MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 9
8
Dani se
convirtió a partir de aquel momento en la única persona que entraba a casa. Sus
dotes para la enseñanza propiciaron que, además de clases de piano, fuese mi
profesor en las materias lectivas que los niños de mi edad recibían en el
colegio. Un vendedor ambulante, cuyo nombre era Domingo, también se acercaba
cada mañana a casa, pero nunca sobrepasaba la valla que delimita la parcela,
tocaba la bocina muy temprano anunciando su llegada y nos traía los pedidos de todo
tipo de productos alimenticios y tomaba nota de los siguientes. Siempre lo
atendía mi padre desde la verja, que abría para que el viejo pudiera dar la
vuelta sin demasiadas maniobras. Yo nunca trataba con él; por eso, apenas
conocí a ese señor hasta poco antes de jubilarse.
El tiempo
que mi padre y yo dedicábamos a Yako
en aquellos meses de oscuridad nos sirvió para domesticarle. Una vieja pelota
de tenis era su juguete preferido, nunca se hartaba de perseguirla, ¡qué
diferencia con los humanos!, que enseguida acabamos aburriéndonos de lo mismo.
Bueno, todas las personas, exceptuando al maniático de mi progenitor. Repetitivo
hasta la enajenación, la narración de un día cualquiera de su vida podría valer
para resumir la mayoría de los de su existencia en Calasparra. Era como un
reloj, comenzaba con un paseo matinal de al menos una hora; después escuchaba
una ópera por la mañana mientras atendía las necesidades del jardín y cortaba
algunas flores que usaba para decorar la casa y, de paso, proporcionarle
fragancia. Yo, mientras tanto, resolvía los ejercicios y otras tareas que la
tarde anterior me encomendaba Dani. Luego un litro de cerveza para «recuperar
líquidos» (eso mi padre, yo no tomaba nada). Servidora se ocupaba de cocinar
algunas de las recetas que aprendí de mi tía. Comíamos más bien temprano, entre
la una y las dos de la tarde, le seguía una pequeña siesta; y después, otra
ópera, la de las tardes solía ser en vídeo, era la mejor forma de apreciar la
teatralidad del género, en otras ocasiones introducía algún compact disc y leía alguno de la ingente
variedad de libros clásicos que ostentan las estanterías del salón, yo hacía lo
propio, acompañándolo al otro lado del sofá; luego venía Dani y con ello, las
tediosas clases lectivas y de piano, incluso darle a las teclas me resultaba soporífero,
en ocasiones mi padre se anexaba a nosotros en un intento huero de ayudar o
quién sabe si de aprender. Por la noche yo veía la televisión en el salón, en
esto le había ganado la batalla hacía ya un tiempo al excéntrico que vivía
conmigo, él se iba a su aposento a escuchar música, sobre una mecedora que
situó entre su cama y la ventana, con el tercer o cuarto vaso de whisky del día reposando sobre la
mesilla. Algunas veces le oía roncar con un libro abierto sobre su pecho,
todavía se mecía, como si sus pies continuasen el impulso mientras dormía. Una
vez le apagué la música y me dijo que todavía la estaba oyendo, confesó que le
gustaba que se mezclase la melodía con los sueños que tenía con mi madre, a
modo de banda sonora; algunas veces dormía toda la noche en la mecedora, casi
siempre con la misma ropa que había llevado todo el día; otras veces, si se
despertaba y creía que yo dormía plácidamente en mi cuarto, accedía a la
«habitación prohibida» y permanecía allí un tiempo extenso, algunas veces hasta
el amanecer, le escuchaba suspirar rememorando un pasado glorioso y feliz. Su
barba había crecido mucho y, pese a no haber cumplido cuarenta, empezaba a
estar encanecida.
Corría el
mes de marzo de 1993, cuando mi padre, la persona a la que adjetivaban como el
solitario de la montaña, el leñador, el náufrago u otros apelativos que lo
calificaban como anacoreta, me planteó que hiciéramos un viaje.
—Cariño,
¿te gustaría que visitáramos alguna ciudad?
—¿Cómo?
—pregunté con indisimulable estupefacción—, ¿dónde?
—Pues donde
quieras, pero tiene que ser una ciudad grande.
—Vale, pues
entonces elijo París.
—No, hija,
tiene que ser una ciudad que esté en España, que no quiero conducir tan lejos.
—Entonces
Barcelona que quiero ver el lugar donde se celebraron las olimpiadas, y si no…
a Sevilla, donde se hizo lo de la Expo —expuse creyendo que podía elegir el
destino.
—¿Y no te
gustaría ir a la capital, a Madrid?
—¿A Madrid?
—cuestioné encogiéndome de hombros—, ¿para qué? Aunque, vamos para allá si es
lo que quieres, pero no entiendo por qué me preguntas si quiero ir a un sitio u
otro.
A las dos o
tres semanas de aquella conversación marchamos a Madrid. Huelga decir que mi
padre no contemplaba otra opción que no fuese visitar dicha ciudad, preguntarme
para que escogiera, muy seguramente, obedecería a que daría por sentado mi
respuesta por un deseo personal de antaño en el que repetía constantemente que
me gustaría vivir en la capital de España, y que mi padre oiría alguna vez
cuando mi tía repasaba conmigo las capitales europeas. Nunca había rebasado las
fronteras de la región murciana por ninguna de las provincias limítrofes, menos
aún por el litoral. Así que por nimio que pudiera parecer el viaje, era, en efecto,
muy especial para mí. No comprendía bien por qué íbamos un fin de semana a
pernoctar las concurridas noches de viernes, sábado y domingo, cuando podíamos
elegir los días de semana que quisiéramos al no estar ni él ni yo sujetos a los
horarios de trabajo y colegio como la mayoría de los mortales (salvo las clases
vespertinas de Dani, las cuales podía eludir sin mayor problema).
Llegamos al
Hotel Atlántico en Gran Vía el viernes a las once de la noche. Cansados por el
trayecto, poco hicimos antes de descansar en la confortable habitación salvo
una liviana cena y un corto paseo por el centro de Madrid.
Aprovechamos la mañana del sábado para realizar unas compras, él
adquirió un traje y yo elegí un bonito vestido en una tienda muy distinguida
donde las dependientas en un principio fueron reacias a atenderme. Mi padre me
indicó que debía ponérmelo la noche del domingo, ¿el motivo?, una sorpresa. Por
la tarde caminamos por El Retiro, un lugar inmenso de fastuosos jardines
coronado por aquel estanque verdaderamente hermoso, la gente paseaba sin
reparar demasiado en mí, lo que me produjo una agradable sensación.
Espectáculos al aire libre con saltimbanquis, malabaristas, mimos y otros
artistas callejeros que interactuaban con fascinados transeúntes. Aquellas
imágenes se mantendrán para siempre grabadas en mi retina.
A la mañana
siguiente anduvimos en dirección a la Puerta del Sol y luego hacia la Plaza
Mayor, la impresión de pasar desapercibida ante la muchedumbre resultaba
confortable a la par de extraña. Contemplé a los cuadros expuestos en la calle
y el talento que se respiraba entre aquellos artistas de aire bohemio. Por la
tarde partimos hacia la Casa de Campo. Caminábamos mucho y cuando la distancia
era considerable tomábamos un taxi, nuestro automóvil permaneció estacionado en
el mismo parking durante toda nuestra
estancia en Madrid. A mi padre no le gustaba conducir en zonas urbanas, menos
aún en una gran ciudad.
Descansamos
en torno a una hora en el hotel. Después, mi padre se duchó para vestirse
después con el traje que le habían vendido el sábado.
—Venga,
Violeta, que tenemos que ir a un sitio importante. Vístete con lo que te
compraste ayer.
Con aquella
insistencia echó por tierra mi designio de usar cada uno de los tres pantalones
que me había traído de Calasparra para cada una de las noches. Dos eran
vaqueros: uno azul y el otro, negro. El tercer pantalón era blanco, y mi objetivo
inicial era usarlo conjuntado con una camisa a rayas la noche del domingo. No
pudo ser, y al fijarme en el espejo de la habitación del hotel me encontré elegantemente
ataviada con vestido negro que dejaba en evidencia mi pálida piel. Hubiera sido
más acertado dejarme el cabello suelto, pretendiendo disimular parte de mis
facciones, pero lucía una sencilla coleta como peinado. Observé con detenimiento
mis ojos saltones; la mancha de nacimiento que cubría media cara; el acné al
borde de la eclosión que amenazaba con dejarme el rostro tan crateriforme como la
luna («las hormonas de la pubertad» —decía mi padre—), mis cejas asimétricas; y
el mentón, de tan poca prominencia que parecía avergonzando de presentarse
junto al resto de la cara; mi nariz, fina y aguileña, mostrándose altiva ante
semejante imagen; y mi boca, los dientes superiores grandes y pronunciados, y
los inferiores, torcidos y medio escondidos en una mandíbula desigual. Verme me
producía dolor, tanto que incluso lo somatizaba en un malestar físico. Caí en
la cuenta de los pocos y diminutos espejos que poseíamos en casa y al
contemplar mi imagen con detenimiento originó que me sobreviniera una incomodidad
punzante que detectaba en el bajo abdomen.
Aunque era
temprano para cenar mi padre me propuso tomar un bocado, los nervios sobre adónde
me llevaba, sumados al dolor de barriga, me obligaron a declinar la idea y no
consumí alimento salvo un refresco de naranja. Caminamos hasta el Paseo del
Prado, desconozco si por casualidad, o que pretendía que viera la fachada de
uno de los museos más importantes del mundo. Aunque luego supe que, en su
maquinación, procuraba hacer tiempo. Finalmente, a las ocho menos cuarto,
después del zigzagueante paseo y frente al Teatro de la Zarzuela, me topé con
la sorpresa que mi padre había estado tramando durante meses: un cartel que
anunciaba que, aquel domingo 25 de abril de 1993, se representaba La Flauta Mágica de Mozart —mi ópera
preferida por aquellos años—, justo en el mismo lugar donde nos hallábamos, a
muy pocos minutos de que comenzara la función.
Un señor se
acercó y nos dio los tiques, no recuerdo bien sus rasgos, pero supe por la
conversación que mantuvieron, que aquel hombre ya había tratado con mi padre
con anterioridad. Nos acogió un rimbombante vestíbulo al adentrarnos al teatro,
en él, cientos, tal vez miles de personas, casi todas vestidas de brunos colores,
concretamente los caballeros, que lucían trajes, gafas de intelectual y bufandas,
prendas, éstas últimas, un tanto impropias para la época del año y la temperatura
de aquellos días en la capital. Las damas, vestidas de gala y de aspecto frívolo,
realizando comentarios, por ejemplo, sobre la juventud de Mozart cuando le
sorprendió la muerte. Percibí al instante, un público en su mayoría esnobista
que no conocía la obra y la vida del compositor austriaco a la cota que yo, a
mis doce años, alcanzaba. Entonces contemplé altiva a todos los corrillos que
formaban los asistentes y me sorprendí murmurándome que aquella ópera no era
para ellos, que parcamente disfrutarían de unos pocos fragmentos célebres, sino
para mí. Mi padre me comentaba, tímido y observando a los presentes, cómo se
las había ingeniado para realizar las reservas del hotel y de las entradas de
mi obra predilecta cuando un señor se nos acercó con un «ustedes no son de
aquí», supongo que por el acento murciano, nuestro aspecto probablemente
estrafalario, o tal vez, por estar aislados de los numerosos círculos de
personas que tertuliaban sobre la biografía del músico. Fue aquel amable hombre
quien nos indicó qué puerta del teatro debíamos franquear para encontrar
nuestros asientos.
Accedimos
al patio de butacas, los sillones estaban en una ubicación excelente, cercana
al escenario. Los músicos afinaban sus instrumentos, mi padre, que lucía barba
y una tez morena que parecía recién venido de construir una carretera en una
isla desierta, realizó cierta pose de atención y respeto a los intérpretes. Comenzó
a sonar la Obertura, ambos, sin
comunicarnos verbalmente, nos sonreíamos con complicidad sabedores de estar viviendo
un momento único, presenciar una ópera en directo no tenía parangón con todas
las que pudiéramos haber estado escuchando o viendo en discos compactos,
casetes o vídeos. Por primera vez vi a mi padre actuar con protocolo, dejándose
llevar por los aplausos o vítores que sucedían a los fragmentos conocidos,
seguramente, en contra de sus principios sobre la individualidad y el borreguismo.
Varias
horas después terminó la representación. Tras la interminable ovación, a la que
a los intérpretes se les agasajaba ramos de flores entre aclamaciones, nos
marchamos, ya cuando la mayoría de las butacas estaban vacías. No nos dijimos
nada, estábamos conmovidos. Afortunadamente para la integridad de mi padre, no
se trataba de su ópera predilecta —también del mismo autor—, cuyo final tiene
una belleza, que de haberla presenciado en vivo, habría sucumbido a la emoción.
Sabíamos
que rumbo al hotel nos encontraríamos con una cadena de comida rápida. Antes de
pisar suelo madrileño, días atrás, ya había compartido con mi padre mi deseo de
visitar una. Esa noche, llegó la propuesta.
—¿Quieres
que piquemos algo?, no has tomado nada desde mediodía.
—Me sigue doliendo la barriga, pero si es una
hamburguesa…
Era ya de
madrugada, pero a pesar de la hora, la ciudad mantenía algo de chispa. Un
ambiente, por otro lado, peligroso, donde pululaban mendigos y gente de mal
vivir que repartía folletos de clubes nocturnos a viandantes con evidentes síntomas
de embriaguez. Todos nos abrían paso percatándose de nuestro decidido caminar
mientras ignorábamos su presencia comentando los mejores instantes de aquel
sueño hecho realidad.
Con mirada
hastiada nos recibió un chico con gorra tras el mostrador de la hamburguesería,
echó un vistazo al reloj resoplando, nos encontrábamos, pues, a tres o cuatro
minutos de que el local pudiera declararse oficialmente cerrado. Debía
atendernos y no parecía disponer de ningún compañero que le ayudase. El sitio
estaba casi vacío, sólo una mesa ocupada, en una esquina, con dos adolescentes
con camisetas de tirantes rotuladas con los nombres de ídolos del baloncesto americano.
Mi padre solicitó al escurridizo dependiente una hamburguesa gigante, así como
todo lo demás, yo pedí uno de esos menús que tanto anunciaban por televisión y que
iban dirigidos para niños, en cierto modo, hasta esa noche yo lo era. Mi padre
pagó la cuenta y se dirigió al sótano de aquel establecimiento en búsqueda de
los aseos.
Me senté
sola en la mesa más cercana a la barra, esperando con timidez y palmaria
ansiedad a que el camarero me avisase de que nuestro pedido estaba listo. Uno
de los chicos que aguardaban al final del local se acercó al mostrador exigiendo
otra cerveza al empleado. Examiné con indisimulable pavor su apariencia,
repleto de cadenas, una camiseta de tirantes roja con el nombre de Jordan y el
número veintitrés, se expresaba con un acento que no acerté a concretar, pero
con toda probabilidad no provenía de los oriundos de Madrid, llamó a su amigo
que presentaba claros indicios de borrachera.
—Mira,
pana, asómate. Esto solo se ve una vez en la vida.
El otro,
ataviado de una camiseta amarilla que aludía a los Lakers y bajo una ridícula
gorra gigante cuya visera protegía de una hipotética luz solar, se levantó
raudo de su mesa acercándose con gesto de asombro y la cabeza oblicua como si
padeciera tortícolis. Su sonrisa no podía contener más maldad, llevaba un Jesucristo
dibujado en un brazo y varias insignias colgadas del cuello que, tal vez,
explicarían la absurda inclinación de su cabeza.
—¿A ti qué
te pasa, fea, que tienes que salir de noche para que nadie se asuste de verte
por el día? —preguntó una vez arrimado a mi mesa.
Amordazada
por el pánico no respondí ansiando que mi padre apareciera ipso facto.
—Debe de ser
retrasada, aunque tiene un bonito vestido, ¿vemos qué tiene que pueda valernos?
—preguntó el de rojo a su amigo.
El de
amarillo asintió con mirada malévola.
Afortunadamente mi padre los escuchó, subió
los peldaños del sótano, imagino, de tres en tres, la imagen de un hombre
trajeado, con espesa barba, de casi metro noventa de altura y unos ciento
veinte kilogramos de peso no los espantaría tanto como su expresión de hombre
lobo en plenilunio, ávido de sangre.
—¡Vámonos!
—se dijeron al unísono al verse sorprendidos remangando mis atuendos.
El de
camiseta amarilla corrió primero, parecía haber recuperado por completo y en el
acto la movilidad en el cuello. No tuvo tino con la puerta de salida del local,
que en vez de tirar debía empujar, y estampó su cara en el cristal cayendo al
suelo en el interior de la hamburguesería, permitiendo salir fuera del
establecimiento al primero en increparme —el de camiseta roja—, el cual huía
despavorido sin mirar atrás. Mi padre andaba lentamente en dirección a la puerta,
tenía a su merced al otro macarra, todavía aturdido, tumbado con la mano en la
boca tras el encontronazo. Se desabrochó los botones de su chaqueta para poder
atizar al joven con mayor comodidad. Posiblemente dudó entre asestarle un
puñetazo o aprovechar que el contrincante permanecía en el suelo para
propinarle una contundente patada, pero cogió una silla de plástico roja que
levantó con las dos manos para golpear a aquella rata que se había despojado de
toda dignidad y suplicaba indulgencia con mirada de ratoncito. La sirena
sigilosa de un vehículo policial alumbró de azul las fachadas de la Gran Vía y
pasó vertiginosa de un lado a otro de la céntrica calle. Mi padre sopesó los
riesgos de machacar a aquel sujeto cuyo peso no sería muy superior al mío para,
finalmente, dejarle escapar lloriqueando.
—Vete de
aquí, imbécil.
Paradojas
de la vida: la policía salvó de una paliza segura a aquel aprendiz de delincuente.
—Ha hecho usted muy bien en no pegarles —dijo
con acento muy parecido al de los anteriores individuos, el empleado de la
hamburguesería que había desaparecido del mostrador en el momento de la ofensiva
de estos—. Luego, irían a buscarle y, tarde o temprano, le encontrarían.
Mi padre le
miró con arrogancia, carcajeó forzadamente, mientras añadía:
—Tengo
desde hace años a gente buscándome, mucho más peligrosa que estos mequetrefes,
y todavía no me han encontrado.
El chico
bajó la cabeza sin replicar. Recuerdo que esa última frase me pareció en su
momento como la propia tras un suceso de esa índole. Con el tiempo he sabido
que había mucha verdad detrás de aquellas palabras.
—Voy a por
otra cerveza —dijo mi padre mientras rendía cuentas a la hamburguesa. Su manera
de masticar y engullir me recordaba a la voracidad con la que Yako devoraba el jamón cocido que yo le
quitaba a mis bocadillos.
Salimos de
la hamburguesería camino del hotel, ya hacía algo de frío, mi padre me aferró
del hombro en señal de protección, comencé a llorar sin que él se percatase, me
sentí vejada por aquellos impertinentes jóvenes, me encontré especialmente
vencida por las circunstancias. Mi odio superaba al miedo, con una sensación
que me evocaba al día en el que el Nazi
me empujó a un charco, deseaba la muerte a aquellas personas con todas mis
fuerzas, bajo el brazo de mi padre y con el sonido fugaz de los vehículos pensé
que ya no podía sucederme nada más degradante, y ¡qué equivocada!, estaba a
kilómetros de sentir verdadera humillación, a unos doscientos, más o menos.
Cuatro horas después supe, con convicción, qué es vivir un momento de vergüenza
extrema.
En el
ascensor del hotel, le dije a mi padre, lo que yo sabía que no quería oír.
—Me
gustaría irme ahora a Calasparra, me encuentro mal.
—Hija,
mañana muy temprano nos iremos.
—No. Quiero
irme ya, te lo pido por favor.
—Violeta,
es muy tarde, se nos va a hacer de día por el camino, tenemos la noche pagada.
—Papá, no
es broma, no quiero estar aquí, tengo miedo, quiero volver a casa y ver a Yako. Me encuentro muy mal y creo que es
por algún mal presentimiento.
—Bueno,
pues me ducho a ver si me despejo y nos vamos. Porque tú podrás dormir pero yo
tendré que tomarme algún café por el camino.
Nos
cambiamos de ropa, mi padre se vistió con unos vaqueros y un polo, yo me atavié
de las prendas que, en origen, había pensado para el domingo: pantalones
blancos y camisa.
A las
tres de la madrugada del lunes partimos de Madrid en dirección a Murcia. El
coche se desplazaba salvando camiones de basura y otros vehículos nocturnos
destinados a la limpieza, ahora sí estaba la ciudad solitaria, los semáforos y
las luces de las farolas proporcionaban algo de color a nuestras silenciosas
caras. Hicimos una primera parada en un bar de carretera en Mota del Cuervo, mi
padre necesitaba tomar un café y estirar las piernas, yo no tomé nada.
Ya en la
provincia de Albacete comenzó a llover, yo no podía conciliar el sueño a pesar
del cansancio y del traqueteo del automóvil. Mi mente insomne cavilaba
analizando mis complejos, en los comentarios insultantes y en las expresiones
prejuiciosas de todas las personas que trataban conmigo, como si diesen por sentado
de que tras mi fachada se escondía un ser con cierto retraso mental, como si yo
hubiera elegido los genes que componen mi rostro y que, por ello, fuera culpable
de haber nacido así. Lloré en silencio, no quería que mi padre se distrajera de
la conducción por el caprichoso anhelo de no ver cumplido el lejano deseo de mi
niñez de ser normal. El ruido de los coches que se cruzaban a toda velocidad
por aquella carretera mojada y la melodía de Inneggiamo de Cavalleria
Rusticana (que mi padre, por ventura, elevó de volumen) atenuaron el sonido
de mis amargos suspiros. Lágrimas de lluvia caían sobre el cristal del coche
compartiendo mi pena. ¿Podría pasar alguna vez desapercibida?, ¿por qué se me
otorgaba una personalidad determinada por tener un aspecto concreto? Aún hoy
sigo sin encontrar respuesta a todas aquellas reflexiones.
Hicimos una
última parada en un bar de La Roda, media docena de noctámbulos y madrugadores
camioneros que consumían café, junto a sendas botellas de Soberano, me miraron
con asombro, todos desconcertados, yo no me había percatado todavía del porqué,
sospeché que mi corta edad en un lugar como ése y a esa hora no podía causar
tanta estupefacción, incluso con mi peculiar rostro de ojos lacrimosos. Mi
padre iba detrás de mí, al contemplar la escena y el punto donde todos habían
clavado sus ojos me detuvo y me echó un vistazo de arriba abajo. Pasó su mano
por la frente y contuvo la respiración unos segundos, me dijo que le acompañara
hacia el coche, abrió el maletero y sacó una de mis bolsas de viaje indicándome
sin pudor alguno que me cambiase en los aseos de señora que se ubicaban al
final de la barra de aquel decrépito local de carretera, y que si fuera preciso
acudiríamos a una farmacia de guardia. Noté que mi entrepierna estaba húmeda,
creí que sería sudor, aprecié que mis pantalones blancos habían experimentado
un cambio de color en esa zona y, entonces reparé en las advertencias al
respecto que tiempo atrás me anunció mi tía: me había llegado la menstruación.
Andrés IV
A primera hora de la mañana acudió Andrés,
con la servilleta escrita por Patricia en la mano, a una tienda de discos de la
calle Santa Florentina.
—¿Tienen ustedes Turandot, de Puccini?
—¿Eso qué es? —preguntó la dependienta.
—Es una ópera —especificó a sabiendas de la
poca información que podría facilitarle la joven.
—La música clásica está por ahí. —dijo señalando
al fondo de la tienda.
En la estantería sólo se exhibían tres
viejas grabaciones de ópera en discos de vinilo, dos de Verdi: Rigoletto y Aida; y una de Mozart: Don
Giovanni. Le preguntó a la empleada si podía encargar el título que
buscaba, ella afirmó añadiendo que tendría que dejar un dinero en señal y que
en, aproximadamente, una semana llegaría la obra que solicitase.
El viernes, 9 de julio de 1976, llegaron los
discos de la ópera Turandot. No sería
la única novedad de aquella jornada. Escuchó cada uno de los discos que integraban
la obra. Su oído no estaba acostumbrado a la ópera y puede que al principio le
resultase aburrida, hasta que en el tercer acto, y tras una hora prestándole
atención a la música, aparecieron unas notas que sugerían el leitmotiv de la melodía Nessun dorma. Se levantó sobresaltado
dirigiéndose al tocadiscos para elevar el volumen, enseguida se percató de que
no era con exactitud la misma música que había oído el verano anterior, pero sospechaba
que pronto se mostraría con la misma belleza que recordaba. A los pocos minutos
sonó el aria. Andrés observó la parte del vinilo donde se deslizaba la aguja
para repetir después el fragmento, lo escuchó con tanto entusiasmo que terminó
canturreando cada uno de los tres «vincerò!»
con los que culminaba aquella pieza. Sus vecinos debieron pensar que aquel
joven que vivía solo era muy raro.
Varias veces consecutivas escuchó la ópera
esa tarde de descanso profesional, tantas como whiskys bebió sentado en el sillón de su salón. Luego se encaminó a
su local habitual.
—Patricia, ya he oído Turandot, es impresionante.
—Sabía que te iba a gustar —dijo —, siéntate
donde puedas, mira qué lío tenemos hoy.
—Tráeme algo dulce, necesito azúcar.
Ella le sirvió una tarrina de chocolate con
leche merengada.
—Mira, Andrés, mañana es el cumpleaños de mi
prima Asun, si no tienes planes estaría bien que nos acompañaras —propuso Patricia
al dejar el helado—, saldremos cuando termine de trabajar, iremos primero a la
calle Cuatro Santos y luego a La Dama de Oro, ¿te apuntas, o qué?
—¿Tanta pena te doy que tienes que quedar
conmigo por lástima?, a mí me gusta venir aquí solo, no es porque no tenga con
quién salir.
—Tranquilo que yo te lo he dicho porque me
caes bien, no porque vayas siempre solo —dijo airada mientras se marchaba al
otro lado de la terraza advirtiendo los aspavientos de un cliente.
Andrés cayó en la cuenta, casi de inmediato,
de que había bebido más que costumbre y de haber parecido un grosero. Avergonzado,
tal vez, de parecer un cliente insociable, llegó a la conclusión de que llevaba
casi un año asistiendo incansablemente a la heladería con el principal propósito
de encontrarse con la bella mujer que conoció el mismo día que escuchó por primera
vez el aria de Puccini. Aquella tarde, fue la segunda ocasión en la que tuvo la
posibilidad de apreciar la melodía que le había turbado en los últimos meses.
Lo que sucedió a continuación podría
considerarse como una simple casualidad, aunque Andrés lo interpretó como una
increíble y deliciosa coincidencia de las que ocurren una vez en la vida y a la
cual habría que atribuirle un significado. Alzó la vista y distinguió a lo
lejos cómo la joven de cabello moreno que conoció el verano anterior se
acercaba con distinción a la heladería. Venía acompañada de una señora de
mediana edad, ambas se acomodaron a la única mesa que quedaba libre. La observó
con detenimiento, calibrando los pequeños cambios físicos que le había
producido el último año, llegando a la conclusión de que sólo su piel estaba
más pálida; por lo demás, seguía irradiando el mismo glamour que en sus recuerdos.
Un escalofrío tembloroso le sobrevino, pero
la inspiración de la música escuchada horas antes que parecía anunciar las
apariciones de la sirena, y la valentía de las copas ingeridas, terminó
creyendo que la terraza estaba vacía de clientes. Se levantó hacia el lugar
donde tomaba asiento la chica, aprovechando que la acompañante se adentró al
local en búsqueda de los baños.
—El último domingo de agosto estuviste aquí
—dijo Andrés sin saludar.
Ella acababa de encender un cigarrillo y lo
miró de arriba abajo sorprendida de tan original intromisión. Antes de que pudiera
tildarle de loco él apostilló:
—Sí, en agosto del verano pasado, sé que
eras tú.
La joven hizo un gesto de cálculo y asintió.
—Es cierto, no he venido desde entonces
—aseveró con una delicada pronunciación—, ¿cómo te has acordado después de
tanto tiempo?
—Una mirada como la tuya es imposible de
olvidar. No eres de aquí, ¿de dónde eres?
—Soy de Barcelona, pero mi madre, que es la
mujer que ha venido conmigo, nació aquí. Tengo primos cartageneros a los que
veo en los meses de verano y algunas navidades.
—Bueno, no te molesto más —se despidió,
constatando que la madre se acercaba con premura—, me llamo Andrés, a ver si
coincidimos otra noche.
—De acuerdo —susurró mientras afirmaba con
la cabeza—, yo Susana.
Él volvió a su mesa y advirtió que su
consumición había desaparecido.
—¡Óscar! —exclamó—, tenía una copa llena en
mi mesa.
—Sabes que siempre te atiende Patricia,
pregúntale a ella.
—¡Ah!, ¿estás todavía aquí? —terció la joven
camarera dirigiéndose a Andrés con la bandeja llena de helados y la mirada de
enojo que podría imputarse al estrés de la jornada—. Pensé que te habías
marchado.
Él no le contestó, volvió a sentarse en su
sitio y puso sus ojos en Susana mientras escuchaba a su acompañante recriminarle
por su manera de vestir.
—Hija, esto no es Barcelona, aquí te pones
escote y se te acercan los muchachos como locos.
Susana sonrió tras el comentario de su madre
y miró de soslayo a Andrés, enfadado aún por la acción de Patricia, que se
levantaba de su mesa echándole un último vistazo a la bella barcelonesa. Él
realizó un gesto de despedida con la cabeza que fue devuelto con los ojos de una
loba ante una presa fácil.
Se dirigió rumbo a casa suspirando, le
esperaba la princesa Turandot, otra vez. Llevaría unos pocos metros andados,
intentando no sucumbir a la tentación de echar la vista atrás, cuando alguien
mencionó su nombre desde la terraza.
—¡Andrés! —volvió a gritar Patricia
acercándose a paso ligero con la bandeja sostenida entre el torso y sus dos
brazos en forma de aspa— Al final lo de mañana se ha suspendido; y si te había
dicho que nos acompañaras no es porque me des pena de que siempre estés solo,
así que tampoco vayas ahora de donjuán que no tienes que demostrar nada.
Andrés quiso explicarle a su amiga que todos
los meses que había destinado a frecuentar la heladería buscaba un único
propósito: coincidir con Susana, sin embargo, creyó que no era buen momento
para confesarlo.
—Hasta mañana, Patricia.
Ella regresó a la terraza sin despedirse.
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