Pasaje del Acto II (La hija del leñador) de "Mi hija y la ópera"

«Las nubes dibujaban líneas naranjas en el cielo, yo jugaba con Yako en aquel magnífico atardecer, era el único amigo que no me juzgaba por mi aspecto. Mi padre cortaba leña, una tarea que habitualmente realizaba por la mañana. Sonaba una ópera de Puccini que provenía de nuestro hogar y que se escucharía con creces fuera de los límites de nuestra finca. Un viejo Renault verde oliva se acercó a casa y aparcó en la puerta, acto seguido sonó una bocina. Nunca había visto al tipo que conducía aquel turismo, pero enseguida deduje que era el padre de Manuel, era una réplica de su hijo a doble escala, con una cara tan ancha que parecía un gigantesco emoticono enfadado reposando sobre el asiento. Hasta que abrió la puerta de su vehículo y aprecié que era más alto y corpulento incluso que mi padre. Él había sido matarife en una empresa cárnica del pueblo, decían que acabó perdiendo el empleo porque amenazó a su jefe con un cuchillo, también tenía fama de putero, alcohólico y de haber propinado multitud de palizas a su mujer e hijos; tal vez aquello explicase por qué Manuel era tan agresivo y por qué su hija, de nombre Isabel, tan asustadiza. Mi padre salió a recibirlo a la verja de la casa sin soltar el hacha, sabedor de quién podría ser el hombre que se acercaba, con el sigilo característico del que va a retarse en un duelo.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén