MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 4
3
Tendría
ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y
cielo rabiosamente azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar
los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el
cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que
dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la
sala sempiternamente cerrada del final del largo pasillo de cuya baranda asoma
la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible
necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta, permitía
pasar un halo de luz blanca, resplandeciente. En la vida había visto que el
interior de una sala fuese tan luminoso. Con la garantía de que la voz de mi
padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el
descuido y atravesé el umbral.
Lo que me
encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El
cuarto parecía recién pintado, no como el resto de paredes de la casa, un par
de grandes ventanas abiertas que exhibían unas vistas inigualables del pueblo y
la montaña, y unas esplendorosas cortinas, confeccionadas con una tela fina
casi transparente, que ondeaban con ímpetu. Me sentí molesta de que mi padre me
mintiera y negara el acceso a la habitación más espaciosa, radiante y pulcra de
nuestra residencia, cuya fragancia evocaba a flores, las que cada mañana, bien
temprano, recolectaba en el jardín.
Había una
cantidad ingente de retratos, algunos colgados, otros sobre una mesa junto a un
joyero. Un armario medio abierto en el que asomaba ropa de mujer. Aunque lo más
espectacular era un marco que presidía uno de los tabiques con una pintura al
óleo con la imagen de mi hermana Susana, aparentaba un año y medio de edad, era
bellísima, sonreía sentada, llena de vida y futuro. En otra pared, una foto
enorme donde aparecíamos los cuatro: mi padre, mi madre, mi hermana y yo;
vestidos de blanco y con la piel morena. Me reconocí fácilmente a pesar de ser
un bebé de pocos meses, mi mancha y facciones picassianas me delataban. Susana
me sostenía ejercitando un gran esfuerzo con sus brazos; en cuclillas se mostraba
mi madre, de rostro lindo y sereno, que nos mantenía en equilibro desde atrás;
mi padre, joven y afeitado, totalmente irreconocible en la imagen, estaba de
pie, con una mano apoyada sobre el hombro de mi madre. Brotaba la felicidad en
aquel cuadro, incluso yo lucía una mueca sonriente, algo a lo que mis labios no
están acostumbrados.
Escuché que
mi padre subía los escalones y por miedo a represalias huí deprisa. Por suerte,
repasaba la nota entregada por el técnico y no advirtió que abandonaba la habitación
prohibida hacia su dormitorio. Se apresuró cuando descubrió la puerta abierta
de su vedado templo y al ir a cerrarla me sorprendió sentada sobre su cama.
—¿Qué
haces?
—Nada —murmuré dirigiendo la mirada al techo.
—Eso es
imposible, y menos una niña como tú que no está quieta nunca. Miedo me da
oírtelo decir, que no haces nada. Anda, sal de aquí y ponte a tocar el piano
que hoy todavía no te has puesto. Dentro de poco tendrás un profesor que va a
ser más exigente que yo que te dejo hacer todo lo que te da la gana.
No comprendía
muy bien por qué mi padre mantenía clausurada aquella sala, la cual sería
adecentada durante las horas que yo estaba fuera en el colegio. Había creado
un santuario de imágenes y recuerdos de toda su vida hasta la tragedia. ¿Aquellos
objetos que atesoraba apartados del resto del hogar, obedecía a una especie de
locura?, ¿los mantendría lejos de las estancias habituales para evitar que se
removieran sus más dramáticas remembranzas?, ¿acaso quería impedir que me
comparara con la apariencia de mi hermana? Con estas reflexiones y con la
memoria imborrable de aquellos rostros, hasta entonces prácticamente desconocidos,
fui creciendo. Por temor a la reacción de mi progenitor no hablé de lo que me
encontré allí, tiempo después me atreví a contárselo a mi tía Laura, la única
confidente de mi niñez.
Mi padre
soñaba con que me convirtiera en una gran pianista y él se veía limitado para
seguir impartiéndome clases. Tras meses de búsqueda encontró al que, durante
años, se convertiría en mi profesor de piano y más tarde, de la vida, transformándose
en mi amor platónico. Su nombre: Daniel García Torrente.
Dani era un
chico de dieciocho años, músico de conservatorio, tremendamente culto e
inteligente; en su frente, ya en aquella tempranera edad, galopaba una
prematura calvicie, con sus eternas gafas de sol graduadas, redondas al estilo
John Lennon, que incluso llevaba puestas en el interior de nuestra oscura casa
con la excusa de que no le agradaba el diseño de la montura de sus gafas de
ver, especialmente, por la cinta aislante que recubrían las patillas, según
decía, como consecuencia de su torpeza o de las constantes agresiones a las que
se veía sometido por la «chusma», que el mismo aclaró como envidiosos vecinos
de su edad y ex compañeros de clase de instituto que verían, en aquel chico
enjuto y falto de gallardía, el sumo de la pedantería. Las habladurías del
pueblo decían que su padre, un músico frustrado, invirtió los escasos ahorros
que le había dejado su adicción a los opiáceos para que estudiase violín o piano,
suicidándose por ahorcamiento cuando su hijo era todavía un niño. Dani vivía
con su madre gracias al dinero proveniente de las fábricas de conservas,
propiedad de su familia materna.
Su tarjeta
de presentación fue memorable, y tal vez en ese primer instante, me enamoré de
él. Ocurrió un sábado:
—Hola,
Violeta, me ha dicho tu padre que sabes tocar muy bien el piano, pero que debes
aprender un poco más para que te conviertas en una célebre artista y, que,
después, tienes que darle lecciones a él con lo que yo te enseñe. —Hizo una
pausa mirándome con fijación el rostro—. ¡Caramba, tienes una mancha de vino en
la cara! Eso te confiere un aspecto interesante… enigmático… Sabía que me iba a
encontrar con alguien especial cuando una niña de ocho años quería aprender
piano y, aun así, me he sorprendido gratamente, ¿me das un besito, preciosa?
Negué con
la cabeza, más por la mezcla de vergüenza e incredulidad que causaban aquellas
cariñosas palabras que por desprecio. A excepción de la señorita Bermejo, nadie
ajeno a mi familia era tan amable conmigo.
—Bueno, os
dejo solos —dijo mi padre—, que si tocas el piano igual que adulas… convertirás
a mi hija en Chopin.
—De acuerdo,
don Andrés, por cierto, ¿puedo correr las cortinas? —preguntó abriendo una
carpeta repleta de partituras—, es que con estas gafas necesito luz.
—Puedes
hacer lo que quieras, como si te quieres tomar un café o echarte una cerveza. La
casa es tuya. Y no me hables de usted que, a pesar de ser viudo y tener esta
apariencia, tengo treinta y seis años.
—De
acuerdo, y gracias. Mejor me tomaré un café que si tomo cerveza a estas horas
de la mañana no atino con la clase, si ya soy torpe sin beber alcohol, imagínese,
señor Andrés, si bebo —dijo Dani silenciando la casa con una entrecortada
carcajada nasal que fue interrumpida cuando la mitad de las hojas que había dejado
sobre el atril del piano cayeron al suelo en todas direcciones.
Mi padre
salió del salón con una mirada que fácilmente reconocía y con la que encadenaba
una de sus frases: «a este chaval le falta un hervor» que, por suerte, renunció
a compartir en ese instante.
Con el
tiempo pensé que aquel tipo era una especie de Steve Urkel, venido de Chicago a
Calasparra, con la salvedad de la decolorada piel, igual de enclenque, torpe e
inteligente. Para mí: una persona absolutamente encantadora.
Mi tía
Laura, seguía visitándonos en aquella época con cierta frecuencia, sobre todo
durante los fines de semana, siempre y cuando sus estudios y el miedo a conducir
no se lo impidieran. También convivía en nuestro hogar largas temporadas en el
verano. Recuerdo aquellos últimos domingos de agosto, nuestros adioses se
convertían en una tragedia para mí, ante la resignación de mi padre que me miraba
desde casa queriendo que comprendiera que no todo es posible en este mundo, corría
llorando detrás del automóvil de mi tía hasta que yo alcanzaba exhausta el
camino de asfalto, ella mantenía el saludo sacando la mano desde la ventanilla
mientras yo observaba jadeando cómo el coche y la música de Bon Jovi, que tanto
le gustaba, se disipaban lentamente junto al atardecer.
Desde la
llegada de Dani a mi vida las separaciones con mi tía fueron cada vez menos
dramáticas. Un irrefrenable enamoramiento sentía hacia mi profesor, imposible
de que fuera recíproco, entre otras cosas por aquello de los diez años de
diferencia entre nosotros, todo un abismo cuando el de mayor edad apenas si es
eso: «mayor de edad». Lo que si percibí en él fue un encaprichamiento hacia mi
tía Laura que no se molestaba en disimular, claro, era su «Laura Winslow». Pretendía
enseñarle a tocar el piano gratis, sus visitas se alargaban ostensiblemente
cuando ella estaba en casa. En verano nos visitaba incluso los días en los que no
debía impartirme clase. Pronto supo mi tía de sus intenciones, sabedora del
poder que aquello le otorgaba seguía utilizando a Dani, no sé si por resarcirse
de algún amor del pasado, para elevar su autoestima u otra finalidad más
oscura.
Sonaba muy
suave la música de Wagner en una de las últimas noches del verano, con
espectacular cielo estrellado, la brisa era tan leve que ni siquiera se escuchaba
el habitual murmullo nocturno de los árboles. Mi padre y mi tía conversaban
sentados en el jardín, estarían tomando lo de siempre: él un whisky, y ella un vaso de leche caliente
con café que removía durante minutos. Yo llevaba horas acostada, la ventana
abierta de mi dormitorio que asomaba a ese lado del jardín y el insomnio que me
producía el sofocante calor, que puso en huelga a los grillos, posibilitaron
que fuera audible su diálogo.
—Laura, no
es bueno que juegues con los sentimientos de Dani.
—¿Acaso te
molesta que alguien esté interesado en mí?
—No me
molestaría si no fuese porque al chaval le tengo aprecio, ¿sabes lo que me ha
costado encontrar un profesor de piano aquí, en el pueblo? Además, a tus padres
no creo que les guste mucho que estés en Calasparra flirteando con un canijo
más joven que tú.
—¿Y no será
que ese fastidio que tú tienes responde a otra cosa? —preguntó ella con
evidente tono de reproche.
—Escucha,
Laura, no sé muy bien qué has querido decir, pero me gustaría recordarte que
eres la tía de Violeta, te llevo trece o catorce años y, para colmo, eres la
hermana de la persona con quien me casé. No te podría mirar como mujer.
Observé
ante la oscuridad de mi habitación, que no me delataba, cómo mi tía se levantó
visiblemente enojada, en dirección a casa.
—Que sepas
que si vine para acá desde Cartagena fue para evitarte —confesó mi padre con la
mirada puesta en la hierba.
Ella paró
su marcha, lo miró un segundo y prosiguió su camino hasta mi dormitorio. De
haber sido invierno habría dado un portazo al adentrarse en él, hubiera sido
una excelente excusa para justificar que yo estaba despierta, pero no lo hizo,
las puertas y las ventanas debían permanecer abiertas para dejar pasar todo el
aire posible, por insignificante que fuese. Recurrí a mis grandes dotes de
interpretación para hacerme la dormida, Laura siempre me besaba en la frente
cuando accedía al dormitorio antes de irse a su cama, no lo hizo en esta
ocasión.
En el final
de aquel verano no me despedí de mi tía llorando como en los anteriores, el
viento y las nubes anunciaban tormenta aquella tarde de domingo, el camino de gravilla,
que otrora corría persiguiendo el vehículo de Laura, lo anduve hasta la mitad.
Ya disponía de Dani para mí sola. Alcé la vista a la única vivienda que se
encontraba entre la carretera y nuestra casa, unos vecinos que, a pesar de los
escasos cien metros que nos separaban, eran unos desconocidos a los que únicamente
distinguíamos tras las cortinas de sus ventanas en las noches o días oscuros,
en los cuales encendían las luces del interior que en ocasiones titilaban como
si el resplandor fuera producido por velas. Aquella tarde descubrí la silueta
de una mujer oronda, noté que me observaba, como si no supiera que su figura se
recortase tras la ventana, procedí con lo que solía hacer mi padre cada vez que
pasábamos por la puerta de su destartalada residencia: saludar con la mano.
Tras el gesto, la sombra se apartó con brusquedad agitando la cortina, para
volver segundos después.
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