«La soledad, sumada a una perpetua resaca, le hacía reflexionar de manera diaria sobre su existencia. La tarde de un soleado domingo de agosto de 1975, después de varias noches de ajetreo, asomado en el balcón de su casa, escuchó una melodía que pro­venía de un piso cercano. Sonaba el aria de Nessun dorma de la ópera Turandot

Fragmento del Capítulo 3, Acto I de Mi hija y la ópera.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»