difícil comprender qué le pudo haber
pasado por la cabeza a Andrés, pero de repente arrancó la hoja de un cuaderno y
en la mesa, frente al sofá, dejó escrito lo siguiente:
NO
ME ESPERES CUANDO DESPIERTES,
HE
SALIDO A BUSCAR A LA PERSONA QUE QUIERO
Cogió las llaves de su domicilio, cerró la
puerta con delicadeza y marchó corriendo en dirección a la heladería. Una vez
allí, se encontró en la terraza con Óscar, afanado en exceso, junto con una
camarera que únicamente trabajaba en el turno de mañana. No les hizo pregunta
alguna; accedió al local, en el otro lado del mostrador despachaba doña Carmen
a un grupo de niños que formaban una hilera bien ordenada.
—Buenas noches, doña Carmen, perdone, ¿es que
no está Patricia?
—No. Ha venido esta mañana y me ha dicho que
deja de trabajar, venía junto a su hermana con lágrimas en los ojos. Algo grave
le había sucedido, aunque sé que me ha mentido diciendo que era porque tenía
que prepararse las asignaturas de septiembre, ¡cómo si no la conociera en este
mes y medio que lleva trabajando!, y ¡fíjate qué faena tenemos esta noche!, le
he dicho a la Paqui que trabaje la
jornada completa hasta que encontremos sustitución para el turno de tarde,
fíjate tú, la Paqui, con tres críos
que tiene…
—Vale, vale —zanjó Andrés percibiendo los
ambages de la jefa en su explicación ante la mirada ponzoñosa de los niños que
guardaban cola.
—¿De chocolate y fresa en un cucurucho
mediano? —preguntó la dueña dirigiéndose al primero de la fila.
—Otra cosa más, doña Carmen, y perdone de
nuevo, ¿me podría dar el teléfono de su casa? —imploró Andrés.
—No debería dártelo, pero como eres de
confianza…
Con el consiguiente resoplido de los
jóvenes, la mujer se movió hasta la caja registradora para sacar una libreta
que usaba a modo de listín telefónico.
—A ver, Emilio Pallarés, Emilio Frutos,
Emilio Domínguez… aquí tengo el teléfono de mi primo, su padre. Apunta joven:
cincuenta y uno, treinta y cuatro…
—Muchas gracias, es muy importante para mí
esta información; tenga, veinte duros, todos estos críos tienen su helado
gratis.
Dejó un billete de cien pesetas sobre el
mostrador y se despidió ante la mirada de gratitud de los clientes.
—El lunes nos vemos, doña Carmen, ¡adiós!
—Anda con Dios, hijo, espero que te portes
bien con la Patricia —dijo centrándose
en sus labores—, fíjate que sabía que entre vosotros había algo…
Eran más de las doce, muy tarde para
efectuar una llamada al teléfono del domicilio de Patricia. En ese momento, un
arranque de sensatez le surgió de improviso y cayó en el inapropiado mensaje
de la nota dejada en el salón.
—¡Hostias, Susana! —masculló corriendo hacia
su piso deseando que su invitada no se hubiese despertado.
Un hedor agrio le recibió al introducirse en
el ascensor, detectó tras echar la vista al suelo que procedía de un vómito
color tinto, como el vino servido en la cena. Irrumpió en su hogar que parecía
despejado aunque con el ambiente cargado de humo, advirtió un cenicero en el
salón con media docena de colillas, gritó el nombre de Susana dirigiéndose
hacia la cocina hasta que en la puerta del frigorífico se encontró escrito con
un pintalabios:
ERES
UN HIJO DE PERRA,
ME
LAS PAGARÁS
Andrés
pasó la noche en vela, restó relevancia a la amenaza creyendo que respondería
al sentimiento despechado de una persona vanidosa y arrogante acostumbrada a
triunfar con los hombres. Lo que nunca sabría en toda su vida son las nefastas
consecuencias que sufriría por ello. Su preocupación era en ese momento Patricia,
sin darse cuenta se había enamorado profundamente de la camarera de diecinueve
años que trasmitía más madurez que Susana, cinco años mayor que ella.
Aguardó impaciente a que llegase una hora
adecuada para llamar por teléfono. A las diez de la mañana marcó el número.
—¿Diga? —contestó una voz femenina.
—Buenos días, ¿Patricia?
—No, soy su madre, ¿quién es?
—Soy Andrés, un amigo —anunció con timidez.
—¡Ah, Andrés! —exclamó.
Él pensó que se confundía de persona y calló
desconcertado.
—El de la ópera —añadió la madre—, anda que
mi hija no habla de ti.
—Sí, el de la ópera —confirmó incrédulo por
su popularidad en aquella casa—, ¿está ella?
—Se fue hace media hora a la playa, vino a
por ella su prima Asunción, si quieres, le digo que la has llamado.
—Sí, por favor, dígale que me llame, tome
nota de mi número…
Creyó que Patricia y su prima se dirigirían
a Cala Cortina, la playa más cercana a la ciudad, no se atrevió a seguir
indagando a la madre para evitar un «a ti qué te importa» como contestación.
Se marchó hacia aquel lugar saturado de bañistas y no dio con ella. Enseguida
volvió a casa creyendo que podría sonar el teléfono.
Engullía con ansias un bocadillo, acompañado
de un botellín de cerveza, en el salón, haciendo tiempo, anhelando recibir la
llamada. Se acordó de una conversación que mantuvo con Patricia semanas atrás,
decía que de niña solía ir en bicicleta a la playa de El Portús con una prima
dos años mayor que ella.
—¡Asun! —exclamó triunfante—, ¡su prima de
Galifa!
De nuevo cogió el coche, condujo hacia El
Portús, una playa muy cercana al pueblo donde vivía la prima de Patricia. La
mañana soleada que el día había brindado fue cambiando con el paso de las horas
a una tarde ventosa con nubarrones que auguraban tormenta. No tardó mucho en
comenzar a llover, lo cual ralentizó la marcha de su vehículo. «Si está
lloviendo allí no habrá nadie», se decía. Aún con este pensamiento persistió en
llegar a su destino. En el camino se cruzó con una larga hilera de automóviles,
bañistas que vendrían de vuelta a casa tras truncarse el día de playa por el
mal tiempo.
Ya había cesado el aguacero cuando dejó su
vehículo en la explanada que servía de aparcamiento. El lugar estaba solitario,
con la única compañía de una desvencijada bicicleta junto a un poste de
hormigón. Se encaminó hacia la desértica cala de piedrecillas finas. Las nubes
habían dado paso a un sol resplandeciente que pretendía esconderse tras la
Sierra de la Muela. El viento amainó, escuchándose únicamente el sonido de las
olas rompiendo en la arena.
Distinguió, en el otro extremo de la playa,
a una mujer que caminaba sobre la orilla en la dirección donde Andrés se
encontraba; lucía un largo vestido blanco que ondeaba al viento al igual que su
cabello, con una mano elevaba parte del atuendo, aunque no dedicaba demasiado
esfuerzo en preservarlo de la humedad; en la otra, unas sandalias. Fascinado
por aquella imagen se fue aproximando hasta descubrir que se trataba de
Patricia que paseaba con su pensamiento lejos de allí. El sol en la cara
impidió que ella advirtiera la silueta de Andrés que se acercaba corriendo
hacia su posición. A pocos metros para encontrarse, él aminoró la carrera y fue
entonces cuando ella le reconoció no pudiendo disimular su alegría.
No dijeron palabra alguna, únicamente se
besaron en los labios.
Una gran ola les batió inundándoles hasta
las rodillas descendiendo en aquel instante del fugaz paraíso en el que se
hallaron insospechadamente. Se apartaron todavía abrazados de la orilla. Una
vez recuperado el aliento, Andrés mostró su asombro de cómo, llevando ese
vestido, pudo desplazarse con aquella bicicleta desde Galifa, a dos kilómetros
de la playa. Ella le preguntó que cómo supo que estaba allí.
—Por intuición —contestó.
—¿Desde cuándo te gusto, si puede saberse?
—preguntó Patricia mirándole a los ojos y secándole las cejas con sus dedos.
—Creo que me gustaste el día que escribiste
en la servilleta el nombre de la ópera que había estado buscando desde hacía
tiempo, ¿y tú?
—Desde el día que te conocí, el mismo que
empecé en la heladería; me equivocaba mucho, no sabía dónde estaban las cosas,
algunos clientes me gruñeron y me dijeron que no valía para trabajar ahí.
Incluso contigo actué de manera lamentable, me pediste un whisky y al cuarto de hora te traje otra cosa, pero tú no dijiste
nada, simplemente me sonreíste.
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