MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 21
20
Ana, la menor de las hijas de Marisa, tenía
previsto irse en septiembre, justo después de los encierros, a Murcia para vivir
junto a su hermana Isabel. Se había matriculado en la universidad de la capital
y, como cabría esperar, permanecería grandes temporadas lejos de Calasparra. La
mayor estaba comprometida sentimentalmente con un joven murciano, por eso
apenas venía al pueblo salvo algún esporádico fin de semana. La pequeña
aprovecharía esa circunstancia y la libertad que le brindaba no estar tutelada
por su progenitora. Además, al carecer de vehículo propio para poder desplazarse
con total independencia le obligaría a quedarse en la ciudad y, con ello,
desligarse cautamente de su relación con un chico de la localidad; un romance —según
contaba su madre— no tan consolidado como el de su hermana Isabel.
Mi padre y Marisa establecieron que, a
partir de dicho momento, vivirían juntos permanentemente y no sólo durante los
fines de semana, como se estaba haciendo hasta entonces. Acogí la idea con
entusiasmo, mi progenitor escalaría un peldaño en su camino hacia la felicidad
y la casa ganaría en limpieza. Admito que las labores del hogar no han sido
nunca mi especialidad, excusa que no puedo atribuirle a la falta de tiempo.
Quisieron celebrar dicho acontecimiento con
una comida donde las hijas de Marisa, acompañadas de sus respectivos
pretendientes, vendrían a casa a conocer la nueva residencia de su madre y de paso a sus viejos
moradores.
—Violeta, dile a tu amigo que venga también
—dijo mi padre refiriéndose a Antonio.
—El sábado, 15, ¿no?
—Sí, el sábado después de los encierros.
Porque antes, con las fiestas, algunos puede que no quieran venir.
—Ya sabes que Antonio hasta las tres de la
tarde no acaba.
—Pues cuando salga que se venga para casa,
le estaremos esperando. Además, ¿no decías que quería conocerme? —preguntó
creyendo que mis observaciones sobre el horario se trataban de objeciones a la
cita.
—Sí, papá, él te conoce remotamente y la reputación
que te precede en el pueblo es bastante injusta.
Marisa, que se encontraba en el otro lado
del salón, afirmaba con la cabeza declarando estar de acuerdo con mi
comentario.
—Pues díselo, que no me gustaría que faltase
nadie —nos indicó mi padre a ambas.
Aquella conversación se había efectuado a
finales de agosto, el estío había transcurrido fugaz inducido por los últimos
acontecimientos: la perfidia de la que ostentaba Juan hacia mi progenitor, los
encuentros casuales con un Pedro beodo en los bares del pueblo, esa especie de
idilio que estaba viviendo con Antonio que yo mantenía a raya en la fase de los
besos en los labios impidiendo que alcanzara un grado más libidinoso… Para bien
o para mal, aquel verano me hizo tener conciencia de que existía un mundo fuera
de estas cuatro paredes y aunque no estaba a la altura de mis expectativas:
Vivía.
Se
acercaba el vigésimo aniversario de la tragedia que marcó nuestra existencia acaecida
un 12 de septiembre, mi padre y yo nunca hablábamos de eso cuando la fecha
estaba cerca, pero sé que él tenía muy presente aquella dolorosa efeméride. Aunque
procuraba disimularlo no concediendo a esa jornada nada de particular actuando
como si fuera otro día cualquiera. En la víspera de tan temida fecha, un suceso
terrible conmocionó al planeta, al punto de que cuando llegó el sábado, cuatro
días después, aún sin tener los televisores encendidos para que las noticias no
eclipsaran nuestro evento, fue la conversación estrella en la mesa. Cada uno de
los tres años que han transcurrido a partir de entonces, la prensa, en memoria
del 11 de septiembre de 2001, nos ha recordado hasta la saciedad de que nos
hallábamos a un solo día de la fecha en la que conmemorábamos silenciosamente
nuestro personal infortunio.
Marisa y mi padre se habían encargado de
todos los preparativos para la celebración del sábado, mi único cometido fue el
de encargar telefónicamente a Antonio un pedido que el mismo traería cuando
terminase de trabajar. Los aperitivos ya estaban en la mesa que habíamos sacado
de la cocina al exterior, totalmente desplegada para la ocasión, cuando un BMW
azul oscuro con matrícula reciente atravesó el umbral de la verja que da acceso
a nuestro jardín. Lo conducía Carlos Bonache, novio de la hija mayor de Marisa
que estaba junto a él. Todavía recuerdo con nitidez aquel primer instante en
que vi a Isabel en el asiento del copiloto, con un porte tan elegante que
parecían haberse equivocado de lugar. En el asiento trasero estaban Ana, la
hermana pequeña y Carlos Zapata. Estos dos últimos rostros me resultaron
vagamente familiares, posiblemente habría coincidido con ellos por las calles
del pueblo en estos últimos tiempos de autonomía personal.
Tras las pertinentes presentaciones esperábamos,
cerveza en mano, a que se terminara de cocinar el asado. Matando el incómodo
silencio de quienes se acaban de conocer con insustanciales diálogos
encadenándolos con frases que abordaban el asunto más importante del momento y
que había conturbado a toda la humanidad.
—Anda que lo que ha pasado en Nueva York…
—dijo Carlos Zapata mientras abría con la boca un pistacho.
—Ya te digo —contestó su cuñada Isabel a la
vez que inclinaba el vaso de cerveza que su madre rellenaba.
«Los Carlos», eran bien diferentes; el mayor
de ellos, Carlos Bonache, rondaría los veinticinco años, bien parecido, alto y
moreno, ataviado de pulcras y elegantes prendas, de cabello engominado hacia un
lado. Su padre era un empresario murciano del transporte y su familia gozaba de
cierto prestigio en la industria pastelera de la capital. Estudiaba en la misma
Facultad de Derecho donde había conocido a Isabel. A su agraciada fachada
habría que sumarle una excelente dicción y una elocuencia propia de un
político. Un abogado en ciernes con un inconmensurable talento sobre el papel.
Carlos Zapata, el calasparreño, era una pésima imitación de su cuñado, aunque
igualmente pedante, si bien, los conocimientos de este chico y su forma de
expresarlos distaban profusamente de su homónimo. Aparentaba tener mi edad, y
era excesivamente escuálido. Luego supe que él había cursado en el mismo
colegio donde yo estudié, pero no le reconocí porque su cara habría cambiado
tanto… No creo que él tuviera ninguna duda acerca de mí. Lucía pelo de punta un
tanto impropio para un veinteañero y unos granos faciales al borde de la
eclosión que le daban cierta verosimilitud a ese look adolescente. En rigor, yo creo que el acné que padecía se
debía a mala alimentación, hábitos poco saludables o ambas cosas. Su rostro era
una perenne expresión del que está falto de sueño, y su sonrisa torcida sin
motivo llegaba a exasperarme. El Zapata —que así era conocido en la
localidad— tenía a pesar de todo un talento innato para hilvanar, en pocos
segundos, asuntos tan dispares como la desaparición de Las Torres Gemelas al
cambio de emisión del programa Redes
de Eduard Punset. En verdad, esta última conversación solamente la mantenía con
su tocayo.
Antonio llegó a casa a las tres y cuarto de
la tarde, con su vehículo más sucio y abollado que nunca. Tenía una frase escrita
con el dedo con la cita poco ingeniosa de «Lávalo marrano» (acentuar la primera
palabra ha sido cosa mía), que llevaba trazada en el cristal trasero de su Seat
Ibiza y que, afortunadamente, no estaba en el campo visual de la mayoría de
invitados. Abrió el maletero para descargar el pedido que yo le había
solicitado por la mañana: varias cajas de cerveza, botellas de whisky y ron, hortalizas, rosquillas… Acudió
con la misma ropa con la que había trabajado —salvo el delantal—, alguna
salpicadura sanguinolenta se hallaba en la vieja camisa azul celeste que
resultaban inadvertidas ante los grandes cercos blanquecinos que rodeaban las axilas
humedecidas.
—¡La Virgen, qué calor! —fue su tarjeta de
presentación mientras apilaba la mercancía junto a su coche para transportarla
a la cocina en un único viaje.
—¡Chico!, ¿necesitas ayuda? —se ofreció
Carlos Bonache creyendo que se trataba de un repartidor.
—No, yo lo llevo to —contestó levantándose en cuclillas sosteniendo toda la compra
trabada hábilmente en vertical, mientras expelía a la vez de lo que supuse que
sería un pedo, a lo que le prosiguió de inmediato un voluntario carraspeo,
confirmando la ventosidad.
—Os presento a Antonio —anuncié dirigiéndome
al grupo de jóvenes deseando que solamente yo me hubiera percatado del escatológico
sonido.
Me aproximé a él, mientras este los
saludaba, en un ademán de auxiliarle con parte de la hilera de paquetes que
soportaba con sus brazos.
—Tenías que haberte cambiado de ropa —mascullé
a Antonio mientras cogía algunas bolsas.
—Me dijiste que viniera en cuanto saliese de
la tienda.
El
Zapata saludó a Antonio como un viejo conocido, también Ana, ambos eran tal
para cual, en absoluto irradiaban el estilo glamuroso de la otra pareja. La pequeña
de las hijas de Marisa, era guapa, una infinitud de veces más que yo, pero su
belleza quedaba eclipsada por la de Isabel en la inevitable comparación con su
hermana. Exhibía un bonito cabello largo, lacio y oscuro, nació un año después
que yo, cuando Naranjito era la mascota del mundial de fútbol del que España
fue anfitriona y del que decía mi progenitor que lamentaba no haberlo
presenciado con la compañía de su padre a pesar de las numerosas llamadas que
recibió de mi abuelo.
Una leyenda negra corría en torno a Ana, la
benjamina de aquella mesa —que me contó Antonio días después—, relacionada con
una noche loca en la cual mantuvo relaciones íntimas con varios chicos a la
vez, tres o cuatro se rumoreaba. Aquel chisme jamás habría llegado a oídos de El Zapata, y de haberlo logrado, él lo
hubiera desdeñado como si de un bulo se tratase. Conociendo las limitaciones y
prejuicios que descubría en cada palabra que profería, le hubiese sido
imposible aceptar como pareja a alguien de tan incierto pundonor.
Una vez inmersos en el asado aprecié alguna
mirada fugaz de Marisa hacia mi padre reprendiéndole en silencio su voracidad a
la hora de engullir los alimentos. Él no atendió sus observaciones, siempre
decía que los modales no había que demostrarlos en la mesa, menos aun cuando esta
se hallaba en su propia casa.
Además de cafés y chupitos de orujo, unas
botellas de destilados y refrescos iban a amenizar la sobremesa. Mi padre había
hecho hincapié en que Antonio trajese de su establecimiento las mejores
botellas de ron y whisky sin reparar
en gastos. Parecía no estar al gusto de todos los comensales.
—Es bueno este whisky —dijo Bonache—, pero mi padre tiene una selección de Chivas
que ni te cuento. Eso sí que es calidad.
Una de las frases que siempre he oído en
casa desde pequeña es la de: «Las marcas son el canon de los acomplejados», mi
progenitor no pudo reprimirse cuando le vio rellenar el vaso con un refresco,
fusionándose con el destilado.
—Pero ese Chivas tan bueno que tiene tu
padre… ¿lo mezclas también con cola?, porque digo yo que eso es un sacrilegio.
Si es bueno, no lo enturbies con otras bebidas.
—Yo es que sólo soy de cubatas —alegó Carlos aludiendo a los combinados—. El whisky solo es de borrachos.
Ante el embarazoso silencio que generó aquella
apostilla, mi padre, al que jamás he visto echarse refresco a una copa, levantó
su vaso.
—Pues entonces, ¡brindo por los borrachos
como yo!
Cualquiera que conociese un poco a Marisa
sabría que a ella no le agradó el brindis apreciando únicamente cómo removía la
cucharilla en el café. Ella desaprobaba expeditiva todo tipo de comentarios
que hiciesen gala de excesos etílicos delante de su prole.
—¿Sabéis que Violeta toca el piano como los
ángeles? —preguntó Marisa virando el rumbo conversacional de la tertulia.
—Ahora si queréis interpreto alguna pieza
—ofrecí sin convencimiento, deseando que ninguno de los presentes lo
considerase como una idea apetecible.
—Antes tienes que enseñarnos la casa
—solicitó Isabel efectuando una rápida mueca a su hermana para que nos
siguiera.
Marisa comenzó a recoger la vajilla sucia de
la mesa, mi padre y Antonio permanecieron en la mesa exhibiendo camisas
sudorosas y adoptando posturas casi idénticas (las dos manos entrelazadas
detrás de la cabeza), para abordar un tema tan fútil como el fútbol, un mundo
del que ambos, dicho sea de paso, no eran demasiado aficionados. El tendero,
que tampoco era de fumar mucho, le ofreció un cigarrillo a su interlocutor,
aceptándolo este de buen grado.
Los cuñados ya se habían ido a dar un paseo
por el jardín de nuestra parcela aprovechando la cálida temperatura y la tregua
que el viento nos concedía aquella tarde. Con sus cubalibres en la mano
conversaban como buenos camaradas, ajenos a las diferencias culturales con las que
habían sido educados.
Antes de subir la escalera Isabel se detuvo
frente al cuadro familiar, se mantuvo unos instantes observándolo con
detenimiento, sin expresar palabra. Ana, empero, se mostraba ansiosa por
concluir la protocolaria presentación de nuestro hogar, más interesada en
retornar a la mesa que en conocer los dormitorios.
—¿Te llevas bien con nuestra madre, verdad?
—preguntó Isabel en tono confidencial para impedir que Marisa desde la cocina
pudiese oírla.
—Desde luego, ella es un verdadero encanto.
Ha cambiado notablemente a mi padre.
—Nuestra madre también está muy bien con tu
padre —intervino Ana—, nada que ver con el putero y alcohólico del nuestro.
Isabel
reprobó gestualmente la indiscreción de su hermana, el volumen que empleaba al
hablar tampoco es que se acercase al que pretende contar un secreto.
—Es bueno que hayamos venido a vuestra casa —continuó—,
porque en el pueblo tenéis fama de raros y ahora que os conocemos nos parecéis
gente normal.
—¡Huy si mi padre supiera que lo tildas de
normal!... —dije entre dientes.
Marisa
tal vez escuchó las palabras de su hija o quizá fue la providencia del destino,
pues la llamó de inmediato para que colaborase con ella en colocar algún
utensilio de la cocina. Ana bajó decidida dejándonos a solas a Isabel y a mí.
Faltaba por enseñar el último dormitorio, el que permaneció durante años
cerrado con llave, ahora usado indistintamente como oficina o habitación de
invitados. En verdad, nunca ha tenido esta segunda función. El cuadro de mi
hermana era con diferencia lo más atrayente del cuarto.
—Este es el lienzo que restauró mi madre, lo
vi en el taller, le echó muchas horas.
Contemplando la belleza de mi hermana tan
magníficamente plasmada en la pintura me detuve a observar de reojo a Isabel,
con aquella beldad e inteligencia que jamás imaginé que pudieran aunarse en un
mismo ser. Sólo con fijarse unos instantes en ella se adivinaba una persona de
mundo, y escuchar el sonido de su voz era un deleite que estremecía mis
sentidos, tanto como a mi padre podría impresionarle el virtuosismo del bel
canto.
—El cuadro es precioso y tu hermana era muy
linda —prosiguió Isabel con cierta cautela para no ofenderme con aquel piropo
dirigido a Susana.
—Mi hermana —dije abandonando mi ensimismamiento—,
si viviese, tendría una edad parecida a la tuya, sería tan guapa como vosotras,
parece más familia vuestra que mía. Fíjate que además de mi fealdad soy torpe
con avaricia, me he manchado de aceite la camisa, menuda pinta debo de tener.
—Es imposible que alguien sea feo cuando se
tiene el corazón que tienes tú —aduló
acariciándome con sus dedos mis sofocadas mejillas—. He oído que tienes un
talento increíble para el piano y eres toda una experta en música clásica. Eres
maravillosa, créeme, no sientas complejo alguno.
Aquellas palabras me enmudecieron, admiré
embobada su sonrisa perfecta y su mirada esplendente de color canela, las
cortinas serpenteaban acariciándole la espalda y su cabello moreno ondulaba con
la gracia de un televisivo anuncio de champú, dándome la impresión de estar
ante la representación más sublime del universo. Aquella mujer de rostro
angelical y silueta de revista ostentaba de una elegante manera de declamar las
palabras que lo raro era que no trabajase como presentadora de televisión o
algo similar. Estuvimos apenas un instante en que nos hallamos la una frente a
la otra, en silencio. Permanecí inmóvil, sumisa ante cualquier gesto que ella
hubiera realizado. Un raro sentimiento me acaeció de improviso: deseé besarla.
Volví a la realidad aturdida por aquella
extraña alteración de mis sentidos, levemente mareada me disculpé abandonando
la habitación para dirigirme hacia mi cuarto con el subterfugio de cambiarme la
camiseta manchada. Me encerré en el dormitorio, y durante unos segundos, estuve
agarrando fuertemente el tirador y respirando profundamente para recuperar el
aliento junto a la puerta. Escuchaba únicamente los latidos de mi corazón
cuando comencé a oír el murmullo de la conversación de «los Carlos» que
provenía del jardín. Me asomé para otearles, se hallaban bajo la higuera donde
yacían los restos de Yako, parloteaban
eufóricos creyendo que eran invisibles al resto, no lo estaban para mí que,
desde la ventana de mi habitación, los divisaba con nitidez sin que ellos se
percataran de mi sigilosa presencia en lo alto. Se estaban liando un cigarrillo
—que estoy convencida de que sería un porro—, sus copas habían sido
diestramente colocadas en las oquedades del árbol. Entre risotadas pude
escuchar parte del diálogo.
—¡Qué fuerte con la suegra! —exclamó El Zapata exhalando un espeso humo.
—Menuda familia tienen nuestras chicas, anda
que el tendero… ¡vaya tipo!, apuesto que no ha leído un puto libro en su vida,
seguramente su mayor aspiración existencial será aparecer en Gran Hermano.
Ellos se viraban con frecuencia para
comprobar la retaguardia, creyéndose inadvertidos se iba cediendo mutuamente el
canuto cada dos o tres caladas,
continuaron hablando, me sentí un tanto incómoda por espiar a aquellos cretinos
temerosa de ser descubierta, aunque permanecí impertérrita, observándoles desde
arriba.
—Y
anda que la hija del tipo este —añadió Bonache—, menudo engendro, si aquel fue
el primer espermatozoide que llegó al óvulo no quiero pensar qué habría salido
del último, pero ¿qué hizo ese hombre con sus huevos, los ha tenido en
radioactividad o algo así?
El escandaloso carcajeo de El Zapata imposibilitó que escuchase con
claridad lo que vino a continuación, aunque sé que aludía a la virilidad de mi
padre y a la genética de mi madre.
—Anda que cuando vaya a tocar el piano
—advirtió El Zapata una vez recuperado
del ataque de risa—, más le valdrá que se ponga una careta, porque yo no
aplaudo a monos de circo ni a monstruos. Tienen un vecino por aquí que tiene
fama de deforme, a lo mejor es esta tierra que está podrida.
Después de proferir tamaña barbaridad sorbió
de su vaso, un estúpido bailoteo ejecutaba con sus piernas sin sentido alguno.
Las risotadas dificultaron que tragase el líquido arrojando todo el contenido
de su boca sobre la cruz que sobresalía del pequeño montículo donde quedaba
enterrado mi perro.
Cerré la ventana de mi dormitorio, ya había
oído suficiente, una fortísima sensación de rabia me acaeció, no fue en esta
ocasión la tristeza el motivo de mis lágrimas, el llanto secretaba con mayor intensidad
que los de las noches de postración y melancolía. El afán por vengarme de
alguna manera colapsó mis sentidos «Esto no va a quedar así» me repetía.
La voz de mi padre me llamaba desde el salón,
habría pasado una hora entre silenciosas quejumbres de impotencia. Percibí dos
golpecitos en la puerta.
—Pasa —dije con la palabra entrecortada,
anhelando que al otro lado estuviera Isabel.
—Perdona que haya subido a molestarte —susurró
Marisa—, es que nos encantaría que tocaras el piano antes de que se vayan mis
hijas y sus novios.
—No me apetece nada, me encuentro un poco
mal.
—Tienes los ojos hinchados, ¿te pasa algo?
—Me he quedado durmiendo —improvisé.
—Menudas ojeras tienes, hija, ¿de verdad que
no te ocurre nada?
—No, Marisa, debe de ser la cerveza que he
tomado, no estoy acostumbrada.
—Bueno, cariño, lo que veas. Pero seguro que
dejas sorprendido al personal con tu maestría al piano, y así haces compañía a
Antonio que lo noto un poco desplazado.
Durante un par de minutos permanecí sentada
en la cama respirando profundamente sopesando la idea de unirme al séquito que me
aguardaba en el salón. Descendí las escaleras en silencio, en contraste con el
jolgorio de conversaciones cruzadas que sostenían animadamente, me dirigí hacia
la cocina y abrí el cajón donde se guardaban las bolsas de basura. Extraje un
enorme saco de plástico negro y lo desplegué para poder cubrirme con él. Me tapaba
medio cuerpo, desde la coronilla hasta la pelvis, a ciegas me encaminé hacia el
piano procurando recordar la situación de los obstáculos. Me detuve cuando
palpé el instrumento, el silencio había inundado la sala. Sin verlos, sentía el
peso de sus miradas sobre mi figura que parecería una cutre e insólita criatura
mitológica: una bolsa gigante de basura con piernas humanas. Ellos deberían
creer que yo pretendía ejecutar una pieza musical totalmente a oscuras en un
alarde de virtuosismo pero cualquier persona que tenga unos conocimientos
mínimos de piano sabe perfectamente que no se requiere de un talento especial
para tocar sin ojear el teclado.
Me senté en el taburete y cuando supe que
estaba frente a las teclas agujereé dos veces el saco permitiendo el orificio
justo para que cupieran mis enjutos brazos y pudiera manejarlos con habilidad
desde el exterior de la bolsa, luego la apreté para dejar constancia de que mi
cabeza estaba sin visibilidad, unos finos pliegues me permitían el paso del oxígeno
cada vez más necesario debido al nerviosismo. Tanteé con los dedos las teclas
negras y adivinar, así, cuál de las notas blancas era do. No precisaba de más
ayuda que esa para comenzar a tocar.
Interpreté una de mis propias composiciones
y que, por supuesto, no me supuso un enorme esfuerzo ejecutar a ciegas.
Continué con un tema de Vangelis conocido por todos: Carros de Fuego. Quise obsequiar a Marisa con aquella deliciosa música
que presentí que lograría emocionarla, y así fue.
Una estentórea ovación cerró la actuación.
Realicé una pausa y levanté con ímpetu la bolsa que me cubría, todos elogiaron
la interpretación de mi composición y la del músico griego. Isabel, tan conmovida
como su madre, casi lloraba. Supe después que aquella banda sonora se
encontraba entre sus favoritas. Nunca se me olvidará el atónito rostro de
Antonio que jamás me había escuchado tocar el piano, sus palabras hacia lo que
había presenciado eran una mezcolanza de asombro y admiración. Si alguna vez él
estuvo enamorado de mí, fue en ese preciso instante.
—Me he puesto esta bolsa en la cabeza —dije
al, todavía, entusiasmado público—, no para jactar de destreza, sino para no
ofender a ninguno de los presentes. No vaya a ser que alguien tuviera que
aplaudir a un monstruo.
Los
cuñados se miraron de reojo y creí apreciar en sus culpables expresiones, un
atisbo de compasión hacia mí y de vergüenza. Mi padre, boquiabierto, se acercó
exigiéndome explicaciones.
—No es nada, papá, no te preocupes. Me
sienta mal beber, estoy cansada y creo que lo mejor es que me vaya a mi
dormitorio.
Con un leve saludo con la cabeza me despedí
de todos, menos de Antonio al que, con la promesa de rendirle cuentas de lo
sucedido al día siguiente, besé en un punto intermedio entre la mejilla y los
labios.
Todos menos mi padre y Marisa se marcharon
en los siguientes cinco minutos, Antonio, todavía confundido por mi vehemente
reacción, aseguró a mi progenitor que vendría a casa con más asiduidad; las
hijas de Marisa y sus indolentes parejas partieron hacia el pueblo para
continuar la diversión en locales de copas. Los cuatro iban risueños,
indiferentes al sufrimiento que padecía.
No abandoné la habitación hasta la mañana
siguiente, pensé que mi autoestima había tocado fondo, que ya no podía caber más
humillación, menos aún, si esta era ocasionada por alguna persona de mi
entorno. ¡Qué equivocada estaba!
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