MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 16


15

   Me cité con Antonio, coincidiendo asiduamente con buena parte de sus amigos de la peña, durante todos los fines de semana de aquel verano. Salvo en el penúltimo de agosto, aquella fecha estaba reservada al casamiento de mi tía Laura con Alberto, mi padre y yo volvimos a pisar suelo cartagenero después de casi cuatro años para asistir al enlace.
   Tuvieron el acierto de ubicarnos en la mesa presidencial, ya que no conocíamos a ningún otro invitado excepto a mi abuela María que por aquel entonces ya estaba hecha un vegetal. Los padres del novio se encontraban al otro lado de los recién casados, irradiaban glamour por los cuatro costados, esclavizados por tontas frivolidades. Nuestro humilde aspecto y ademanes sencillos contrastaban con los del resto de comensales. Yo me había comprado un vestido que me iba largo, el cual me obligó a que caminase firme y cauta para evitar pisarlo con unos tacones a los que nunca estaré acostumbrada; mi padre estrenó traje para la ocasión, parecía no estar muy cómodo con él, a menudo se levantaba el cuello de la camisa con los dedos para permitir que pasara aire por su oprimida tráquea. Los novios estaban radiantes y los comensales  —casi todos, familiares de Alberto, compañeros de General Electric y profesores de Maristas— se dirigían a los protagonistas de la boda con una cercanía y confianza que mi padre y yo habíamos perdido por nuestra lejanía y extravagancias. Mi tía se convirtió de repente en casi una desconocida que poco tenía que ver con esa segunda madre que una vez fue.
   Recuerdo cómo mi padre me provocaba la risa cuando de reojo me miraba cómplice a cada sorbo de cerveza, vino o champán que daba Alberto.

   Con el permiso de conducir ya en mi poder, no dependía de nadie para bajar al pueblo. La última semana de agosto, justo la siguiente a la de la celebración del matrimonio de mis tíos, ocurrió algo extraño. Llegué a casa después de una de las muchas salidas nocturnas con Antonio y sus amigos, escuché el piano a pesar de que ya era la una de la madrugada. Mi padre sólo tocaba el piano si estaba acompañado de gente y rebosaba alegría; o por el contrario, en soledad cuando la tristeza le embargaba. No realicé mucho ruido al entrar, aunque sé que pudo advertir mi regreso por las luces del coche y los ladridos de bienvenida de Yako. Interpretaba una de esas canciones que me han acompañado durante toda mi existencia, esta concretamente la había compuesto para mi madre poco antes de que falleciese. Aprecié en sus ojos, rojos y ausentes, que había bebido más de lo habitual, y en sus mejillas coloradas descubrí alguna lágrima. Apartó su mirada de sus dedos para situarla en dirección a la ventana, tal vez, para comprobar que su viejo automóvil estaba bien aparcado, concluyendo la ejecución antes de tiempo.
   —¿Qué te ocurre, papá?
   —Estoy harto de estar solo —respondió levantando las manos del teclado, para apurar las últimas gotas de una copa vacía que por medio de un posavasos descansaba sobre el piano.
   —¿Es porque todas las noches quedo con Antonio y sus amigos?
   —No, cariño, eso me alegra. Es bueno que hagas tu vida y seas independiente. Mi soledad no es de ahora, sino de hace casi veinte años. Echo mucho de menos a tu madre y, por qué no decirlo, la compañía de una mujer.
   —Papá, ya sabes que yo no vería con malos ojos que encontraras a una mujer con quien convivir. Acuérdate que de pequeña te decía que te casaras con Laura.
   —Hija, eso que tú nos decías, aparte de la broma, era porque tenías celos de que Dani se encaprichase de la tía y querías el camino libre. Menuda manipuladora estabas hecha.
   Sonreí asintiendo mientras él se incorporaba poniendo rumbo a su dormitorio.
   —No sé, Violeta —prosiguió justificando su flaqueza—, se avecina un mes muy complicado para mí, ya lo sabes.
   Mi padre se detuvo, besó sus dedos y sopló en dirección a la fotografía familiar de 1981 que engalanaba el salón. El óleo con la imagen de mi hermana se había ubicado nuevamente en la antigua habitación prohibida, la cual se explotaba como despacho donde se emplazaba el ordenador que solía usar yo, también ofrecía una pequeña cama para invitados que nunca se utilizaba.

   Llegó septiembre y, con él, las Fiestas de Nuestra Señora de la Esperanza. Estas celebraciones traían consigo a los famosos encierros taurinos que, en muy poco tiempo, habían logrado una enorme popularidad en la comarca. Antonio era miembro de la peña llamada Glóbulos Rojos, muy activa durante los festejos. Todos los días de aquella semana frenética de feria se convocaban para comer, beber o llevar a cabo cualquier actividad de entretenimiento. Había quien corría delante de los novillos cada mañana, en ese grupo se encontraba Antonio. Aquella gente, de todas las edades y clases sociales, era verdaderamente amistosa conmigo, nunca me juzgaron por mi apariencia física.
   Reconozco que, en ocasiones, me suponía un enorme esfuerzo aguantar hasta el final de la noche. El encierro, con el cielo ya amanecido, era el colofón con el que se culminaba cada velada. Retornaba a casa tras comprobar que mi amigo y sus compañeros de peña concluían con éxito la carrera después de que les persiguieran peligrosos astados de casi quinientos kilogramos.

   Con el agotamiento derivado de una noche sin descanso llegué a mi domicilio cierta mañana, creo recordar que la penúltima de las fiestas de septiembre. Me desconcertó encontrarme con la verja abierta en vez de entornada. Preocupada por una posible escapada de Yako, introduje mi automóvil en la finca con toda la prudencia que me permitía mi estado de alarma que procuraba avistar a mi perro que no me recibía como de costumbre. Pisé un reguero de sangre que se dirigía hacia la puerta de la entrada de la vivienda que, para mayor angustia, se hallaba abierta. La franqueé corriendo mientras gritaba «papá» y mentaba a los santos. No le encontré en la primera estancia de nuestro hogar, nadie respondía a mi llamamiento, las cortinas ondeaban en el salón con arrebato rompiendo levemente el silencio con el zarandeo de la tela en la pared. Deseando que mi progenitor estuviera dormido, ascendí deprisa la escalera y accedí a su dormitorio. Estaba vacío. Escuché una voz que repetía en susurro: «Hijo de perra». No la identifiqué y un escalofrío me sobrevino, lentamente me aproximé hacia mi dormitorio, adentrándome —con un coraje que todavía hoy me asombra—, sin lograr descubrir nada de relevancia. Con sigilo, y a una distancia considerable para evitar ser sorprendida, me arrodillé para comprobar que debajo de mi cama no se encontraba nadie.
   —¿Papá? —gimoteé, atenazada por el pánico.
   —Ven, Violeta —contestó con la entonación recuperada.
   Percibí su voz desde la habitación de invitados, la que estuvo años cerrada con llave. Me acerqué, topándome con mi padre que me recibió cabizbajo sentado en la cama, con el rostro ensangrentado y el hacha, con la que tiempo atrás hirió a mi perro, sobre la colcha.
   —¿Qué te ha pasado, padre? —pregunté aterrorizada.
   —El muy hijo de puta se me ha escapado —atinó a contestar.
   Observé el lienzo de mi hermana tirado en el suelo, con el marco despegado y rajado en dos partes. Comprendí en aquel instante que alguien había asaltado nuestra casa y que mi padre lo cazó desprevenido.
   —¿Estás herido?
   —No, la sangre es del hombre al que he pillado in fraganti.
   —¿Qué ha ocurrido?
   —Han intentado robarnos, hija. Al menos, uno de ellos se ha llevado una lección de la que se acordará toda su vida.
   —¿Has llamado a la policía?
   —Mejor no la llames —contestó tajante mientras efectuaba con las palmas de las manos un movimiento que invitaba a la calma.
   —Papá, por favor, cuéntame sin ambages lo que ha sucedido aquí esta noche, por lo que más quieras.
   —Me quedé durmiendo en el sofá, escuché a Yako ladrar, pero no le di importancia, entonces noté un ruido en esta habitación, percibí cómo cerraba la puerta con tiento y, sin pensarlo, cogí el hacha y subí. Abrí la puerta, y antes de que pudiera darse la vuelta le sorprendí dándole un certero golpe en su mano cuando estaba abriendo este cajón.
   Advertí que el receptáculo que señalaba mi padre asomaba desencajado de la cómoda y se mostraba astillado por la parte superior.
   —Quiso hacerme frente al principio—continuó—, y creo que luego dudó en tirarse por la ventana, pero lo pensó mejor y se fue hacia la puerta. Aún tuve ocasión de encajarle un hachazo en la espalda. Ese delincuente huyó despavorido y, por sus chillidos, trató de advertir a su compinche: «el leñador me ha atacado».
   —¿Nos han quitado algo?
   —No han robado nada que yo sepa, he mirado abajo y está todo intacto, he visto que están todas las joyas de mamá. Pero han hecho algo peor.
   Creí que hacía referencia a la brecha en el cuadro de mi hermana y no pregunté para evitar indignarlo reconstruyendo de nuevo los acontecimientos. Me arrimé en silencio para comprobar la rotura del tercer cajón, el que tenía reservado para compilar las noticias del accidente de mi madre.
   —Ten cuidado, no te manches —advirtió a sabiendas de lo que me iba a encontrar dentro.
   Presa del pánico intenté cerrar sin éxito el cajón en cuanto contemplé el charco de sangre que teñía de rojo el amasijo de papeles, además de un dedo completo amputado y varias falanges que posaban sobre los viejos recortes de periódico.
   —¡Joder, papá! —exclamé horripilada—, ¿le has seccionado media mano?, te van a meter en la cárcel.
   —Ese quinqui no robará más, al menos en esta casa —sentenció mi padre.
   —¿Que no?, ¡posiblemente venga con una pistola y nos mate!
   —Ese tipo no podrá apretar un gatillo en su vida, a no ser que sea zurdo, cosa que dudo si se tiene en cuenta que rebuscaba con la diestra en el interior…
   —¡Déjate de gilipolleces!, nos va a salir muy caro que te hayas tomado la justicia por tu mano. Deberías haber llamado a la policía, pero nunca agredir a esa gentuza poniéndote a su altura. Ya no podré coger el sueño con tranquilidad en la vida.
   —No te preocupes, que ya estoy yo para defenderte con el hacha. Pienso dormir con ella en la cama.
   —¿Y qué te piensas, que eres mi perro guardián?
   —Violeta —dijo adoptando un tono severo, a sabiendas de que yo no estaba al tanto de la funesta noticia—. Esos tipos le han dado carne envenenada a Yako. Han matado a nuestro perro.
   Salí hacia el jardín vociferando el nombre de mi mascota hasta que lo encontré exánime en un escondrijo, en la parte trasera de la vivienda, donde acudía cuando enfermaba. Una chuleta mordisqueada junto a él delataba el modus operandi de aquellos ladrones.
   Siempre he creído que cuando los humanos o animales mamíferos perecían, lo hacían con los ojos abiertos. Contemplé a Yako y parecía estar durmiendo, meneé su cabeza y lo levanté en peso rogando a Dios que su ausencia de aliento se debiera a que se hallase bajo los efectos del tóxico, pero que conservase todavía con un atisbo de vida que mantuviera mi esperanza de recuperarlo. Expectación que se difuminó cuando mi padre me agarró de los brazos y me separó de mi fiel amigo al escuchar que yo decía con insistencia: «Levanta, Yako, hoy vas a entrar conmigo a casa, seguro que papá no nos dice nada, venga. Levanta, amigo, venga, Yako, venga…».

   Con lágrimas en los ojos, e hipando, ayudé a mi progenitor en la limpieza de la habitación y de todo el goteo sanguinolento que abarcaba desde aquella sala hasta la verja de acceso a nuestra finca. «Tenías que haberle cortado el cuello» murmuraba mientras pasaba la fregona por la escalera.
   Haber estado toda la noche sin dormir pronto me pasó factura. Indiqué a mi padre que me iba a acostar. Él aprobó con la cabeza mi decisión mientras con la manguera procuraba limpiar la sangre incrustada en el diminuto enlosado intercalado y superpuesto sobre la tierra que comprendía la distancia de la entrada a la vivienda hasta el lugar donde solíamos aparcar el vehículo. No conseguí conciliar el sueño con tranquilidad, la muerte de mi perro y una posible represalia por parte de los delincuentes eran pensamientos que erraban por mi mente hasta azorarme, concediéndome toda una sesión de pesadillas que nublaron mi entendimiento durante un extenso periodo de tiempo.

   El sábado siguiente, ya acabadas las fiestas, acudí a la tienda de Maruja y su hijo para proveer de alimentos nuestra alacena. Antonio hizo eco de una noticia aparecida en la prensa local que aludía a un delincuente de Calasparra que había sido atendido en un hospital cercano por la amputación de varios dedos. En un quiosco próximo a su comercio adquirí un periódico regional que abordaba el suceso de la siguiente manera:

COMARCAL
Herido de arma blanca en los encierros de Calasparra
Según fuentes del Hospital del Noroeste de Caravaca, la mañana del miércoles 6 de septiembre, un hombre de 30 años de edad y con las iniciales de J.B.H., de etnia gitana y natural de la pedanía calasparreña de Valentín, fue atendido de urgencia tras la amputación de varios dedos de su mano derecha y una fractura en el omóplato derecho de consideración ocasionadas por arma blanca. El individuo, un toxicómano con numerosos antecedentes por robo, no pudo concretar el origen de las heridas, aunque el Jefe de la Policía Local de Calasparra apunta a una posible reyerta callejera producida durante las fiestas patronales de dicha localidad.

   Emulé a mis vecinos espiando tras las cortinas durante semanas. Aguardando con sospecha e incertidumbre una más que probable venganza.
   Días antes enterramos el cuerpo de Yako, unas pocas horas después de que lo mataran. Mi padre cavó una pequeña fosa junto a la higuera, era su árbol preferido para cobijarse del sol cuando buscaba descanso en las interminables tardes de verano.
   —Papá, ¿crees que vendrán? —pregunté sin haberme recuperado todavía de las pesadillas que padecí aquella mañana.
   —No, no creo hija, no te preocupes.
   —¿Por qué crees que hay gente que roba y se dedica a hacer el mal?
   —Algunos, Violeta, no viven en paz. Así como en las guerras no hay buenos ni malos, a ese tipo lo han educado codiciando lo ajeno porque, de algún modo, piensa que nosotros, somos los malos de su película. Que voluntariamente los hemos dejado apartados de la sociedad, marginados, etcétera. En su ignorancia, creen que somos el enemigo y que ellos se creen con el derecho de buscar la compensación de lo que a cada uno le pertenece; infringiendo unas reglas sociales que, en verdad, son injustas.
   —Justificas lo injustificable: mataron a Yako.
   Mi padre seguía echándole tierra en la cavidad donde yacía nuestro perro. Me contempló asintiendo y sé que comprendió perfectamente mi irritación. Su filosofía donde todo el mundo nace bueno y que las circunstancias de la vida son las que acaban convirtiendo a que alguien delinca no se podía sostener. Menos aún aquel día.



Andrés, VIII

   La sala de espera del Hospital Virgen del Rosell se convirtió en una expectante reu­nión familiar la Nochebuena de 1978. Sentado junto a Andrés se hallaba su padre y algunos parientes de Patricia. La mañana del 25 de diciembre vino al mundo Su­sana, nombre elegido como recuerdo al personaje homónimo de Las Bodas de Fígaro, la ópera preferida de su padre por aquel entonces.

   Los negocios del padre de Andrés habían crecido en personal y número de estable­cimientos. A las antiguas tiendas cartageneras de Juan XXIII y Ramón y Cajal, se aña­dieron dos comercios, uno en Alameda de San Antón; y otro en Ronda Norte, éste último en la ciudad de Mur­cia. Los cincuenta kilómetros que separaban el establecimiento murciano del resto de los comercios de la empresa obligaron a que Pepe y su hijo delegaran en Paco para dirigirlo. El amigo de Andrés se había ganado la confianza de la regencia por su competencia y lealtad. Las verdulerías precursoras del pequeño imperio de los Rosique fueron cerradas años atrás, arrendando los locales a empresas de ali­mentación.
   Con el nacimiento de su hija pensó Andrés que sería adecuado realizar un cambio de domicilio y destinó todos sus ahorros a la adqui­sición de una nueva vivienda sin escatimar en el precio. Antes de que Susana cumpliera un año, la familia se había trasladado a El Rosalar, una zona residencial situada en Tentegorra, a cuatro kilóme­tros de la ciudad. La casa disponía de varias plantas y estaba cercada por una finca colmada de árboles y arbustos, salvo en la parte poste­rior de la vivienda, donde en una planicie de césped quedaba encuadrada una gran piscina. Andrés podría ser uno de los propietarios más jóvenes de aquel vecindario.
   Los quehaceres de la vivienda, sumados a los de la pequeña criatura, exigieron la contratación de Lily Mrowiec, una mujer de origen francés y padre polaco que ayudaría en las tareas del hogar cuando Susana no precisase de sus cuidados. La niñera llevaba dos décadas en España, era viuda de un militar de Cartagena. Prefirió permanecer en el país a pesar de no tener familia y apenas unas pocas amistades. Por beneficio de am­bas partes, convinieron al poco tiempo, que la estancia en la casa de aquella mujer fuese intensiva de lunes a viernes incluyendo la pernoctación, destinando uno de los muchos dormitorios de la planta superior para su uso personal. Rondaba la cincuentena, contaba con varios años de experiencia como cuidadora de niños. Vestía con ropas oscuras que contrastaban con su cabello canoso. El cariño entre los habitantes de la casa fue creciendo de tal manera que la em­pleada, fuera de lo pactado, acudía incluso algunos fines de semana a cocinar, cuidar de la pequeña o adecentar la casa. Había adoptado el rol de abuela que en ab­soluto molestaba al matrimonio.
 
   Era un tórrido sábado de verano de 1980, cuando Paco —que ya residía en la ba­rriada de El Infante, en Murcia—, invitado por su amigo Andrés, acudió a la casa de la familia Rosique Domínguez acompañado de Consuelo, su novia. Ella era de la pedanía murciana de Aljucer, vestía prendas anticuadas, impropias de una joven de veinte años.
   —Prohibido hablar de la empresa —propuso el anfitrión a Paco mientras saludaba a la pareja.
   —Sí, que para eso tenemos el resto de días de la semana.
    Andrés se encaminó hacia la cocina para ayudar a su mujer a preparar el aperitivo, dejando a sus invitados a solas con Susana que correteaba alegre alrededor de la pareja.
   —Menuda casa tienen, ¿eh, Consuelo? —susurró Paco.
   —Ya sabes, los ricos, se lo quedan todo, y por mucho que tú trabajes, ellos ganarán más. Estoy segura de que si te montaras por tu cuenta, podríamos en poco tiempo tener una casa igual. Por cada peseta que tú ganas, él se lleva cien. Puedes estar en­lomao para que funcione su tienda que le da igual.
   —No hables así de Andrés que gracias a él tengo un buen sueldo, dirijo una tienda, y tengo a mi cargo a un vendedor, un técnico, una dependienta… y ¡cállate que nos van a oír!
   —Si es que eres tonto de lo bueno que eres, pero tonto de remate —concluyó Con­suelo oyendo al matrimonio acercarse con el sonido de los platos y los vasos.
   Por la noche, cuando Paco y Consuelo se habían marchado a Murcia, Andrés se dirigió a su mujer.
   —¡Qué buenas personas son!
   —Ya lo creo que sí —dijo entre bostezos, sentán­dose junto a su hija que dormía en el sofá.
   —Ha sobrado algo de vino, ¿te apetece?
   —He bebido un vaso de cerveza en la cena y creo que ya es suficiente, no debo be­ber más y, ¿sabes por qué? —preguntó con un tono que suscitaba cierta intriga.
   Andrés no respondió, simplemente la miró con interés.
   —Creo que estoy embarazada.

   Y era cierto lo que decía, porque Violeta, la autora de La hija del Leñador, ya había sido engendrada.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén