Volumen 20 de «Mi hija y la ópera»
19
Aquel lunes por la noche volví a quedar con
Antonio. Aguardé en casa para que me recogiera una vez hubiera cumplido con sus
obligaciones profesionales. Su automóvil franqueó la verja detrás del de
Marisa. Ella cenaría con mi padre en casa y yo haría lo propio con Antonio en
alguna taberna del pueblo, cada oveja con su pareja. Vacilé unos instantes en
saludar a mi «pretendiente» con un beso en los labios o dos en las mejillas,
dudé tanto que arrimé mis posaderas al asiento del copiloto y con un escueto:
«Hola» cerré la puerta. Nos proponíamos ir de tapas y cervezas, de bar en bar,
«de cañas» —como solían decir en la peña—. Antonio conducía ensimismado, ese
estado de ausencia era muy raro en él, pues no solía conceder ni un segundo al
silencio durante los primeros minutos de cada uno de nuestros encuentros. Creí
que su comportamiento obedecía a lo que nos ocurrió la noche anterior en ese
mismo vehículo, pero su preocupación era otra. Una vez realizadas las maniobras
de aparcamiento, cerca de la Óptica Zapata, rompió su mutismo.
—Violeta, ¿quién era esa gente?, ¿qué te
dijo el Chapicas con tanto secretismo?
—Es una historia sórdida. No te la puedo
contar porque pondría en peligro a mi padre.
—¿No confías en mí? —preguntó incrédulo.
—No es eso, eres mi mejor amigo, incluso yo diría
que eres algo más —lamenté de inmediato aquellas palabras que pronuncié, no era
mi propósito aparentar desesperación en aclarar lo del beso y, por tanto, el
estado de nuestra relación.
—Bueno, si no quieres…
—Antonio, ni siquiera a mi tía le contaría
lo sucedido.
Nos centramos en el tapeo, apenas teníamos
hambre, lo cual podía ser normal en mí, pero extraño en él cuyo apetito era
famoso en su entorno, contaban que era capaz de engullir una pizza familiar para cuatro personas y un
litro de cerveza como entrante. Nos acercamos a la terraza de la heladería La
Jijonenca en la plaza del Ayuntamiento a tomar un par de granizados. Antonio
arrimó su silla a la mía y me miró a los ojos con fijeza, y una sonrisa
picarona que me derretía tanto como el hielo de mi vaso. Expectante y sin saber
muy bien qué hacer lo contemplé con la misma persistencia en una improvisada y
silenciosa batalla para comprobar quién conseguía mantener la mirada en el otro
sin sucumbir al retraimiento. Me rendí pronto dirigiendo la vista hacia la
pajilla que se obstinaba en remover la mezcla de horchata y limón del interior
del vaso.
—Yo pensaba que era alguien importante para
ti y ya veo que no —dijo Antonio mientras exhibía el lado interno de su labio
inferior.
—No
seas chantajista.
Mi amigo, aquella noche, denotó atesorar de
una inconmensurable aptitud para la persuasión, abordando el asunto a la mínima
oportunidad. Cada intento suyo suponía una negativa por mi parte. Nunca sabré
si decidió tirar la toalla, o tal vez intentó probar con otro método, que
Antonio volvió a aproximar su silla a la mía hasta que llegaron a tocarse y, de
nuevo, me acarició el mentón para acercárselo a sus labios y abocarnos en otro
ardiente beso. Sentí con la misma pasión que el primero aquel segundo contacto
con su boca, tanto, que parecía una quinceañera encelada. Advertí sin demasiada
preocupación la mirada intransigente de la clientela de la terraza y
prolongamos nuestro besuqueo durante minutos. La mayoría de aquellas personas
boquiabiertas reconocerían a Antonio y puede que a mí. No en vano, yo era
conocida de oídas, aunque mi peculiar rostro facilitaba mi identificación, yo
no sería más que una actriz de reparto en las muchas historias que tenían a mi
padre como protagonista. Rumores que corrían por el pueblo, algunos inocuos,
como el de su afición exacerbada a escuchar ópera; y otros, inicuos, como el de
usar el hacha para atacar a sus congéneres, estos últimos extendidos recientemente,
ya sabía ahora quiénes los estaban divulgando.
Nos levantamos para dar un paseo hacia al
otro lado de la plaza, buscábamos un lugar apartado donde seguir charlando, en
ese instante decidí que Antonio era una persona a la que podía conferirle un
secreto. Encontramos un banco libre junto a un quiosco, le dije que comprase
semillas de girasol —a él le encantaban—, y me propuse contarle parte de la
historia. Antonio vació en su mano la mitad del contenido de una bolsa de pipas
gigantes mientras yo me dispuse a relatarle la conversación que mantuve con
Juan la noche anterior. Omití, no obstante, el fragmento en el que este
insinuaba estar al tanto de un posible asesinato perpetrado por mi progenitor
décadas antes.
—¡Qué fuerte! Fue tu padre quién le dio el
hachazo al Negro —exclamó escupiendo
una cáscara.
—Sí, pero no se te ocurra contarlo ni a tu
madre.
—Tranquila, si se lo digo a mi madre no
querrá que me junte contigo.
—Creerás ahora que todo lo que se comenta acerca
de mi padre es cierto, que se toma la justicia por su mano… o que está como una
cabra… Y no pasa nada porque yo, a veces, también lo pienso.
—No. Hizo bien en defender con uñas y
dientes lo que le parecía importante.
Contemplé con cierta fascinación a mi amigo,
me había parecido un comentario tan diplomático que me resultaba extraño que
hubiera salido de su cabeza.
—Aunque, sabiendo cómo se las gasta —añadió
recuperando su escaso filtro al hablar—, cualquiera le dice na. Tu padre da miedo y entiendo por qué
se le conoce como el Loco.
Las agujas del reloj del ayuntamiento marcaban
la medianoche. Ambos estábamos rendidos por los acontecimientos de los últimos
días. Decidimos dirigirnos hacia el coche. De camino hasta el aparcamiento caí
en la cuenta de que Antonio apenas había intercambiado algunas palabras con su
«futuro suegro» (en su tienda, cuando mi padre iba a comprar o cuando me
acompañó a casa a presenciar una ópera donde reinó el silencio). Supuse que
sería buena idea que conociera a mi único familiar cercano ahora que, entre el
tendero y yo, había aflorado algo distinto a la amistad.
—¿Quieres venir a casa?
—¿Ahora? —preguntó confuso.
—Ahora no, tonto. Algún día que puedas venir
a comer con nosotros. Mi padre de cerca es muy diferente a ese maniático de la
música que tanto le gusta jactarse. Él es una persona muy tranquila que, entre
otras cosas, poda con mimo los árboles de nuestro jardín y recolecta flores que
cada día deposita en distintos rincones de la casa, también se va a caminar a
la montaña cuando amanece, para contemplar, desde la altitud, el río Segura y
los arrozales en una especie de ejercicio espiritual. —Vendí una imagen de mi antecesor
que parecía una experta en marketing.
—Creía que era para estar a solas tú y yo
—dijo Antonio que, en sus trece, llevaba tiempo sin escucharme, interesado en
el factor de acudir a casa sin otra compañía que la mía.
—Déjate de estar a solas, golfo, que eres un
golfo —dije.
El móvil de Antonio sonó justo en el
instante en que estaba abriendo las puertas de su vehículo con el mando a
distancia. Su madre le llamaba, al parecer, con desesperada urgencia porque
había estallado una tubería que inundaba con celeridad el local y el género de
las estanterías, angustiada porque no lograba encontrar la llave de paso.
—Hostias, Violeta, tengo que irme pa la tienda, es muy, muy, urgente,
¿puede venir alguien a recogerte? —preguntó mientras accedía al interior,
arrancaba el vehículo y cerraba la puerta.
—Sí, ahora llamo a mi padre y acude a por mí
sin problemas —afirmé contrariada a la vez que elevaba el volumen de mi voz,
convencida de que, con la puerta cerrada y el derrape de los neumáticos, no me
escucharía.
Busqué el teléfono en mi bolso, comprobé al
desplegar el dispositivo que la pantalla estaba apagada. Se había agotado la
batería. «Puta mierda de móvil», me dije en voz alta. Era la madrugada de un
martes de agosto, solo unos cuantos jóvenes permanecían en la calle, sopesé la
idea de buscar una cabina pero debía transitar junto a un grupo de chavales que
vociferaban con la misma frecuencia y vehemencia que destrozaban botellas de
cristal. Tenía tantas ganas de irme a casa que, bloqueada, decidí emprender la
marcha caminando hasta allí. La temperatura era placentera y me asaltó la intuición
de que me encontraría pronto a Marisa de vuelta a su domicilio en su coche y le
pediría el favor de que me acercase a mi hogar.
Una hora de trayecto me esperaba en el peor
de los casos, y a pesar de la temeridad que suponía andar por el camino que une
Calasparra con mi casa creí que me vendría bien para cavilar. En muy poco
tiempo había sucedido de todo. Estuve pensando en Antonio y en la relación que estaba
fraguándose, ¿sería capaz de practicar sexo con él? Era una idea que iba madurando
con los últimos acontecimientos y, la verdad, la imagen de tenerlo encima de mí
copulando no me agradaba en absoluto, más bien me parecía repugnante. Comprendí
enseguida que lo que yo buscaba en aquella relación era disponer de compañía,
complicidad, protección, todo lo que me había ofrecido en las últimas horas,
como cuando me amparó de Juan y sus peligrosas compañías. Reflexioné a partir
de ese instante en el riesgo que estaba asumiendo y la amenaza que corría si el
Chapicas y sus amistades me encontrasen a solas por aquella carretera que a
buen seguro la recorrerían de ida y vuelta en algún momento de la noche.
Conforme iba ascendiendo, más caía en la cuenta de que estaba cometiendo una
tremenda locura, sin apenas coches con los cuales cruzarme, ahora me ocultaba
entre los árboles y la maleza del margen de la calzada cada vez que divisaba
unas luces a lo lejos, incluso a sabiendas de que, con aquello, desperdiciaba
la oportunidad de encontrarme con Marisa y de exigirle (ya no sería un favor,
sino un auxilio) que me trasladase a mi apacible morada. Pero no debía de
asumir más riesgos y quería evitar a toda costa tropezarme con aquella panda de
energúmenos después de una juerga de drogas y alcohol, sumado a la ojeriza que
les suscitaba ser la hija de alguien a quien aborrecían. Aligeré el paso
desbordada por el manto de pánico que iba apresándome a cada curva. Justo en la
mitad del camino me encontré con una vieja nave abandonada, que si ya con la
luz del sol estremecía con su fachada, de noche se convertía en una fábrica fantasmagórica,
con dos gigantescos ventanales en la pared frontal (a sendos lado del tejado)
desfragmentados por el paso del tiempo, que le atribuían a la construcción una
especie de mirada grotesca, con una puerta de metal destruida que se parecía a
una boca emitiendo un chillido. De repente me acordé de una historia que decía
que la habían incendiado para eliminar a los toxicómanos que en ella habitaban,
nunca supe si fue cierto que murieron algunos de ellos entre colchones, basura,
jeringuillas y excrementos, pero el temor de que algún alma que no hubiera encontrado
el descanso eterno estuviese errando por aquel lugar me incitó a que emprendiese
una rauda espantada.
Mantuve la velocidad unas pocas decenas de
metros, lo cual es mucho si se tiene en cuenta de que, a pesar de mi delgadez, nunca
he sido atlética, y a aquella circunstancia se le debería de añadir que todo el
camino era un kilométrico ascenso. Opté por mantener un ritmo rápido de todos
modos. A mi memoria llegó un relato que mi padre me contó de pequeña, hablaba
de una tía suya llamada Caridad que murió atropellada de noche el mismo día de
su cumpleaños, decía que siempre iba de luto y que aquel fue el motivo por el
que el conductor del vehículo no la distinguió, arrollándola y desmembrando sus
vísceras por dentro. Caprichos del destino, aquella madrugada vestía con
pantalones negros y camisa azul marino que en la oscuridad es como el azabache.
Empapada en sudor y con una brisa que comenzaba a molestar divisé, todavía a lo
lejos, las cálidas luces de mi anhelada residencia.
Alcancé por fin el camino de piedrecillas
blancas que conducía hasta mi casa. En aquella senda comencé a sentirme a salvo
porque era imposible cruzarse con un vehículo que no fuera propio o de algún
conocido que soliese frecuentarnos, o en todo caso, de algo tan improbable como
que nuestros vecinos hubiesen recibido visita. Las luces de un automóvil se
encendieron desde el interior de nuestra parcela, debía de ser Marisa, que se
marchaba más tarde de lo habitual. No quise que me viera a esas horas andando a
solas. El sendero apenas poseía árboles o arbustos de consideración donde poder
esconderme, tan solo la tapia del terreno de mis vecinos, en sus lados
perpendiculares al camino, podían ofrecerme cierta invisibilidad a los ojos de
la pareja de mi padre. Corrí hacia aquella pared antes de que los haces
lumínicos que proyectaban los faros alcanzasen mi contorno, el muro era de
cemento hasta la mitad, a partir de esa altura sobresalían unos barrotes de
acero que acababan en forma puntiaguda. El vehículo de Marisa pasó sin que ella
advirtiese mi presencia. De pronto me alumbró el resplandor de un farolillo que
provenía de la misma parcela en cuyo muro me ocultaba.
—Nene, ¿dónde estás, nene?
Era la inconfundible voz de doña Josefa.
Parecía que andaba en búsqueda de su hijo, aquel solitario joven de aspecto
monstruoso y corazón infantil. Volví a dar la espalda al enrejado y permanecí
inmóvil creyendo que en la oscuridad pasaría inadvertida. Mi respiración continuaba
agitada por la caminata y por el último sobresalto con el turismo de Marisa.
Notaba el frío roce de los barrotes detrás del omóplato en cada inspiración
hasta que aprecié sobre mi hombro el suave tacto de una caricia que, por
inesperada, me agitó apartándome del muro de sopetón. Creyendo que podía
tratarse de un enorme insecto miré hacia el enrejado para descubrir que entre
los hierros se encontraba, observándome curioso, el inefable rostro de mi
vecino que había posado sus dedos sobre mí. Grité corriendo en dirección a casa
y él extendió el eco de mi alarido con un aullido de inimaginable tono agudo. Me
pareció escuchar a doña Josefa amonestando a su hijo por haber huido del
interior de su vivienda, poco me importó los lamentos de aquel joven cuando la
reprimenda se convirtió en un castigo físico. Yo solo quería recorrer cuanto
antes las pocas decenas de metros que me separaban hasta nuestro jardín y
cerrar la verja. Mi padre, atemorizado por el griterío, salió de casa.
—¿Qué ha pasado, hija?
—No sé, creo que me he cruzado con un
saltamontes y me ha entrado el pánico.
—¿Y el otro grito?, porque habíais dos
personas gritando.
—Sería el hijo de la vecina que al oírme se
habrá asustado.
—Violeta, te conozco, sé que mientes.
Agaché
la vista para que no siguiera apreciando el vestigio del pavor reflejado en mi
rostro.
—Por cierto, ¿con quién has venido que no
hay ningún coche en el carril?
—Le he pedido a Antonio que me dejara en la
carretera, quería caminar un rato en soledad.
—Pues no hagas eso más, que nunca se sabe lo
que puede pasar.
Me abracé con mi padre como en los viejos
tiempos, recordando las noches de tormenta cuando me acostaba en su misma cama,
incluso siendo púber. De inmediato sentí mis palpitaciones y me aparté con el
deseo de que no se percatara del acelerado pulso de los latidos de mi corazón.
El sonido de una música discotequera indicaba la presencia de un vehículo que
descendía, vertiginoso, la carretera del santuario. Se escuchaban gritos, eran
las voces eufóricas de Juan, el Chapicas,
Manuel, el Nazi, y el Negro, entre
otros, en búsqueda de diversión, jaleo y bronca. Estoy convencida de que se
trataba de ellos.
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