Volumen 19 de «Mi hija y la ópera»
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El único inconveniente que afloró tras las
primeras semanas de convivencia con Marisa fue que yo había dejado de tener
intimidad. No es que su estancia me molestase, y si así hubiera sido se
compensó con creces por los beneficios que aportaba a mi padre. Sus hijas, ambas
con una vida social agitada, no percibirían la ausencia de su madre en casa
durante los fines de semana. Por eso, el paso siguiente que di al del aislamiento
fue el de fingir todo lo contrario, pretendía parecer una persona independiente
y poco hogareña, por lo que debía de estar el mayor tiempo posible de los
sábados y los domingos «desaparecida». Como siempre, me valí de la total disposición
de Antonio y lo manejé para que estuviera a todas horas conmigo (siempre y
cuando el horario de su tienda se lo permitiese). Las noches teníamos
garantizada la diversión con nuestras amistades de la peña. Solo me bastaba con
que las mañanas de los domingos hiciésemos alguna excursión y por las tardes largos
paseos por el pueblo. Absorbí el tiempo libre de mi amigo en aquellas
ocupaciones que, a pesar del calor, nos fueron aficionando a las caminatas, al
punto de que en pocos meses ya conocíamos buena parte de las rutas de
senderismo de toda la comarca.
Era la noche de un cálido domingo cuando,
después de cenar en el Bar Casino y en mi afán de prolongar la cita, le propuse
a Antonio ir en coche al santuario, a unos seis kilómetros de Calasparra y no
muy lejos de mi casa. Por el camino le contaba que, según la leyenda que data
de varios siglos, un pastor se encontró con una imagen de la Virgen entre las
rocas, dejada tal vez por un caballero cristiano, y que la gente del pueblo no
pudo trasladar a la localidad, por lo que comenzó a ser venerada en dicho
emplazamiento. En mi maquinación no se encontraba ilustrar a mi amigo sobre el
origen del santuario, sino la de hacer ameno el tiempo que estábamos juntos y,
con ello, regresar lo más tarde posible a mi domicilio. Reconozco que mi padre
llevaba meses sin ponerme objeciones respecto a la hora de regreso a casa, por
lo que, yo, cada fin de semana, la alargaba un poco más que el anterior.
Paseamos a pie el trayecto que unía la explanada del aparcamiento hasta el
Santuario Virgen de la Esperanza, recorriendo ambos las escalinatas y otras
zonas a distintas alturas junto al río Segura colmadas de húmedos bancos. El
lugar, sin el habitual gentío, parecía de ensueño, acompañados por el chirrido
de los grillos y del ululo de los búhos y los árboles acompasados en una bella
sinfonía con el agradable rumor del agua vertiginosa. El eco de nuestras
pisadas en aquel lugar vacío confería cierta atmósfera siniestra.
Pensativos —ya habíamos agotado el cupo de
palabras que pueden intercambiarse en una jornada— transitábamos junto a la
orilla del río. El silencio entre nosotros ya no nos incomodaba. De pronto, escuchamos
un carcajeo entre la oscuridad, vislumbramos el centelleante fulgor de un viejo
bidón metálico ardiendo que haría las veces de barbacoa. A pesar de la
distancia pude avistar varios rostros reflejados por las llamaradas. Debían de
ser unos cuantos porreros de litrona
en mano que aprovecharían aquel desértico lugar, apartado del itinerario
policial, para estar tranquilos, lejos de la mirada acusadora de cualquier vecino.
Antonio me sugería que diésemos la vuelta antes de que nuestra presencia fuese
detectada por aquel grupúsculo de jóvenes que maldecían a los santos entre
carcajadas, cuando escuchamos la siguiente frase: «¡Cagoendios con los mosquitos!». Era la inconfundible expresión de
Juan. Me acerqué unos cuantos metros con la intención de poder divisar a ese
hatajo de blasfemos para, al final, cerciorarme de que estaba allí, con su
habitual camiseta remangada hasta los hombros, con la compañía de cuatro especímenes
de similar facha. El sensor de mi sentido común debía de estar averiado puesto
que me alegré de ver a Juan después de tantos meses e inicié la marcha para
aproximarme al grupo y saludarle. Desde la invisibilidad que nos proporcionaba
la oscuridad Antonio me agarró de un brazo para impedir que avanzase.
—No vayas para allá —susurró—, ¿no has visto
qué pintas tienen?
—Pero a uno de ellos lo conozco. Es un amigo
de mi padre.
—Ya lo sé, el Chapicas. Pero hay dos ahí que
iban al colegio conmigo y son chusma. Ya robaban lo que podían cuando eran
críos.
El murmullo de nuestra conversación había
crecido de volumen y aquello nos delató. Distinguí cómo todos sus ojos se
dirigían hacia el punto donde estábamos. Para ellos no deberíamos ser más que
unas sombras que bisbiseaban.
—¿Quién vive? —preguntó Juan que, por edad, sería el líder de aquella
pequeña sociedad de maleantes.
—Buenas noches, Juan, soy Violeta, me
acompaña un amigo —dije mostrando toda la cordialidad que me permitía el temor
que me sobrevino al escucharle.
—¡Ah, hola! —expresó sin manifestar
entusiasmo alguno—. Este es un sitio peligroso pa andar a estas horas.
Observé mientras me acercaba —frenada por la
extremidad de Antonio que todavía me aferraba— que mi interlocutor gesticuló
rápido hacia uno de sus socios, mueca que, por cierto, no logré descifrar, la
interpreté como si procurara evitar que yo les descubriera fumando hachís. Me
percaté que entre Juan y el sujeto que escondía la mano se encontraba un
individuo orondo cuyo rostro me resultó familiar. Él ya sabía quién era yo.
—Bueno, Juan, nosotros regresamos que es muy
tarde, a ver si te pasas un día por casa —dije no muy deseosa de que aquello
ocurriese.
—Sí, que hace tiempo que no voy —respondió
más pendiente del flacucho moreno que de mí.
Dispuesta a dar media vuelta y desaparecer con
Antonio de aquel sitio, volví a reparar en el grandullón, preguntándome de qué
conocía a aquel joven que se mordía de rabia con su escasa y ennegrecida dentadura.
Y entonces le reconocí: era Manuel, el Nazi,
aquel niño al que mi padre propinó un puñetazo cuando le sorprendió empujándome
a un charco. La misma intuición que ya me había advertido de que estaba en zona
hostil me tentó a que observase al grupo con todo el detenimiento que el pavor
me concedía. No noté nada en particular en relación a los restantes, hasta que el
viento esparció del fuego del bidón unas ascuas incandescentes que se
dirigieron al de la camiseta roja —el tipo al que tantas señas efectuaba Juan—
comenzando este a agitar las manos para evitar quemarse la cara con las
chispas. Con toda la luminosidad de las llamas pude comprobar con claridad que ese
hombre carecía de varios dedos. Presa del pánico tiré del mismo brazo del que
Antonio antes me sujetaba, emprendiendo el regreso no sin que primero volviese
la mirada para confirmar lo que ya había visto, convenciéndome de que las
falanges que le faltaban a ese individuo se habían quedado amputadas en el
interior de uno de los cajones de la cómoda donde mi padre atesoraba las reliquias
de la etapa feliz de su vida.
—Vámonos de aquí, por favor —tartamudeé en secreto a Antonio, aligerando
el paso.
—Venga —apremió con desasosiego.
Supuse que Juan ya sabría que yo había advertido
aquel detalle y que habría atado cabos, por lo que fui cada vez acelerando la
marcha rezando que no nos siguiesen.
—¡Esperad! —gritó la voz del Chapicas que se
encaminaba hacia nosotros.
—¡Corre! —exclamé a Antonio.
Necesitábamos alcanzar nuestro vehículo
antes que ellos, mi amigo no tendría problema, era corredor en los encierros, el
reto se centraba en que yo llegase a tiempo. Al poco, retrocedí la vista y en
la oscuridad solo aprecié un leve jadeo, el sonido a mis espaldas de una lata
de refresco producido por un involuntario puntapié delataba su proximidad. Me
detuve para hacer frente a mis perseguidores, no como acto de valentía sino por
ahogamiento y fatiga, el deporte nunca ha sido mi especialidad y ya había pulverizado
los músculos por la mañana en la montaña. Se acercaba solo Juan. Iba caminando y,
aunque mi cabeza no estaba para estúpidas distracciones, me acordé de las
películas de zombis en las que los muertos, marchando lentos y con torpeza,
atrapaban a los vivos que corrían aterrados. Su mirada mantenía una expresión
serena, cosa que no me invitaba a la tranquilidad. Por fortuna, el resto del
grupo permanecía a metros de distancia, ajenos a nosotros, retomando sus
actividades insalubres y sus majaderas risas. Antonio retrocedió cuando se
percató que recorría el trayecto en solitario, y ante la presencia desafiante
de Juan, que ya estaba junto a mí, se puso en guardia alzando los puños como un
boxeador antes de que sonase la campana.
—Déjanos en paz —gritó Antonio.
—Chico, esto no va contigo —contestó el
Chapicas con sus ojos clavados en mí.
—Si la tocas te machaco —dijo mi amigo.
Sabía que, por la gran diferencia de masa
corporal, Juan poco podría hacer con Antonio, y me relajé al darme cuenta de
que si hubiera querido agredirnos habría solicitado la ayuda de sus amistades.
—Escucha, Violeta —dijo Juan adoptando un
tono neutro—, quiero hablar contigo, a ser posible a solas.
—Ni lo sueñes, no me quedo contigo ni muerta
—alegué.
—Dile a tu amigo que se aparte un poco, no
quiero que me oiga, y créeme que lo que te voy a decir me compromete a mí menos
que a tu padre.
Realicé un gesto a Antonio para que acatara
la petición, se situó en una distancia prudencial para que, aun sin escucharnos,
se mantuviera al acecho. Bajo la tenue luz de una titilante farola y la atenta
mirada de mi amigo, que presenciaba la escena en la distancia, se acercó a mi
oreja.
—Violeta —cuchicheó—, voy a proponerte un
negocio.
—No quiero saber nada de ti.
—Escucha, niña, tú no dices na de lo que has visto aquí, y ni yo ni
ninguno de mis colegas tomará represalias contra él. Créeme que si es otro el que
le corta los dedos a mi compadre, habríamos ido ya a quemarle la casa.
—Pero él era tu amigo —dije llorando.
—Lo era, pero dejó de serlo hace tiempo
—masculló—, que sepas que tiene todas las de perder. Si el Negro decidiera
denunciar la agresión que recibió cuando lo pillaron en tu casa, te puedo
asegurar que la condena sería más alta pa
tu padre que pa él, y otra cosa que
seguro que no sabes, más vale que tú y él estéis callaos, que conozco ciertos asuntos turbios y que no prescriben
con el tiempo.
De manera implícita, Juan hacía una clara
alusión al crimen que un día les confesó entre copas —a él y a Pedro—. Aparté
con asco los salivazos que había soltado en mi mejilla (lo que ya se estaba
convirtiendo en un clásico entre las conversaciones con los que, meses atrás,
frecuentaban mi casa) y procuré darle réplica cuando me sujetó el brazo,
prosiguiendo:
—Es más, no íbamos a robar dinero, tan solo
joyas. Joyas y cuatro relojes que estaban olvidaos.
Lo del cuadro fue un accidente, no queríamos na más, tu padre nos había dicho a mí y a Pedro que eran valiosas y,
sin embargo, ahí estaban, cerrás durante
años. A mí me cuesta mucho salir adelante, he estao en la cárcel por vender droga, y la recogida de chatarra da
solo pa comer, ¿qué quieres, que vea
cómo un tipo cuya única ocupación es la de podar el jardín, tenga tantas cosas
valiosas guardás?
»Vendió la empresa de tu abuelo y vive de
los alquileres, no tiene problemas económicos. Su vida es la que cualquiera
quisiera tener. Menos lo de escuchar ópera, que vaya rollazos nos metía.
—Mi padre, como sabes, sufrió un gran shock con la pérdida de su mujer y su
hija mayor.
—No me hagas reír —interrumpió.
—Juan, tu amigo Andrés te ha dado todo lo
que ha tenido; y tú y Pedro habéis estado en mi casa infinitud de veces. Os
tiene aprecio, seguro que se pregunta por qué no te has acercado últimamente a
visitarlo.
—Ya he perdío
la amistad con tu padre y con el repipi de Pedro, siempre me han mirao como alguien inferior. Y otra cosa
te cuento: ¿Sabes que una vez me dijo que se cargó a un payo por el simple
motivo de haberle hecho novatás en la
mili?
Negué con la cabeza convencida de que
hablaba bajo los efectos de sustancias estupefacientes.
—Pues sí, niña, ese es tu padre: un tío que
me hubiera matado, porque lo de las novatás
era mi especialidad en el instituto, ningún niñato se me escapaba.
Comprendí en el acto que el mundo de aquel
ser acomplejado distaba sobre el que yo he vivido, que las bases donde se
alzaban su educación o moralidad estaban mal cimentadas desde su más remota
infancia. Considero incluso, que si mi padre o Pedro miraban por encima del
hombro a un individuo que en cada frase se jactaba de defecar sobre el Creador,
hicieron lo correcto.
—Tranquila —prosiguió su discurso—, porque
ninguno de nosotros queremos vengarnos. De hecho, Manuel que es el más
corpulento de todos, no quiso ir a vuestra casa por si se tenía que enfrentar a
tu padre. Vamos a dejar pasar este asunto y no habrá castigo por nuestra parte.
—De acuerdo —afirmé para marcharme cuanto
antes—, tú y yo no nos hemos visto.
Juan asintió con firmeza.
—Violeta, ¿quieres que vaya? —preguntó
impacientado Antonio en la distancia, todavía sin desprender un ápice de
tensión en su expresión corporal
—No. Ya me voy —contesté echándole un último
vistazo a aquel traidor.
Antonio y yo abandonamos aquel tenebroso
lugar enmudecidos, pero con el tácito convencimiento de que jamás volveríamos
de noche a ese sitio. Andábamos deprisa, casi corriendo, y le agarré su mano,
apretujándola, descargando así mi nerviosismo hasta llegar a su automóvil. Ya
se había hecho muy tarde, era la madrugada del lunes y Antonio debía abrir su
tienda al amanecer. No creo que fuera esa su mayor preocupación, condujo con
agresividad en dirección al pueblo. Las sinuosas curvas y la estrecha calzada
ya no acrecentaban mi temor, más era imposible. Continuábamos callados, sin
volumen en la radio, con la compañía tan solo del rumor del motor de su Seat
Ibiza. Mi casa estaba de paso en el camino, a algo menos de doscientos metros
de la carretera que descendía a Calasparra. Paró el vehículo junto a la verja y
quitó el contacto de la llave.
—Me tienes que contar qué te ha dicho ese
individuo.
—No, Antonio, ahora no, te lo aclaro en otro
momento.
—Pero ¿te ha amenazao?
—No —mentí—. Es un asunto que tiene que ver
con mi padre, ya te contaré mañana.
Advertí que el Renault Megane de Marisa no
estaba aparcado en el jardín, habría preferido pasar la noche en su domicilio.
Mi padre estaría leyendo y escuchando la ópera Don Pasquale de Donizetti que podía percibirse desde nuestra distancia.
Por el reflejo en los árboles sabía que tenía la luz de su dormitorio encendida
(la ventana de su habitación miraba hacia el pueblo y no hacia la verja).
Dirigí la vista hacia la casa de mis vecinos cuyas desiguales siluetas detrás
de la cortina conseguía vislumbrar, sé que verían el automóvil, pero no les
saludé dudando que pudieran detectar nuestra presencia en el interior oscuro
del vehículo. Desabroché el cinturón de seguridad para abandonar el coche,
después besé en la mejilla a Antonio, y lo prolongué durante unos segundos como
un gesto fraternal, cargado de cariño, que pretendía mostrar mi agradecimiento
hacia su actitud en las últimas horas y, sobre todo, por la unión cómplice que,
sin haberlo deseado, nos había originado el suceso en los aledaños del
santuario. Antonio me sujetó de la barbilla, y fue acercándose poco a poco
hasta que sus labios se encontraron con los míos, no supe qué hacer, así que
cerré los ojos. Duró unos instantes, un segundo tal vez, pero el mundo se
paralizó en aquel momento. Nunca me habían besado en la boca.
Salí del coche en silencio y me despedí de
aquel hombre con sonrisa pueril y pensamiento indeciso, desconocía si lo que
acababa de ocurrir se debía a una cosa puntual fomentada por los últimos
acontecimientos o al preludio de algo hermoso. Entré en casa y me dirigí hacia
los dormitorios, contemplé durante unos segundos a mi padre que dormía en la
mecedora, bajé el volumen de la música hasta equipararla al sonido de sus
ronquidos. Dolida por su exceso de ingenuidad, y de lo que él ignoraba por no
desconfiar de quienes llevan en la cara el cartel de la sospecha, le besé en la
frente, acostándome con la pena de que uno de sus amigos, cuyo nombre nunca
debería revelar, le había traicionado con inimaginable vileza. No me costó
conciliar el sueño en aquella noche de emociones encontradas, el agotamiento de
haber estado caminando durante todo el día y la breve carrera en el santuario
me habían desintegrado las piernas.
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