Volumen 14 de «Mi hija y la ópera»
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Se
celebraba la Eurocopa de Bélgica y Países Bajos de 2000 cuando los «correligionarios»
Pedro y Juan, que parecían siameses adheridos al costado, volvieron a
frecuentar nuestra morada. En la primera francachela, España fue derrotada por
Noruega, como siempre el resultado del encuentro parecía no determinar el devenir
de la noche. Cenamos después del partido, insistieron en que bebiera cerveza, la
tomé con algo de asco y miedo. Haber sido testigo de lo que le ocurrió a mi
futuro tío Alberto —le quedaban pocas semanas para contraer matrimonio con Laura—,
por el consumo desmedido de bebidas alcohólicas, me condicionó a que ingiriese la
cerveza con cierta mesura. Al igual que el vino, que le relevó para acompañar a
una exquisita carne comprada para tan «eximia» ocasión. Admito que nunca me ha
seducido el alcohol, presenciar las modorras que padecía mi padre con
frecuencia, amén de otras particularidades personales que atribuyo a sus
excesos, me han generado cierta antipatía hacia la bebida.
Oía su disparatada tertulia mientras degustaba
el café en la sobremesa, la única taza frente a unos pequeños vasos de licor
que, mi padre y sus amigos, bebían al trago. Un mejunje —decían— para facilitar
la digestión. Como no participaba en sus conversaciones, para romper el hielo,
Pedro me propuso que tocara el piano. Aunque aquel público de tres personas ya
me había sufrido cuando practicaba, la impresión de que lo que interpretase
sería escuchado por ellos con suma atención me hizo palpitar la cafeína en mi
piel. Tomé uno de esos desagradables chupitos de orujo que me retorció avinagrando
la expresión facial y me encaminé hacia el piano. Mi padre, para aliviar la
tensión que suponía que seis ojos estuvieran clavados en mi espalda, se marchó
hacia la cocina para preparar unas copas a sus amistades. Ejecuté algunos
fragmentos de melodías compuestas por mí, noté por el rabillo del ojo que me
contemplaban boquiabiertos.
—¡Cagoendios, cómo toca tu hija! —Aclamó
Juan dirigiéndose a la cocina atendiendo a la llamada de mi padre.
Pedro,
mucho más cortés y con el deleite en sus ojos, esperó a que finalizase la
selección aleatoria de canciones de aquella fugaz representación.
—Violeta,
en este preciso instante, eres el ser más bello del universo —dijo mientras
aplaudía.
No supe qué
contestar a aquel genio de la oratoria y el buen gusto. Giré el tronco sin
despegarme de la silla y le regalé una sonrisa vergonzosa. Pedro se encendió un
puro y me devolvió una mirada condescendiente.
—¿Ese último
tema que has interpretado, es de tu cosecha?
—Sí, ¿te ha
gustado?
—Me ha
encantado, y eso que es la primera vez que lo escucho, cuando lo haya oído un
par de veces y extasiado por la belleza del movimiento de tus finas manos al
teclear tendré un conato de síndrome de Sthendal.
—Si lo deseas toco alguna melodía conocida
—propuse no entendiendo muy bien qué quiso decirme.
—No.
Prefiero escuchar tu música.
Justo
cuando posé mis dedos en el teclado y comenzaba a sonar una de mis últimas
composiciones me interrumpió:
—¿Conoces
la de Memorias de África?
Asentí y,
sin mediar palabra, arranqué con la conocida melodía del tema principal del
famoso filme. Tras la interpretación Pedro volvió a encomiar mis dotes
artísticas, palabras obstaculizadas por culpa de la enérgica ovación de los que
reaparecían en el salón: Juan y mi padre exhalando un cigarrillo (lo que
prometía una noche eterna). No quise concluir ahí la sesión, creciéndome ante
los vítores de aquel público entregado culminé el recital con un tema
nostálgico que me servía de calentamiento cuando tocaba a dúo con Dani: una
pieza de Michael Nyman.
—Andrés,
conozco profesores de piano del Conservatorio de Murcia que no lo hubieran
hecho mejor que Violeta —dijo Pedro.
—Tía, te
podrías ganar la vida con esto —añadió Juan—, ¿qué tema has tocao que has emocionao a tu padre?
—He tocado Big My Secret, de la película El
Piano.
—Hija, no toques esta música, ¡coño!, y
menos si estamos celebrando algo.
—Bueno, celebrando… los noruegos han vencido
uno a cero —dijo Pedro.
—Respondiéndote a ti, Chapicas —indicó mi
padre dirigiéndose a Juan—, mi hija sabe tocar muy bien, doy crédito, pero no
se atreve a dar el paso para tocar en público, en cierto modo la comprendo, a
mí me pasaba igual, de joven.
Me levanté del taburete entusiasmada y con
orgullo, tomé asiento junto a ellos en uno de los sofás, deseé calmar el
nerviosismo de la actuación acompañándoles con una copa para estar a la altura
de su animada charla, pero en seguida el agotamiento y el alcohol ingerido
durante la cena pasaron factura.
—Violeta, vete a la cama.
—Papá, tengo diecinueve años —contesté con
arrebato somnoliento por sentirme recriminada por mi transposición.
—Si es que te estás durmiendo, hija —dijo adoptando
un tono más cariñoso.
Renegando entre dientes, con algo de pesadez
en la cabeza y la boca un tanto pastosa, me despedí de Pedro y Juan casi sin
mirarles y subí hacia mi alcoba. Con el tiempo entendí cuánto mal podía
causarme el alcohol en mi conducta y de las tonterías que podría llegar a hacer
estando borracha, como relataré más adelante, aquella noche tuve fortuna, el exceso
solo me produjo sed. Desperté dos horas después de haberme acostado. Acudí al
baño a beber agua, en silencio y a oscuras, la iluminación del salón alumbraba
vagamente el pasillo de la planta superior. Sé que chispeaba un poco, y tal vez
por ello, en aquella madrugada de junio, se hallaban en el interior de la casa
en vez de instalarse en el exterior como solían hacer en sus encuentros
nocturnos. El humo ascendía hasta los dormitorios pero no me quejé. Escuché la
voz de mi progenitor, sus dos camaradas debían de atenderle con expectación.
Utilizaba un tono confidencial, como cuando se va a contar un chisme o un
secreto, ese aspecto me llamó la atención. Oteé sus sombras desde lo alto de la
escalera y agucé el oído:
—Os lo repito —insistió mi padre—, jamás
debe salir de esta casa lo que os voy a decir.
Ellos no respondieron, debieron de afirmar
con la cabeza. De inmediato, prosiguió:
—El
día que enterraron mi mujer y a mi hija no estuve presente en el cementerio. Antes,
mi padre me había ayudado a vestirme, llevaba dos días sin dormir y no había
ingerido nada hasta ese momento. A Violeta la cuidaban su tía y sus abuelos
maternos que también estaban destrozados. Supe después, por la prensa, que
aquel cementerio estuvo lleno de familiares, amigos y curiosos, a los que se
sumaron periodistas y autoridades del Ayuntamiento de Cartagena. Yo no tenía
fuerzas para presenciar cómo enterraban unos ataúdes, casi vacíos, con las
cenizas de Patricia y Susana. Sé que, a un par de kilómetros antes de llegar al
cementerio de Santa Lucía, abrí la puerta del coche de mi padre y salí
corriendo. Un sentimiento de locura me apresó: Quería quitarme la vida.
Realizó una pausa, tal vez para beber y
humedecer sus labios secos, procuré que no se escuchase mi agitada respiración
como consecuencia del desasosiego. Permanecí callada e inmóvil, desde la
semioscuridad que me brindaba la primera planta, atendiendo aquel relato:
—Durante horas estuve deambulando por uno de
esos barrios marginales de Cartagena. Sé que quería morir, no tenía valor para
tirarme delante de un tren o arrojarme al puerto atado a una roca, pero algo
tenía que hacer para terminar con mi sufrimiento. Pensé que lo mejor sería que
alguien me matase, provocar a un individuo para que me hiriese de muerte,
empecé a temblar y quise paliar el miedo con una botella de whisky. Vestido de negro, con grandes
ojeras y mi aspecto decrépito entré a una tienda; cogí una botella, di media
vuelta y me fui. Las dos personas que estaban tras el mostrador, un joven y un
hombre más mayor, que supongo que sería su padre, no me dijeron nada, permanecieron
inmóviles, asustados por un tipo cuyo semblante debería horrorizar.
»Deseé que me hubiesen pegado un tiro en la
espalda o me hubieran atacado hasta provocarme la muerte, pero no lo hicieron.
Salí de la tienda y me introduje en aquel barrio zigzagueando por las calles
sin destino alguno.
Jamás había oído hablar a mi padre con esa
modulación propia de una confesión. Conocía el dato de su incomparecencia al
sepelio, e incluso podía comprender su escaso interés en continuar viviendo, pero
nunca me había mencionado que acabó robando en un establecimiento.
—Fui a una plaza con una estatua en el
centro y cuatro bancos a cada uno de los lados —continuó—. Me senté en uno de
ellos con la botella de whisky entre
mis piernas. Frente a mí, un grupo de cuatro jóvenes fumando chocolate y bebiendo
cerveza. Los miré desafiante, los efectos del alcohol y los días sin dormir
hicieron que mi cabeza se moviera como un lento péndulo, aun así, persistí en
mi empeño de provocarles. Mis ojos se cerraban muy a mi pesar, ellos ya habían
advertido mi presencia y de mi visible borrachera, bromearon haciendo
comentarios sobre mi vestimenta negra: «Cuidao
con este tipo que viene de un tablao
flamenco», decían entre risas. Me acerqué tambaleándome a ese grupo que podían
haberme hecho picadillo si hubieran querido y les grité: «¡Matadme, matadme si
queréis, mi vida es una mierda!». «¡Vámonos!», se dijeron, y se dispersaron no
queriendo buscar problemas con un loco. Me senté en el banco donde estaban
ellos, quería que lo considerasen como una provocación y acabaran conmigo, pero
no vinieron. El sueño acabó por rendirme en aquel lugar, ni siquiera el viento
que se levantó aquella noche de septiembre me despertó.
»Horas después, uno de los chicos que
estaban en ese banco donde yo dormía se acercó a mí. Me increpó, me dijo que no
le caían bien los borrachos y me empujó fuerte contra el respaldo. Noté los
efectos del alcohol en mi cabeza a modo de pinchazos, tendría que ser ya de madrugada
porque no había nadie en la calle. La mirada de aquel joven, que no sería mayor
de edad, me hizo pensar que estaba muy drogado. Mi desorientación contribuyó a
que no respondiese a las represalias de aquel chaval, cogí la botella,
desenrosqué el tapón y eché un trago. Le dije a aquel tipo que si tenía huevos,
que me matara.
Efectuó otra pausa, ignoro si para darle un sorbo
a su copa o para provocar más expectación, aprecié por su sombra que se
mantenía de pie, intuyo que Pedro y Juan atendían embobados. Mi boca estaba
deshidratada y percibía los latidos de mi corazón.
—¿Qué pasó? —susurró Juan.
—Repito, lo que voy a contar a continuación,
queridos amigos, no deberá salir de esta habitación, nunca se lo he contado a
nadie, pondría en peligro mi integridad, confío en vosotros ahora que tengo la
necesidad imperiosa de contároslo. Me tenéis que prometer que jamás saldrá esta
confesión de aquí.
Entrambos debieron de afirmar con gestos,
se quedó un silenció que evidenciaba el interés que suscitaba aquella
revelación. Yo por fin iba a saber qué aconteció en aquellos días que estuvo
desaparecido.
—Aquel chico me dio una bofetada, era
bastante más bajo y menos pesado que yo, esperando a que actuase con más
contundencia con mis dos brazos le di un empujón que le hizo retroceder unos
diez metros hasta que se cayó. Sacó una navaja y con la frase: «Vas a morir»,
se acercó hacia mí. Por un lado quería que me diera un golpe certero en el
corazón, morir desangrado y reunirme con mi mujer y mi hija, pero un
indeseado instinto de supervivencia quiso que me defendiese del agresor.
Mi padre calló, tal era el mutismo que creí distinguir
el leve zumbido del frigorífico entre las exhalaciones de los cigarrillos,
resaltando sobre el banal sonido de la llovizna.
—Cogí su brazo —dijo reanudando el
soliloquio— y se lo quebré empujándolo contra el banco, soltó la navaja que
quedó bajo mis pies, él daba alaridos de dolor, le había partido algún hueso,
cogí su navaja y lo miré, sentí que mi corpulencia y rabia me habían servido de
ayuda y pensé que abusaba de un niño. Estaba dispuesto a irme y dejarle gritar
hasta que le auxiliasen los vecinos cuando pronunció una frase que, de haberla
omitido, le hubiera salvado: «Me cago en tos
tus muertos».
»Sujeté con firmeza la navaja, que estuve a
punto de tirar a la estatua de aquel jardín, y me mordí los labios con fiereza.
Saldría sangre de mi boca antes de que se me nublara la mente y le clavase la
navaja en uno de sus ojos. Ahí tendido, y suplicándome piedad, lo dejé. Nunca
sabré si acabé con su vida, no me dio tiempo para atestiguarlo porque distinguí
cómo las luces se encendían, notaba el alboroto que se estaba generando en
torno a las casas cercanas a la plaza.
»Con el arma todavía en la mano me fui
corriendo, los vecinos en calzoncillos salieron detrás de mí. No llegaron a
cogerme, aquella carrera hizo que despertarse de la enajenación y supe de
pronto que me encontraba en el barrio de Los Mateos, uno de los más peligrosos
de Cartagena. Tiré la navaja a un descampado, a kilómetros del suceso, cerca
de Torreciega, a las afueras de la ciudad.
—¡Cagoendios,
Andrés!, ¿qué pasó? —preguntó Juan.
—La verdad, querido amigo, es que no lo
recuerdo con claridad, sé que estuve durante días siguiendo las vías del tren,
varios kilómetros, comí de los desperdicios de humanos y animales. Llegué a mi
casa de Cartagena un viernes, no sin antes arremeter con otro malnacido que
tuvo la mala suerte de encontrarse conmigo en el camino. Aquella tarde granizó,
pude refugiarme en casa y no lo hice, me quedé fuera, en la piscina, tal vez
algún golpe certero del hielo en mi cabeza terminara conmigo, no tuve suerte.
Me emborraché hasta caer al suelo y al día siguiente tiré mi ropa negra
ensangrentada a la basura.
El
sigilo se apoderó de aquel trío. Inquieta por la precisión de la historia y de
cómo mi padre pormenorizó los detalles de aquel crimen, subí el único peldaño
que había descendido de la escalera y me dirigí cautelosa al dormitorio. Una
vez allí pulsé el interruptor de la luz con fuerza, realicé un sonoro bostezo y
acudí al baño a beber agua: pretendía que notaran mi presencia e impedir con
ello que intercambiasen juicios de valor. Me acosté con el estómago anegado de
líquido y no conseguí conciliar el sueño, aprecié en los susurros de Juan y
Pedro una evidente conmoción. Conforme transcurrieron los minutos, el asunto
fue reemplazado por temas menos desagradables. Doy fe, apenas pude dormir hasta
la alborada.
En los tres días posteriores mi padre articuló
menos palabras que en aquella hora donde relató, con pelos y señales, lo
acaecido aquella infausta semana de septiembre. Me sentí dolida por no haberme
contado nada al respecto, máxime, habiendo sido testigo de lo fácil que le fue intimar
con sus amigotes dichas confidencias. Por suerte, aquella noche acabaría siendo
una de las últimas batallas de resistencia al alcohol y a las horas. A mi
progenitor no le sentaban nada bien.
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