MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 6
5
De lunes a
viernes, reemplazando las clases lectivas, auxiliaba a mi padre en las arduas
tareas domésticas. Buena parte de aquel tiempo lo destinó a enseñarme a cocinar
recetas sencillas —tampoco es que él fuera un gran cocinero—. Las lecciones de
piano que recibía los sábados se duplicaron a las tardes del martes y del
jueves. Con esta medida —buena por partida doble— evitaba que Dani coincidiera
con Laura; y conseguía tener a mi tía en exclusividad para optimizar el
temario, cada vez más extenso, que cada fin de semana me aguardaba.
Ella
aprovechaba sus desplazamientos desde Cartagena para llevar y traer documentos
relacionados con los negocios de mi padre y, así, descargar a Paco de su semanal
visita que se convirtió en mensual. Seguían cayendo, no obstante, en viernes
las visitas de la persona a la que yo llamaba «padrino». Él discutía con mi
padre, sentados, ambos, frente al escritorio en una de las esquinas del salón,
acerca de contratos de personal, nóminas, y sobre la prioridad de cuáles
proveedores debían firmar un talón o un pagaré. Lo único que recuerdo es que
por aquel entonces sonaba menos el teléfono. «He delegado demasiado en él» se
repetía mi padre aludiendo a su mano derecha en la empresa. Aquel hombre
alegre, extraordinariamente cordial conmigo, de pronunciada tripa y demasiado
calvo para su edad, al que ahora se le juzgaba su capacidad para coordinar el
trabajo del resto de los trabajadores, demostró, desde el principio, obediencia
militar en todas las decisiones de mi padre, su jefe. Incluso cuando la medida
pudiera perjudicarle.
Las pocas
conversaciones telefónicas que mantenían adquirían, cada vez más, un tono
agresivo, al menos por parte de mi padre —puesto que no apreciaba el tono del otro
interlocutor—. Aquello acabó por inquietarme. Por lo que deduje, el sector de
ventas de informática de la empresa no estaba dando los resultados previstos y
las inversiones habían sido enormes. Sin que mi padre me lo dijera explícitamente,
todavía sin cumplir los diez años, sabía que la crisis había llegado a Material
de oficina Rosique, Sociedad Limitada.
Algunos de
esos días de invierno nos dirigimos a las ciudades de Murcia y Cartagena, mi
padre visitó sus comercios, contribuyendo con su presencia, en un vano intento
de resurgir la empresa. Poca ayuda pudo ofrecer, al percatarse de que conocía
los nombres de sus empleados, pero no reconocía los rostros de la mayoría de
los trabajadores. Los productos expuestos en estanterías y vitrinas eran un
enigma para él, nada que ver con los que se comercializaban una década antes cuando
él acudía a las tiendas diariamente, época de la que yo no fui testigo. Se
había quedado obsoleto y no sabía cómo debía tirar del carro de una empresa
cuyo funcionamiento desconocía de cerca, salvo las labores burocráticas.
En uno de
esos viajes a Cartagena visitamos a mis abuelos. Laura no estaba. Mi abuela
barría la acera de la puerta de su casa y, luego, hacía lo propio con las de
los vecinos. Mi abuelo Emilio, resignado a las nuevas extravagancias de su
mujer, permanecía sentado sobre el escalón de la entrada a su vivienda, fumando
y saboreando un brandi a las once de la mañana. En silencio observaba con
enfado a mi padre, como si tuviera que darle alguna explicación por algo. Hizo
referencia a su afeitado, y añadió que, viéndole así, parecía estar de nuevo
con su «hija». Recuerdo muy bien el tono mordaz que empleó con aquella última
palabra. Tampoco me saludó mi abuelo con mucho más afecto, acariciándome el
cabello sin mirarme. Parecía más preocupado por salvar su copa, posada en el
suelo, de un puntapié, que de mis sentimientos. La estancia duró el tiempo que
mi padre destinó a consumir un bote de cerveza que él mismo tuvo que servirse
del frigorífico. Miré absorta a mi abuela que seguía barriendo a treinta metros
de su casa. Supongo que nos había visto, pero siguió con su faena. No me
produjo miedo en esta ocasión, sino extrañeza.
—Adiós, don
Emilio —dijo mi padre tocándole el hombro.
—Andad con
Dios.
—Adiós,
abuelito —dije dándole dos besos que no atinó a corresponder.
Aquélla fue
la última vez que le vi con vida, todavía evoco en mi memoria su aroma
característico una mezcolanza de puro, coñac y colonia Brumel.
Un manto
blanco cubría el monte un viernes de febrero de 1991, los tejados nevados del
pueblo regalaban para la retina una imagen de postal, aquel día se presentaría
Paco, que se quedaría a comer con nosotros para versar con mi padre sobre una
posible venta de la empresa a una de la competencia. Los gerentes de la firma
interesada, conocidos como los hermanos Rivas, acudirían por la tarde, pretendían
poner precio al negocio de mi padre para apoderarse con ello de uno de sus más
notables rivales dentro del marco regional.
Un lujoso
automóvil negro se plantó en el jardín aquella gélida tarde, de él salieron dos
personas trajeadas de azul marino, eran los hermanos: Jaime y Ernesto Rivas. Mi
padre se había arreglado para la ocasión vistiendo un pantalón gris y una
camisa blanca; Paco —según decía—, habitualmente se trajeaba en los eventos a
los cuales acudía en representación de la empresa; asistió a este con una chaqueta
verde oscura y prescindió de corbata alegando que los viernes se permitía
dichas licencias. Ciertamente, lo que más podría haber asombrado a mi padre fue
constatar que aquellos populares hermanos apenas superarían los treinta años de
edad. De perfecta oratoria y mejor pose, Ernesto, el que parecía más joven,
llevó las riendas de la negociación.
—Me muero
por un café —imploró al sentarse en el sofá en el que ya se había acomodado su
hermano—. Esto de venir de copiloto durante la siesta…
Mi padre,
desde el sillón, me ordenó que trajera cuatro cafés de la cafetera cuyo silbido
otorgaba al lugar de la reunión un aire familiar que, desde luego, no lo
proporcionaba el asunto a tratar. Paco continuaba de pie, el nerviosismo sobre
la incertidumbre de su futuro laboral le hacía caminar en círculo alrededor del
triángulo que formaban el sillón, el sofá y la mesa donde los hermanos Rivas
habían dejado unos documentos que debían de ser una especie de contrato.
—Me he
estado preguntado en estos días —dijo entrando al grano mi padre— sobre los
distintos porqués de su impaciente propuesta.
—Por dos
razones sencillas en las que ambas partes ganamos —respondió Ernesto—. Y será
mejor que nos tuteemos, ya que somos colegas del sector. El mercado nos es
favorable y creemos que es mejor comprarte tu negocio, respetando al personal
que tienes en tu empresa, que entrar en una guerra de precios donde terminaremos
ganando y vosotros arruinados. No queremos perder el tiempo y lo honesto es
proponerte una oferta para que puedas sacar partido a todos los años trabajados
por ti y por tu padre, al que, por cierto, el nuestro le manda recuerdos.
—Mi padre
murió hace casi cinco años.
Serví el
café en las tazas y las llevé de una en una a la mesa, en un quinto viaje el
azucarero y las cuatro cucharillas con evidentes dotes para el servicio, los presentes
celebraron con una sonrisa reverencial que no se me cayese ningún utensilio en
el trayecto. Jaime asió una de las tazas, echó varias cucharadas de azúcar y se
levantó en dirección al despacho de mi padre, al otro lado del salón.
—Rosique,
¿te importa que haga una llamada? —preguntó Jaime señalando el teléfono—, es
que tengo que ver un asunto con unos clientes.
Mi padre
negó con la cabeza dándole autorización. Ernesto, mucho más protocolario, miró
a su hermano lamentando con una mueca su atrevimiento. Jaime se notaba menos
calculador que su hermano pequeño, iba engominado con el espeso cabello moreno
a un lado, era de mayor grosor corporal que, asociado al desabrochado nudo de
la corbata y a un paquete de elegantes cigarrillos que se le trasparentaban en
el bolsillo de la camisa, le atribuían cierto aire a ejecutivo concupiscente,
colmado de placeres como la carne, y esta en todas sus versiones. Ernesto, sin
embargo, parecía un educado ministro tomando café. Al comprobar que Jaime
prolongaba la conversación telefónica mi padre giró el sillón para estar aún
más de frente con Ernesto y tratar de los detalles de la operación, cogió los
documentos que componían el acuerdo y les echó una ojeada, no sin antes
expulsarme del salón con una sacudida rápida de su cabeza.
Por
supuesto que no me fui del todo, me quedé al amparo de la puerta de la cocina
curioseando detrás de ella con lo que sucedía al otro lado, lamentando que el
aparato telefónico estuviera más cerca de mí que la mesa donde se estaba negociando
el futuro de la empresa y que el hermano mayor de los Rivas tratara de
ensordecer a su interlocutor.
—Paco,
vente para acá —o algo así dijo mi padre para leer junto a él los detalles del
contrato.
—Oye,
Andrés —dijo Ernesto—, esto es una cosa entre tú y yo. Es cosa de gerentes.
—Resulta,
Ernesto, que Paco es al que tengo dirigiendo la empresa y, aunque el propietario
soy yo, siempre escucho su opinión.
Estuvieron
leyendo por encima algunos párrafos, se indicaba en los mismos que se
respetaría al personal y sus condiciones laborales y económicas, concretamente
las de los más veteranos. Hablaron de una cifra que iba al final de la
propuesta, la cual no pude escuchar por culpa de Jaime y sus innumerables
muletillas mientras conversaba por teléfono. Ernesto repasaba detenidamente sus
gestos con clara expectación, tenía la mirada aguileña y pose de buitre,
parecía disimular que padecía frío cuando instintivamente una mano buscaba a la
otra intentando frotarla. Tenía el pelo muy corto, queriendo ocultar una
galopante calvicie, unas finas gafas le conferían un aspecto educado y culto.
Inteligente y reflexivo, virtudes que no podían impedir que se descubriera,
tras su fachada, a una persona con un alto grado de manipulación y codicia. Su
hermano, el parlanchín, no aparentaba atesorar esas dotes.
—El lunes
os damos una respuesta —concluyó mi padre—, tenemos que ver esto detenidamente
y hablarlo con el asesor de la empresa.
Los
hermanos partieron con sus trajes oscuros en su bruno automóvil, franquearon el
umbral de la verja que mi padre abría mientras se despedía, el vehículo se fue
alejando en la negrura de aquella tarde glacial.
Paco se marchó
media hora después. Antes de irse argumentó que vender la empresa sería tirar
por tierra el trabajo de varias generaciones y despreciar al personal que
durante su vida profesional se había dejado la piel defendiendo un nombre y un
proyecto conjunto. Implorándole que no se dejase seducir, se fue abrazando a su
amigo y besándome varias veces en el mismo moflete, que como un mal augurio, me
evocó a mi abuelo Emilio, la única persona que me besaba de tal forma.
—Hasta
pronto, ahijada.
—Hasta
pronto, padrino —respondí, usando la mano para eliminar la saliva en mi
mejilla.
Al
quedarnos solos mi padre abrió un estuche con varios compactos de la ópera Tristán e Isolda de Wagner e insertó el
primer disco. Me miró y le extrañó mi expresión, la que seguramente adopto
cuando quiero que me den explicaciones.
—¿Qué te
pasa, hija?
—Papi, no
me gusta esa gente, sobre todo el más callado, el que no ha hablado por
teléfono.
—Sí. Tiene pinta de ser un cínico.
—¿Qué es un
cínico? —pregunté siguiéndole hasta la cocina donde comenzó a servirse un whisky.
—Es una
persona que aparenta ser tu amigo, que te miente sin que se le note mucho,
¿comprendes?
—¿Cómo los
vecinos que se esconden cuando saludamos?
—No
exactamente, los vecinos son vergonzosos, poco tiene que ver con eso. Un cínico
es… a ver, ¿te acuerdas de la abuela que te decía que te quería mucho, pero
cuando estaba a solas contigo te pegaba?
Asentí
confundida sin tener muy claro si aquellos sujetos encorbatados trataban de
pegarle a mi padre o algo parecido.
—Y, sin son
malos, ¿por qué no los echas como hiciste con el Carnicero?
—En
realidad, querida hija, no son malos, son empresarios, su padre y la vida les
ha adoctrinado bien, ahora, aunque jóvenes, son perros de presa, muy astutos y
mejores negociantes, hacen lo que creen que deben de hacer. El mundo empresarial
es una selva, no hay contemplaciones con los débiles. Ellos buscan su beneficio,
¿has visto el coche que tienen, Violeta, a que es bonito?
—Sí, muy
bonito.
—Pues
seguro que envidiarán a un vecino, familiar o conocido que tenga un coche más
grande. En el fondo viven siendo unos infelices porque la codicia nunca te
satisface del todo.
Mientras
procuraba comprender aquellas palabras repiqueteó el timbre del teléfono que ya
solía atender yo. Mi tía Laura con voz apagada quería hablar con mi padre.
—¿Qué pasa
con la tita, va a venir? —pregunté cuando colgó el auricular, extrañada de que
no estuviera de camino a casa como cada viernes por la tarde.
—No, esta
noche no viene, pero mañana la podrás ver, iremos a Cartagena.
—¿Entonces
tendré clase?
—No, iremos
a ver al abuelito que está malo.
Laura había
informado con la llamada que su padre había sufrido un infarto y estaba
hospitalizado en el Hospital Virgen del Rosell.
El frío de
la madrugada y el temor sobre el futuro de mi abuelo me obligaron a dormir en
la alcoba de mi padre, al otro lado de la cama, sus ronquidos me parecían
música celestial en comparación al traqueteo producido por el viento en la
ventana de mi cuarto. A una hora inaudita volvió a sonar el teléfono, eran las
seis de la mañana.
—¿Diga?
—carraspeó mi padre— ¡Vaya por Dios! ¿Cómo estás?
Hubo un
momento largo en el que mi padre no habló, se podía apreciar al otro lado del
auricular una voz compungida hasta el paroxismo.
—Laura,
tranquilízate. Vamos para allá.
Todavía
adormecida reparé en que mi padre acudió al cuarto de baño sin encender las
luces creyendo que, servidora, dormitaba felizmente. Incluso pude distinguir en
la distancia que se encerró en el aseo no sólo para orinar, porque juraría que
le escuché orar.
Mi abuelo
Emilio había fallecido de madrugada después de sufrir un segundo infarto.
Partimos muy temprano hacia Cartagena, aunque ya nuestro destino no sería el
previsto (el hospital), sino hacia el Tanatorio Estavesa, no muy lejos del
Virgen del Rosell, lugar donde mi estimado abuelo exhaló su último suspiro, a unos
cuantos pasillos de las incubadoras donde yo subsistí las primeras semanas de
vida. Durante el camino nos invadió el silencio, las nubes grises se desplazaban
vertiginosas; en la radio una voz plana comentaba la última hora de la Guerra
del Golfo. Me acordé de las batallitas milicianas que narraba mi abuelo; decía
que se libró de la Guerra Civil, por joven, y de la Segunda Guerra Mundial, por
suerte. Nunca he sabido cuánto había de cierto en todo aquello, siempre se
dirigía a mí cómo el que va a contar un cuento, mezclando la verdad y la
exageración con tono risueño. Utilizaba palabras amables no sólo conmigo, sino
con todo el mundo. Pensé que mi tía y mi abuela deberían de estar atravesando
un momento amargo, y así era, en parte.
Accedimos a
una de las salas del tanatorio. Me sorprendió ver a mi tía Laura vestida de
negro, junto a ella, mi abuela que, con mirada inexpresiva, parecía no asumir
la defunción de su marido. Laura corrió hacia nosotros, puso sus gafas sobre su
cabeza para que no se dañase la montura cuando se estrujó con mi padre. Observé
tímida que pendía de su mano un pañuelo, sin saber qué otra cosa hacer ante
aquel abrazo eterno. Al retirarse del pecho de mi progenitor, se dirigió a mí y
me regaló dos besos mojados. Advertí que la camisa de mi padre estaba humedecida
de lágrimas y quién sabe si de mucosidad.
Dentro de un
receptáculo acristalado estaba mi abuelo, inerte, como si se hubiese quedado
dormido con el traje puesto. Mi padre me apartó del cristal —y de aquella
vista— ordenándome que saludara a mi abuela. Le obedecí. Ella seguía sentada
con la mirada abstraída, me devolvió el saludo, tan sucinto como el mío, le
lancé dos rápidos besos en sendas mejillas sin que ella meneara siquiera la cabeza,
mantenía la vista en el suelo. Junto a ella me senté cuando mi padre y mi tía
se excusaron para dirigirse un momento a la cafetería, aprecié que la sala
donde me hallaba estaba repleta de personas desconocidas, percatándome de cómo
se clavaban en mí algunas de sus miradas llegué a percibir cuchicheos que me
apuntaban con cierto disimulo: «Esta debe de ser la nieta». Un señor mayor se
acercó, tendió su mano en señal de saludo, durante unos segundos me paralicé no
sabiendo qué hacer y le respondí dubitativamente con la mía, era la primera vez
que alguien me estrechaba la mano para saludar. Aquel hombre aparentaba ser
coetáneo a mi abuelo, ataviado con traje gris oscuro, sombrero y bastón, sería
uno de los compañeros de juego de sus múltiples partidas de dominó.
—Hola,
Violeta, tu abuelo me hablaba mucho de ti, estaba muy orgulloso, decía que
tocabas el piano como Mozart, lamentaba no tenerte cerca para verte más a
menudo.
Permanecí
en silencio durante unos minutos, sorprendida de que alguien a quien no había
visto nunca conociera mi nombre. Mi padre me cogió de la mano cuando volvió de
la cantina y nos fuimos al hogar que una vez compartió con su progenitor,
muerto años atrás.
La casa de
mi abuelo Pepe se encontraba tal como se la dejó hacía ya un lustro. En todo
ese tiempo, mi padre había entrado sólo en un par de ocasiones. La vivienda
mostraba lobreguez hasta que levantamos las persianas, descorrimos las cortinas
y abrimos las ventanas, procurando eliminar aquel olor a vacío y olvido. Los
tabiques estaban descascarillados por la humedad, una lámina de polvo cubría
los muebles, un marco del Real Madrid que rezaba «Un equipo para la historia»
colgaba de la pared más amplia del salón, en la imagen, un gran número de jugadores
de los años cincuenta que posaban con unos cuantos trofeos sobre el césped del
estadio de fútbol. Las otras paredes exhibían fotografías en blanco y negro,
una, con mi padre en pantalón corto y tirantes devorando un muslo de pollo
frente al objetivo de la cámara; en otra instantánea, mi abuela con un vestido
negro de época; y en otra imagen, un niño pequeño, intuyo que de cuatro años de
edad, con un trajecito y con los ojos cerrados, debía ser mi tío Antonio. De
soslayo observé a mi padre, mirándolas con detenimiento y la emoción contenida.
—Papi,
¿aquí hay fotos de la mamá y de Susana?
—Sí, deben de estar en alguna de las cajas que
contienen fotografías que hay por alguno de estos muebles.
Tiré de una
desvencijada cajonera que servía como mesa del televisor.
—Pero no
las busques ahora que te vas a ensuciar —prosiguió—, otro día que vengamos con
más tiempo. Vamos a descansar que mañana hay que ir al cementerio, allí podrás
ver los retratos de tu madre y de tu hermana.
—Papi —dije
realizando una notable pausa—. ¿Cuándo morimos, qué pasa?
—Ninguna
persona viva te podrá dar una respuesta verdadera, pero según a quién preguntes
te contestará según sus creencias.
—Y, ¿qué
crees que pasa?
—Pues, la
verdad, no sé mucho. Supongo que el cuerpo se descompone y la naturaleza lo
recicla, de alguna manera pasa a ser otra vida, ¿te acuerdas de aquel gato que
estaba muerto junto a un pino y que cada día se iba haciendo más pequeño hasta
que desapareció junto al tronco?
—Claro que
me acuerdo, echaba peste.
—Ese árbol
creció un poco más gracias a ese animal. De algún modo la muerte del gato
supuso vida para el pino. Eso pasaría idénticamente con las personas. Lo que
ocurre, es que hay algo dentro de cada uno que no se apaga, la vida parece
acabarse cuando el cuerpo muere, pero la existencia, de alguna manera, perdura,
¿cómo?, pues ni yo, ni un científico, ni un cura, te lo podríamos decir.
—La
señorita Bermejo decía que cuando muramos iremos al cielo y que allí seremos
almas para siempre, ¿crees que mamá estará en el cielo, viéndonos?
—No sé si
nos estará viendo, pero creo que estará esperándonos, seguro que está ahora
recibiendo al abuelo.
—¿El alma
tiene cara?, porque si no, ¿cómo conoce mamá al abuelo?, y, ¿Susana, seguirá
teniendo el aspecto de niña?
—Joder,
hija, sí que le das vueltas a las cosas —dijo mi padre para ganar un poco de
tiempo en sus improvisadas respuestas—. Supongo que cuando morimos nos
mostramos ante la eternidad con nuestros rasgos más bellos, es como si siempre
tuviéramos veinte años.
—Entonces
yo seguiré siendo fea siempre porque, si no, nadie me reconocería.
—No digas
eso nunca, Violeta, no lo digas.
Dieron
sepultura a mi abuelo el diez de febrero de 1991. Aquella fría mañana de
domingo pisé por primera vez el cementerio de Santa Lucía, lugar donde se hallaba
la lápida de mi madre y mi hermana, ubicada junto a la de mi abuelo. Mi padre,
que tampoco había visitado aquel lugar, me señaló con el dedo las dos pequeñas
fotos circulares que permanecían, desde hacía casi una década, a sendos lados
de la tumba. Qué incongruente me pareció encontrarme con las sonrientes
imágenes de mi madre y mi hermana en aquel macabro espacio. Sus ataúdes
―explicó mi padre— habían sido colocados uno encima del otro. Dos ángeles de
piedra simbolizando la vida después de la muerte se postraban, con expresión
ausente, sobre el granito gris oscuro donde estaban tallados sus nombres.
PATRICIA DOMÍNGUEZ TORTOSA
13 DE OCTUBRE DE 1957 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
SUSANA ROSIQUE DOMÍNGUEZ
25 DE DICIEMBRE DE 1978 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
Reparé en
que mi padre observaba boquiabierto la tumba, hasta que, de reojo, apreció el
peso de mi mirada. Ambos nos encontrábamos frente a nuestra verdadera familia,
callados y vacíos de espíritu, invadiéndonos a preguntas de las que jamás
obtendremos respuestas. La comitiva que había acudido a dar el último adiós a
mi abuelo comenzaba a abandonar el lugar. Mi tía Laura, con gafas oscuras, a
pesar de la poca luz solar que ofrecía aquel día, arrancó un par de flores del
sinfín de coronas que rodeaban la lápida de su padre, se acercó a nosotros y
las posó sobre la de su hermana y sobrina. Unas lágrimas se precipitaban de su
lánguido rostro. Se acercó a la foto de mi madre, la acarició suavemente con
sus dedos y besó la imagen musitando: «Hermana, cuánto daría por tenerte ahora,
y te envidio porque sé que ya estarás junto a papá, ¡te quiero tanto a pesar
del tiempo!, tenías mi edad cuando te fuiste, ya te he perdonado que te
marcharas sin despedirte. Ahora quiero que seas tú la que me perdones, por lo
que siento y quiero. Perdóname, porque si no puedes tú… si no puedes tú… yo no
podré». Su voz se quebró un segundo antes de que mi padre la envolviera en un
silencioso abrazo.
Los tres
salimos a varios metros de distancia del séquito que custodiaba a mi abuela hacia
el exterior del camposanto. Aquel lugar era verdaderamente siniestro, más
todavía con el eco de nuestros pasos en aquellos infinitos pasillos de lápidas,
muertos y soledad. Mi padre se decía: «Ni siquiera tienen un epitafio», Laura
cambió el tercio informándonos de que, durante un espacio indeterminado de tiempo,
no podría visitarnos los fines de semana alegando que su madre debía estar
asistida por ella ahora más que nunca.
Al final
del largo camino se podía avistar la puerta del cementerio, la muchedumbre se
dispersaba como ramas de una palmera en dirección a sus vehículos, una mujer
enlutada se dio la vuelta y entró de nuevo al recinto, era mi abuela que parecía
buscarnos «¿Habéis visto a mi Emilio?, ¿ande
se habrá metío mi marío?».
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