Fragmento del capítulo 18, segundo acto de "Mi hija y la ópera".
«Únicamente necesitábamos alcanzar nuestro vehículo
antes que ellos, mi amigo no tendría problema alguno, era corredor en los
encierros, el reto se centraba en que yo llegase a tiempo. Al poco, retrocedí
la vista y en la oscuridad sólo aprecié un leve jadeo, el ruido a mis espaldas
de una lata de refresco producido por un involuntario puntapié delataba su
proximidad. Me detuve para hacer frente a mis perseguidores, no como acto de
valentía sino por ahogamiento y fatiga, el deporte nunca ha sido mi
especialidad y ya había pulverizado los músculos caminando por la mañana. Se
acercaba solamente Juan, sorprendentemente venía andando, y aunque mi cabeza no
estaba para estúpidas distracciones me acordé de las películas de zombis en las
que los muertos, marchando lentamente y con torpeza, atrapaban a los vivos que
corrían despavoridos. Su mirada mantenía una expresión serena, cosa que no me
invitaba a la tranquilidad. Por fortuna, el resto del grupo permanecía a
metros de distancia, ajenos a nosotros, retomando sus actividades insalubres y
sus majaderas risas. Antonio retrocedió cuando se percató que recorría el
camino en solitario y ante la presencia desafiante de Juan, que ya estaba junto
a mí, se puso en guardia alzando los puños como un boxeador antes de que sonase
la campana.»
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