MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 19



18

   El único inconveniente que afloró tras las primeras semanas de convivencia con Marisa, fue que, naturalmente, yo había dejado de tener intimidad. No es que su estancia me molestase, y si así hubiera sido, fue compensada con creces por los beneficios que aportaba a mi padre su presencia. Sus hijas, ambas con una vida social agitada, no percibirían la ausencia de su madre en su casa durante los fines de semana. Por eso, el paso siguiente que di al del aislamiento fue el de fingir todo lo contrario, pretendía parecer una persona independiente y poco hogareña, por lo que debía de estar el mayor tiempo posible de los sábados y los domingos «desaparecida».
   Como siempre, me valí de la total disposición de Antonio hacia mí y lo manejé para que estuviera a todas horas conmigo (siempre y cuando el horario de su tienda se lo permitiese). Las noches teníamos garantizada la diversión con nuestras amistades de la peña. Sólo me bastaba con que las mañanas de los domingos hiciésemos alguna excursión y por las tardes largos paseos por el pueblo. Absorbí el tiempo libre de mi amigo en aquellas ocupaciones que, a pesar del calor, nos fueron aficionando a las caminatas, al punto de que en poco tiempo conocimos buena parte de las rutas de senderismo de toda la comarca.
 
   Era la noche de un cálido domingo cuando, después de cenar en el Bar Casino, y en mi afán de prolongar la cita, le propuse a Antonio ir en coche al santuario, a unos seis kilómetros de Calasparra y no muy lejos de mi casa. Por el camino le decía que, según la leyenda que data de varios siglos, un pastor se encontró con una imagen de la Virgen entre las rocas, dejada posiblemente por un caballero cristiano, y que la gente del pueblo no pudo trasladar a la localidad, por lo que comenzó a ser venerada en dicho emplazamiento. En mi maquinación no se encontraba ilustrar a mi amigo sobre el origen del santuario, sino la de hacer ameno el tiempo que estábamos juntos y, con ello, regresar lo más tarde posible a mi domicilio. Reconozco que mi padre llevaba meses sin ponerme objeciones respecto a la hora de regreso a casa, aunque yo, cada fin de semana, la alargaba un poco más que el anterior. Paseamos a pie el trayecto que unía la explanada del aparcamiento hasta el Santuario Virgen de la Esperanza, recorriendo ambos las escalinatas y otras zonas a distintas alturas junto al río Segura colmadas de bancos vacíos y húmedos. El lugar, sin el habitual gentío, parecía de ensueño, acompañados únicamente por el sonido del chirrido de los grillos y del ululo de los búhos y los árboles acompasados en una bella sinfonía con el agradable rumor del agua vertiginosa. El eco de nuestras pisadas en aquel lugar vacío, conferían cierta atmósfera siniestra a aquella lóbrega zona del río en su  paso por el santuario.
   Pensativos —ya habíamos agotado el cupo de palabras que pueden intercambiarse en una jornada— transitábamos junto a la orilla del río, el silencio entre nosotros ya no nos incomodaba. De pronto, escuchamos un carcajeo entre la oscuridad, vislumbramos el centelleante fulgor de una viejo bidón metálico ardiendo que haría las veces de barbacoa, a pesar de la distancia pude avistar varios rostros reflejados por las llamaradas.
   Debían de ser unos cuantos porreros de litrona en mano que aprovecharían aquel desértico lugar, apartado del itinerario policial, para estar tranquilos, lejos de la mirada acusadora de cualquier vecino. Antonio me sugería que diésemos la vuelta antes de que nuestra presencia fuese detectada por aquel grupúsculo de jóvenes que maldecían a los santos entre carcajadas, cuando escuchamos la siguiente frase: «¡Cagoendios con los mosquitos!». Era la inconfundible expresión de Juan. Me acerqué unos cuantos metros con la intención de poder divisar a ese hatajo de blasfemos para, finalmente, cerciorarme de que estaba allí, con su habitual camiseta remangada hasta los hombros, con la compañía de cuatro especímenes de similar facha.
   El sensor de mi sentido común debía de estar averiado puesto que me alegré de ver a Juan después de tantos meses e inicié la marcha para aproximarme al grupo y saludarle. Desde la invisibilidad que nos proporcionaba la oscuridad, Antonio me agarró de un brazo para impedir que avanzase.
   —No vayas para allá —susurró—, ¿no has visto qué pintas tienen?
   —Pero a uno de ellos le conozco. Es un buen amigo de mi padre.
   —Ya lo sé, el Chapicas. Pero hay dos ahí que iban al colegio conmigo y son chusma. Ya robaban lo que podían cuando eran críos.
   El murmullo de nuestra conversación había crecido de volumen y aquello nos delató. Distinguí cómo todos sus ojos se dirigían hacia el punto donde estábamos. Para ellos no deberíamos ser más que unas sombras que bisbiseaban.
   —¿Quién anda? —preguntó Juan que por edad debería ser el líder de aquella pequeña sociedad de maleantes.
   —Buenas noches, Juan, soy Violeta, me acompaña un amigo —dije mostrando toda la cordialidad que me permitía el temor que me sobrevino al escucharle.
   —¡Ah, hola! —expresó sin manifestar entusiasmo alguno—. Este es un sitio peligroso paandar a estas horas.
   Observé mientras me acercaba —frenada por la extremidad de Antonio que todavía me aferraba— que mi interlocutor gesticuló rápido hacia uno de sus socios, mueca que, por cierto, no logré descifrar, la interpreté como si procurara evitar que yo les descubriera fumando hachís. Me percaté que entre Juan y el sujeto que escondía la mano se encontraba un individuo orondo cuyo rostro me resultó familiar. Él ya sabía quién era yo.
   —Bueno, Juan, nosotros regresamos que es muy tarde, a ver si te pasas un día por casa —dije no muy convencida de desear que aquello ocurriese.
   —Sí, que hace tiempo que no voy —respondió más pendiente otra vez del flacucho moreno que de mí.
   Dispuesta a dar media vuelta y desaparecer con Antonio de aquel sitio, volví a reparar en el grandullón, preguntándome de qué conocía a aquel joven que se mordía de rabia con su escasa dentadura ya ennegrecida como resultado de la mala vida. Y entonces le reconocí: era Manuel, el Nazi, aquel niño al que mi padre propinó un puñetazo cuando le sorprendió empujándome a un charco.
   La misma intuición que ya me había advertido de que estaba en zona hostil me tentó a que observase a todo el grupo con todo el detenimiento que el pavor me concedía. No noté nada en particular en relación a los restantes, hasta que el viento esparció del fuego del bidón unas ascuas incandescentes que se dirigieron al de la camiseta roja —el tipo al que tantas señas efectuaba Juan— comenzando este a agitar las manos para evitar quemarse la cara con las chispas. Con toda la luminosidad de las llamas pude comprobar con claridad que ese hombre carecía de varios dedos.
   Presa del pánico tiré del mismo brazo del que Antonio antes me sujetaba, emprendiendo el regreso no sin que primero volviese la mirada para confirmar lo que ya había visto, convenciéndome de que las falanges que le faltaban a ese individuo se habían quedado amputadas en el interior de uno de los cajones de la cómoda donde mi padre atesoraba las reliquias de la etapa feliz de su vida.
    —Vámonos de aquí, por favor —tartamudeé en secreto a Antonio, aligerando el paso.
   —Venga —apremió con desasosiego.
   Supuse que Juan ya sabría que yo había advertido aquel detalle y que, lógicamente, habría atado cabos, por lo que fui cada vez acelerando la marcha rezando que no nos siguiesen.
   —¡Esperad! —gritó la voz del Chapicas pareciéndome que se encaminaba presto hacia nosotros.
   —¡Corre! —exclamé a Antonio soltándome de su brazo.
   Únicamente necesitábamos alcanzar nuestro vehículo antes que ellos, mi amigo no tendría problema alguno, era corredor en los encierros, el reto se centraba en que yo llegase a tiempo. Al poco, retrocedí la vista y en la oscuridad sólo aprecié un leve jadeo, el sonido a mis espaldas de una lata de refresco producido por un involuntario puntapié delataba su proximidad. Me detuve para hacer frente a mis perseguidores, no como acto de valentía sino por ahogamiento y fatiga, el deporte nunca ha sido mi especialidad y ya había pulverizado los músculos caminando por la mañana. Se acercaba solamente Juan. Sorprendentemente venía andando, y aunque mi cabeza no estaba para estúpidas distracciones me acordé de las películas de zombis en las que los muertos, marchando lentamente y con torpeza, atrapaban a los vivos que corrían despavoridos. Su mirada mantenía una expresión serena, cosa que no me invitaba a la tranquilidad. Por fortuna, el resto del grupo perma­necía a metros de distancia, ajenos a nosotros, retomando sus actividades insalubres y sus majaderas risas. Antonio retrocedió cuando se percató que recorría el camino en solitario y ante la presencia desafiante de Juan, que ya estaba junto a mí, se puso en guardia alzando los puños como un boxeador antes de que sonase la campana.
   —Déjanos en paz —gritó Antonio.
   —Chico, esto no va contigo —contestó el Chapicas con sus ojos clavados en mí.
   —Si la tocas, te machaco —dijo mi amigo.
   Sabía que, por la gran diferencia de masa corporal, Juan poco podría hacer con Antonio y me relajé al darme cuenta de que si hubiera querido agredirnos, ha­bría solicitado ayuda a sus amistades.
   —Escucha, Violeta —dijo Juan adoptando un tono neutro—, quiero hablar contigo, a ser posible a solas.
   —Ni lo sueñes, no me quedo contigo ni muerta —alegué.
   —Dile a tu amigo que se aparte un poco, no quiero que me oiga, y créeme, que lo que te voy a decir me compromete a mí menos que a tu padre.
   Realicé un gesto a Antonio para que acatara la petición, se situó en una distancia prudencial para que, aun sin escucharnos, se mantuviera al acecho. Bajo la tenue luz de una titilante farola y la atenta mirada de mi amigo que presenciaba la escena en la distancia Juan se acercó a mi oreja.
   —Violeta —cuchicheó—, voy a proponerte un negocio.
   —No quiero saber nada de ti.
   —Escucha, niña, tú no dices na a tu padre de lo que has visto aquí, y ni yo, ni ninguno de mis colegas tomará represalias contra él. Créeme que si, en vez de ser tu padre, es otro el que le corta los dedos a mi amigo, habríamos ido ya a quemarle la casa.
   —Pero mi padre era tu amigo —dije llorando.
   —Lo era, pero dejó de serlo hace tiempo —masculló—, tu padre tiene todas las de perder. Si el Negro decidiera denunciar la agresión que recibió cuando lo pillaron en tu casa, te puedo asegurar que la condena sería más alta pa tu padre que pa él, y otra cosa que seguro que no sabes, más vale que tú y él estéis callaos que sé cosas de tu padre muy graves, y que no prescriben con el tiempo.
   De manera implícita, Juan hacía una clara alusión al asesinato que mi padre les confesó entre copas —a él y a Pedro—. Aparté con asco los salivazos que había soltado en mi mejilla (lo que ya se estaba convirtiendo en un clásico entre las conversaciones con los que, meses atrás, frecuentaban mi casa) y procuré darle réplica cuando me sujetó fortísimamente con el brazo, prosiguiendo:
   —Es más, no íbamos a robar dinero, tan sólo joyas. Joyas y cuatro relojes que estaban olvidaos. Lo del cuadro fue un accidente, no queríamos na’más, tu padre nos había dicho a mí y a Pedro que eran valiosas, y sin embargo ahí estaban, cerrás durante años. A mí me cuesta mucho salir adelante, he estao en la cárcel por vender droga, y la recogida de chatarra da sólo pa’comer, ¿qué quieres, que vea cómo un tipo como tu padre, cuya única ocupación es la de podar el jardín tenga tantas cosas valiosas guardás?
   »Tu padre vendió la empresa de tu abuelo y vive de los alquileres, no tiene problemas económicos. Su vida es la que cualquiera quisiera tener. Menos lo de escuchar ópera, que vaya rollazos nos metía.
   —Mi padre, como sabes, sufrió un gran shock con la pérdida de su mujer y su hija mayor y, para colmo, tuvo que hacer frente él solo al cuidado de su hija pequeña después de tamaño trauma.
   —No me hagas reír —interrumpió.
   —Juan, tu amigo Andrés te ha dado todo lo que ha tenido; y tú y Pedro habéis estado en mi casa infinitud de veces. Os tiene aprecio, seguro que se pregunta por qué no te has acercado últimamente a visitarlo.
   —Ya he perdío la amistad con tu padre y con el repipi de Pedro, siempre me han mirao como alguien inferior. Y otra cosa te cuento: ¿Sabes que tu padre me dijo que se cargó a un payo por el simple hecho de haberle hecho novatás en la mili?
   Negué con la cabeza con la absoluta certidumbre de que hablaba bajo los efectos de sustancias estupefacientes.
   —Pues sí, niña, ese es tu padre: un tío que me hubiera matado, porque lo de las novatás era mi especialidad en el instituto, ningún niñato se me escapaba.
   Comprendí en el acto que el mundo de aquel ser acomplejado distaba sobre el que yo he vivido, que las bases donde se alzaban su educación o moralidad estaban mal cimentadas desde su más remota infancia. Considero incluso, que si mi padre o Pedro le miraban por encima del hombro a un individuo que en cada frase se jactaba de defecar sobre el Creador, hicieron lo correcto.
   —Tranquila —prosiguió su discurso—, porque ninguno de nosotros queremos vengarnos. De hecho, Manuel que es el más corpulento de todos, no quiso ir a vuestra casa por si se tenía que enfrentar a tu padre. Vamos a dejarlo pasar, tú no dices na y no habrá represalias por nuestra parte.
   —De acuerdo —afirmé para marcharme cuanto antes—, tú y yo no nos hemos visto.
   Juan asintió con firmeza.
   —Violeta, ¿quieres que vaya? —preguntó impacientado Antonio en la distancia todavía sin desprender un ápice de tensión en su expresión corporal
   —No. Ya me voy —contesté echándole un último vistazo al rostro de aquel traidor.
   Antonio y yo abandonamos aquel tenebroso lugar enmudecidos, pero con el tácito convencimiento de que jamás volveríamos de noche a ese sitio. Andábamos deprisa, casi corriendo y le agarré su mano, apretujándola, descargando así mi nerviosismo hasta llegar a su automóvil.

   Ya se había hecho muy tarde, era la madrugada del lunes y Antonio debía abrir su tienda al amanecer. No creo que fuera esa su mayor preocupación, condujo agresivamente en dirección al pueblo, las sinuosas curvas y la estrecha calzada ya no acrecentaban mi temor, más era imposible. Continuábamos callados, sin volumen en la radio, con la compañía tan sólo del rumor del motor de su Seat Ibiza. Mi casa estaba de paso en el camino, a algo menos de doscientos metros de la carretera que descendía a Calasparra. Paró el vehículo junto a la verja de casa y quitó el contacto de la llave.
   —Me tienes que contar qué te ha dicho ese individuo.
   —No, Antonio, ahora no, te lo aclaro en otro momento.
   —Pero ¿te ha amenazao?
   —No —mentí—, y es la verdad. Es un asunto que tiene que ver con mi padre, ya te contaré mañana.
   Advertí que el Renault Megane de Marisa no estaba aparcado en el jardín, habría preferido pasar la noche en su domicilio. Mi padre estaría solo, leyendo y escuchando la ópera Don Pasquale de Donizetti que podía percibirse desde nuestra distancia. Por el reflejo de árboles, sabía que tenía la luz de su dormitorio encendida (la ventana de su habitación miraba hacia el pueblo y no hacia la verja). Dirigí la vista hacia la casa de mis vecinos cuyas desiguales siluetas detrás de la cortina conseguía vislumbrar, sé que verían el automóvil, pero no les saludé dudando que pudieran detectar nuestra presencia en el interior oscuro del vehículo. De­sa­broché el cinturón de seguridad para abandonar el coche, después besé en la mejilla a Antonio, y lo prolongué durante unos segundos como un gesto fraternal, cargado de cariño, que pretendía mostrar mi agradecimiento hacia su actitud en las últimas horas, y sobre todo, por la unión cómplice que, sin haberlo deseado, nos había originado el suceso en los aledaños del santuario. Antonio me sujetó de la barbilla, y fue acercándose poco a poco hasta que sus labios se encontraron con los míos, no supe qué hacer, así que cerré los ojos. Duró unos instantes, un segundo tal vez, pero el mundo se paralizó en aquel momento. Nunca me habían besado en la boca.
   Salí del coche en silencio y me despedí de aquel hombre con sonrisa pueril y pensamiento indeciso, desconocía si lo que acababa de ocurrir se debía a una cosa puntual fomentada por los últimos acontecimientos o al preludio de algo verdaderamente hermoso.
   Entré en casa y me dirigí hacia los dormitorios, contemplé durante unos segundos a mi padre que dormía en la mecedora, bajé el volumen de la música hasta equipararla al sonido de sus ronquidos. Dolida por su exceso de ingenuidad, y de lo que él ignoraba por no desconfiar de quienes llevan en la cara el cartel de la sospecha, le besé en la frente, acostándome con la pena de que uno de sus amigos, cuyo nombre nunca debería revelar, le había traicionado con inimaginable vileza.
   Sorprendentemente no me costó conciliar el sueño en aquella noche de emociones encontradas y de nuevas experiencias, pero el agotamiento de haber estado caminando durante todo el día y la breve carrera en el santuario me había desintegrado la musculatura de las piernas.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén