MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 15
14
Unos cuantos meses habían transcurrido desde
que agregué a mis contactos a mi paisano cartagenero, Ángel, y a Fran, de Elda.
A pesar del tiempo pasado y de nuestra relativa cercanía geográfica continuaba
sin conocerles en persona, cosa que, lejos de contrariarme, agradecía.
Permanecía cerrilmente expeditiva a la hora de negarme a enviar cualquier
documento gráfico donde apareciera mi imagen, justificándome siempre con esta
pregunta: «¿Cambiaría tu amistad hacia mí si contemplases una foto mía?».
Esa recalcitrante postura se volvió en mi
contra y poco a poco se fueron diluyendo aquellas simpáticas sesiones que manteníamos
durante horas en el chat, transformándose en escuetos y protocolarios correos
electrónicos que preguntaban acerca de mis acontecimientos de fin de semana.
Mensajes con los que daba rienda a mi imaginación mintiendo sobre experiencias
que nunca ocurrían debido al estilo de vida ermitaña impuesto por mi padre.
Finalmente transigí en la petición de mis
amigos y acepté una cita con ellos aprovechando que se aproximaban las
celebraciones de las fiestas patronales de los santos mártires San Abdón y San
Senén, a finales de julio. Al igual que los encierros de septiembre, aquellos
festejos eran casi desconocidos para mí. Era el precio de vivir apartada del
pueblo, no por la distancia, sino por la falta de arraigo con Calasparra y sus
gentes. Les propuse que acudieran el domingo 30, por lo que se decía: el día
grande de aquella festividad. Tras largas negociaciones vía mail con Ángel y Fran convinimos que
visitarían mi localidad y, por ende, me conocerían, el viernes día 28. El punto
de encuentro sería la puerta de un local al que llamaban el Crillas, del que mi padre hablaba maravillas, a las nueve de la
noche. La propuesta inicial era la de acudir a dicho establecimiento de tapeo y
cañas para después dirigirnos a alguno de los cercanos locales de copas del
centro urbano de la población. Fiel a mis complejos, en cada comunicación,
hacía alguna advertencia relacionada con mi físico y de mi exiguo interés en
que nuestra amistad se convirtiese en otra cosa. «Seguro que exageras —respondía Ángel—».
Una semana antes del día convocado para el
encuentro, nos facilitamos nuestros números de teléfono. Tres o cuatro jornadas
después recibí una llamada en el móvil que compartía con mi padre.
—¿Violeta?, ¡soy Ángel! —saludó una voz
alegre al otro lado del auricular.
—Hola, Ángel —contesté con timidez.
—Te llamaba para confirmar lo del viernes,
es que no te he visto conectá estos
últimos días.
—Llevo una semana un tanto liada por mi
reciente inscripción a la autoescuela.
—Nos dijiste a las nueve en el Crillas —dijo.
—Sí, Ángel, procuraré llegar antes que
vosotros. Si ves a una chica delgada, con gafas, el cabello moreno, largo y rizado,
y el rostro extravagante: ésa soy yo.
—¡Qué manía!...
—Si lo digo para que vuestro interés de
acudir al pueblo no tenga dobles intenciones.
—Por mí no te preocupes, Violeta, que eres
una pesá —dijo sin abandonar su deje
bromista—. Es más, es el Fran quien tiene intención de ligar contigo.
Me encantó escuchar por primera vez la voz
de mi amigo. Emanaba seguridad. Sentí que había conversado con quien ha
recibido de la vida buenas cartas para poder disputar, con sobrada tranquilidad,
la partida del destino. Lamenté ser tan persuasiva sobre el verdadero motivo de
nuestro encuentro creyendo que él pensaría que tanta preocupación por mi parte
en ese sentido obedecería a mi falta de mundología.
Di por sentado que mi padre no pondría
objeciones a este asunto, craso error. Por lo visto, ser mayor de edad no
suponía ningún obstáculo a que me impusiera condiciones para dicha cita.
—Vamos a ver, hija, ¿cómo vas a ir al pueblo?,
¿en bicicleta?
—Había pensado en que me trasladaras tú y
que luego me trajesen ellos. Te recuerdo que, aunque no los conozca en persona,
son amigos míos desde hace mucho tiempo.
Mi progenitor negaba categóricamente con la
cabeza.
—Como estoy seguro de que no vas a querer ir
a la cita conmigo —dijo—, te sugiero que vayas con alguien de confianza, por
ejemplo, Juan.
—¿Con qué Juan?, ¿con tu amigo Juan?, ¿el
que lleva «Amor de madre» en el brazo? Pensarán que vengo a atracarles.
—Te he dicho «Juan» porque él está más cerca
de tu edad que de la mía y es una persona de confianza. Si no, propón un amigo
que pueda ir contigo que a mí me da igual.
—¿A qué amigos, papá?, si mis verdaderos
amigos son con quienes voy a quedar.
—¿No dices que te llevas muy bien con el
hijo de Maruja, la de la tienda?
Ahí caí en la cuenta de que exagerar
respecto al grado de amistad que se tiene con alguien puede ser
contraproducente.
—¿Antonio?, él tiene su propia peña en el
pueblo, no dispondrá de tiempo para que yo le convoque.
—Pues pregúntale a no ser que quieras que te
acompañe yo —conminó.
—¡Papá, ya estoy harta de que me trates como
si fuera una niña! —alegué.
—Hija, no quiero que te pase nada. Sólo
hazlo por mí. Quedar con Antonio te vendrá bien para conocer gente del pueblo,
si no es tan intelectual como tus otros amigos tendrá otras virtudes.
—Mis otras amistades son también corrientes.
—Pero no los conoces del todo. Por favor, ve
acompañada la primera vez, nada más, y luego… lo que quieras.
A la mañana siguiente, reflexionaba en cómo
abordar el asunto a Antonio mientras me dirigía en bicicleta hacia su
establecimiento. Mi petición de que me acompañara para conocer a unas personas cuya
existencia él ignoraba, no debería resultarle más violento que acudir a una
cita conmigo, que a diferencia de lo que mi padre creía, mantenía una relación
estrictamente de clienta-dependiente con una pizca de confianza que, en mi
opinión, no distaría excesivamente respecto a la de otro consumidor de su
comercio.
Frené la bici y la hinqué junto a la puerta
de la tienda mientras, desde el otro lado del cristal, contaba a ocho personas
adultas esperando a ser atendidas. Me adentré y esperé a que uno a uno se
fueran yendo. No era mi intención solicitar la ayuda de Antonio con la presencia
curiosa de algún parroquiano, por lo que, a hurtadillas y acercándome a la
entrada del comercio, cedí el turno a dos mujeres que accedieron al local
después de mí. Dirigí la mirada a las estanterías con sobreactuado disimulo. Antonio
lo detectó sin dejar de posar su mirada en unas chuletas de carne que él mismo
troceaba. Cuando la tienda se despejó de toda clientela ya sólo quedaba su
madre tras el mostrador de la verdura. Tras cerrar el cajón de la vieja caja
registradora, se asomó Antonio con rostro inquieto, ataviado con una bata
blanca llena de chorretones ensangrentados.
—¿Qué buscas, Violeta?
—En realidad nada que puedas ofrecerme en
esta tienda. Quería pedirte un favor personal.
Cualquier tarea que pudiera estar realizando
su progenitora fue paralizada incontinenti para acaparar toda su atención en
nuestro dialogo, percibía como único sonido el resuello fatigado propio de los
obesos.
—He quedado con unos amigos en el Crillas pasado mañana a las nueve de
la noche.
Antonio me contemplaba atónito, ignorando
qué interés podría suscitarle dicho acontecimiento. Sentí el peso de la mirada
de su madre en mi cogote.
—Esos amigos son de Internet —proseguí—, no
los conozco en persona. Mi padre me ha puesto la condición de que acuda a la cita
con alguien del pueblo, y he pensado que tú…
—Vale —afirmó lacónico.
—¿Ah, sí? —pregunté sorprendida por su total
disposición.
—Sí. ¿Entonces tengo que ir a recogerte?
—No. Quedamos en el Crillas, mejor, y ya cuando llevemos un rato, si lo deseas, te
marchas con tus amistades.
—No había quedao, pero al final, siempre, acabo con mi peña. Y como estamos
en fiestas a lo mejor vienen mis primos de Cehegín.
—No, hijo —prorrumpió su madre que, como
cabría de esperar, atendía nuestra conversación—. Tú estate toda la noche con
Violeta que es de muy buena familia y no como tus primos de Cehegín, que son
chusma, que toda la familia de tu padre son clavaícos
a él.
—Si eso es lo que le estaba diciendo, madre,
que lo que haga falta.
—Yo me conformo con que me esperes en el bar
a las nueve. Luego, lo que tú veas.
—Que a mí no me importa irme contigo y con
tus amigos de Internet —insistió—,
¿cuántos van?
—Dos amigos, Ángel, de Cartagena; y Fran que
viene desde Elda.
—¿Alguna chica?
—No, ninguna chica, la única yo —confesé a
sabiendas de que este último dato no le motivaría especialmente.
—Bueno, no pasa na.
—De acuerdo, pues entonces el viernes a las
nueve en el Crillas.
—Violeta, dile a tus amigos que en el
letrero del bar pone El Mejorano, que a lo mejor se lían.
—Muy bien, Antonio, gracias. Y si luego
permaneces un rato con nosotros, como tú conoces el pueblo mejor que yo nos
podrás servir de cicerone.
—¿De cice
qué?
Abandoné la tienda con una pequeña compra y
la titánica satisfacción de contar con la colaboración de aquel tipo. Pensé
que, amén de otros lugares del mundo, existía la posibilidad de encontrarme con
amigos potenciales en Calasparra. Antonio era un chico extremadamente popular en
el pueblo y gozaba de toda la simpatía de sus coterráneos. Una paulatina
amistad con él podría suponerme beneficios a medio plazo.
Me apeé del viejo coche que conducía mi
padre junto a la Iglesia de la Merced, frente al bar, era las nueve y cinco de
la noche. Se despidió sin siquiera echar un vistazo al entorno para indagar
quiénes serían los chicos que deberían estar esperándome, se marchó en
dirección opuesta a nuestro domicilio, especulé que tal vez no le apetecería maniobrar
debido al gentío que recorría la calle. Total, nadie le esperaba en nuestro
hogar. Yo agradecí el gesto, no quería que me soltase dos besos o cualquiera de
sus frases sentenciosas que no dejan en buen lugar mi madurez. Yo me apoderé del
teléfono móvil, con la advertencia de que, a la mínima incidencia, llamase a
casa. Me acerqué hacia el Crillas que
estaba a unos pocos metros. El lugar estaba atestado de peatones que se
dirigían en todas direcciones, varios carricoches con sus respectivos
progenitores se cruzaron frente a mí con sincronía diestra. Sentí el
nerviosismo palpitar cuando las miradas de los transeúntes se posaron sobre mí
con la indeseable impresión de estar fuera de lugar. Como una advenediza me
adentré en el establecimiento y me encontré con un par de jubilados que
dialogaban a gritos acodados en la barra; y a Antonio, en el final del bar,
sosteniendo una cerveza y contándole batallitas a la camarera. Él no se percató
de mi presencia por lo que, en vez de saludar, abandoné el local en búsqueda de
mis dos amigos cibernautas. Me topé con una pareja de chicos nada más salir al
lado derecho de la puerta. Hablaban amistosamente mientras fumaban. Muy distintos
entre ellos, y radicalmente desemejantes respecto a los que deambulaban por la
zona. Antes de que yo llegara a presentarme, los dos se miraron de soslayo y
exclamaron al unísono: «¡Violeta!».
Saludé al dúo con besos protocolarios y no
remedié caer en el desconcierto pues sus apariencias no eran tal como las había
imaginado. Con toda seguridad, ellos apreciarían esa misma sensación. Entramos
al bar y ahí continuaba Antonio, con su vocerío y sus risas.
—¡Hombre, ya era hora de que vinierais!
—gritó desde el fondo del local.
—Os presento a Antonio —anuncié con timidez
a mis nuevos conocidos.
—A ver, tú eres el cartagenero —acertó
Antonio dirigiéndose a Ángel.
—Sí —respondió el joven estrechándole la
mano.
—Y tú, el de Elche.
—De Elda— dijo Fran.
—¡Bah!, de Alicante —respondió Antonio—.
Bueno, vamos a tomarnos unas cañas que la primera ronda, la pago yo.
—De eso nada, aquí pago yo que tenemos que
celebrar que, ¡por fin!, hemos conocido a Violeta —añadió Fran trazando una
mueca sonriente.
Nos sentamos junto a una mesa con sendos
bancos a cada lado. En uno, Fran y Antonio dándole la espalda a la entrada del
local; y enfrente, Ángel y yo. Contemplé la cara de niño pillo que mostraba mi
compañero de asiento, de rostro bello, pelo corto de punta, casi tan delgado
como yo e incluso de menor estatura. Me turbó apreciar unos anclajes metálicos
en sus piernas formando anómalas protuberancias en el pantalón. Fran,
aparentaba mayor edad que la que indicaba en su perfil como usuario informático,
de cabello engominado, pulcro en sus atuendos, lucía un polo de marca y una
fina chaqueta de color azul marino que le otorgaba un toque muy elegante.
Mi primera impresión de Ángel se acercaba a
la de una persona reservada, ¡cómo me equivoqué!
—¡Mira, Violeta! —mostró elevándose el bajo
de los pantalones—, yo no tengo complejo por esto.
—¿Qué te ocurrió? —pregunté creyendo que ese
amasijo de metales sobre sus tobillos se debía a una enfermedad.
—Me di un leñazo con una moto. Estuve un
montón de tiempo en el hospital, y bueno, aquí estoy… puedo andar. Los médicos dijeron
a mis padres que estaría toda mi vida en una silla de ruedas y ¡fíjate…!
—advirtió que su amigo se estaba dirigiendo a la camarera y añadió—: ¡Acho, Fran, pídeme una cerveza!
—Ya están pedidas —terció Antonio—, y unas
cuantas cortezas de cerdo que aquí las hacen buenas.
—Pues llevas lo del accidente con mucha entereza
—le dije a Ángel asombrada.
—Al principio, cuando tuve el tortazo contra
el coche, estaba hecho polvo. Fue hace dos años, yo tenía quince. Pero gracias
a la rehabilitación y a unas cuantas operaciones... puedo manejarme solo sin
que nadie me ayude.
Entretanto, Antonio y Fran parloteaban
animados, ya comenzaban a hacer planes para los encierros de septiembre. El bar
se llenó de clientes con el mismo apremio que en nuestra mesa iban sirviéndose
cervezas. Por suerte, Antonio le daba la espalda al resto del establecimiento y
no advirtió la presencia de mi padre que se presentó de improviso. Lo acompañaba
Juan, situados al principio de la barra, en el lado opuesto del local. Supe que
ya me había visto cuando me crucé con sus ojos, los cuales, con deplorable
fingimiento, proyectó sobre la imagen de un viejo cartel de una corrida de
toros en La Condomina. Se dirigió al barman desde lejos y le hizo con los dedos
el gesto de victoria; después, al ver al camarero coger un par de vasos
interpreté que le requería dos cervezas. Con otra seña rápida, que yo descifré
como: «ponme lo de siempre» consiguió que le preparasen un par de ogros (una
gigantesca corteza de cerdo, con mayonesa, anchoa y boquerón en vinagre). Comprendí
por su sintonía con los camareros que frecuentaba aquella taberna más de lo que
imaginaba.
No se demoraron mucho y al poco reanudaron
su marcha, ni mi padre ni Juan me saludaron. Entonces, seguramente por estar
algo achispada, me dejé llevar por la introspección y abandoné mentalmente la
mesa. Reparé en las notables diferencias entre mi progenitor y su acompañante.
Al uno le llamaban el Leñador, barbiespeso
de vello níveo que parecía manado de un cuento. Robusto, de tez morena y
luciendo aquellas camisas de cuadros declarando visiblemente no estar a la última
moda; el otro, el hijo del Chapas, un
enclenque casi imberbe con perilla de varios días, exhibiendo camiseta de
tirantes, colgantes y tatuajes cuyos pigmentos contrastaban con su piel
blancuzca y velluda en lugares donde casi ningún varón tiene pelo, como en los
hombros. Ambos, carcajeaban con vehemencia, haciéndose muestras de cariño
masculino simulando, con sus bromas alegres, puñetazos en el pecho y abrazos
colmados de frenesí. Percibí que el resto del bar también reía de irreprimible
júbilo cuando aquel recuerdo de mi padre y su amigo se esfumaba de mi memoria a
la par que regresaba de mi ensimismamiento. Para alinearme al estado de ánimo
del lugar, arranqué con una risotada que no estuvo bien vista por ninguno de
los comensales que me acompañaban: Fran estaba relatando la muerte por
ahogamiento de su progenitor en una de las playas de Santa Pola.
Nos levantamos de la mesa sobre las diez y
media, consulté a nuestro «guía» calasparreño para que me informase de cuál era
el establecimiento más conveniente para dirigirnos. Dudábamos entre proseguir
de tapas en un bar o acudir a un local de copas. Fran y Ángel conversaban unos
pasos por detrás, su preocupación era otra.
—¡Violeta! —dijo Ángel—. Nos vamos. Fran se
encuentra mal.
Observé que su amigo que se cubría con su
chaqueta mientras asentía.
—Vaya, ¿qué te pasa? —pregunté suspicaz al
eldense.
—Nada importante, me encuentro mal y antes
de que pase a mayores nos vamos. Que antes tengo que dejar a Ángel en
Cartagena.
—Si quieres te puedes quedar en mi casa
—propuso Antonio a Fran—, incluso hay sitio para los dos.
—Las copas nos las tomamos otro día —dijo
Ángel con rostro que pretendía aparentar resignación—. Hasta pronto, Violeta.
Entrambos partieron con paso presto, unas
gotas de fina lluvia comenzaron a precipitarse, y aunque mi padre aguardaría
junto al teléfono a que lo llamase, rogué a Antonio a que me acercara a mi
domicilio.
—¿Que te lleve a casa?
—Por favor.
—Vente conmigo, que te presentaré a mucha
gente de mi peña. Venga, no seas tonta.
—No, Antonio. Prefiero ir a mi casa, está
empezando a llover y me gustaría irme. Otro día quedamos si te apetece.
Mi padre, que permanecía junto a teléfono
fijo del salón, atendió mi llamada. Yo le comunicaba que no era necesario que
se presentase a recogerme. Antonio, que conducía con bastante cautela, se
preguntaba después sobre las posibles razones de la repentina marcha de mis
amigos.
—¿Qué es lo que le habrá pasao al Fran pa’querer irse
tan pronto?
—Ni idea. Tal vez no le ocurriese nada.
Simplemente no le gustaba el sitio, o nosotros, o qué se yo…
—Conmigo ha hablao un buen rato.
—Ya os he visto, más que conmigo. A lo mejor
he sido yo quien no le ha agradado. Se ve que se ha desinteresado por lo que yo
podía ofrecerle y no ha querido perder el tiempo aquí con nosotros.
Fue justamente al cerrar los labios, tras
emitir las últimas sílabas de crítica hacia mis amigos, cuando me percaté que
yo había actuado de un modo idéntico con Antonio en el momento en el que me
quedé a solas con él.
Ya
avistaba en lontananza las luces de mi hogar, todavía con el reconcomio de
haber manejado a mi ingenuo convecino, cuando rompí mi mudez para prometerle un
próximo encuentro con el propósito de conocer a su peña local. Antonio aceptó
de buen grado.
La armoniosa y cálida música de Norma, de Bellini, me acogió al
adentrarme en el salón. Mi padre leía junto al calor de la lámpara y del whisky, levantó la vista de la página y
me interrogó acerca de la cita.
—No sé por qué me preguntas, te he visto
espiándome en El Mejorano.
—Ya sé que me has visto, pero no te
quejarás, he sido discreto.
—¿Discreto?, si te hubiera mirado Antonio ya
verías tú dónde se habría ido la discreción. Además, yendo con Juan es
imposible pasar desapercibido, que menuda pinta tenéis los dos.
Pretendí ser hiriente con aquel comentario,
aunque no surtió efecto.
—Sí, el gordo y el flaco… el punto y la i...
Bueno, dime, ¿qué tal te parecen tus amigos?
—Te voy a contar una cosa, papá; Fran, un
estirado; Ángel, un chaval muy simpático que habla más que piensa, aunque un
excelente tipo. Pero el que mejor impresión me ha dado: ya lo conocía.
—¿Antonio?
—Efectivamente. Es un chico inculto y
vulgar, pero no posee entre sus cualidades la maldad y tiene un trasfondo
noble. Para mí, ésa es la mejor virtud que alguien puede atesorar.
—Desde luego que sí, hija. Aunque no está de
más recordarte que la maldad va siempre de la mano de la ignorancia.
Mi padre reanudó sus quehaceres, lo
contemplé durante unos segundos, bebió un pequeño trago de su copa, con
parsimonia; abrió de nuevo la página del libro en el lugar donde se había
detenido, como si aquel hombre que no alcanzaba los cincuenta y aparentaba más
de sesenta años pudiera centrarse en la lectura abandonando cualquier pensamiento
que le asaltase tras nuestra conversación. Sonreía sutilmente sin motivo
manifiesto humedeciéndose el dedo para pasar la hoja. A veces creía que el apodo
«el Loco» —que junto al mote de «el
Leñador» le decían en el pueblo— le iba como anillo al dedo. No dejaba de
sorprenderme que un tipo como él (cuyas preocupaciones no se hallaban fuera de
la música, los libros o el jardín) destruyera su mutismo para preguntarme por
asuntos mundanos.
—Papá, ¿por qué me tratas como a una niña?
—Violeta —expuso mientras cerraba el libro
injiriendo el dedo índice como muesca entre sus páginas—, tienes que pensar que
nuestra soledad me obliga a que yo asuma varios roles además del de padre.
—¿De qué roles me hablas?
—No tienes madre, ni hermana mayor, ni
ninguna amiga íntima que yo sepa. La única persona que podría preguntarte sobre
tus relaciones personales es tu tía Laura que se va a casar dentro de un mes, y
bastante tiene con eso y con lo de su madre. No es que quiera entrometerme en
tu vida, pero déjame con mi poca experiencia que pueda darte mi opinión, sólo
quiero eso.
Cavilé en las palabras de mi padre, tal vez,
ése era uno de los muchos precios que debíamos pagar por nuestro destierro. Me
abochornaba conversar con él de determinados asuntos pero, al fin y al cabo, no
sabría con quién si precisase de algún consejo.
Aquella noche, antes de acostarme, encendí
el ordenador y envié un correo electrónico a Ángel y Fran. Pretendía mantener
el contacto, al menos de manera virtual. En el mensaje mostraba mi preocupación
por su regreso a casa y por el estado de salud del alicantino, volví a
reiterarme en mi disculpa acerca de la carcajada que solté involuntariamente
cuando se contaba la angustiosa agonía del padre de Fran en la costa,
justificándome con la simplona excusa de mi falta de experiencia en eventos
sociales y de lo fácil que me resultaba evadirme en situaciones tensas. No
obtuve respuesta al mismo, ni tampoco los vi conectarse en los siguientes días.
La parte positiva de la visita de mis amigos internautas fue la de favorecer una
aproximación hacia alguien que, de otra manera, difícilmente hubiera tenido la
posibilidad de conocer: un tipo llamado Antonio, verdadero propulsor de un cambio
de actitud que me acercó a mis congéneres calasparreños.
Comentarios