Volumen 15 de «Mi hija y la ópera»


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   Unos cuantos meses habían transcurrido desde que agregué como contactos a Ángel, mi paisano cartagenero; y a Fran, de Elda. A pesar del tiempo pasado y de nuestra relativa cercanía geográfica continuaba sin conocerles en persona, cosa que, lejos de contrariarme, agradecía. Permanecía cerril a la hora de negarme a enviar cualquier documento gráfico donde apareciera mi imagen. Esa recalcitrante postura se volvió en mi contra, y poco a poco se fueron diluyendo aquellas simpáticas sesiones que manteníamos durante horas en el chat, transformándose en escuetos y protocolarios correos electrónicos que preguntaban acerca de mis acontecimientos de fin de semana. Mensajes con los que daba rienda suelta a la imaginación, mintiendo sobre experiencias que nunca ocurrían debido al estilo de vida ermitaña impuesto por mi padre.
   Al final, transigí en la petición de mis amigos y acepté una cita con ellos aprovechando que se aproximaban las celebraciones de las fiestas patronales de los santos mártires San Abdón y San Senén, a finales de julio. Al igual que los encierros de septiembre aquellos festejos eran casi desconocidos para mí. Era el precio de vivir apartada del pueblo, no por la distancia, sino por la falta de arraigo con Calasparra y sus gentes. Les propuse que acudieran el domingo 30, por lo que se decía, el día grande de aquella festividad. Tras largas negociaciones vía mail con Ángel y Fran convinimos que visitarían mi localidad y, por ende, me conocerían, el viernes día 28. El punto de encuentro sería la puerta de un local al que llamaban El Crillas, del que mi padre hablaba maravillas. La propuesta inicial era la de acudir a dicho establecimiento de tapeo y cañas para después dirigirnos a alguno de los cercanos locales de copas del centro urbano de la población. Fiel a mis complejos, en cada comunicación, hacía alguna advertencia relacionada con mi físico y de mi exiguo interés en que nuestra amistad se convirtiese en otra cosa. Una semana antes del día convocado para el encuentro nos facilitamos nuestros números de teléfono. Tres o cuatro jornadas después recibí una llamada en el móvil que compartía con mi padre.
   —¿Violeta?, ¡soy Ángel! —saludó una voz alegre.
   —Hola, Ángel —contesté nerviosa.
   —Te llamaba para confirmar lo del viernes, es que no te he visto conectá estos últimos días.
   —Llevo una semana un tanto liada por mi reciente inscripción a la autoescuela.
   —Nos dijiste a las nueve en El Crillas —dijo.
   —Sí, Ángel, procuraré llegar antes que vosotros. Si ves a una chica delgada, con gafas, el cabello moreno, largo y rizado, y el rostro extravagante: esa soy yo.
   —¡Qué manía!...
   —Si lo digo para que vuestro interés de acudir al pueblo no tenga dobles intenciones.
   —Por mí no te preocupes, Violeta, que eres una pesá —dijo sin abandonar su deje bromista—. Es más, es el Fran quien tiene intención de ligar contigo.
   Me encantó escuchar por primera vez la voz de mi amigo. Emanaba seguridad. Sentí que había conversado con quien ha recibido de la vida buenas cartas para poder disputar, con sobrada tranquilidad, la partida del destino. Lamenté ser tan persuasiva sobre el verdadero motivo de nuestro encuentro creyendo que él pensaría que tanta preocupación por mi parte en ese sentido obedecería a mi falta de mundología. Di por sentado que mi padre no pondría objeciones a este asunto, craso error. Por lo visto, ser mayor de edad no suponía ningún obstáculo a que me impusiera condiciones para dicha cita.
   —Vamos a ver, hija, ¿cómo vas a ir al pueblo?, ¿en bicicleta?
   —Había pensado en que me trasladaras tú y que luego me trajesen ellos. Te recuerdo que, aunque no los conozca en persona, son amigos míos desde hace mucho tiempo.
   Mi progenitor negaba con la cabeza.
   —Como estoy seguro de que no vas a querer ir a la cita conmigo, te sugiero que vayas con alguien de confianza, por ejemplo, Juan.
   —¿Con qué Juan?, ¿con tu amigo Juan?, ¿el que lleva «Amor de madre» en el brazo? Pensarán que vengo a atracarles.
   —Te he dicho «Juan» porque él está más cerca de tu edad que de la mía y es una persona de confianza. Si no, propón un amigo que pueda ir contigo, que a mí me da igual.
   —¿A qué amigos, papá?, si mis verdaderos amigos son con quienes voy a quedar.
   —¿No dices que te llevas muy bien con el hijo de Maruja, la de la tienda?
   Ahí caí en la cuenta de que exagerar respecto al grado de amistad que se tiene con alguien puede ser contraproducente.
   —¿Antonio?, él tiene su propia peña en el pueblo, no dispondrá de tiempo para que yo le convoque.
   —Pues pregúntale, a no ser que quieras que te acompañe yo —conminó.
   —¡Papá, ya estoy harta de que me trates como si fuera una niña!
   —Hija, no quiero que te pase nada. Solo hazlo por mí. Quedar con Antonio te vendrá bien para conocer gente del pueblo, si no es tan intelectual como tus otros amigos tendrá otras virtudes.
   —Mis otras amistades son también corrientes.
   —Pero no los conoces del todo. Por favor, ve acompañada la primera vez, nada más, y luego… lo que quieras.
   A la mañana siguiente reflexionaba en cómo abordar el asunto a Antonio mientras me dirigía en bicicleta hacia su establecimiento. Mi petición de que me acompañara para conocer a unas personas cuya existencia él ignoraba no debería resultarle más violento que acudir a una cita conmigo, que a diferencia de lo que mi padre creía, mantenía una relación de clienta-dependiente con una pizca de confianza que, en mi opinión, no distaría respecto a la de otro consumidor de su comercio. Frené la bici y la hinqué junto a la puerta de la tienda mientras, desde el otro lado del cristal, contaba a ocho personas adultas esperando a ser atendidas. Me adentré y esperé a que uno a uno se fueran yendo. No era mi intención solicitar la ayuda de Antonio con la presencia curiosa de algún parroquiano, por lo que, a hurtadillas y acercándome a la entrada del comercio, cedí el turno a dos mujeres que accedieron al local después de mí. Dirigí la mirada a las estanterías con sobreactuado disimulo. Antonio lo detectó sin dejar de posar sus ojos en unas chuletas de carne que él mismo troceaba. Cuando la tienda se despejó de toda clientela ya solo quedaba su madre tras el mostrador de la verdura. Después de cerrar el cajón de la vieja caja registradora se asomó Antonio con rostro inquieto, ataviado con una bata blanca llena de chorretones ensangrentados.
   —¿Qué buscas, Violeta?
   —En realidad nada que puedas ofrecerme en esta tienda. Quería pedirte un favor personal.
   Cualquier tarea que pudiera estar realizando su progenitora fue paralizada incontinenti para acaparar toda su atención en nuestro dialogo. Percibía como único sonido el resuello fatigado propio de los obesos.
   —He quedado con unos amigos en El Crillas, pasado mañana por la noche.
   Antonio me contemplaba atónito, ignorando qué interés podría suscitarle dicho acontecimiento. Sentí el peso de la mirada de su madre en mi cogote.
   —Esos amigos son de Internet —proseguí—, no los conozco en persona. Mi padre me ha puesto la condición de que acuda a la cita con alguien del pueblo, y he pensado que tú…
   —Vale.
   —¿Ah, sí? —pregunté sorprendida por su total disposición.
   —Sí. ¿Entonces tengo que ir a recogerte?
   —No. Quedamos en el bar, y ya cuando llevemos un rato, si lo deseas, te marchas con tus amistades.
   —No había quedao, pero al final siempre acabo con mi peña. Y como estamos en fiestas a lo mejor vienen mis primos de Cehegín.
   —No, hijo —prorrumpió su madre que, como cabría de esperar, atendía nuestra conversación—. Tú estate toda la noche con Violeta que es de muy buena familia y no como tus primos de Cehegín, que son chusma, que toda la familia de tu padre son clavaícos a él.
   —Si eso es lo que le estaba diciendo, madre, que lo que haga falta.
   —Yo me conformo con que me esperes a la hora indicada —dije—. Luego, lo que veas.
   —Que a mí no me importa irme contigo y con tus amigos de Internet               —insistió—, ¿cuántos van?
   —Dos amigos, Ángel y Fran.
   —¿Alguna chica?
   —No, yo nada más—confesé a sabiendas de que este último dato no le motivaría.
   —Bueno, no pasa na.
   —De acuerdo, pues nos vemos en El Crillas.
   —Violeta, dile a tus amigos que en el letrero del bar pone El Mejorano, que a lo mejor se lían.
   —Muy bien, Antonio, gracias. Y si luego permaneces un rato con nosotros, como tú conoces el pueblo mejor que yo nos podrás servir de cicerone.
   —¿De cice qué?
   Abandoné la tienda con una pequeña compra y la titánica satisfacción de contar con la colaboración de aquel tipo. Pensé que, amén de otros lugares del mundo, existía la posibilidad de encontrarme con amigos potenciales en Calasparra. Antonio era un chico popular en el pueblo y gozaba de toda la simpatía de sus coterráneos. Una paulatina amistad con él podría suponerme beneficios a medio plazo.

   Me apeé del viejo coche que conducía mi padre junto a la Iglesia de la Merced, frente al bar, era las nueve y cinco de la noche. Se despidió sin siquiera echar un vistazo al entorno para indagar quiénes serían los chicos que deberían estar esperándome, se marchó en dirección opuesta a nuestro domicilio, especulé que tal vez no le apetecería maniobrar debido al gentío que recorría la calle. Total, nadie le esperaba en nuestro hogar. Yo agradecí el gesto, no quería que me soltase besos o cualquiera de sus frases sentenciosas que no dejan en buen lugar mi madurez. Yo me apoderé del teléfono móvil, con la advertencia de que a la mínima incidencia llamase a casa. Me acerqué hacia El Crillas que estaba a unos pocos metros. El lugar estaba atestado de peatones que se dirigían en todas direcciones, varios carricoches con sus respectivos progenitores se cruzaron frente a mí con sincronía diestra. Sentí el nerviosismo palpitar cuando las miradas de los transeúntes se posaron sobre mí con la indeseable impresión de estar fuera de lugar. Como una advenediza me adentré en el establecimiento y me encontré con un par de jubilados que dialogaban a gritos acodados en la barra; y a Antonio, en el final del bar, sosteniendo una cerveza y contándole batallitas a la camarera. Él no se percató de mi presencia, por lo que, en vez de saludar, abandoné el local en búsqueda de mis dos amigos cibernautas. Me topé con una pareja de chicos nada más salir, al lado derecho de la puerta. Hablaban animados mientras fumaban. Muy distintos entre ellos y desemejantes respecto a los que deambulaban por la zona. Antes de que yo llegara a presentarme, los dos se miraron de soslayo y exclamaron al unísono: «¡Violeta!». Saludé al dúo con besos protocolarios y no remedié caer en el desconcierto pues sus apariencias no eran tal como las había imaginado. Con toda seguridad, ellos apreciarían esa misma sensación. Entramos al bar y ahí continuaba Antonio, con su vocerío y sus risas.
   —¡Hombre, ya era hora de que vinierais! —gritó desde el fondo del local.
   —Os presento a Antonio —anuncié con apocamiento a mis nuevos conocidos.
   —A ver, tú eres el cartagenero —acertó Antonio dirigiéndose a Ángel.
   —Sí —respondió el joven estrechándole la mano.
   —Y tú, el de Elche.
   —De Elda— dijo Fran.
   —¡Bah!, de Alicante —respondió Antonio—. Bueno, vamos a tomarnos unas cañas que la primera ronda va por mi cuenta.
   —De eso nada, aquí pago yo que tenemos que celebrar que, ¡por fin!, hemos conocido a Violeta —añadió Fran trazando una mueca sonriente.
   Nos sentamos junto a una mesa con sendos bancos a cada lado. En uno, Fran y Antonio dándole la espalda a la entrada del local; y enfrente, Ángel y yo. Contemplé la cara de niño pillo que mostraba mi compañero de asiento, de rostro bello, pelo corto de punta, casi tan delgado como yo e incluso de menor estatura. Me turbó apreciar unos anclajes metálicos en sus piernas formando anómalas protuberancias en el pantalón. Fran, aparentaba mayor edad que la que indicaba en su perfil como usuario informático, de cabello engominado, pulcro en sus atuendos, lucía un polo de marca y una fina chaqueta de color azul marino que le otorgaba un toque muy elegante.
   —¡Mira, Violeta! —dijo Ángel elevándose el bajo de los pantalones—, yo no tengo complejo por esto.
   —¿Qué te ocurrió? —pregunté creyendo que ese amasijo de metales sobre sus tobillos se debía a una enfermedad.
   —Me di un leñazo con una moto. Estuve un montón de tiempo en el hospital, y bueno, aquí estoy… puedo andar. Los médicos dijeron a mis padres que estaría toda mi vida en una silla de ruedas y ¡fíjate…! —advirtió que su amigo se estaba dirigiendo a la camarera y añadió—: ¡Acho, Fran, pídeme una cerveza!
   —Ya están pedidas —terció Antonio—, y unas cuantas cortezas de cerdo, que aquí las hacen buenas.
   —Pues llevas lo del accidente con mucha entereza —le dije a Ángel.
   —Al principio, cuando tuve el tortazo contra el coche, estaba hecho polvo. Fue hace dos años, yo tenía quince. Pero gracias a la rehabilitación y a unas cuantas operaciones... puedo manejarme solo sin que nadie me ayude.
   Entretanto, Antonio y Fran parloteaban animados, ya comenzaban a hacer planes para los encierros de septiembre. El bar se llenó de clientes con el mismo apremio que en nuestra mesa iban sirviéndose cervezas. Por suerte, Antonio le daba la espalda al resto del establecimiento y no advirtió la presencia de mi padre que se presentó de improviso. Lo acompañaba Juan, situados al principio de la barra, en el lado opuesto del local. Supe que ya me había visto cuando me crucé con sus ojos, los cuales, con deplorable fingimiento, proyectó sobre la imagen de un viejo cartel de una corrida de toros en La Condomina. Se dirigió al barman desde lejos y le hizo con los dedos el gesto de victoria; después, al ver al camarero coger un par de vasos, interpreté que le requería dos cervezas. Con otra seña rápida, que yo descifré como: «ponme lo de siempre» consiguió que le preparasen un par de ogros (una gigantesca corteza de cerdo, con mayonesa, anchoa y boquerón en vinagre). Comprendí por su sintonía con los camareros que frecuentaba aquella taberna más de lo que imaginaba.
   No se demoraron mucho y al poco reanudaron su marcha. Ni mi padre ni Juan me saludaron. Entonces, por estar algo achispada, me dejé llevar por la introspección y abandoné mentalmente la mesa. Reparé en las notables diferencias entre mi progenitor y su acompañante. A uno le llamaban el Leñador; barbiespeso de vello níveo que parecía manado de un cuento. Robusto, de tez morena y luciendo aquellas camisas de cuadros, declarando no estar a la última moda; el otro, el hijo del Chapas, un enclenque casi imberbe con perilla de varios días, exhibiendo camiseta de tirantes, colgantes y tatuajes cuyos pigmentos contrastaban con su piel blancuzca y velluda en lugares donde ni siquiera los varones suelen tener pelo, como en los hombros. Ambos, carcajeaban con vehemencia, haciéndose muestras de cariño masculino simulando, con sus bromas alegres, puñetazos en el pecho y abrazos colmados de frenesí. Percibí que el resto del bar también reía de irreprimible júbilo cuando aquel recuerdo de mi padre y su amigo se esfumaba de mi memoria a la par que regresaba de mi ensimismamiento. Para alinearme al estado de ánimo del lugar, arranqué con una risotada que no estuvo bien vista por ninguno de los comensales de mi mesa: Fran estaba relatando la muerte por ahogamiento de su padre en una de las playas de Santa Pola. Salimos de aquella taberna sobre las diez y media, consulté a nuestro «guía» calasparreño para que me informase de cuál era el establecimiento más conveniente para dirigirnos. Dudábamos entre proseguir de tapas en un bar o acudir a un local de copas. Fran y Ángel conversaban unos pasos por detrás, su preocupación era otra.
   —¡Violeta! —dijo Ángel—. Nos vamos. Fran se encuentra mal.
   Observé que su amigo se cubría con su chaqueta mientras asentía.
   —Vaya, ¿qué te pasa? —pregunté al eldense.
   —Nada importante, algo no me ha sentado bien, pero antes de que pase a mayores nos vamos. Tengo que dejar a Ángel en Cartagena.
   —Os podéis quedar en mi casa —propuso Antonio a Fran.
   —Las copas nos las tomamos otro día —dijo Ángel con rostro que pretendía aparentar resignación—. Hasta pronto, Violeta.
   Entrambos partieron con paso presto. Unas gotas de fina lluvia comenzaron a precipitarse, y aunque mi padre aguardaría junto al teléfono a que lo llamase, rogué a Antonio a que me acercara a mi domicilio.
   —¿Que te lleve a casa?
   —Por favor.
   —Vente conmigo, que te presentaré a mucha gente de mi peña. Venga, no seas tonta.
   —No, Antonio. Prefiero ir a mi casa, está empezando a llover y me gustaría irme. Otro día quedamos, si te apetece.
   Antonio, que conducía con bastante cautela, se preguntaba sobre las posibles razones de la repentina marcha de mis amigos.
   —¿Qué es lo que le habrá pasao al Fran pa’querer irse tan pronto?
   —Ni idea. Tal vez no le ocurriese nada. Solo que no le gustaría el sitio, o nosotros, o qué se yo…
   —Conmigo ha hablao un buen rato.
   —Ya os he visto, más que conmigo. A lo mejor he sido yo quien no le ha agradado. Se ve que se ha desinteresado por lo que yo podía ofrecerle y no ha querido perder el tiempo aquí con nosotros.
   Fue justo al cerrar los labios, tras emitir las últimas sílabas de crítica hacia mis amigos, cuando me percaté de que yo había actuado de un modo idéntico con Antonio en el momento en el que me quedé a solas con él. Ya avistaba en lontananza las luces de mi hogar, todavía con el reconcomio de haber manejado a mi ingenuo convecino, cuando rompí mi mudez para prometerle un próximo encuentro con el propósito de conocer a su peña local. Antonio aceptó de buen grado. La armoniosa y cálida música de Norma, de Bellini, me acogió al adentrarme en el salón. Mi padre leía junto al calor de la lámpara y del whisky, levantó la vista de la página y me interrogó acerca de la cita.
   —No sé por qué me preguntas, te he visto espiándome en El Mejorano.
   —Ya sé que me has visto, pero no te quejarás, he sido discreto.
   —¿Discreto?, si te hubiera mirado Antonio ya verías tú dónde se habría ido la discreción. Además, yendo con Juan es imposible pasar desapercibido, que menuda pinta tenéis los dos.
   Pretendí ser hiriente con aquel comentario, aunque no surtió efecto.
   —Sí, el gordo y el flaco… el punto y la i... Bueno, dime, ¿qué tal te parecen tus amigos?
   —Te voy a contar una cosa, papá; Fran, un estirado; Ángel, un chaval muy simpático que habla más que piensa, aunque un excelente tipo. Pero el que mejor impresión me ha dado: ya lo conocía.
   —¿Antonio?
   —En efecto. Es un chico inculto y vulgar, pero tiene un trasfondo noble. Para mí, esa es la mejor virtud que alguien puede atesorar.
   —Desde luego que sí, hija. Aunque no está de más recordarte que la maldad va siempre de la mano de la ignorancia.
   Mi padre reanudó sus quehaceres, lo contemplé durante unos segundos, bebió un pequeño trago de su copa, con parsimonia; abrió de nuevo la página del libro en el lugar donde se había detenido, como si aquel hombre que no alcanzaba los cincuenta y aparentaba más de sesenta años pudiera centrarse en la lectura abandonando cualquier pensamiento que le asaltase tras nuestra conversación. Sonreía sin motivo manifiesto humedeciéndose el dedo para pasar la hoja. A veces creía que el apodo del Loco —que junto al del Leñador le decían en el pueblo— le iba como anillo al dedo. No dejaba de sorprenderme que un tipo como él (cuyas preocupaciones no se hallaban fuera de la música, los libros o el jardín) destruyera su mutismo para preguntarme por asuntos mundanos.
   —Papá, ¿por qué me tratas como a una niña?
   —Violeta —expuso mientras cerraba el libro injiriendo el dedo índice como muesca entre sus páginas—, tienes que pensar que nuestra soledad me obliga a que yo asuma varios roles, además del de padre.
   —¿De qué roles me hablas?
   —No tienes madre, ni hermana mayor, ni ninguna amiga íntima que yo sepa. La única persona que podría preguntarte sobre tus relaciones personales es tu tía Laura que se va a casar dentro de un mes, y bastante tiene con eso y con lo de su madre. No es que quiera entrometerme en tu vida, pero déjame con mi poca experiencia que pueda darte mi opinión, solo quiero eso.
   Cavilé en las palabras de mi padre, tal vez, ese era uno de los muchos precios que debíamos pagar por nuestro destierro. Me abochornaba conversar con él en determinados asuntos pero, al fin y al cabo, no sabría con quién si precisase de algún consejo. Aquella noche, antes de acostarme, encendí el ordenador y envié un correo electrónico a Ángel y Fran. Pretendía mantener el contacto, al menos de manera virtual. En el mensaje mostraba mi preocupación por su regreso a casa y por el estado de salud del alicantino. Volví a reiterarme en mi disculpa acerca de la carcajada que solté de manera involuntaria cuando se contaba la angustiosa agonía del padre de Fran en la costa, justificándome con la excusa de mi falta de experiencia en eventos sociales y de lo fácil que me resultaba evadirme en situaciones tensas. No obtuve respuesta al mismo ni tampoco los vi conectarse en los siguientes días. La parte positiva de la visita de mis amigos internautas fue la de favorecer una aproximación hacia alguien que, de otro modo, hubiera sido difícil de conocer: un tipo llamado Antonio, verdadero propulsor de un cambio de actitud que me acercó a mis congéneres calasparreños.



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Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén