MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 13
12
Los meses sucedieron con celeridad, Dani ya
había dejado de venir a casa, contrajo matrimonio con la dependienta de la
tienda de regalos y mantenía sus clases particulares en el pueblo.
Esporádicamente ejecutaba piezas de piano en locales nocturnos de la comarca
del Noroeste.
A finales
de 1998 algo inédito ocurrió: por primera vez acudí al pueblo yo sola. Siempre
había ido acompañada de mi padre, y creo recordar que en una ocasión con mi tía
Laura. A partir de entonces, comencé a bajar a la localidad con algo de
frecuencia, en bicicleta como medio de transporte, empezando a dominar la batalla
a mi complejo estético, o al menos en parte. Lo que sí que había logrado era a
relativizar mi aspecto físico, ya no lo consideraba tan traumático. Sin embargo,
el único lugar que visitaba de Calasparra era una tienda de ultramarinos cuya
propietaria atendía al nombre de Maruja y a la que ayudaba su hijo Antonio. El
motivo por el cual inauguramos esta tendencia de compra no fue otra que la
jubilación de Domingo, el encargado durante años de abastecer nuestra despensa
transportando desde su vieja furgoneta los productos que le demandábamos.
Poco antes
de que nos comunicara el cese de su actividad laboral, después de tantos años, conversé
con él por primera vez (siempre lo hacía mi padre). Domingo era una persona de
campo, casi sin dientes e, incomprensiblemente, siempre llevaba el aspecto de no
haberse afeitado en tres días. Sin estar al corriente de los años que cumplía
sé que aparentaba muchos más. Pero su mayor peculiaridad era que caminaba sin
adoptar demasiados cambios al mismo encorvamiento con el que conducía. Solía
anunciar su presencia con un largo sonido de claxon, si no acudíamos a su
llamada, depositaba las bolsas del pedido junto a la verja. Dialogué con
Domingo porque la curiosidad acerca de nuestros vecinos comenzaba a serme
inaguantable.
Cierto día,
cuatro o cinco meses antes (estaba celebrándose el Mundial de Fútbol de
Francia), después de una noche loca, tras el partido España contra Bulgaria con
el resultado de seis a uno a favor de los nuestros, se marcharon Pedro y Juan
con un turismo que conducía el primero. Ya había amanecido, Yako les siguió tras la estela del
coche. A pesar del entumecimiento, porque estaba recién levantada, corrí detrás
de mi perro con los mismos atuendos con los que había dormido. Mi fiel amigo
desistió de la persecución justo frente a la parcela de nuestros vecinos y
accedió a ella por la verja que se había quedado abierta, dado que Domingo, que
también hacía reparto en aquella casa, estaba dejándoles un encargo. Jadeando
por la carrera y paralizada por el miedo permanecí inmóvil en el límite de la
parcela esperando a que Yako saliese.
—Buenos
días —susurró el viejo repartidor antes de introducirse en su vehículo que
apenas había atravesado el umbral de la verja—, no dejes el perro aquí que se
lo comen.
—Buenos días,
señor Domingo —saludé trémula—, ¿me podría ayudar a sacarlo, por favor?
—No te
preocupes, niña, llámalo que saldrá hacia la puerta, voy a tu casa que, viendo
las caras de Pedro el listo y el Chapicas, con los que me acabo de
cruzar… veremos a ver si tu padre me abre la puerta o se acaba de acostar.
Asombrada
por la precisa información que poseía de nosotros, me disgustó que, a mis
diecisiete años, me tratase como a una niña y que se negara a prestarme apoyo
en un lugar donde él entraba periódicamente y yo era una intrusa.
—Cógelo
pronto —reiteró guiñándome un ojo mientras arrancaba la furgoneta—, que no lo
ves más.
—¡Yako! —berreé.
Mi perro
ladró y de la puerta de la casa apareció una mujer de negro, canosa, entrada en
carnes, desaliñada y con mirada reñidora. Yako
se lanzó hacia mí con tanto impulso que casi me tira al suelo.
—¡Ah!, eres
tú. La vecina —saludó en tono neutro, incongruente con su expresión
beligerante.
—Hola, mi
nombre es Violeta, he venido a recoger a mi chucho, el muy estúpido se ha colado
en su jardín, de verdad que lo siento.
—Lo sé.
Pues nada, hija. Adiós.
—Espere,
señora —pedí a pesar del pavor que engendraba en mí aquella situación—, usted
sabe mi nombre, pero yo debería saber el suyo, al fin y al cabo somos vecinas
desde hace mucho tiempo.
—Mi nombre
poco te importa.
Cerró la
puerta de su vivienda con furia, yo iba a hacer lo propio con la verja del
jardín —sin mostrar, eso sí, ninguna exacerbación— cuando oí el chirrido de una
ventana que se abría, intuyo que correspondía al salón de la casa. Seguramente
alertado por escuchar una voz que desconocería se asomó una figura monstruosa,
un ser horrendo que me examinaba atónito o, al menos, ése era el semblante que
reflejaba su asimetría ocular, carecía de orejas y poseía una boca
desproporcionadamente grande, las hendiduras del rostro descubrían unas
facciones imperturbables, un mohín que fusionaba el sufrimiento con la
estupefacción. El cabello, castaño, rizado y exageradamente voluminoso
procuraba, vanamente, disimular aquella abominable cara. Mi perro y yo corrimos
despavoridos hacia nuestra casa. Caí entonces en la cuenta de que aquella
fisonomía que aprecié, meses atrás, desde la nueva habitación no era una
ilusión óptica.
Mi padre,
con envoltura resacosa, me recibió exigiéndome explicaciones de adónde había
ido, quise relatarle lo recién acontecido con los habitantes de la casa con los
que compartíamos carril, pero enseguida me silenció argumentando literalmente
«No tengo la cabeza para historias, voy a acostarme a ver si consigo dormir un
poco».
Permanecí
toda la jornada reflexionando sobre lo acaecido a primera hora de la mañana,
aquello explicaba muchos porqués, comprendí el motivo de su aislamiento, y de
que en el colegio me dijeran que vivía en la «Senda de los monstruos», donde,
con toda seguridad, yo entraba en el lote. Me pregunté qué tipo de enfermedad
tendría el chico aquél y que, tiempo después, gracias a Internet, me permití
indagar: el Síndrome de Treacher Collins (o una patología similar, puesto que
los síntomas eran idénticos a los que observé en la página web).
Me armé de toda la paciencia del mundo y al
día siguiente madrugué como nunca para esperar a Domingo y bombardearlo a
preguntas. Sólo él podría aportar datos de lo que le había sucedido a aquel ser
humano. Me reconcomía la curiosidad.
—Buenos
días, señor Domingo.
—Hola,
hija, ¡qué raro no ver a tu padre abriéndome la verja!, ¿pudiste sacar a tu
perro de la casa de doña Josefa?
—Sí, pero
podía haberme ayudado.
—¿Por qué,
hija?, si bromeaba cuando dije que se lo iban a comer, es un bulo lo que dicen
que hacen con los perros.
—Pues me lo
creí, son muy raros.
—Pensé que,
como sois vecinos, os conoceríais. En el pueblo los tienen por locos, pero yo
que les conozco te digo que no son peligrosos.
—¿Cuántas
personas viven en esa casa?
—Dos, doña
Josefa y su hijo, al que nadie conoce.
—Yo lo he visto
—informé solemne.
—¿Que lo
viste? —preguntó perplejo—, ¿dónde?
—Asomado a
la ventana, le había visto su silueta en bastantes ocasiones, pero nunca le
había visto el rostro hasta ayer, ¿qué le ocurrió, se quemó?
—No hija,
no se quemó, nació así la criatura, y te confieso que yo también lo he visto,
nunca digo esto en el pueblo porque me molestarían con preguntas. Me aterré al
verlo, su madre siempre lo tiene escondío,
hay quien dice que atao, que le da de
comer en un recipiente como si fuera un animal. A pesar de sólo haberle visto
una vez, noto su presencia tras las cortinas en esa casa donde nunca me han dejao entrar.
—Vaya,
nació así, como yo —murmuré.
—Violeta,
tú no puedes compararte con él. Al poco de nacer, su padre los abandonó, doña
Josefa, que en el pueblo le llamábamos la Pepi, era amable, y guapísima, una de
las mujeres más hermosas de por aquí. Ahora vive apartá del mundo, nunca sale, su hijo, que rondará los veinte años,
jamás ha salío de esas cuatro
paredes, nunca ha ido al colegio y son los médicos quienes se dirigen a su
casa. Su madre, y eso no me lo ha dicho ella porque tampoco habla mucho conmigo,
es muy creyente, y piensa que su hijo es un castigo de Dios. O eso es lo que se
rumorea en Calasparra.
Las
palabras de Domingo me hicieron recapacitar, a partir de aquel momento comencé
a sentirme afortunada, las cartas que había repartido el destino me aventajaban
respecto a otras personas. Calibré mi situación y me comparé con aquel ser que
habitaba a menos de cien metros de mi hogar cuya vida estaba sentenciada desde
que nació. Me sentí fatal por haber tenido que huir de aquel rostro y enseguida
comprendí que debía obrar acorde a mis principios. Sin sopesarlo con mi padre,
que todavía roncaba a pesar de lo avanzado del día, decidí hacer una visita de
cortesía a mis vecinos.
Había visto
en las películas estadounidenses que, en ocasiones, para dar bienvenida a un
recién llegado al vecindario se le agasajaba con un pastel. Hice lo propio, elaboré
una tarta de manzana, cuya receta —cómo no— aprendí de mi tía Laura. Me siguió Yako, lo que no me importó porque, de
alguna manera, me sentía protegida.
—Hola, doña
Josefa —saludé sosteniendo el dulce con mis dos manos junto a mi perro que
movía la cola anheloso de conocer todos los rincones de la parcela más cercana
a nuestra residencia.
—¿Qué
quieres? —espetó distante.
—Me
gustaría disculparme con esta tarta de que mi perro entrase ayer en este jardín
sin su consentimiento.
—No tienes
por qué preocuparte, muchacha.
—¿Podría
entrar, señora?
—No.
—Me
gustaría conocer a su hijo.
—Aquí vivo
yo sola —sentenció.
—Señora, lo
he visto en alguna que otra ocasión tras la ventana —confesé con gesto cómplice—.
Le prometo una cosa, sólo quiero saludarle, como vecina, no le juzgaré por su
apariencia. Se lo juro.
Me observó
durante medio minuto, me repasó de arriba abajo con el ceño fruncido y, luego,
relajó el semblante.
—Te dejaré
entrar —convino adoptando nuevamente una expresión circunspecta—, pero dos
cosas: la primera, si cuando salgas de aquí tienes pesadillas… tú te lo has
buscado; y luego, dile a tu padre que no ponga las zarzuelas ésas tan temprano,
detesto despertarme con esa maldita música.
Asentí a
sabiendas de que sería imposible cumplir la segunda condición.
Ella me
abrió la puerta, dejé a Yako
correteando en el jardín y me introduje en su domicilio manteniendo en equilibrio
la tarta cuya carga comenzaba a resultar pesada en mis enjutos brazos. La casa
se encontraba lúgubre y segregaba de sus rancias paredes un insufrible hedor a
humedad. Estaba llena de imágenes de santos, crucifijos y estatuas de la
Virgen. La penumbra se ocultaba titilante gracias a la luz de número ingente de
velas dispuestas en lugares estratégicos. Me dirigió hacia una habitación, más
oscura todavía, estaba el suelo acolchado y disponía de cubos de colores con
letras y números típicos de las guarderías. Ahí estaba él, sentado en una
esquina con aquel rostro impropio de este mundo. Aterrorizado por toparse
conmigo lanzó un agudo alarido.
—Hola, me
llamo Violeta —saludé disimulando el temblor.
—No te va a
responder —contestó su madre—, no puede hablarte, sus deformaciones impiden que
pueda hablar. Sólo grita, según el tipo de grito sé si el agua está fría,
templada o caliente, o si le gusta una comida o no, pero poco más. Se llama
Eduardo.
La mujer
agarró la tarta y sin mediar palabra la depositó en el suelo. Aquella criatura
la engulló con las manos en pocos segundos, pensé que padecería de inanición o
quizá sería su manera de comer. Doña Josefa sondeaba mi reacción como si yo
estuviera presenciando una actuación circense. Aquel chico debería de medir, si
consiguiera estirarse, cerca de un metro noventa, exteriorizaba deformaciones
en su espalda y extremidades. Parecía haberse desarrollado en el interior de
una jaula.
—¿Cuántos
años tiene? —pregunté a la madre.
—Nació en
el setenta y… ¿en qué año estamos?
—En el
noventa y ocho —respondí—, junio del noventa y ocho.
—Veinte
años tiene entonces. Los médicos me dijeron que no llegaría a esta edad, y ahí
lo tienes, todavía jugando con sus cosas.
—Pero ¿ve
la televisión o interactúa con otras personas o animales? —curioseé suponiendo
la contestación.
—La tele
no, porque se haría preguntas, quiero que piense que no es tan raro, una vez me
trajeron un perro que él mismo mató porque no paraba de ladrarle, si has oído
alguna vez que se lo comió ya te digo yo que es mentira. Lo único que ve del
mundo exterior es por la ventana, afortunadamente por nuestro carril pasa poca
gente.
Abandoné aquel hogar, convencida de que la
realidad puede resultar inimaginablemente perturbadora, vociferé el nombre de
mi perro por si acaso la leyenda que corría en torno a aquel tipo y su apetito
por los canes fuese cierta.
Nunca volví a adentrarme en esa vivienda, si
bien, evalué durante un tiempo la posibilidad de entablar amistad con ese ser
de rostro imposible, pero su retraso mental era demasiado profundo. Aquel joven
de veinte años, cerebro pueril y cara de alienígena era una verdadera víctima
de sus circunstancias. A partir de aquel día, cada vez que transitaba frente a
la casa de mis vecinos saludaba sonriente a pesar de que ellos mantuvieron su
talante irreverente.
Aquella
experiencia contribuyó a subsanar mi autoconfianza perdida con los años, con el
tiempo conseguir llevar una vida algo más independiente. Conocí por aquel
entonces a Maruja, la dueña de la tienda de ultramarinos, a la que comencé a
visitar cuando el señor Domingo se jubiló. Aquella mujer hacía honor a su nombre,
una chismosa que en las primeras ocasiones disparaba preguntas del tipo: «¿Tú
de quién eres?» o «¿Cuánto tiempo llevas aquí?», y después me interrogaba
pretendiendo sonsacar información, por ejemplo, sobre las personas que conocía
del pueblo y todo tipo de impertinencias similares. No obstante, era una señora
que se comportaba de una manera simpática conmigo, lo cual era lógico, dado que
mi padre y yo adquiríamos casi de todo en su comercio. Mostraba un aspecto excesivamente
descuidado, seguramente duplicaba en kilos su peso ideal. A menudo despachaba
en bata, zapatillas y rulos sobre un cabello pobre y plateado, desaliño
fomentado por residir en la misma trastienda del local. Usaba gafas con
cristales de culo de vaso y poseía una elocuencia tirando a torpe que le
confería un inevitable halo de ignorancia. Su marido había fallecido
recientemente por cáncer de pulmón, las lenguas maledicentes del pueblo aludían
a un lento suicidio causado por el tabaco, alegando que éste, fumaba para no
soportar a su esposa por muchos años. Su hijo Antonio era afable conmigo, por
lo que decían muy popular y querido en Calasparra, años después sería uno de
los más famosos corredores de los encierros de septiembre. Corporalmente no era
nada del otro mundo, pelo castaño y la mandíbula inferior muy pronunciada. Un
bruto a la hora de articular palabras, no paraba de blasfemar y de realizar
expresiones simplonas cargadas de muletillas, pero escribía aún peor, sus notas
y tiques eran todo un insulto a la ortografía. Se lo podía perdonar gracias a
su comportamiento risueño. Me complacía su modo de atenderme y, por primera
vez, alguien de mi generación no realizaba muecas o comentarios despectivos
sobre mi apariencia física.
Durante
meses, la señora Maruja y su hijo Antonio fueron las únicas personas del pueblo
con las que mantuve algún trato particular, más adelante entablé amistad con
gente de muy lejos. Mi padre me había comprado, años atrás, una computadora
personal para mi formación educativa, cuyo uso, prácticamente, quedó extinguido
con la marcha de Daniel, mi profesor. En los últimos tiempos me había centrado
en las labores del hogar, sin descuidar claro está, ni al piano ni a mi padre,
al que ya le cubría una espesa y emblanquecida barba.
Reanudé el
uso de mi viejo ordenador en cuanto conseguimos que Internet llegara a casa. De
repente, me encontré gracias a los foros de algunas webs, con grupos de
personas con afinidades similares a las mías y, aún sin conocerlas físicamente,
podría catalogarlas como amigas. Nuestra conexión, primordialmente, se daba por
medio de los canales de mensajería instantánea.
En una
comunidad de internautas aficionados a la ópera conocí a Berta Ferreyra, una
argentina de treinta y nueve años, oriunda de su capital. Se identificaba con el gentilicio de porteña que prefería al
de bonaerense. De alto nivel intelectual y económico, aquella mujer
recientemente divorciada siempre acababa sus conversaciones conmigo con la
promesa de que, pronto, me visitaría en un perentorio viaje a España. En otro
foro, donde los que participábamos éramos apasionados del piano, conocí a otra
de mis grandes amistades: Águeda Salamó, de veintinueve años y natural de
Barcelona, amaba a partes iguales el instrumento que nos vinculaba como todo lo
relacionado con Oriente. Acabó convirtiéndose en una virtual hermana mayor a la
que yo, en ocasiones, reclamaba consejos. El cariño que experimentaba por ambas
fue transformándose a un triángulo fraternal e inquebrantable que posiblemente
perdure siempre.
Conocí
también a dos chicos con los que mantenía contacto vía chat o correo
electrónico, ellos participaban en una web de amigos de la Región de Murcia de
cuyo foro yo también era miembro. Fran Pérez, de veinticinco años, procedente
de Elda, en Alicante, aunque sus antecesores paternos vivieron en Caravaca (muy
cerca de mi pueblo) y luego Ángel, algo menor que yo, diecisiete años, de Cartagena,
la ciudad que me vio nacer. Ambos jóvenes, que también eran amigos entre sí, me
trataban en un plano mucho más desinhibido y frívolo. Albergaban un especial
interés en que les enviara algún archivo que contuviera una imagen mía,
propuesta que siempre objeté. Percibía cierto tono picante en las
conversaciones que manteníamos los tres a la vez, y una pretensión por
cortejarme que, a veces, parecía una lucha por ver quién de los dos lograba con
éxito que yo me aviniese a quedar a solas con él; cosa que, sinceramente, me
hacía sentirme estimada, sabedora de la imposibilidad de que ocurriera dicha
cita.
Fran y
Ángel estuvieron durante meses «pretendiéndome» desde la invisibilidad de la
red. En un tono más serio, me propusieron convocar un encuentro para conocerme
en persona (entre ellos ya habían quedado en diversas ocasiones), a lo que yo
siempre me negaba alegando motivos de toda índole. La realidad, obviamente, no
era otra que el temor al rechazo y mi falta de confianza, todavía maltrecha por
un pasado que poco a poco se iba disipando. Por primera vez, mi universo se
expandía fuera de las paredes de mi casa.
Andrés VII
En el ocaso del verano Andrés y Patricia
decidieron casarse, marcaron el plazo de seis meses para dar tiempo a los
preparativos del enlace. Patricia y su madre se encargaron casi de la totalidad
de los asuntos concernientes a la boda. Andrés, con el crecimiento de la
empresa, utilizó el escaso tiempo del que disponía para la adquisición del
traje y los obligados encuentros con el sacerdote de la Parroquia de San
Fulgencio.
Era una fría tarde de enero de 1977, cuando
se topó con la prima de Susana que salía de la Confitería Gallego, muy cerca
de su casa.
—¿Andrés? —preguntó dudando si era él.
—¡Begoña!
—Ya me he enterado de que te casas.
—Sí, en un par de meses.
—Una pregunta, y espero que no te moleste
—musitó Begoña adquiriendo una entonación más confidencial —¿qué te pasó con mi
prima?
—Con tu prima no pasó nada, simplemente me
di cuenta de que estaba enamorado de otra mujer.
—¡Pero si bebías los vientos por ella!,
¡será que no se notaba!
—Me encandiló su hermosura, lo admito, pero
tiene una manera que me hacía sentir insignificante. Conoces a tu prima mejor
que yo.
Begoña afirmó.
—Susana no se acordará de mí.
—Te equivocas —dijo—, a mi prima le afectó
tu desprecio, y cuando se enteró de que estabas con la camarera de la
heladería… casi enloquece. Dicen mis tíos de Barcelona que ha estado en
tratamiento por depresión.
—No creo que tenga yo nada que ver en todo
eso y espero que esté ya mejor.
—No tienes por qué preocuparte, Andrés; mi
prima, como sabes, ha tenido a todo el que se le ha antojado bajo sus pies. He
sido testigo de cuántos hombres se le han acercado en una sola noche.
Andrés asintió con levedad.
»Cambiando de conversación —prosiguió
Begoña—, he visto un cartel de: «Se necesita personal» en tu tienda de Ramón y Cajal.
Mi hermano está buscando trabajo y he pensado que podrías hablar con él. Paco
es un experto de mecánica y electrónica, ha estudiado para eso.
—Del personal de esa tienda se encarga mi
padre, haré todo lo que pueda para que tu hermano trabaje con nosotros.
—Te lo agradezco mucho, Andrés. Me tengo que
ir que se me están congelando las manos, ¡hasta pronto!
Caminando en dirección a su casa, Andrés no
pudo evitar pensar en las palabras de aquella chica, lamentando hondamente la
fría y breve nota con la que comunicó a Susana su desinterés por ella. Se
preguntaba sobre la conveniencia de pedir a Begoña o Paco el número de teléfono
de su prima de Barcelona para llamarla y disculparse de tan pusilánime
comportamiento, cosa que descartó al instante creyendo que sería inadecuado
debido a la proximidad de su enlace con Patricia.
Pepe finalizó la entrevista con Paco
comunicándole que comenzaría a trabajar al día siguiente. Llamó al teléfono del
comercio de la plaza Juan XXIII donde generalmente trabajaba su hijo para
anunciarle su decisión.
—Andrés, ese amigo tuyo que ha venido a por
lo del trabajo es un «lince».
—Me alegro de que te haya gustado, a mí
también me lo parece.
—Otra cosa, hijo, ¿habéis visto algo sobre
el banquete de la boda?, lo digo porque si quieres hablo con los Ramones.
—¿Te refieres al Restaurante Ramón de Los
Alcázares?
—Sí.
—Me parece buen sitio, llámalos, y si tienen
libre el seis de marzo lo comento con Patricia y su familia.
—Pues no te preocupes, que ya me encargo yo
de la reserva, de la negociación y de todo.
—Gracias, papá.
Había días en los que una varita mágica
parecía tocar a Pepe y ese era uno de ellos. A Andrés le contentaba conversar
con su padre cuando este no tenía su habitual carácter amargado y crispado. A
la media hora se presentó en la oficina de su progenitor, saludó a Lola, la dependienta;
y a Luis, uno de los técnicos; accediendo al despacho de gerencia avisando con
dos raudos toques con los nudillos.
—Hola, he venido para comentarte unas cosillas
de las tiendas que no he podido matizar por teléfono, y, así, aprovechamos
para hablar de la celebración de mi boda, ¿dónde quieres que te invite a comer?
—Tú invítame a comer… y luego pago yo.
A mediodía del primer domingo de marzo de
1977, contrajeron matrimonio Andrés Rosique Marín y Patricia Domínguez Tortosa.
El novio vestía un sobrio traje oscuro; la novia, un exquisito vestido blanco:
lo que dictaba la época. De los pocos invitados de la familia Rosique, algunos
empleados, entre los cuales se hallaba Paco, más en calidad de amigo del
prometido que como trabajador de las empresas de Pepe. Asistieron también
familiares de Balsicas, mayoritariamente primos de Andrés y algún que otro
allegado de la rama paterna de Roldán. Entre los numerosos convidados de la
familia Domínguez Tortosa se contaba con la inseparable prima Asunción. Otros
amigos comunes a la pareja comparecieron en el evento: José Blázquez, con
decrépito aspecto justificado por él mismo como «por los abusos de la vida»; y
Antonio López, que acudió a la cita acompañado de Alejandro, algo más que un amigo,
que además le ayudaba en los arreglos musicales.
La boda tuvo su momento culmen en el momento
que se partió de la tarta, ritual acompañado del fragmento Va pensiero de la ópera Nabucco.
Qué lástima que los instantes de felicidad sean prácticamente inapreciables,
unas pocas gotas de agua en el mar de la vida.
El timbre del teléfono rompía el silencio la
mañana de un sábado de septiembre de ese mismo año, Patricia descolgó el
aparato, Antonio López preguntaba por Andrés. Ella pronunció el nombre de su
esposo para que lo atendiera y permaneció junto a él, sabía por la entonación
que empleaba el músico que el motivo de la llamada era preocupante.
—Han encontrado muerto a José —saludó
Antonio con voz profunda.
—¿A qué José?, ¿a José Blázquez? —preguntó
Andrés.
—Sí —admitió sucinto para evitar que sus
palabras se quebrasen.
—¿Qué ha pasado?
—Lo han encontrado muerto en una de esas
casas abandonadas que hay en El Molinete, tenía una jeringuilla junto a él, es
muy probable… —en ese momento Antonio se derrumbó.
—Bueno, déjalo —Andrés esperó a que su amigo
recuperase el habla—. ¿Quién te lo ha dicho?
—Mis padres. Han escuchado los gritos de su
madre cuando ha ido la policía a comunicárselo.
Las familias de Antonio y José vivían en la
misma planta del mismo edificio, viviendas contiguas separadas tan sólo por
unos finos tabiques.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Patricia a su
marido.
—Mi amigo Jose ha muerto. Era el más joven
del trío Los Prohibidos.
Ella le abrazó durante unos segundos. Después,
Andrés se dirigió en silencio hacia el piano, situado frente a una de las
paredes del salón. Comenzó a pulsar algunas teclas, de forma inconexa, sin
melodía alguna. Su único propósito era esconder su rostro del campo de visión
de su mujer. Unas lágrimas se precipitaron sobre el teclado.
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