Extracto del capítulo siete, segundo acto de "Mi hija y la ópera"
«Ya había anochecido cuando íbamos de vuelta a casa
por la avenida Juan Ramón Jiménez, las farolas iluminaban intermitentemente a Yako, ambos estábamos en el asiento
trasero, en silencio me miraba con ojos cansados y creo que agradecidos. Lastimado
y con medio cuerpo vendado apenas se movía dentro de la caja de cartón de un
vídeo Panasonic adquirido años atrás para poder ver óperas en formato VHS.
Pensé que la afición de mi padre de almacenar hasta los embalajes de un
electrodoméstico se justificaba en situaciones como aquélla. Giramos por la
calle del Teniente Flomesta, una de las entradas a Calasparra, para enseguida
torcer hacia la calle Ordóñez, la cual desembocaba a la estrecha carretera que
subía al santuario. Sabía que mi perro no era un asesino, que me defendió de
aquel diminuto intruso de ojos saltones que atendía al nombre de Cuqui. Yo salvé a Yako de una muerte casi segura, pero a él le debía mi alegría y las
ganas de levantarme cada mañana. Mi padre, aunque conducía lentamente, iba
enfurecido, no paraba de repetirse que el perro era un peligro y que lo iba a
enseñar a hostias. Cuando alcanzamos al camino de gravilla que concluye en
nuestra casa distinguimos un Ford plateado en la puerta junto a la verja, era
el automóvil de Paco.»
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