Volumen 24 de «Mi hija y la ópera»
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A mis veintitrés abriles solo hay dos cosas
de las que puedo hacer gala: mi talento frente al piano y mis conocimientos de
música clásica, pero nunca he creído que pudiera exhibirlas fuera de mi círculo
más próximo. Ha sido en este último año cuando he conseguido realizarme con mis
dos grandes pasiones. Gracias a los consejos de Marisa me desprendí de la losa
de timidez que tanto me atenazaba. Empecé a tocar el piano en el mismo local
donde Daniel interpretaba su repertorio de melodías cuando, años atrás, dejó de
ser mi profesor. El miedo escénico pude superarlo sin demasiadas dificultades
ya que me vi arropada por mi padre y Marisa, y también por Pedro y Soledad que
no se perdieron ninguna de mis actuaciones. Sé que Antonio estuvo en el primero
de aquellos recitales, medio a escondidas, confundido con la clientela de la
barra. Tal vez quiso comprobar con sus ojos lo que vería anunciado en los
muchos carteles de publicidad del establecimiento que se colocaron por el
pueblo: «Velada amenizada por la pianista Violeta Rosique».
Por otro lado, Pedro me informó en cierta
ocasión, hace unos pocos meses, que había escuchado en Radio Nacional de España
que se iba a celebrar un concurso en el que podían participar los oyentes del
programa Clásicos populares junto con
los de otras emisoras europeas. Era una especie de congreso anual donde se reunían
musicólogos y melómanos cuyo colofón consistía en una competición sobre los
conocimientos de música clásica, en el cual se otorgaba un premio al ganador.
El evento se llevaría a cabo en el mes de noviembre y en una ciudad española
(por lo visto, cada año se efectuaba en un lugar distinto del viejo
continente). Recuerdo que cuando me lo dijo practicábamos senderismo, una
afición que solíamos efectuar los domingos por la mañana y casi siempre íbamos
los cuatro: Marisa, mi padre, Pedro y yo.
—Violeta —demandó Pedro con tono circunspecto—,
deberías ir a Madrid y demostrar lo que sabes de música.
—Mi padre entiende mucho más que yo
—respondí con modestia.
—No, hija, puede que yo tenga obsesión por
la ópera, pero tú sabes mucho más y no solo de ese género, sino de la música
clásica por extensión. Conoces muy bien las biografías de los autores y te has
pasado la vida leyendo y releyendo los libros de historia del arte que tenemos
en casa. Eres una enciclopedia andante.
—Eso que dice tu padre es verdad —terció
Marisa, secándose la frente con la muñequera.
—Bueno, un poco de calma —dije—. Allí
concursarán personas de gran conocimiento musical.
—Pedro —dijo mi padre en tono imperativo—,
cuéntanos en qué consiste.
Todos paramos. Usamos las rocas cercanas
para tomar asiento y escucharle con atención.
—Vamos a ver, por lo que he podido oír en Clásicos populares, cada año se realiza
un concurso relacionado con los conocimientos en música clásica. Es como Saber y ganar, pero en la radio, y se
ciñe a la música y a la vida de los compositores. Este año es en Madrid, el pasado
no recuerdo bien si dijeron en Londres o Roma, da igual. Por lo que sé son
varias emisoras las que promocionan dicho concurso y unas cuantas las empresas
que participan con el patrocinio. El premio es un viaje a Nueva York para el
ganador, y si no me equivoco la estancia en Madrid durante el concurso también
está sufragada, supongo que antes deberías pasar una prueba, porque digo yo que
lo de acudir a la ciudad, así, de buenas a primeras, no será accesible para
todo el mundo, sino para los que lleguen a esa fase final. Yo creo, Violeta,
que debes inscribirte y cuando tengas que ir a Madrid que te acompañe tu padre.
—Yo no iré —interrumpió este—, que vaya ella
sola o acompañada de quien quiera que ya es mayorcita.
Marisa y Pedro se miraron sobresaltados, extrañados
por la impetuosa contestación. Yo sin embargo no la interpreté como
impertinente.
—No deis por sentado que vaya a concursar.
Voy a mirar primero por Internet a ver si tienen por ahí las bases del concurso
y escucharé a partir de ahora el programa por si dicen algo. No obstante, en el
caso de que participase, debería prepararme mucho si pretendo estar a la
altura.
Retornamos
a casa con las camisetas mojadas aquella mañana calurosa de octubre tras haber
andado unos cuantos kilómetros de cuestas escoltados por pinos, matorrales y
piedras. Mi padre caminaba con una gruesa rama que utilizaba para ayudarse a
subir, o para evitar resbalarse a la hora de afrontar un desnivel de un palmo
escaso. Incluso a veces solicitaba una mano de apoyo cuando el sendero se
inclinaba demasiado. Exhausto, rogó a Marisa que le llevase la mochila que contenía
un par de botellas de agua ya casi vacías. Ahí me percaté por primera vez de su
débil estado.
Escuché por fin en el programa la
convocatoria del famoso concurso. Dejándome llevar por la inexplicable
intuición de que mi vida cambiaría a partir de entonces decidí participar. Tal
como se indicaba en las bases, envié un correo electrónico y me inscribí. En un
mensaje de respuesta automática me comunicaron que pronto recibiría una llamada
donde se evaluarían mis conocimientos. Si esta prueba era superada podría ir a
Madrid para medirme con otros participantes europeos en el mes de noviembre. Aquellas
largas jornadas las pasé escuchando clásicos: sinfonías, cuartetos, conciertos,
oratorios… Salvo ópera, en este género estaba sobrada. También leí las
biografías de Puccini, Verdi, Mozart, Wagner, Donizetti, Bellini, Rossini,
Monteverdi, Bizet, Masenet, Häendel, Bach, Gounod, Strauss —con este apellido,
los más significativos—, y un largo etcétera. El concurso se había convertido
en un reto personal, no por el viaje, sino para demostrarme que toda una existencia
mortificada por la incesante música confería ahora un sentido a mi vida.
A los pocos días atendí la llamada
telefónica procedente de la dirección del concurso, era la primera criba a
superar, me imaginé pronto en la capital de España cuando comenzaron a
preguntarme cada una de las diez cuestiones, cuyas respuestas hacederas eran
del tipo: «¿En qué ciudad centroeuropea nació Mozart?» o «¿Cuántas sinfonías
compuso el compositor alemán Ludwig van Beethoven?». Llegué a Barajas sola desde
el aeropuerto de Alicante donde mi padre y Marisa me dejaron. Por aquellos días
se representaba Rigoletto en el Teatro
del Bosque, en Móstoles, aproveché el viaje para presenciar un gran ópera en
directo. En mi maleta dos o tres pantalones, algunas camisetas, mi nuevo portátil
(el mismo con el que comencé hace unos días a escribir esta historia) y un
libro de biografías de compositores célebres que era para mí como una Biblia
para un sacerdote.
La segunda prueba era una convocatoria
presencial, nos reunimos un par de decenas de participantes de todas las
nacionalidades: italianos, austriacos, franceses, alemanes… Aquella pequeña
competición tenía la finalidad de dejar el grupo de concursantes en cinco. Los
que acabarían como finalistas. Las preguntas eran de tipo test, casi todas con
las opciones «Sí» o «No», concediéndonos muy poco tiempo para contestarlas. Ahí
estribaba tal vez la dificultad junto con las impertinentes miradas con que los
jueces nos examinaban. Una de las preguntas que recuerdo, por ejemplo, era: «¿Tosca es anterior a Madama Butterfly?», cuya respuesta es afirmativa —ahora conozco la
biografía de Puccini más que la mía propia—, otra de las que me acuerdo consistía
en aclarar si la última sinfonía de Haydn era la 94 o la 104, sin duda
escogí la segunda opción, la también conocida como Sinfonía Londres (aunque numerosos musicólogos sugieren que habría
que añadir hasta cuatro obras al colosal número de sinfonías de este autor). Desconozco
si logré acertarlas todas puesto que dudé en un par de preguntas, pero no importó
demasiado ya que, sin especificar los resultados, me comunicaron que había pasado
a la final.
Aquella noche me dirigí a la ciudad de
Móstoles para ver Rigoletto. Me
habría acercado al Teatro Real o al de la Zarzuela, recorrido que incluso podía
haber hecho caminando desde mi hotel. Sin embargo, prefería desplazarme un poco
más lejos y asistir a una ópera que me fascinaba. Durante toda la tarde procuré
contactar con mi padre para comunicarle que había alcanzado la última etapa del
concurso y que debía esperar un par de días para poder escuchar el desenlace en
una retransmisión que se efectuaría simultáneamente para varias emisoras
europeas, pero estaba con el móvil apagado. Envié un mensaje corto al
dispositivo de Marisa ya que ella tampoco me lo descolgaba. Ni siquiera
atendían el teléfono de casa, cosa que comenzó a inquietarme.
Antes de pedir un taxi que me llevase hasta
el Teatro del Bosque me fui a cenar a un establecimiento perteneciente a una
cadena de hamburgueserías (lo cual ya se estaba convirtiendo en una tradición
en mis visitas a Madrid). El trayecto a Móstoles me sirvió para reparar en el ignoto
miedo que poseía a la gran ciudad, el pánico enardecido que sentía a la hora de
entablar la más breve conversación con cualquier desconocido era algo a lo que
jamás me acostumbraría. Desasosiegos inducidos por la intranquilidad originada
al no poder contactar ni con mi padre ni con Marisa durante toda la tarde. Apagué
el móvil en cuanto tomé asiento en la butaca. Junto a mí, a sendos lados, dos
parejas de enamorados de edades dispares, entusiasmados por la inminente
representación se besuqueaban sin tapujos: ¡qué violenta me sentí! Me quedé petrificada,
con la vista puesta en el telón hasta que el comienzo de la Obertura lo replegó. A las tres horas,
después de la ópera de Verdi y sus respectivas pausas en los entreactos, salí
encendiendo el teléfono antes incluso de buscar un taxi que me trasladase al
hotel. Descubrí varías llamadas perdidas de los números de mi padre y Marisa; a
pesar de la intempestiva hora marqué el contacto que iba asociado a la palabra
«Papá». Dio tono como seis o siete veces, y, casi a punto de que interrumpiese la
conexión y optara por marcar el de su pareja, fue descolgado. Ella saludó en
tono apático.
—¿Qué ha pasado?, llevo desde las seis
llamándoos para anunciaros que he pasado a la final, y que por tanto, estaré
dos días más en Madrid.
En ese instante un taxi se acercó hacia mi
ubicación y se detuvo.
—Al Hotel Atlántico, en Gran Vía —indiqué al
conductor.
—¿Qué? —preguntó Marisa al otro lado del
auricular.
—No, Marisa, estaba hablando con el taxista,
resulta que el teatro adonde me he dirigido está un poco lejos.
—Perdona que no te haya cogido el móvil. Hemos
tenido un día de infarto.
—No pasa nada, estaba preocupada; he dejado varios
mensajes en el contestador y te he escrito un SMS.
—Sabes que de esas cosas yo no entiendo, me
aparecen varias figuritas en la pantalla, pero no sé, hija. En fin, me alegro
mucho de que hayas pasado a la final, cuando despierte tu padre se lo contaré.
La alegría por haber alcanzado la final del
concurso, y la emoción de la ópera, eclipsó la intranquilidad sentida antes por
aquel desencuentro telefónico. Supuse que mi progenitor se había quedado
traspuesto como muchas otras noches, luego supe que no, que entretanto yo
estaba en la capital, en Calasparra las cosas no acontecían como siempre.
El día de la finalísima se presentó sin que
apenas hubiese tenido contacto con el exterior del hotel. Estuve encerrada en
la habitación leyendo y escuchando música, con el único descanso de las
comidas y las pausas obligadas que me tomaba para tumbarme en la cama y repasar
toda la información que releía. Nos reunieron a las diez de la mañana, el
concurso se emitiría en directo a partir de las doce. Una ingente comitiva de
profesionales de la radio se entremezclaba con traductores, fotógrafos,
etcétera. Abrumaba presenciar aquel enjambre humano dedicados en cuerpo y alma a
nosotros. De mis cuatro contrincantes, un dato curioso: el más joven duplicaba
con creces mi edad. Me llamó la atención el rostro y la pintoresca vestimenta
de uno de ellos; era un periodista austriaco —para muchos, el gran favorito—.
Fue en cualquier caso un alivio tener la sensación de que para mí, el mero
hecho de estar en la final, era ya de por sí un privilegio, por lo que los nervios
se fueron apaciguando porque no me encontraba presionada por lograr la victoria.
Era todo un honor competir y codearme con aquellos melómanos, expertos en el
género, críticos de prensa especializada y escritores de eruditos libros de
historia de la música.
Llegamos todos con las mismas opciones de
victoria cuando nos encontramos con la última fase del concurso. Consistía en
una prueba donde debíamos demostrar nuestra rapidez a la hora de reconocer una
melodía. Tan solo se trataba de apretar un botón al escuchar un fragmento
determinado y, en menos de cinco segundos, responder con el nombre del autor y
la obra, no hacía falta entrar en más detalles. Ganaría el primero en alcanzar
los tres puntos, uno por acierto. Sin embargo, apretar el pulsador y fallar la
contestación supondría descontar un punto. Aguardábamos ansiosos la primera
pregunta cada uno de los cinco finalistas que, frente a nuestro respectivo
atril, formábamos un leve arco de circunferencia, como una media luna, sobre el
escenario en dirección al salón de actos en cuyas butacas se podían divisar numerosos
espectadores. Pocos, en relación a los radioyentes que se encontrarían al otro
lado de las ondas. Desalentando a sus rivales, las dos primeras fracciones
musicales las acertó quien gozaba de la predilección de buena parte del público:
el viejo de barba amarilla, crítico de un diario vienés. Conocía aquellas piezas
que sonaron, pero no tuve la celeridad de aquel adversario. Sé que sus
respuestas fueron: «Beethoven: Cuarta
Sinfonía» y «Dvořák: Sinfonía del Nuevo Mundo».
Todos dábamos por ganador al versado
concursante austriaco cuando en la tercera pieza tuve suerte en reconocer,
antes que nadie, que oíamos un fragmento perteneciente a L’Orfeo de Monteverdi. El siguiente retazo musical correspondía a Mahler,
el vienés apretó al pulsador de su atril una centésima después que un compañero
alemán de bigote y bastón que por suerte para mis intereses acertó. Detecté que
la estrategia del participante austriaco consistía en pulsar el botón justo al
cesar la música, para él y para mí, con aquellos cinco segundos que concedían
para contestar, nos bastaba para encontrar la respuesta en nuestro archivo
neuronal. Apliqué este método con el fragmento que le sucedía y… et voilà!, a los tres o cuatro segundos
de haber pulsado contesté: «Esto es de Carmen,
de Bizet, unas notas que conciernen al tercer acto».
Estaba empatada con aquel conocido crítico
que contaba con el aplauso de un público cada vez más contrariado. Para la
reputación del concurso el ganador debía de ser él, un hombre que por su
trabajo y estilo de vida habría visitado numerosas veces la ciudad de Nueva
York y otras grandes urbes del planeta. Yo, sin embargo, jamás había traspasado
la frontera de España. Con aquel pensamiento atraje a la suerte que, por
primera vez en mi vida, estuvo de mi parte. Comenzó a sonar una pieza que había
sido una especie de leitmotiv de mi existencia y que en décimas de segundo
averigüé; ya antes había apretado el pulsador rojo para impedir que se
adelantase el pedante periodista. Era la voz de un tenor que cantaba: «Contessa perdono…». Eufórica y trémula respondí
convencida:
—Esto es de Mozart, de Las Bodas de Fígaro, en el cuarto acto, es el instante donde el
conde pide perdón a la Condesa de Almaviva…
La agitación del momento me animó a que
alardease de mis conocimientos sobrepasando con creces el requisito mínimo de
obra y autor de las respuestas. No necesitaban tantos datos. Interrumpieron mi
discurso con un aplauso que fue seguido por una voz de megafonía que decía lo
siguiente: «¡Correcto! Y La ganadora del concurso de 2004 sobre música clásica
es: doña Violeta Rosique Domínguez, de Murcia, España». Lloré desbordada por
la emoción con el único reparo de que no mencionaran Calasparra, la localidad
que me ha visto crecer. Me acordé entonces de que el final de la ópera preferida
de mi padre era de los pocos que le conmovían de verdad. Como si de un mal
presentimiento se tratara empecé a pensar en él y no me liberé de su recuerdo
hasta la vuelta a casa.
No en vano, acababa de ganar un viaje a
Nueva York con alojamiento incluido y dos entradas para la representación de Aida de las 7:30 PM para el 8 de
diciembre de 2004 (cuyos resguardos todavía conservo en algún bolsillo de mi
abrigo). Poco era aquel fabuloso premio comparado con la inyección de
autoestima que recibí aquella jornada. Aterricé en el aeropuerto de Alicante a
las dos de la tarde del día siguiente, no había podido conversar con mi padre
desde que llegué a Madrid días atrás, siempre lo había hecho con Marisa, la
única persona que acudió a recogerme. No le había concedido hasta entonces
demasiada relevancia a ese hecho a sabiendas de lo poco hablador que es mi
progenitor por teléfono.
—Tu padre está enfermo, apenas se ha movido
de la cama en estos días —me dijo Marisa nada más recibirme.
—¿Está grave? —pregunté asustada como si ya
supiera que la respuesta fuera afirmativa.
—Esperemos que no, aunque está muy cansado.
Se pasa el día acostado o tumbado en el sofá, si acaso balanceándose en su
mecedora. Los médicos dicen que puede que se deba a la carencia de alguna
vitamina. Yo creo que la preocupación de estar sin ti le pone enfermo. Se curará
en pocos días. Por cierto, ¡enhorabuena por el premio!
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