Volumen 22 de «Mi hija y la ópera»



21

   Las duras palabras de los futuros yernos de Marisa cayeron como pesadas piedras, sepultándome e introduciéndome en un caparazón de desconfianza, comenzando otra etapa de aislamiento al mundo, y solo mi padre, Marisa y Antonio mantenían un contacto cotidiano conmigo. El recurrente pensamiento de la idílica imagen de Isabel me conturbaba, pero me sirvió para convencerme de que no estaba enamorada de Antonio, pensaba que mi relación con él no iba a sobrepasar la fase de algún esporádico beso en la boca al saludarnos y al despedirnos. Aunque, en ocasiones, él se acercaba a lo que yo podía considerar como un novio, desprendiéndole de la etiqueta de bruto que le había colgado. Había transcurrido un mes desde la visita de las hijas de Marisa y sus pretendientes a casa, tomábamos café en la misma heladería donde nos besamos en público por primera vez. En esta segunda ocasión, la desapacible temperatura del otoño obligó a que nos sentásemos en el interior, con la molestia de tener que soportar el jaleo de la clientela y todos los sonidos propios de una cafetería en plena actividad.
   —Antonio, dime la verdad, ¿por qué te gusta estar conmigo? —pregunté a sabiendas de que podía herirme con una respuesta sincera.
   —Pues, no sé, Violeta —contestó desprevenido—, hablas muy bien, sabes de to, y eso sin casi haber ido a la escuela, tocas el piano de una manera que salí de tu casa flipando. Mis amigos, los de la peña, dicen que tienes un embrujo misterioso y te envuelve un aura serena. Me gustas porque te tengo cariño y me comprendes. No to el mundo es bueno conmigo.
   Lo contemplé maravillada, en ese instante me pareció una persona encantadora con la que valía la pena compartir el tiempo, le sonreí sin decir nada hasta que me vi reflejada en uno de los espejos de las columnas del local, cerré la boca mecáni­ca­mente, ¡qué poco me gustaba ver aquella doble hilera desordenada de dientes!

   Las Navidades se presentaron de improviso, eran las primeras que celebrábamos con Marisa en casa, nos comentó que sus hijas nos visitarían para la Nochebuena. Antonio no podría venir para tal acontecimiento, como único hijo que vivía en Calasparra su deber era cenar con su madre. La compañera sentimental de mi padre se encargó de la ornamentación, todo lo que este le permitió. No estábamos acostumbrados a ver nuestro hogar lleno de luces de colores y de adornos dorados que disimularon durante un mes la tétrica y sobria decoración donde todo objeto debía tener una finalidad de uso.
   Las hermanas vinieron juntas la tarde del 24 de diciembre, Carlos Bonache no asistió; al igual que mi amigo Antonio, sus obligaciones familiares le impidieron viajar desde Murcia. El otro Carlos, el Zapata, ya había dejado de ser pareja de Ana al mes de que ella comenzara en la universidad, tal como su madre había presagiado. Cuando ellas llegaron ya se estaba preparando un copioso y suculento banquete: marisco, solomillo de cerdo, canapés con caviar —que mi padre, en su terquedad de llamarle a las cosas por su nombre, me corregía: «huevas de lumpo»—, y un largo etcétera. Una cena más laboriosa que lujosa, aunque en cualquier caso yo hubiese preferido una buena tortilla de patatas. Colaboré con Marisa en la distribución de la vajilla y de la cubertería sobre la mesa sintiendo que me comportaba como una cenicienta puesto que Isabel y Ana, con evidentes muestras de tedio, se postraron en el sofá para zapear frente al televisor los distintos programas en diferido que se emitían aquel día.
   Deseé encontrarme con un solo instante para estar a solas con Isabel y poder entablar algún diálogo que me diera pistas sobre su personalidad, pero no se dieron las circunstancias. Aquella atractiva chica y su hermana estaban más pendientes de que acabara la cena y de buscar un pretexto para salir pronto al pueblo y reunirse con sus viejos amigos que de permanecer en casa. Ataviadas con elegantes vestidos negros, arropados con bellos abrigos, las dos hermanas salieron a las doce de la noche en búsqueda de diversión. Me planteé llamar a Antonio que me había contado días antes que tenía pensado quedar con sus primos de Cehegín para salir de copas por Calasparra después de la cena, propuesta a la que fui invitada y que por supuesto decliné. Aferrándome ahora a la que era la única alternativa para no acabar la velada junto a Marisa y mi padre, viendo la aburridísima televisión que ofrecían los canales aquella madrugada, quemé el último cartucho y marqué el móvil de Antonio hasta que, al quinto o sexto intento, atendió la llamada.
   —¡Feliz Navidad, Violeta! —contestó eufórico, mientras se escuchaba al otro lado del auricular unas cuantas voces que le jaleaban. 
   —¿Dónde estás?
   —Estoy en el aparcamiento.
   Se refería a un sitio que se encontraba fuera del núcleo urbano y cerca de una nueva zona de locales nocturnos.
   —¿Puedes recogerme y me tomo una copa con vosotros?
   —Es que… estoy con mis primos. —Se excusó, recordándome que se hallaba junto a los cehegineros que tan mala prensa tenían entre nuestras amistades de la peña.
   —¿No habrá ninguna chica entre tú y yo? —pregunté para presionarle, importándome bien poco que poseyera alguna relación paralela.
   —¿Qué… qué dices? —tartamudeó.
   Ya conocía a Antonio lo bastante como para saber que si tartajeaba, indicaba dos posibilidades, por nerviosismo o por ir borracho. Aquella noche concentraba ambas condiciones. Tardó un largo tiempo en llegar. Mi padre y Marisa, desconcertados por la hora en la que informé que me marchaba de casa, procuraron persuadirme con que no valía la pena salir tan tarde. Y es que, hasta ese día, Antonio me solía dejar sobre las dos de la madrugada, casi a la misma hora a la que vino a por mí. Ojalá no hubiera desoído los consejos de aquella pareja que disfrutaba de un cava en el sofá apelando al sentido común. No me sentí molesta como otras veces en las que se ponía en duda mi madurez, tenía en la mente un gran objetivo que ni siquiera era el de presumir de amistades para disfrutar de la Nochebuena, sino el de cruzarme con Isabel por alguna de las calles de Calasparra.
   —Es una locura que salgas a esta hora —insistió mi padre con voz adormilada al escuchar el coche de Antonio y su despreciable música.
   —Con esa falda vas a pasar mucho frío —advirtió Marisa.
   —Es que es la única falda decente que tengo, no me voy a poner pantalones hoy —conviene aclarar, que el término «decente» para referirme a la falda lo empleé como sinónimo de adecuada porque, desde luego, no era muy decorosa.
   —Ten mucho cuidado, hija. Llévate el móvil —respondió mientras se acunaba en el vientre de su amado.
   Aprecié que ella mostraba más preocupación por mi seguridad que con sus propias hijas. Tampoco me extrañaría que su intuición femenina le advirtiera de que algo muy peligroso iba a sucederme. Antonio mascaba chicle desde el interior de su Ibiza, su mirada no me infundía la más mínima confianza, le pedí que bajase el volumen de la música, que podría resultar molesta a los habitantes de mi casa y para mis vecinos que seguro que la escuchaban en la distancia.
   —¿Dónde has quedado con tus primos? —pregunté una vez cogíamos la carretera hacia el pueblo.
   —Siguen en el aparcamiento, hasta que no acabemos con las botellas no nos vamos a ningún bar.
   Entre los quince que, grosso modo, formaban el grupo de cehegineros, tan solo iba una chica, la novia de un tipo al que le llamaban el Sartenes, apodo que tiene su origen en que de adolescente trabajó en una hamburguesería. Me arrimé a ella por el simple hecho de encontrar como afinidad el que hubiera nacido mujer, sobre todo a partir del momento en que comencé a notar que Antonio se desperdigaba de mí con frecuencia entre los automóviles de sus amigos. La acompañé después a un pequeño bar cercano donde nos dirigimos para ir al baño, ella ya mostraba síntomas de embriaguez, como el resto de la tropa. Antes habíamos atravesado toda la explanada llena de turismos aparcados con los maleteros abiertos y la música sonando con fuerza, las cuales se mezclaban según franqueábamos los grupúsculos que rodeaban la parte trasera de los vehículos en cuyo interior se hallaban bolsas de hielo, vasos de plástico y botellas. Algunos chicos nos lanzaron piropos, que irían destinados a esta chica que ni de lejos podía parecerse a Ana, la hija de Marisa; y mucho menos a Isabel, a la cual me pareció ver en numerosas ocasiones cada vez que me topaba con alguna espalda femenina que tuviera su mismo cabello moreno y largo, con la frustración de que, siempre, se trataba de otra joven.
   Cuando llegamos de nuevo al lugar donde estaban estacionados los vehículos, entre carcajadas, escuché lo siguiente: «A ver si con tu amiga dejas ya de pajearte». Aquella frase iba dirigida a Antonio y fue vociferada por uno de sus primos que tenía la particularidad de propinar una estruendosa palmada en la espalda del tendero cada treinta segundos. No me sorprendí, en cualquier caso, por aquel dato que tal vez haya exagerado al rememorarlo, lo que sí me maravilló fue la impasibilidad de mi amigo que, estando yo como testigo, no efectuaba gesto de que le molestara que, a cada momento, le recordasen su fama de onanista. Incluso cuando sus propios primos se dirigían a él como «Pajillero» parecía inmutarse. «Menuda panda de intelectuales», murmuré. Procuré ignorar aquellos comentarios ansiando que pronto se terminase el alcohol y nos fuésemos al calor de los locales de copas. Anhelaba sobre todo coincidir con Isabel, a ella nunca la encontraría en un descampado atestado de borrachos y coches tuneados.
   —Paji —dijo el de las palmaditas—, ¿te acuerdas cuando saltemos la valla de la Paquita pa verla cagar?
   Antonio asentía sonriendo, mudo y pletórico de euforia. Al contemplarlos deduje enseguida lo sumiso que era mi amigo con ellos, por eso comprendí que no insistiera demasiado en que coincidiese con sus primos de Cehegín. Qué diferencia entre la versión pusilánime que estaba presenciando de Antonio aquella noche, respecto a la actitud bizarra que adoptó cuando procuró defenderme con porte de boxeador ante las amenazas de Juan en el santuario. Fue evocar aquel incidente de agosto y, como si lo hubiera llamado por telepatía, apareció de frente, todavía a lo lejos, la figura de Manuel, el Nazi, cuyo enorme contorno pude vislumbrar a varios coches de distancia. Se encaminaba hacia mi ubicación con un andar característico que le confería incluso más pavura. Me quedé inmóvil, creyéndome protegida por la compañía que formaba aquel hatajo de bebedores, entre los que se encontraba Antonio, al que no le advertí de la cercanía de aquel tipo por miedo a que se sintiera envalentonado por la presencia de su séquito y quisiera atemorizar a Manuel. Por ventura, el Nazi transitó por nuestra zona sin reparar en mí. Se dirigía hacia unos contenedores para orinar, tan solo estábamos de paso hacia su destino final. Salimos, por fin, un buen rato después, llegamos a un pequeño garito regentado por un conocido de Antonio que abarrotamos en cuanto nos adentramos toda la comitiva. Bebían chupitos y otras variedades de alcohol al mismo ritmo frenético con que fumaban.
   —¿Conoces a la Reme?, es la novia de mi primo el Sartenes —me dijo Antonio por tercera vez en esa noche.
   —Sí, claro que la conozco, hemos ido juntas al baño unas cuantas veces.
   —Es pa que te integres, que te veo muy apartá.
   —Vais todos muy raros.
   Una hora más tarde abandonamos el local, pretendíamos marcharnos hacia otra zona del pueblo, era preciso coger de nuevo los automóviles. Intenté decirle a solas el inapropiado comportamiento que sus primos tenían hacia él y, sobre todo, lo extraña que me estaba resultando la velada; como cuando me despistaba: y se «escapaba» fuera o al baño y desaparecía varios minutos.
   —¿Por qué no arrancas? —pregunté con cierta curiosidad a Antonio, más ocupado de extraer la cartera de su chaqueta que de mover la llave del contacto.
   Echó su asiento hacía atrás para dejar espacio entre sus articulaciones y el salpicadero, pasó su mano por encima de mis desarropadas rodillas, las aparté en un acto reflejo, no buscaba mis piernas sino la guantera, sacó la carpeta donde debían de custodiarse los documentos del vehículo y la situó sobre sus muslos, escogió una de las tarjetas de crédito de su portamonedas donde también extrajo una pequeña bolsa con un contenido blanco, deslió el diminuto alambre verde que la mantenía cerrada e introdujo la esquina de la tarjeta para volcar una exigua parte de aquella sustancia en la carpeta de Seguros Zurich que se hallaba con restregones blanquecinos sobre el oscuro plastificado.
   —¿Quieres una raya? —me preguntó sin levantar la vista, ignorando mi estupefacta expresión.
   Abandoné el coche sin responderle, no quería presenciar cómo esnifaba cocaína. Aguardé fuera unos instantes, no podía marcharme ni molestar a mi padre a las cuatro de la madrugada. Muerta de frío e impaciencia esperé a que terminase, rogando que no apareciera la policía por algunas de las bocacalles adyacentes. A él poco parecía importarle el riesgo en aquel instante, mantenía esa especie de acto ceremonioso en silencio desde el interior de su automóvil. Un primo suyo se acercaba al coche, le di dos golpes en el cristal para advertirle de la cercanía del familiar, a lo que miró hacia el espejo retrovisor y prosiguió con su ritual sin inmutarse. Ingenua de mí, que creía en ese momento que él estaba consumiendo a escondidas de todos, y yo era la única del grupo que no había probado la coca. Incluso Reme, con la que había confraternizado en las últimas horas, iba drogada.
   —Hazme una, primo —fue lo único que pronunció aquel tipo que se sentaba en el asiento que yo había desocupado por vergüenza.
   Acabamos la noche en un local cercano a la subida del santuario, con un poco de fortuna me acercaría pronto a casa. Entré por no permanecer sola en el vehí­culo, aunque mi desgana se fulminó en cuanto vislumbré en el interior de la discoteca a las hijas de Marisa cortejadas por un cuantioso número de varones. Isabel bailaba con el garbo que cabría esperar de una persona así, sorteando con elegancia a una serie de apuestos jóvenes que merodeaban en rededor con el vano propósito de flirtear con ella. La contemplé en la distancia, embelesada, con un silencio en mi interior que hacía indiferente la atronadora música que ahogaba la sala. Ana me hacía aspavientos a su lado y se acercaron las dos hermanas a saludarnos a mí y a Antonio cuyos ojos brillaban con el mismo fulgor que los focos psicodélicos de la pista.
   —¡Qué suerte!, tienes a tu novio cerca —me gritó Isabel al oído, sosteniendo un vaso de tubo en una mano y un cigarrillo en la otra.
   Meneé la cabeza con gesto afirmativo con una mueca que se acercaba a la sonrisa, aunque creo que me delataba una expresión de preocupación que no sabía disimular. Estuve a muy poco de suplicarle que me llevase a casa, pero entonces dejaría en mal lugar la situación con la que me encontraba de carambola; de ser una triunfadora acompañada por su novio (por estúpida que pareciese su danza frente al altavoz) a una desesperada que buscaba que alguien le acercase a su domicilio ante la deplorable disposición de su pretendiente.
   —¿Te pasa algo, Violeta? —chilló junto a la oreja.
   —No tengo costumbre de trasnochar, nada más —vociferé afónica a Isabel.
   Retorné al grupo donde se encontraba Antonio, estuvieron bailando como estú­pidos hasta adueñarse de la pista. Pasadas las seis de la mañana, y con el estómago atiborrado de bebidas energéticas, imploré que alguien de la pandilla me llevase a casa. Antonio decidió trasladarme. Permanecimos callados todo el camino, el silencio en este caso era incómodo. Cuando viró hacia la subida del santuario, en dirección a mi morada, redujo el estrepitoso volumen de la radio, de repente, torció el vehículo en un camino anterior a la senda que desembocaba en mi ansiada residencia. Creí que, con aquella parada, buscaba disculparse sobre su injustificable comportamiento valiéndose de la calma que nos brindaba la soledad y la hermosura del crepúsculo matutino en el horizonte. Pero lejos de pronunciar palabra se acercó a mí y me besó con violencia en los labios.
   —Ahora no, Antonio, estoy agotada. Llévame a mi casa, por favor.
   Sin decirme nada se abalanzó sobre mí, reclinó con destreza el asiento donde me encontraba y empezó a besarme el cuello, poseído. Intenté defenderme, pero mi esquelético cuerpo poco podía hacer ante su corpulenta complexión. Colérico y desbordado de incontenible energía levantó mi falda mientras sujetaba mi cintura con su otro brazo. De inmediato se bajó la cremallera de su pantalón y deslizó sus calzoncillos para agarrar su miembro con los dedos. Era imposible que pudiera sucederme esto —pensaba aterrada—, jamás imaginé que fuera a perder mi inocencia de aquella manera. Desplazó mis bragas hacia un lado tratando de introducir su órgano genital, consiguiéndolo después de atroces intentos. Nunca había tenido un coito hasta entonces, pero conocía lo suficiente de sexualidad como para saber que su falo no estaba del todo erecto a pesar de la ominosa excitación que revelaba su rostro. Anquilosada por el pánico y el estupor solo pude corresponder con un fugaz beso por miedo a que aquella agresión empeorase e incluso peligrara mi integridad física. Después ya no sentí fricción en mi vagina pues le sobrevino el orgasmo a los pocos segundos —que en aquel momento consideré eternos—. Inició un sonido agudo que emitía con sus dientes y su lengua a la vez que me miraba con ojos endemoniados. Su cuerpo se sacudía sobre el mío mientras eyaculaba con una expresión final que se hallaba entre la rabia y la frustración. Se incorporó a su asiento, arrancó el automóvil y pulsó los elevalunas para bajarlos y eliminar el vaho de los cristales.
   —Perdóname —fue lo único que articuló hasta que me dejó en la puerta de mi parcela.
   Me adentré en casa después de una noche lamentable que tuvo como colofón aquel aciago suceso. Estaba temblorosa de frío y miedo, con el llanto contenido me dirigí con sigilo hacia el baño para ducharme y limpiarme el semen que se había agrumado entre mi vello púbico y ropa interior. Los rayos de sol ya iluminaban las habitaciones y no quería despertar ni a mi padre ni a Marisa que todavía dormían ajenos a mi terrible experiencia. Me acosté confundida por tener imprecisa la línea de hasta dónde debe llegar una pareja con la que se mantiene una relación durante meses, o si de algún modo, acontecimientos de aquella índole tenían alguna justificación si el que los realizaba era una persona a quien se consideraba como «novio». Un profundo resentimiento nació a partir de aquel momento hacía el que era mi pretendiente, amigo y confidente, que en un estado de absoluta ebriedad me desproveyó de la virginidad y de la ya exigua dignidad que albergaba mi ser.



Andrés, IX

   Un jueves, 19 de febrero de 1981, vino al mundo Violeta. Era una mañana nublada que descargó lluvia con la misma rabia que el llanto de la niña al ver la luz. Ella no nació con la rebosante salud de Susana, por lo que poco después de haber salido de las entrañas de su madre fue trasladada a una incubadora. Andrés quedó impresionado cuando vio a su pequeña, de menos de dos kilogramos, dentro de aquella jaula transparente, rodeada de tubos y cables. Una mancha facial cubría la mitad del rostro cercando con un color rojizo oscuro todo el ojo izquierdo.
   —Doctor, ¿qué le pasa a mi hija?
   —Tiene un cuadro de insuficiencia respiratoria, ictericia y…
   —Me refiero a la cara —interrumpió.
   —Es muy probable que sea un hemangioma capilar congénito. Para que usted me entienda: una mancha de vino.
   —¿Y eso, se le quitará?
   —Señor Rosique, créame, ese no es el mayor problema que tiene ahora mismo su hija.
   Lily se había quedado al cuidado de Susana. Cuando llegó Andrés del hospital preparaba café atendiendo la visita de la madre y la hermana de su mujer que acababan de llegar para interesarse por el parto.
   —Ha sido niña —anunció Andrés mientras se desprendía del abrigo—. Patricia está bien.
   —Otra hembra más en la familia —dijo la abuela—, ¡desde luego…!
   —Entonces, ¡se llamará Violeta! —exclamó Laura— ¿puedo ser su madrina?
   —Ya tienes como ahijada a Susana —respondió Andrés abatido.
   —¿Ocurre algo, señor? —preguntó Lily.
   —Está en una incubadora, los médicos me han dicho que me espere lo peor.
   Un silencio profundo se apoderó del salón, tan solo el alegre balbuceo monosilábico de Susana que jugaba serpenteando entre las piernas de los adultos, con un peluche en la mano, rompía el clima enmudecido de la casa «ma-ma-ma…». Tres domingos transcurrieron hasta que dieron el alta a Violeta y, en cierto modo, a su madre, que solo se ausentaba del hospital para asearse, estar unos minutos con su hija mayor y descansar lo justo para no desfallecer. En las numerosas visitas de amistades y vecinos que recibieron en casa una frecuente pregunta y siempre la misma respuesta por parte de los padres:
   —¿Y esta manchica que tiene en la cara?
   —Se le irá quitando poco a poco, con el tiempo.

   El trabajo que requería Violeta obligaba a que Patricia le pidiese a Lily que se cen­trara en el cuidado de sus hijas, dejando en un segundo plano las tareas habituales del hogar. «Os ha salido una soprano por escuchar tanta ópera», decía la niñera cuando el bebé chillaba. Solo su tía Laura, de catorce años, poseía el don de apaciguar a la pequeña de la casa. Ella, que se quedaba algunos fines de semana proporcionando cobertura a las libranzas de Lily, no puso objeción alguna cuando su hermana demandó su presencia a todas horas durante la época estival. Cierto día de aquel verano celebraron en casa el cumpleaños de la abuela María. La familia estaba de ter­tulia con vaporosas tazas de café sobre la mesa.
   —Andrés, ¿sabéis ya quiénes van a ser los padrinos de Violeta? —preguntó su suegro mientras se echaba una copa de coñac.
   —Patricia y yo hemos decidido que sean Paco y Consuelo.
   —¿Paco es al que tenéis en Murcia?
   —Sí.
   —¿Y qué dicen?
   —No se lo hemos dicho todavía, el cura nos ha puesto fecha para octubre. He pensado en quedar con ellos y comunicárselo el primer sábado de septiembre. Con la excusa podríamos hacer una carne, espero que puedan venir ustedes también.
   —El primer sábado de septiembre no podemos —dijo Patricia— ¿no te acuerdas que quedaste con Ginés, el fotógrafo, para hacernos una foto en su estudio?
   —¡Ah, sí! —respondió Andrés que se encaminaba hacia el almanaque situado en la co­cina; desde allí continuó—: Pues entonces el sábado siguiente, el 12 de septiembre, ¿os parece bien una carne a la brasa?
   Todos asintieron.
   —Y hablando de fotos, voy a por la cámara, y a ver si alguien se digna a sacar la tarta.
   Andrés fotografió a la familia cuando coreaban «cumpleaños feliz», en el instante en que su suegra soplaba las velas y durante la entrega de regalos que por parte de sus hijas y su marido fue recibiendo. Susana, fiel a la tradición, exigía también un paquete de colorines.
   —Por favor, don Emilio, coja la Polaroid —dijo su yerno.
   El abuelo realizó una instantánea cuando Patricia le entregaba el regalo a Susana, ambas se miraban sonrientes, Andrés aparecía tras ellas, alegre, con una mano sobre la espalda de su mujer y con la otra abrazando a su hija de dos años y medio que, rebosante de felicidad, aceptaba la caja envuelta en un papel festivo. Violeta, a la izquierda de su hermana, sorprendida por el flash, fue la única de todo el salón que miró de frente a la cámara.




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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén