Párrafo del Capítulo 2, Acto III de "Mi hija y la ópera"
«Nos encaminamos en dirección al coche portando
numerosas bolsas, tanto las del supermercado como las que acarreamos de la
tienda de regalos, con varias sartenes y un apropiado centro de mesa que sería
del gusto de Marisa. Habría cien metros desde aquel punto hasta nuestro
vehículo, antes tendríamos que franquear la fachada de la iglesia donde ya nos
aguardaría Paco. Mi padre se empecinó en transportar las bolsas de mayor peso, lo
que nos ralentizó la marcha notablemente. Avisté a mi padrino apoyado sobre un
Mercedes, un modelo actualizado similar al turismo que tuvimos durante tantos
años. Según nos acercábamos pude apreciar su silueta, una enorme barriga que
había crecido implacable y una calvicie que no podía ocultar con un peinado
hacia delante como antes. Él me reconoció enseguida, mi mancha facial me
delataba a pesar de que la última vez que nuestros ojos se cruzaron yo era una
niña de diez años y ahora estaba a un mes de cumplir los veinticuatro. Lanzó el
cigarrillo a la acera justo cuando estábamos frente a él, dio un fuerte pisotón
para apagar la incandescencia de la colilla tratando también de llamar la
atención de su viejo amigo que no levantaba la vista de las baldosas. Mi padre
lo observó con semblante espantadizo, se detuvo en su expresión y lentamente se
acercó a su rostro. Enseguida reconoció su sonrisa y, de repente, soltó las
bolsas de la compra por la emoción. En la caída, se rompió una de las botellas
de whisky, así como algunos huevos.»
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