MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 8
7
Teresa
regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en
Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa,
concretamente, miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía
siempre sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un
plan, logrando que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desaprobación:
él me cedería su dormitorio, y ellos dormirían en cada una de las camas de mi
cuarto, mi padre en la mía —especificó en ello con insistencia—; y Teresa, en
la que solía acostarse mi tía Laura.
La mujer procuró
ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí ver en ella
otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas. Me dijo que
el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba en
una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra
para que jugase con Yako.
Esa misma noche mi tía me llamó por teléfono
para anunciarnos que vendría con su madre a pasar el fin de semana con nosotros,
por primera vez desde que murió mi abuelo Emilio. No disponíamos de camas
suficientes, pero Laura indicó sin reparos que se avendría a dormir en el sofá
del salón.
La mañana
del viernes amaneció calurosa y azul, las cigarras en su esplendor ensordecían
el aire ardiente, Teresa se marchó hacia la fábrica prometiendo a mi padre que
pronto regresaría. Ella partiría a Cartagena —decía— después de comer, porque
mi padre insistía en que necesitábamos salir pronto para realizar las compras
de abastecimiento para el sábado y el domingo.
Se podía apreciar a mi padre soliviantado
aquella tarde, deseaba evitar a toda costa que Teresa y Laura coincidiesen.
—Parece que
me echas de casa —cuchicheaba Teresa.
—No, es que
tenemos que comprar, y cuando llegue mi suegra será un lío.
—Pero si
son las cuatro, y con este calor, no va a haber nada abierto.
—La tienda donde
solemos ir abre a la hora que vayamos.
—Andrés, le
he dicho a tu hija que el lunes traigo a mi perrita Cuqui.
—Muy bien,
Teresa, te abro la verja.
Ella
introdujo una gran bolsa de viaje en el maletero de su utilitario. Al franquear
el umbral de la puerta enrejada con su vehículo se detuvo junto a mi padre, él
le cogió de la mano izquierda que agarraba el volante y la acarició durante segundos,
como yo estaba presente no hicieron nada más. Con el rostro todavía enardecido
mi padre se dispuso a entornar la verja, molesto porque Yako y yo no nos apartábamos obstaculizando el cierre.
—Hija, no
le digas a la tita y a la abuela que ha estado nuestra amiga Teresa en casa. No
lo comprenderían.
—Ya me lo
dijiste anoche cuando sonó el teléfono y sabíamos que era la tita quien
llamaba.
Deseaba
preguntarle el porqué de tanto secreto, aunque lo sospechaba. Acto seguido escuchamos
que el vehículo de Teresa se detuvo a unos cincuenta metros, justamente se
cruzaba por el angosto carril con el Mercedes que mi padre había heredado de mi
abuelo Pepe y que a la postre conducía mi tía. El impacto del tiempo se apreciaba
notablemente en este automóvil en relación al nuestro, cuyo uso era
prácticamente inexistente.
Les
ayudamos a sacar el equipaje del coche, junto al resto de bolsas del Hipermercado
Continente Cartagena, rebosantes de compras y fiambreras con comida. Mi abuela
pese a su falta de lucidez acertó a llegar hasta la cocina, vestida de negro y
apoyada de un bastón se sentó en la silla más cercana a la ventana.
—¡Ay,
Señor!, ¡hace una calor que pa’qué!
Mi tía
fulminó con la mirada a mi padre que contemplaba callado, y un tanto
atemorizado, el elevado número de bolsas esparcidas por todo el suelo de la cocina;
sin saludarlo se dirigió a mí para darme dos besos protocolarios y faltos de
cariño. Me pareció raro dado el tiempo que llevaba sin vernos; molesta conmigo
por haber encubierto las visitas de Teresa a nuestra casa o, simplemente, de mi
falta de complicidad con ella.
—Tenía
intención de ir a la tienda de Maruja a comprar, pero estoy viendo todas las
cosas que habéis traído y yo ya no sé… —dijo mi padre para romper el incómodo
silencio.
—Andrés —interrumpió
Laura con sonrisa fingida—. ¿Podría hablar contigo un momentito?
Mi padre
salió hacia el jardín y se dirigió al punto más lejano a la cocina, mi tía le
seguía detrás, con paso lento, los brazos cruzados y su vista clavada en el
suelo.
—¿Quién es
esa rubia cuarentona que salía de aquí?, ¿es la misma que escuchaba anoche
reírse cuando hablé con Violeta y que tu hija negó?
—Es una
amiga de la infancia que ha venido a hacer unas cosas por aquí, y luego nos ha
hecho una visita —contestó descubriéndome tras una de las cortinas del salón—.
¡Violeta, ponte a hacer algo de provecho que esta conversación es de mayores!
Por
supuesto que no me fui a hacer otra cosa, pretendí continuar «la escucha» en
otra de las estancias de mi casa que pudiera ofrecerme buena audición e
invisibilidad, elegí mi dormitorio cuya ventana abierta, además de un
deslumbrante sol, posibilitaba que llegase el sonido de lo que abajo, en el
jardín, sucedía. Los cuchicheos eran ininteligibles aunque pude descifrar en
los reproches de mi tía cierta alusión al afeitado reciente de mi padre y algo
parecido a que no había sido paciente con ella. Después de un silencio oí una
bofetada, o eso creí, con miedo a ser descubierta me asomé con mucha cautela tras
escuchar el guantazo y vislumbré a mi padre con una mano en la mejilla
siguiendo el paso de mi tía que corría llorando en dirección a casa.
Aquel comienzo
de fin de semana fue de luto, ni siquiera la música sonaba con la alegría de
otras ocasiones. El silencio entre los cuatro era palpable, mi abuela
permanecía ausente y sólo rompía su mutismo en disparatadas conversaciones
frente al espejo o el televisor. Yo me sentía tremendamente culpable con mi tía
por haberme confabulado con mi padre en sus sombrías intenciones que, por aquel
entonces, yo no alcanzaba a comprender por completo. Mi padre parecía derrotado,
menos aún que Laura, cuyo semblante, conforme transcurrían las horas iba
cambiando de encrespado a afligido. Ambos no se dirigieron la palabra salvo en
la mesa con frases del estilo a: «pásame el pan».
Todo cambió
el domingo, como si quisieran pactar una tregua mi padre y mi tía salieron de
paseo al alborear. Aunque los ronquidos de mi abuela me despertaron muy
temprano no me permitieron acompañarles. Hacía mucho calor cuando llegaron a
eso de las once, caminaban lentamente y sonreían, incluso parecía que se
gastaban bromas el uno al otro agarrándose del hombro o de la cintura. Ya de cerca,
donde las expresiones delatan las más profundas emociones, aprecié en sus
miradas una miscelánea de melancolía y un forzado estoicismo. Nunca he sabido
cuáles fueron los mensajes de disculpa o reproche que pudieron haberse lanzado
en aquella ronda matutina, pero fue un punto de inflexión en nuestras vidas.
Aquella mujer llamada Laura Domínguez Tortosa había sido, hasta entonces, lo
más parecido a una figura materna. Las cosas nunca volvieron a ser iguales.
Como una
premonición a lo que iba a acontecer aquella jornada, la mañana del día
siguiente amaneció con el cielo encapotado, cuya fecha denominé con el tiempo
como «el lunes de las despedidas». Mi tía y mi abuela se marcharon temprano a
Cartagena, de repente, Laura debía acudir a unos cursos de prácticas en Los
Hermanos Maristas La Sagrada Familia, centro escolar del que después fue profesora
(por el volumen de sus equipajes estoy convencida de que la intención, a
priori, era permanecer más días que los propios de aquel fin de semana). Mi padre,
ajeno a la despedida, trozaba las ramas sobrantes de un chopo cortado días
antes. Partir troncos era para él un ejercicio de meditación y gimnasia, pero
aquel día, que presagiaba lluvia, procuraba restaurar la guarida de Yako a base de madera troceada cubierta
por una lona de plástico. Nunca he sabido muy bien por qué mi padre siempre
decía que jamás nos faltaría leña por cortar.
A las doce
se plantó Teresa en la puerta de nuestra casa ataviada de un vestido
inapropiado para visitar una finca o una fábrica, llevaba consigo a Cuqui, una
perra pequeña en tamaño aunque no en edad, el animal lucía, a pesar del
bochorno canicular, un atuendo conjuntado con su propio collar y el bolso de su
dueña. De ojos saltones y actitud repelente intentó morderme en cuanto quise
acariciarla, ya no me arrimé más a la perrita mostrando total desprecio hacia
la mascota cuando Teresa la dejó en el suelo.
Desconozco la
raza, podría ser caniche, pequinés o chihuahua, aunque recuerdo su pelo marrón
oscuro y su diminuto volumen. Yako,
en alerta por los agudos ladridos de la pequeña criatura que pretendía
atemorizarme merodeando mis sandalias, se arrojó sobre Cuqui tras una fulminante galopada. Sujetando entre sus fauces al
malogrado animal, lo llevó al otro lado del jardín donde lo zarandeó durante
interminables segundos. Mi padre corrió tras él e intentó vanamente separar las
quijadas del más grande de los canes con sus propias manos, con celeridad buscó
otra solución encontrando el hacha no muy lejos de aquella nube polvorienta. Un
hachazo certero entre el lomo y la pata izquierda hizo separar los colmillos de
mi perro como acto reflejo, consiguiendo con ello apartar de entre los dientes
a la moribunda mascota que ya había cesado de emitir aullidos.
La perra se
había convertido en gelatina de sangre inerte sobre el suelo. Yako se desangraba como consecuencia de
la agresión, brotándole por la pata un manantial rojizo que lo mantenía inmóvil.
Mi padre, con las manos ensangrentadas (en parte, suya, ya que fue mordido por
nuestro perro al intentar arrebatar a Cuqui
de sus fauces) acudió hacia Yako
agarrando de nuevo el hacha. Teresa y yo continuábamos temblando y gritando,
con el horror en nuestros rostros por haber presenciado aquella espantosa
escena.
—¡Mi Cuqui! —gritó Teresa—. ¡Ha matado a mi
perrita que me regalo mi ex hace diez años!
—¿No se
mueve? —preguntó mi padre, sabiendo la respuesta, mientras dirigía hacia Yako su peor cara.
—No. La ha matado ese lobo vuestro —dijo,
hipando, retirándose las lágrimas de sus mejillas con el puño.
Mi padre
agarró la correa de nuestro perro con una mano, usando las rodillas sobre el
cuerpo tendido de Yako, procurando paralizar
cualquier movimiento, levantó el hacha con la mano derecha pretendiendo asestar
un hachazo en el cuello que le segara la vida al animal.
—¡No lo
hagas, papá! —grité mientras corría para interponerme entre mi padre y mi
perro.
—Mátalo, es
una bestia, podría hacer lo mismo con tu hija, es un peligro tener un animal
salvaje como este en casa. Mátalo, Andrés —dijo Teresa, que, manchada de sangre
y odio, había perdido toda distinción.
—¡Papi, no
lo mates!, ¡no mates a mi perrito!, ¡no lo mates, por favor! —grité agarrando
inútilmente con todas mis fuerzas el brazo de mi padre que se mantenía en alto
sosteniendo el hacha, añadiendo—: ¡Yako,
huye!
—Si no
acabas con ese perro, te juro que no vuelvo —anunció aquella dama convertida, ahora, en bruja.
Mi padre
miró a Teresa y luego a mí que, gimoteando, suplicaba misericordia para Yako. Se desprendió del hacha y cogió a
nuestro can en brazos.
—Violeta,
busca una caja y una toalla, vamos a llevarlo a un veterinario.
Ya había
anochecido cuando íbamos de vuelta a casa por la avenida Juan Ramón Jiménez,
las farolas iluminaban intermitentemente a Yako,
ambos estábamos en el asiento trasero, en silencio me miraba con ojos cansados
y creo que agradecidos. Lastimado y con medio cuerpo vendado apenas se movía
dentro de la caja de cartón de un vídeo Panasonic adquirido años atrás para
poder ver óperas en formato VHS. Pensé que la afición de mi padre de almacenar
hasta los embalajes de un electrodoméstico se justificaba en situaciones como
aquélla. Giramos por la calle del Teniente Flomesta, una de las entradas a
Calasparra, para enseguida torcer hacia la calle Ordóñez, la cual desembocaba hacia
la estrecha carretera que subía al santuario. Sabía que mi perro no era un
asesino, que me defendió de aquel diminuto intruso de ojos saltones que atendía
al nombre de Cuqui. Yo salvé a Yako de una muerte casi segura, pero a
él le debía mi alegría y las ganas de levantarme cada mañana. Mi padre, aunque
conducía lentamente, iba enfurecido, no paraba de repetirse que el perro era un
peligro y que lo iba a enseñar a hostias. Cuando alcanzamos al camino de
gravilla que concluye en nuestra casa distinguimos un Ford plateado en la
puerta junto a la verja, era el automóvil de Paco.
Se
encontraba solo, con un halo de humo sobre él, exhalaba las bocanadas con
ímpetu, al vernos no mostró su afable sonrisa como en otras ocasiones. Vestía
de negro, según nos aproximábamos a su coche más evitaba coincidir su mirada
con la nuestra, cuando mi padre detuvo el vehículo para saludarlo y abrir la
verja, él devolvió el saludo apagando el cigarrillo con un pisotón que denotaba
rabia. Mi padre me ordenó que introdujera algún viejo cojín en la caja que
servía de nido a Yako y que cuidara
de él toda la noche. Alegando que yo no podría transportar tanto peso esperé a
que él lo hiciera. Mientras sujetaba la caja y lo posaba suavemente junto al
sofá conversaba con su viejo amigo.
—¿Llevas
mucho tiempo esperando, Paco?
—Cinco
pitillos.
—¿Y por qué
no has llamado avisándome de que venías?
—Llamé,
pero no lo cogisteis. Vine de todos modos.
—Dime, ¿hay
algún problema con la empresa?
Paco
asintió gravemente, con la ira reflejada en sus ojos.
—A ver,
¿qué pasa? —preguntó mi padre preocupado.
—Hoy he
estado leyendo el contrato que firmaste con el hijo de la gran putísima de
Ernesto Rivas; en él aparece que se mantuviera el sueldo y el cargo, pero los
cometidos podrían cambiar según la evolución de la empresa.
—Sí, eso es
cierto, tú estabas presente cuando rectificamos el contrato —explicó mi padre—,
¿qué problema hay?
—Pues el
problema es que quieren deshacerse de mí, me dicen que como han tenido que
suprimir a la empleada de la limpieza debo ser yo, por falta de personal, quien
deba asumir esos cometidos. O sea, Andrés, que me han dicho que barra y friegue
el suelo de los comercios delante de todos los subalternos que, por mi
competencia y lealtad, tenía cuando vendiste la empresa.
Entendí a
partir de aquel instante, que mi padre había vendido en marzo la empresa a
aquellas aves de rapiña que nos visitaron el mismo viernes que a mi abuelo
Emilio le dio el infarto.
—Incluso me
han dicho que puedo seguir viniendo en traje —añadió Paco—. Eso me lo dijo
Jaime, el hermanísimo. ¿Por qué vendiste la empresa, querido amigo, por qué?
—Lo lamento
mucho, Paco, simplemente quise sobrevivir a una situación delicada para todos.
Pensé que era lo mejor para mí y para la subsistencia del personal que la
empresa fuera vendida.
—A ti,
además de lo que te llevaste, te quedan los arrendamientos de esas tiendas y de
las otras propiedades que tu padre dejó, pero yo me he quedado humillado. Han
menospreciado mi talento con la intención de que me vaya a otro sitio y, así,
liberar la cláusula del contrato que mantiene mi sueldo.
—Lo siento,
intentaré hablar con los Rivas. Mañana los llamo.
—No, no
tienes que hablar con nadie, Andrés. Yo me iré, y todas las personas de la
empresa que fueron leales a ti se marcharán también. Quería trasladarte en mi
nombre, y en el de todos, que nos has vendido. Ahora duerme si es que tienes
algo de conciencia.
Paco se
marchó de casa dando un portazo que enfatizó la reverberación de sus últimas
palabras. Mi padre ni siquiera salió a abrirle la verja en aquella noche de
maravillosas estrellas que titilaban en la ennegrecida bóveda. Aquel lunes
oscuro desaparecieron de nuestra cotidianeidad tres personas: mi abuela, Teresa
y Paco, que hasta hoy no han vuelto a pisar esta casa fría en la que, ahora,
recapitulo mi vida. Sólo Laura ha venido después de mucho tiempo (muy cambiada,
por cierto). Aquel día se gestó el preludio de nuestra verdadera soledad.
Andrés III
Andrés
se convirtió en un joven retraído e inseguro tras aquel fracaso sobre el escenario.
Por un lado, se obsesionó por el deporte; aunque, su renovada amistad con José
Blázquez (y la comitiva que solía acompañarle en sus juergas nocturnas) propiciaron
que adquiriese hábitos poco saludables. Conductas que se incrementaron cuando
se independizó. Adquirió una vivienda en el séptimo piso de uno de los bloques
de Urbincasa, en la calle Almirante Baldasano, cercana a la casa de su padre,
dejando el piano como única pertenencia en su anterior residencia.
Sus perpetuas resacas le hacían reflexionar
de manera frecuente sobre su existencia, atrapándolo en un estado de sempiterna
nostalgia. Fue en agosto de 1975 cuando ocurrió: escuchó el aria de Nesun dorma de la ópera Turandot que provenía de un balcón
cercano.
Sería el decaimiento producido por estar
varios días sin descanso, o la tristeza que irradiaba aquella última tarde de
agosto con las calles vacías de gente que apuraba sus vacaciones en otros
lugares, o tal vez una lejana evocación de su madre, o el recuerdo de su
solitario padre con el que apenas conversaba fuera del trabajo, o todo junto,
que la melodía exaltó los más profundos sentimientos que jamás había sentido
por unas notas musicales.
No había anochecido del todo cuando Andrés
salió a dar un paseo con aquel canto todavía en la cabeza que le turbaba
frenéticamente a cada momento. Llegó una heladería cercana a casa cuyo nombre
era La Jijonenca, había salido sin compañía, quería reflexionar, meditar sobre
las nefastas salidas nocturnas. Como cualquier otro domingo de agosto el local
estaba repleto de clientes, bebía un whisky
con hielo y tarareaba la melodía que, horas atrás, había deleitado sus sentidos.
No había finiquitado la copa cuando aparecieron dos atractivas jóvenes. Una de
las dos era de cabello moreno largo y liso, el verano le había tostado la piel
de un bellísimo color café con leche, lucía un sencillo vestido rojo de tirantes
y dos pendientes blancos con forma de perlas adornaban sus perfectas facciones.
Se sentaron a dos mesas de Andrés, con varios clientes de por medio, lo que no
supuso obstáculo para su visión, liquidó la consumición de un trago e hizo un
gesto al camarero solicitando otra.
Lo que allí ocurrió después podría
considerarse como poco relevante, como lo que sucede en tantas terrazas en una
noche de verano. Pero ella, preguntándose qué haría un tipo joven tomando una
copa solo en una heladería, o por simple casualidad, clavó sus ojos en él, que
al coincidir su mirada con aquella expresión iluminada, los bajó de inmediato y
volvió a levantarlos al instante en dirección a la chica que ya se había
centrado en remover y sorber su granizado con elegancia. La joven morena
volvió a mirar instantes después a Andrés sosteniendo la vista el tiempo justo
como para hacerle entender de que era consciente de la fijación que él había mostrado
hacia ella; aquella sirena le hizo un guiño cómplice y junto a su acompañante
desapareció en dirección a la avenida Reina Victoria atravesando las Casas de
Peralta. Justo en aquel instante le sobrevino la melodía escuchada horas atrás
de la que sólo intuía que correspondería a un fragmento de ópera. No conocía ni
la obra, ni el autor, de la misma manera que tampoco sabía nada de la muchacha;
aquel día había sido especial por aquellas dos exaltaciones de la belleza sin
parangón. Entrambas, la melodía primero, y la joven después, tenían un origen
desconocido y una localización imposible para él.
Durante un tiempo intentó sintonizar algún
programa de radio donde se reprodujesen de nuevo aquellas notas que conservaba
en su memoria, y siempre, sin faltar noche alguna, acudía a la misma heladería
con el propósito de coincidir con la mujer que conoció aquel último domingo de
agosto. En ninguno de los casos tuvo éxito inmediato.
Pasaron los meses y poco a poco fue cogiendo
confianza con Óscar, el único empleado de la heladería en la temporada de
invierno, y con doña Carmen, la propietaria, que regentaba el local tras la
registradora. Con los clientes habituales charlaba sobre el principal tema de
la época: la muerte de Franco y los importantes cambios políticos, lo que
proporcionaba largas e intensas tertulias. No en vano, la principal razón por
la que comparecía con frecuencia en la heladería, mañana, tarde y noche, no
era otra que la de volver a coincidir con la misteriosa fémina del verano anterior.
La temporada alta daba comienzo en junio y
una joven llamada Patricia comenzó a trabajar en el turno de tarde. La
empleada, de cabello rubio, era una estudiante de historia del arte que aprovechaba
los meses estivales para obtener algún ingreso y poder sufragar parte de los
estudios. A los pocos días, la jovial Patricia, ya había entablado amistad con
Andrés.
—No está bien que una chica tan joven fume —le
dijo Andrés a Patricia e uno de sus descansos—, ¿no te dicen nada en casa?
—Tengo diecinueve —reveló mientras exhalaba
una bocanada de humo—, mi padre dice que las mujeres que fuman son de vida
alegre, ya sabes, pero en mi clase fumamos casi todas. Lo raro es ver a un
hombre que no fume —dijo con sus ojos hacia el cenicero vacío.
—Pues no fumo —contestó—, porque ¿sabes que
fumar provoca cáncer, no?
—Sí, eso he leído en algún sitio, pero yo no
quiero vivir muchos años, con llegar a cumplir sesenta me conformo. Si
conocieras a mi padre… lleva fumando, según dice, desde crío, y tiene medio
siglo. Y no ha ido al médico en la vida.
—Patricia no seas tonta y fuma menos, lo de
tu padre es la típica excepción a la que nos aferramos para justificar nuestros
excesos.
—Pues lo mismo deberías hacer tú con el
alcohol que bebes.
—Eso
es lo que hago, como verás tomo una por la tarde y otra por la noche.
—Y las que te tomarás en lugares. Además, whisky solo, bebida de viejos.
—Oye, niña, que lo que te digo de fumar lo
hago por tu bien. Seguro que a tu novio no le gusta que apestes a tabaco.
—No tengo novio ni falta que me hace, hasta
que no termine mis estudios no puedo permitirme estar tonteando con nadie.
Dos personas se acercaron a la heladería,
Patricia apuró la última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero que nunca
usaba Andrés.
Una
noche de finales de junio, Andrés y Patricia comenzaron a hablar de música, la
terraza estaba vacía, horas antes, una tormenta dejó el aire frío y húmedo
aniquilando a casi toda la clientela. Él le habló de su pasado musical, de los
ensayos de su grupo y de su corta trayectoria como cantautor. Ella le confesó que
gracias a un tío suyo conocía la música clásica.
—Oye, ¿y si yo te tararease una melodía que
me suena a una ópera o zarzuela, sabrías decirme de quién es?
—Prueba, aunque esos géneros no son mis
preferidos que digamos; alguna ópera tengo en casa, de las que mi padre escucha
por un tío mío solterón que es muy aficionado a todo lo antiguo.
Él tarareó, con más o menos pudor, la
melodía que tanto le había conmovido el verano anterior, con bastante éxito a
pesar del tiempo transcurrido porque Patricia la identificó en el acto.
—¡Ah sí, Turandot!
—exclamó—, el fragmento no recuerdo cómo se llama.
—¿Y quién es el autor?
—No me puedo creer que alguien tan culto no conozca
a Puccini y no haya escuchado ópera de este compositor, ¿te sonará Verdi, al
menos?
—Sí, de Verdi ya conozco algo más —mintió Andrés,
y acertando casi por casualidad añadió—: un italiano, el de Aida.
—Y el de La
Traviata también, la única ópera que puedo aguantar hasta el final.
—Anda, guapetona, apúntame el título que me
has dicho en un papel y el nombre del Puccini ese.
Patricia asintió, cogió el bolígrafo que
colgaba desde el bolsillo delantero de la camisa del uniforme y en un
servilleta de papel apuntó:
Turandot
Giacomo Puccini
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