Fragmento del capítulo 22, segundo acto de "Mi hija y la ópera"
«Y por supuesto que acudió a cada una de aquellas
vespertinas sesiones dominicales, casi siempre acompañado de una tal Soledad,
una mujer de una pedantería tan extrema que no me extrañaría que acabara su
existencia haciendo honor a su nombre. No era ni guapa, ni fea, aparentaba
estar en el ecuador de entre cuarenta y cincuenta, de pelo corto, gafas
cuadradas y un sempiterno pañuelo en el cuello, de fuertes ideales que a mi
parecer es donde residía su mayor atractivo, aunque algunas veces su radicalismo
era desquiciante, era una acérrima vegetariana, yo creo que por un
inconmensurable amor que profesaba a los animales más que por un cuidado
nutricional. Su manera sublime de argumentar desmontaba hasta al mismísimo
Pedro (deduzco que eran pareja por los gestos cariñosos que se regalaban cuando
no discutían). Recuerdo nítidamente una conversación que mantuvieron sobre la
tauromaquia; tanto, que ahora puedo transcribirla de memoria sin cambiar
ninguna palabra de las que pronunciaron.»
Comentarios