MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 8



7

   Teresa regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa, concretamente, miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía siempre sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un plan, logrando que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desapro­bación: él me cedería su dormitorio, y ellos dormirían en cada una de las camas de mi cuarto, mi padre en la mía —especificó en ello con insistencia—; y Teresa, en la que solía acostarse mi tía Laura.
   La mujer procuró ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí ver en ella otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas. Me dijo que el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba en una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra para que jugase con Yako.
   Esa misma noche mi tía me llamó por teléfono para anunciarnos que vendría con su madre a pasar el fin de semana con nosotros, por primera vez desde que murió mi abuelo Emilio. No disponíamos de camas suficientes, pero Laura indicó sin reparos que se avendría a dormir en el sofá del salón.
   La mañana del viernes amaneció calurosa y azul, las cigarras en su esplendor ensordecían el aire ardiente, Teresa se marchó hacia la fábrica prometiendo a mi padre que pronto regresaría. Ella partiría a Cartagena —decía— después de comer, porque mi padre insistía en que necesitábamos salir pronto para realizar las compras de abastecimiento para el sábado y el domingo.
   Se podía apreciar a mi padre soliviantado aquella tarde, deseaba evitar a toda costa que Teresa y Laura coincidiesen.
   —Parece que me echas de casa —cuchicheaba Teresa.
   —No, es que tenemos que comprar, y cuando llegue mi suegra será un lío.
   —Pero si son las cuatro, y con este calor, no va a haber nada abierto.
   —La tienda donde solemos ir abre a la hora que vayamos.
   —Andrés, le he dicho a tu hija que el lunes traigo a mi perrita Cuqui.
   —Muy bien, Teresa, te abro la verja.
   Ella introdujo una gran bolsa de viaje en el maletero de su utilitario. Al franquear el umbral de la puerta enrejada con su vehículo se detuvo junto a mi padre, él le cogió de la mano izquierda que agarraba el volante y la acarició durante segundos, como yo estaba presente no hicieron nada más. Con el rostro todavía enardecido mi padre se dispuso a entornar la verja, molesto porque Yako y yo no nos apartábamos obstaculizando el cierre.
   —Hija, no le digas a la tita y a la abuela que ha estado nuestra amiga Teresa en casa. No lo comprenderían.
   —Ya me lo dijiste anoche cuando sonó el teléfono y sabíamos que era la tita quien llamaba.
   Deseaba preguntarle el porqué de tanto secreto, aunque lo sospechaba. Acto seguido escuchamos que el vehículo de Teresa se detuvo a unos cincuenta metros, justamente se cruzaba por el angosto carril con el Mercedes que mi padre había heredado de mi abuelo Pepe y que a la postre conducía mi tía. El impacto del tiempo se apreciaba notablemente en este automóvil en relación al nuestro, cuyo uso era prácticamente inexistente.
   Les ayudamos a sacar el equipaje del coche, junto al resto de bolsas del Hipermercado Continente Cartagena, rebosantes de compras y fiambreras con comida. Mi abuela pese a su falta de lucidez acertó a llegar hasta la cocina, vestida de negro y apoyada de un bastón se sentó en la silla más cercana a la ventana.
   —¡Ay, Señor!, ¡hace una calor que pa’qué!
   Mi tía fulminó con la mirada a mi padre que contemplaba callado, y un tanto atemorizado, el elevado número de bolsas esparcidas por todo el suelo de la cocina; sin saludarlo se dirigió a mí para darme dos besos protocolarios y faltos de cariño. Me pareció raro dado el tiempo que llevaba sin vernos; molesta conmigo por haber encubierto las visitas de Teresa a nuestra casa o, simplemente, de mi falta de complicidad con ella.
   —Tenía intención de ir a la tienda de Maruja a comprar, pero estoy viendo todas las cosas que habéis traído y yo ya no sé… —dijo mi padre para romper el incómodo silencio.
   —Andrés —interrumpió Laura con sonrisa fingida—. ¿Podría hablar contigo un momentito?
   Mi padre salió hacia el jardín y se dirigió al punto más lejano a la cocina, mi tía le seguía detrás, con paso lento, los brazos cruzados y su vista clavada en el suelo.
   —¿Quién es esa rubia cuarentona que salía de aquí?, ¿es la misma que escuchaba anoche reírse cuando hablé con Violeta y que tu hija negó?
   —Es una amiga de la infancia que ha venido a hacer unas cosas por aquí, y luego nos ha hecho una visita —contestó descubriéndome tras una de las cortinas del salón—. ¡Violeta, ponte a hacer algo de provecho que esta conversación es de mayores!
   Por supuesto que no me fui a hacer otra cosa, pretendí continuar «la escucha» en otra de las estancias de mi casa que pudiera ofrecerme buena audición e invisibilidad, elegí mi dormitorio cuya ventana abierta, además de un deslumbrante sol, posibilitaba que llegase el sonido de lo que abajo, en el jardín, sucedía. Los cuchicheos eran ininteligibles aunque pude descifrar en los reproches de mi tía cierta alusión al afeitado reciente de mi padre y algo parecido a que no había sido paciente con ella. Después de un silencio oí una bofetada, o eso creí, con miedo a ser descubierta me asomé con mucha cautela tras escuchar el guantazo y vislumbré a mi padre con una mano en la mejilla siguiendo el paso de mi tía que corría llorando en dirección a casa.
   Aquel comienzo de fin de semana fue de luto, ni siquiera la música sonaba con la alegría de otras ocasiones. El silencio entre los cuatro era palpable, mi abuela permanecía ausente y sólo rompía su mutismo en disparatadas conversaciones frente al espejo o el televisor. Yo me sentía tremendamente culpable con mi tía por haberme confabulado con mi padre en sus sombrías intenciones que, por aquel entonces, yo no alcanzaba a comprender por completo. Mi padre parecía derrotado, menos aún que Laura, cuyo semblante, conforme transcurrían las horas iba cambiando de encrespado a afligido. Ambos no se dirigieron la palabra salvo en la mesa con frases del estilo a: «pásame el pan».

   Todo cambió el domingo, como si quisieran pactar una tregua mi padre y mi tía salieron de paseo al alborear. Aunque los ronquidos de mi abuela me despertaron muy temprano no me permitieron acompañarles. Hacía mucho calor cuando llegaron a eso de las once, caminaban lentamente y sonreían, incluso parecía que se gastaban bromas el uno al otro agarrándose del hombro o de la cintura. Ya de cerca, donde las expresiones delatan las más profundas emociones, aprecié en sus miradas una miscelánea de melancolía y un forzado estoicismo. Nunca he sabido cuáles fueron los mensajes de disculpa o reproche que pudieron haberse lanzado en aquella ronda matutina, pero fue un punto de inflexión en nuestras vidas. Aquella mujer llamada Laura Domínguez Tortosa había sido, hasta entonces, lo más parecido a una figura materna. Las cosas nunca volvieron a ser iguales.

   Como una premonición a lo que iba a acontecer aquella jornada, la mañana del día siguiente amaneció con el cielo encapotado, cuya fecha denominé con el tiempo como «el lunes de las despedidas». Mi tía y mi abuela se marcharon temprano a Cartagena, de repente, Laura debía acudir a unos cursos de prácticas en Los Hermanos Maristas La Sagrada Familia, centro escolar del que después fue profesora (por el volumen de sus equipajes estoy convencida de que la intención, a priori, era permanecer más días que los propios de aquel fin de semana). Mi padre, ajeno a la despedida, trozaba las ramas sobrantes de un chopo cortado días antes. Partir troncos era para él un ejercicio de meditación y gimnasia, pero aquel día, que presagiaba lluvia, procuraba restaurar la guarida de Yako a base de madera troceada cubierta por una lona de plástico. Nunca he sabido muy bien por qué mi padre siempre decía que jamás nos faltaría leña por cortar.
   A las doce se plantó Teresa en la puerta de nuestra casa ataviada de un vestido inapropiado para visitar una finca o una fábrica, llevaba consigo a Cuqui, una perra pequeña en tamaño aunque no en edad, el animal lucía, a pesar del bochorno canicular, un atuendo conjuntado con su propio collar y el bolso de su dueña. De ojos saltones y actitud repelente intentó morderme en cuanto quise acariciarla, ya no me arrimé más a la perrita mostrando total desprecio hacia la mascota cuando Teresa la dejó en el suelo.
   Desconozco la raza, podría ser caniche, pequinés o chihuahua, aunque recuerdo su pelo marrón oscuro y su diminuto volumen. Yako, en alerta por los agudos ladridos de la pequeña criatura que pretendía atemorizarme merodeando mis sandalias, se arrojó sobre Cuqui tras una fulminante galopada. Sujetando entre sus fauces al malogrado animal, lo llevó al otro lado del jardín donde lo zarandeó durante interminables segundos. Mi padre corrió tras él e intentó vanamente separar las quijadas del más grande de los canes con sus propias manos, con celeridad buscó otra solución encontrando el hacha no muy lejos de aquella nube polvorienta. Un hachazo certero entre el lomo y la pata izquierda hizo separar los colmillos de mi perro como acto reflejo, consiguiendo con ello apartar de entre los dientes a la moribunda mascota que ya había cesado de emitir aullidos.
   La perra se había convertido en gelatina de sangre inerte sobre el suelo. Yako se desangraba como consecuencia de la agresión, brotándole por la pata un manantial rojizo que lo mantenía inmóvil. Mi padre, con las manos ensangrentadas (en parte, suya, ya que fue mordido por nuestro perro al intentar arrebatar a Cuqui de sus fauces) acudió hacia Yako agarrando de nuevo el hacha. Teresa y yo continuábamos temblando y gritando, con el horror en nuestros rostros por haber presenciado aquella espantosa escena.
   —¡Mi Cuqui! —gritó Teresa—. ¡Ha matado a mi perrita que me regalo mi ex hace diez años!
   —¿No se mueve? —preguntó mi padre, sabiendo la respuesta, mientras dirigía hacia Yako su peor cara.
   —No. La ha matado ese lobo vuestro —dijo, hipando, retirándose las lágrimas de sus mejillas con el puño.
   Mi padre agarró la correa de nuestro perro con una mano, usando las rodillas sobre el cuerpo tendido de Yako, procurando paralizar cualquier movimiento, levantó el hacha con la mano derecha pretendiendo asestar un hachazo en el cuello que le segara la vida al animal.
   —¡No lo hagas, papá! —grité mientras corría para interponerme entre mi padre y mi perro.
   —Mátalo, es una bestia, podría hacer lo mismo con tu hija, es un peligro tener un animal salvaje como este en casa. Mátalo, Andrés —dijo Teresa, que, manchada de sangre y odio, había perdido toda distinción.
   —¡Papi, no lo mates!, ¡no mates a mi perrito!, ¡no lo mates, por favor! —grité agarrando inútilmente con todas mis fuerzas el brazo de mi padre que se mantenía en alto sosteniendo el hacha, añadiendo—: ¡Yako, huye!
   —Si no acabas con ese perro, te juro que no vuelvo —anunció aquella dama  convertida, ahora, en bruja.
   Mi padre miró a Teresa y luego a mí que, gimoteando, suplicaba misericordia para Yako. Se desprendió del hacha y cogió a nuestro can en brazos.
   —Violeta, busca una caja y una toalla, vamos a llevarlo a un veterinario.

   Ya había anochecido cuando íbamos de vuelta a casa por la avenida Juan Ramón Jiménez, las farolas iluminaban intermitentemente a Yako, ambos estábamos en el asiento trasero, en silencio me miraba con ojos cansados y creo que agradecidos. Lastimado y con medio cuerpo vendado apenas se movía dentro de la caja de cartón de un vídeo Panasonic adquirido años atrás para poder ver óperas en formato VHS. Pensé que la afición de mi padre de almacenar hasta los embalajes de un electrodoméstico se justificaba en situaciones como aquélla. Giramos por la calle del Teniente Flomesta, una de las entradas a Calasparra, para enseguida torcer hacia la calle Ordóñez, la cual desembocaba hacia la estrecha carretera que su­bía al santuario. Sabía que mi perro no era un asesino, que me defendió de aquel diminuto intruso de ojos saltones que atendía al nombre de Cuqui. Yo salvé a Yako de una muerte casi segura, pero a él le debía mi alegría y las ganas de levantarme cada mañana. Mi padre, aunque conducía lentamente, iba enfurecido, no paraba de repetirse que el perro era un peligro y que lo iba a enseñar a hostias. Cuando alcanzamos al camino de gravilla que concluye en nuestra casa distinguimos un Ford plateado en la puerta junto a la verja, era el automóvil de Paco.
   Se encontraba solo, con un halo de humo sobre él, exhalaba las bocanadas con ímpetu, al vernos no mostró su afable sonrisa como en otras ocasiones. Vestía de negro, según nos aproximábamos a su coche más evitaba coincidir su mirada con la nuestra, cuando mi padre detuvo el vehículo para saludarlo y abrir la verja, él devolvió el saludo apagando el cigarrillo con un pisotón que denotaba rabia. Mi padre me ordenó que introdujera algún viejo cojín en la caja que servía de nido a Yako y que cuidara de él toda la noche. Alegando que yo no podría transportar tanto peso esperé a que él lo hiciera. Mientras sujetaba la caja y lo posaba suavemente junto al sofá conversaba con su viejo amigo.
   —¿Llevas mucho tiempo esperando, Paco?
   —Cinco pitillos.
   —¿Y por qué no has llamado avisándome de que venías?
   —Llamé, pero no lo cogisteis. Vine de todos modos.
   —Dime, ¿hay algún problema con la empresa?
   Paco asintió gravemente, con la ira reflejada en sus ojos.
   —A ver, ¿qué pasa? —preguntó mi padre preocupado.
   —Hoy he estado leyendo el contrato que firmaste con el hijo de la gran putísima de Ernesto Rivas; en él aparece que se mantuviera el sueldo y el cargo, pero los cometidos podrían cambiar según la evolución de la empresa.
   —Sí, eso es cierto, tú estabas presente cuando rectificamos el contrato —explicó mi padre—, ¿qué problema hay?
   —Pues el problema es que quieren deshacerse de mí, me dicen que como han tenido que suprimir a la empleada de la limpieza debo ser yo, por falta de personal, quien deba asumir esos cometidos. O sea, Andrés, que me han dicho que barra y friegue el suelo de los comercios delante de todos los subalternos que, por mi competencia y lealtad, tenía cuando vendiste la empresa.
   Entendí a partir de aquel instante, que mi padre había vendido en marzo la empresa a aquellas aves de rapiña que nos visitaron el mismo viernes que a mi abuelo Emilio le dio el infarto.
   —Incluso me han dicho que puedo seguir viniendo en traje —añadió Paco—. Eso me lo dijo Jaime, el hermanísimo. ¿Por qué vendiste la empresa, querido amigo, por qué?
   —Lo lamento mucho, Paco, simplemente quise sobrevivir a una situación delicada para todos. Pensé que era lo mejor para mí y para la subsistencia del personal que la empresa fuera vendida.
   —A ti, además de lo que te llevaste, te quedan los arrendamientos de esas tiendas y de las otras propiedades que tu padre dejó, pero yo me he quedado humillado. Han menospreciado mi talento con la intención de que me vaya a otro sitio y, así, liberar la cláusula del contrato que mantiene mi sueldo.
   —Lo siento, intentaré hablar con los Rivas. Mañana los llamo.
   —No, no tienes que hablar con nadie, Andrés. Yo me iré, y todas las personas de la empresa que fueron leales a ti se marcharán también. Quería trasladarte en mi nombre, y en el de todos, que nos has vendido. Ahora duerme si es que tienes algo de conciencia.
   Paco se marchó de casa dando un portazo que enfatizó la reverberación de sus últimas palabras. Mi padre ni siquiera salió a abrirle la verja en aquella noche de maravillosas estrellas que titilaban en la ennegrecida bóveda. Aquel lunes oscuro desaparecieron de nuestra cotidianeidad tres personas: mi abuela, Teresa y Paco, que hasta hoy no han vuelto a pisar esta casa fría en la que, ahora, recapitulo mi vida. Sólo Laura ha venido después de mucho tiempo (muy cambiada, por cierto). Aquel día se gestó el preludio de nuestra verdadera soledad.



Andrés III

   Andrés se convirtió en un joven retraído e in­seguro tras aquel fracaso sobre el escenario. Por un lado, se obsesionó por el deporte; aunque, su renovada amistad con José Blázquez (y la comitiva que solía acompañarle en sus juergas nocturnas) propiciaron que adquiriese hábitos poco saludables. Conductas que se incrementaron cuando se independizó. Adquirió una vivienda en el séptimo piso de uno de los bloques de Urbincasa, en la calle Almirante Baldasano, cercana a la casa de su padre, dejando el piano como única pertenencia en su anterior residencia.
   Sus perpetuas resacas le hacían reflexionar de manera frecuente sobre su existencia, atrapándolo en un estado de sempiterna nostalgia. Fue en agosto de 1975 cuando ocurrió: escuchó el aria de Nesun dorma de la ópera Turandot que provenía de un balcón cercano.
   Sería el decaimiento producido por estar varios días sin descanso, o la tristeza que irradiaba aquella última tarde de agosto con las calles vacías de gente que apuraba sus vacaciones en otros lugares, o tal vez una lejana evocación de su madre, o el recuerdo de su solitario padre con el que apenas conversaba fuera del trabajo, o todo junto, que la melodía exaltó los más profundos sentimientos que jamás había sentido por unas notas musica­les.
   No había anochecido del todo cuando Andrés salió a dar un paseo con aquel canto todavía en la cabeza que le turbaba frenéticamente a cada momento. Llegó una heladería cercana a casa cuyo nombre era La Jijonenca, ha­bía salido sin compañía, quería reflexionar, meditar sobre las nefastas salidas noc­turnas. Como cualquier otro domingo de agosto el local estaba repleto de clientes, bebía un whisky con hielo y tarareaba la melodía que, horas atrás, había deleitado sus sentidos. No había finiquitado la copa cuando aparecieron dos atractivas jóvenes. Una de las dos era de cabello moreno largo y liso, el verano le había tostado la piel de un bellí­simo color café con leche, lucía un sencillo vestido rojo de tirantes y dos pendientes blancos con forma de perlas adornaban sus perfectas facciones. Se sentaron a dos mesas de Andrés, con varios clientes de por medio, lo que no supuso obstáculo para su visión, liquidó la consumición de un trago e hizo un gesto al camarero solicitando otra.
   Lo que allí ocurrió después podría considerarse como poco relevante, como lo que sucede en tantas terrazas en una noche de verano. Pero ella, preguntándose qué haría un tipo joven to­mando una copa solo en una heladería, o por simple casualidad, clavó sus ojos en él, que al coincidir su mirada con aquella expresión iluminada, los bajó de inmediato y volvió a levantarlos al instante en dirección a la chica que ya se había centrado en re­mover y sorber su granizado con elegancia. La joven morena volvió a mirar instantes después a Andrés sosteniendo la vista el tiempo justo como para hacerle entender de que era consciente de la fijación que él había mostrado hacia ella; aquella si­rena le hizo un guiño cómplice y junto a su acompañante desapareció en dirección a la ave­nida Reina Victoria atravesando las Casas de Peralta. Justo en aquel instante le sobrevino la melodía escuchada horas atrás de la que sólo intuía que correspondería a un fragmento de ópera. No conocía ni la obra, ni el autor, de la misma manera que tampoco sabía nada de la muchacha; aquel día había sido especial por aque­llas dos exaltaciones de la belleza sin parangón. Entrambas, la melodía primero, y la joven después, tenían un origen desconocido y una localización imposible para él.
   Durante un tiempo intentó sintonizar algún programa de radio donde se reprodujesen de nuevo aquellas notas que conservaba en su memoria, y siempre, sin faltar noche alguna, acudía a la misma heladería con el propósito de coincidir con la mujer que co­noció aquel último domingo de agosto. En ninguno de los casos tuvo éxito inmediato.

   Pasaron los meses y poco a poco fue cogiendo confianza con Óscar, el único empleado de la heladería en la temporada de invierno, y con doña Carmen, la propietaria, que regentaba el local tras la registradora. Con los clientes habituales charlaba sobre el principal tema de la época: la muerte de Franco y los importantes cambios políticos, lo que proporcionaba largas e intensas tertulias. No en vano, la principal razón por la que comparecía con fre­cuencia en la heladería, mañana, tarde y noche, no era otra que la de volver a coin­cidir con la misteriosa fémina del verano anterior.
   La temporada alta daba comienzo en junio y una joven llamada Patricia comenzó a trabajar en el turno de tarde. La empleada, de cabello rubio, era una estudiante de historia del arte que aprovechaba los meses estivales para obtener algún ingreso y poder sufragar parte de los estudios. A los pocos días, la jovial Patricia, ya había entablado amistad con Andrés.
   —No está bien que una chica tan joven fume —le dijo Andrés a Patricia e uno de sus descansos—, ¿no te dicen nada en casa?
   —Tengo diecinueve —reveló mientras exhalaba una bocanada de humo—, mi padre dice que las mujeres que fuman son de vida alegre, ya sabes, pero en mi clase fumamos casi todas. Lo raro es ver a un hombre que no fume —dijo con sus ojos hacia el cenicero vacío.
   —Pues no fumo —contestó—, porque ¿sabes que fumar provoca cáncer, no?
   —Sí, eso he leído en algún sitio, pero yo no quiero vivir muchos años, con llegar a cumplir sesenta me conformo. Si conocieras a mi padre… lleva fumando, según dice, desde crío, y tiene medio siglo. Y no ha ido al médico en la vida.
   —Patricia no seas tonta y fuma menos, lo de tu padre es la típica excepción a la que nos aferramos para justificar nuestros excesos.
   —Pues lo mismo deberías hacer tú con el alcohol que bebes.
   —Eso es lo que hago, como verás tomo una por la tarde y otra por la noche.
   —Y las que te tomarás en lugares. Además, whisky solo, bebida de viejos.
   —Oye, niña, que lo que te digo de fumar lo hago por tu bien. Seguro que a tu novio no le gusta que apestes a tabaco.
   —No tengo novio ni falta que me hace, hasta que no termine mis estudios no puedo permitirme estar tonteando con nadie.
   Dos personas se acercaron a la heladería, Patricia apuró la última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero que nunca usaba Andrés.

   Una noche de finales de junio, Andrés y Patricia comenzaron a hablar de música, la terraza estaba vacía, horas antes, una tormenta dejó el aire frío y húmedo aniquilando a casi toda la clientela. Él le habló de su pasado musical, de los ensayos de su grupo y de su corta trayectoria como cantautor. Ella le confesó que gracias a un tío suyo conocía la música clásica.
  —Oye, ¿y si yo te tararease una melodía que me suena a una ópera o zarzuela, sabrías decirme de quién es?
   —Prueba, aunque esos géneros no son mis preferidos que digamos; alguna ópera tengo en casa, de las que mi padre escucha por un tío mío solterón que es muy aficio­nado a todo lo antiguo.
   Él tarareó, con más o menos pudor, la melodía que tanto le había conmovido el ve­rano anterior, con bastante éxito a pesar del tiempo transcurrido porque Patricia la identi­ficó en el acto.
   —¡Ah sí, Turandot! —exclamó—, el fragmento no recuerdo cómo se llama.
   —¿Y quién es el autor?
   —No me puedo creer que alguien tan culto no conozca a Puccini y no haya escuchado ópera de este compositor, ¿te sonará Verdi, al menos?
   —Sí, de Verdi ya conozco algo más —mintió Andrés, y acertando casi por casualidad añadió—: un italiano, el de Aida.
   —Y el de La Traviata también, la única ópera que puedo aguantar hasta el final.
   —Anda, guapetona, apúntame el título que me has dicho en un papel y el nombre del Pu­ccini ese.
    Patricia asintió, cogió el bolígrafo que colgaba desde el bolsillo delantero de la camisa del uniforme y en un servilleta de papel apuntó:

Turandot
Giacomo Puccini

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén