Volumen 16 de «Mi hija y la ópera»
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Me cité con Antonio, coincidiendo con buena
parte de su peña, durante todos los fines de semana de aquel verano. Salvo en
el penúltimo de agosto, aquella fecha estaba reservada al casamiento de mi tía
Laura con Alberto. Mi padre y yo volvimos a pisar suelo cartagenero, después de
casi cuatro años, para asistir al enlace. Tuvieron el acierto de ubicarnos en
la mesa presidencial, ya que no conocíamos a ningún otro invitado excepto a mi
abuela María que por aquel entonces ya estaba hecha un vegetal. Los padres del
novio se encontraban al otro lado de los recién casados, irradiaban glamour por los cuatro costados. Yo me
había comprado un vestido que me iba largo, el cual me obligó a que caminase firme
y cauta para evitar pisarlo con unos tacones a los que nunca estaré
acostumbrada; mi padre estrenó traje para la ocasión, a menudo se levantaba el
cuello de la camisa con los dedos para permitir que pasara aire por su oprimida
tráquea. Los novios estaban radiantes, y los comensales —familiares de Alberto, compañeros de General
Electric y profesores de Maristas— se dirigían a los protagonistas de la boda
con una cercanía que mi padre y yo habíamos perdido por nuestra extravagancia.
Mi tía se había convertido en casi una desconocida que poco tenía que ver con
esa segunda madre que una vez fue. Recuerdo cómo mi padre me provocaba la risa
cuando de reojo me miraba cómplice a cada sorbo de cerveza, vino o champán que
daba Alberto.
Con el permiso de conducir, ya en mi poder, no
dependía de nadie para bajar al pueblo. La última semana de agosto, justo la
siguiente a la de la celebración del matrimonio de mis tíos, ocurrió algo
extraño. Llegué a casa después de una de las muchas salidas nocturnas con
Antonio y sus amigos, escuché el piano a pesar de que ya era la una de la
madrugada. Mi padre solo tocaba si estaba acompañado de gente y rebosaba
alegría; o por el contrario, en soledad, cuando la tristeza le embargaba. No
realicé mucho ruido al entrar, aunque sé que pudo advertir mi regreso por las
luces del coche y los ladridos de bienvenida de Yako. Interpretaba una de esas canciones que me han acompañado
durante toda mi existencia, esta la había compuesto para mi madre poco antes de
que falleciese. Aprecié en sus ojos, rojos y ausentes, que había bebido más de
lo habitual, y en sus mejillas coloradas descubrí alguna lágrima. Apartó la
mirada de sus dedos para situarla en dirección a la ventana, tal vez para
comprobar que su viejo automóvil estaba bien aparcado, concluyendo la ejecución
antes de tiempo.
—¿Qué te ocurre, papá?
—Estoy harto de estar solo —respondió apurando
las últimas gotas de una copa vacía que por medio de un posavasos descansaba
sobre el piano.
—¿Es porque todas las noches quedo con
Antonio y sus amigos?
—No, cariño, eso me alegra. Es bueno que
hagas tu vida y seas independiente. Mi soledad no es de ahora, sino de hace
casi veinte años. Echo mucho de menos a tu madre y, por qué no decirlo, la
compañía de una mujer.
—Sabes que yo no vería con malos ojos que
encontraras a alguien con quien convivir. Acuérdate que de pequeña te decía que
te casaras con Laura.
—Hija, eso era porque tenías celos de que
Dani se encaprichase de la tía y querías el camino libre. Menuda manipuladora
estabas hecha.
Sonreí asintiendo mientras él se incorporaba
poniendo rumbo a su dormitorio.
—No sé, Violeta —prosiguió justificando su
flaqueza—, se avecina un mes muy complicado para mí, ya lo sabes.
Mi padre se detuvo, besó sus dedos y sopló
en dirección a la fotografía familiar de 1981 que engalanaba el salón. El óleo
con la imagen de mi hermana se había ubicado de nuevo en la antigua habitación
prohibida, la cual se explotaba como despacho donde se emplazaba el ordenador
que solía usar yo, también ofrecía una pequeña cama para invitados que nunca se
utilizaba.
Llegó septiembre y, con él, las Fiestas de
Nuestra Señora de la Esperanza. Estas celebraciones traían consigo a los
famosos encierros taurinos que, en muy poco tiempo, habían logrado una enorme
popularidad en la comarca. Antonio era miembro de la peña llamada Glóbulos
Rojos, muy activa durante los festejos. Todos los días de aquella semana
frenética de feria se convocaban para comer, beber o llevar a cabo cualquier
actividad de entretenimiento. Había quien corría delante de los novillos cada
mañana, en ese grupo se encontraba Antonio. Aquella gente, de todas las edades
y clases sociales, era amistosa conmigo, nunca me juzgaron por mi apariencia
física. Reconozco que, en ocasiones, me suponía un enorme esfuerzo aguantar
hasta el final de la noche. El encierro, con el cielo ya amanecido, era el
colofón con el que se culminaba cada velada. Retornaba a casa tras comprobar
que mi amigo y sus compañeros de peña concluían con éxito la carrera después de
que les persiguieran peligrosos astados de casi quinientos kilogramos.
Con el agotamiento derivado de una noche sin
descanso llegué a mi domicilio cierta mañana, creo recordar que la penúltima de
las fiestas de septiembre. Me desconcertó encontrarme con la verja abierta en
vez de entornada. Preocupada por una posible escapada de Yako, introduje mi automóvil en la finca con toda la prudencia que
me permitía mi estado de alarma que procuraba avistar a mi perro que no me
recibía como de costumbre. Pisé un reguero de sangre que se dirigía hacia la
puerta de la entrada de la vivienda que, para mayor angustia, se hallaba
abierta. La franqueé corriendo mientras gritaba «papá» y mentaba a los santos.
No le encontré en la primera estancia de nuestro hogar, nadie respondía a mi
llamamiento, las cortinas ondeaban en el salón con arrebato rompiendo el
silencio con el zarandeo de la tela en la pared. Ascendí deprisa la escalera y
accedí a su dormitorio. Estaba vacío. Escuché una voz que repetía en susurro:
«Hijo de perra». No la identifiqué y un escalofrío me sobrevino, me aproximé con
lentitud hacia mi cuarto, adentrándome —con un coraje que todavía hoy me
asombra—, sin lograr descubrir nada de relevancia. Con sigilo, y a una
distancia considerable para evitar ser sorprendida, me arrodillé para comprobar
que debajo de mi cama no se encontraba nadie.
—¿Papá? —gimoteé, atenazada por el pánico.
—Ven, Violeta —contestó con la entonación
recuperada.
Percibí su voz desde la habitación de
invitados, la que estuvo años cerrada con llave. Me acerqué, topándome con mi
padre que me recibió cabizbajo sentado en la cama, con el rostro ensangrentado
y el hacha, con la que tiempo atrás hirió a mi perro, sobre la colcha.
—¿Qué te ha pasado, padre? —pregunté
aterrorizada.
—El muy hijo de puta se me ha escapado
—atinó a contestar.
Observé el lienzo de mi hermana tirado en el
suelo, con el marco despegado y rajado en dos partes. Comprendí en aquel
instante que alguien había asaltado nuestra casa.
—¿Estás herido?
—No, la sangre es del hombre al que he
pillado in fraganti.
—¿Qué
ha ocurrido?
—Han intentado robarnos. Al menos, uno de
ellos se ha llevado una lección de la que se acordará toda su vida.
—¿Has llamado a la policía?
—Mejor no la llames —contestó tajante
mientras efectuaba con las palmas de las manos un movimiento que invitaba a la
calma.
—Papá, por favor, cuéntame sin ambages lo que
ha sucedido aquí esta noche, por lo que más quieras.
—Me quedé durmiendo en el sofá, escuché a Yako ladrar, pero no le di importancia,
entonces noté un ruido en esta habitación, percibí cómo cerraba la puerta con
tiento y, sin pensarlo, cogí el hacha y subí. Entré, y, antes de que pudiera darse
la vuelta, le sorprendí dándole un certero golpe en su mano cuando estaba
abriendo este cajón.
Advertí que el receptáculo que señalaba mi
padre asomaba desencajado de la cómoda y se mostraba astillado por la parte
superior.
—Quiso hacerme frente al principio—continuó—,
y creo que luego dudó en tirarse por la ventana, pero lo pensó mejor y se fue
hacia la puerta. Aún tuve ocasión de encajarle un hachazo en la espalda. Ese
delincuente huyó despavorido y, por sus chillidos, trató de advertir a su
compinche.
—¿Nos han quitado algo?
—No han robado nada que yo sepa, he mirado
abajo y está todo intacto, he visto que están todas las joyas de mamá. Pero han
hecho algo peor.
Creí que hacía referencia a la brecha en el
cuadro de mi hermana y no pregunté para evitar indignarlo reconstruyendo los
acontecimientos. Me arrimé en silencio para comprobar la rotura del tercer
cajón, el que tenía reservado para compilar las noticias del accidente de mi
madre.
—Ten cuidado, no te manches —advirtió a
sabiendas de lo que me iba a encontrar dentro.
Presa del pánico intenté cerrar sin éxito el
cajón en cuanto contemplé el charco de sangre que teñía de rojo el amasijo de
papeles, además de un dedo completo amputado y varias falanges que posaban
sobre los viejos recortes de periódico.
—¡Joder, papá! —exclamé horripilada—, ¿le
has seccionado media mano?, te van a meter en la cárcel.
—Ese quinqui no robará más, al menos en esta
casa —sentenció mi padre.
—¿Que no?, ¡posiblemente venga con una
pistola y nos mate!
—Ese tipo no podrá apretar un gatillo en su
vida, a no ser que sea zurdo, cosa que dudo si se tiene en cuenta que rebuscaba
con la diestra en el interior…
—¡Déjate de gilipolleces!, nos va a salir
muy caro que te hayas tomado la justicia por tu mano. Deberías haber llamado a
la policía, pero nunca agredir a esa gentuza poniéndote a su altura. Ya no
podré coger el sueño con tranquilidad en la vida.
—No te preocupes, que ya estoy yo para
defenderte con el hacha. Pienso dormir con ella en la cama.
—¿Y qué te piensas, que eres mi perro
guardián?
—Violeta —dijo adoptando un tono severo, a
sabiendas de que yo no estaba al tanto de la noticia—; esos tipos han
envenenado a Yako.
Salí hacia el jardín vociferando el nombre
de mi mascota hasta que lo encontré exánime en un escondrijo, en la parte
trasera de la vivienda, donde acudía cuando enfermaba. Una chuleta mordisqueada
junto a él delataba el modus operandi de aquellos ladrones. Siempre he creído
que cuando los humanos o animales mamíferos perecían, lo hacían con los ojos
abiertos. Contemplé a Yako y parecía
estar durmiendo, meneé su cabeza y lo levanté en peso rogando a Dios que su
ausencia de aliento se debiera a que se hallase bajo los efectos del tóxico,
pero que conservase todavía con un atisbo de vida que mantuviera mi esperanza
de recuperarlo. Expectación que se difuminó cuando mi padre me agarró de los
brazos y me separó de mi fiel amigo al escuchar que yo decía con insistencia:
«Levanta, Yako, hoy vas a entrar
conmigo a casa, seguro que papá no nos dice nada, venga. Levanta, amigo, venga,
Yako, venga…».
Entre lágrimas ayudé a mi progenitor en la
limpieza de la habitación y de todo el goteo sanguinolento que abarcaba desde
aquella sala hasta la verja de acceso a nuestra finca. «Tenías que haberle
cortado el cuello», murmuraba mientras pasaba la fregona por la escalera. Haber
estado toda la noche sin dormir me pasó factura. No conseguí conciliar el sueño
con tranquilidad, la muerte de mi perro y una posible represalia por parte de
los delincuentes eran pensamientos que erraban por mi mente hasta azorarme,
concediéndome toda una sesión de pesadillas que nublaron mi entendimiento
durante un extenso periodo de tiempo.
El sábado siguiente, ya acabadas las
fiestas, acudí a la tienda de Maruja y su hijo para proveer de alimentos
nuestra alacena. Antonio hizo eco de una noticia aparecida en la prensa local
que aludía a un delincuente de Calasparra que había sido atendido en un
hospital cercano por la amputación de varios dedos. En un quiosco próximo a su
comercio adquirí un periódico regional que abordaba el suceso de la siguiente
manera:
COMARCAL
Herido
de arma blanca en los encierros de Calasparra
Según
fuentes del Hospital del Noroeste de Caravaca, la mañana del miércoles 6 de
septiembre, un hombre de 30 años de edad, con las iniciales de J.B.H. y natural
de la pedanía calasparreña de Valentín, fue atendido de urgencia tras la amputación
de varios dedos de su mano derecha y una fractura en el omóplato derecho de
consideración ocasionadas por arma blanca. El individuo, un toxicómano con
numerosos antecedentes por robo, no pudo concretar el origen de las heridas,
aunque el Jefe de la Policía Local de Calasparra apunta a una posible reyerta
callejera producida durante las fiestas patronales de dicha localidad.
Emulé a mis vecinos espiando tras las
cortinas durante semanas. Aguardando con sospecha e incertidumbre una más que
probable venganza. Días antes enterramos el cuerpo de Yako, unas pocas horas después de que lo mataran. Mi padre cavó una
pequeña fosa junto a la higuera, era su árbol preferido para cobijarse del sol
cuando buscaba descanso en las interminables tardes de verano.
—Papá, ¿crees que vendrán? —pregunté sin
haberme recuperado todavía de las pesadillas que padecí aquella mañana.
—No, no creo hija, no te preocupes.
—¿Por qué crees que hay gente que roba y se
dedica a hacer el mal?
—Así como en las guerras todos creen que
pertenecen al bando de los buenos, a ese tipo lo han educado codiciando lo
ajeno, porque, de algún modo, piensa que nosotros, somos los malos de su
película. Que los hemos dejado apartados de la sociedad, marginados, etcétera.
En su ignorancia, creen que somos el enemigo y ellos se toman el derecho de
buscar la compensación de lo que a cada uno le corresponde; infringiendo unas
reglas sociales que, en verdad, son injustas.
—Justificas lo injustificable: mataron a Yako.
Mi padre seguía echándole tierra en la
cavidad donde yacía nuestro perro. Me contempló asintiendo y sé que comprendió mi
irritación. Su filosofía donde todo el mundo nace bueno y que las
circunstancias de la vida son las que acaban convirtiendo a que alguien delinca
no se podía sostener. Menos aún aquel día.
Andrés, VIII
La sala de espera del Hospital Virgen del
Rosell se convirtió en una expectante reunión familiar la Nochebuena de 1978.
Sentado junto a Andrés se hallaba su padre y algunos parientes de Patricia. La
mañana del 25 de diciembre vino al mundo Susana, nombre elegido como recuerdo
al personaje homónimo de Las Bodas de
Fígaro, la ópera preferida de su padre. Los negocios habían crecido
notablemente, a las antiguas tiendas cartageneras se añadieron dos comercios,
uno en Alameda de San Antón; y otro en Ronda Norte, este último en la ciudad de
Murcia. Los cincuenta kilómetros que separaban el establecimiento murciano del
resto de los comercios de la empresa obligaron a que Pepe y su hijo delegaran
en Paco para dirigirlo. El amigo de Andrés se había ganado la confianza de la
gerencia por su competencia y lealtad. Las verdulerías precursoras del pequeño
imperio de los Rosique fueron cerradas años atrás, arrendando los locales a
empresas de alimentación.
Con el nacimiento de su hija, pensó Andrés que
sería adecuado realizar un cambio de domicilio y destinó todos sus ahorros a la
adquisición de una nueva vivienda. Antes de que Susana cumpliera un año la
familia se había trasladado a una zona residencial en Tentegorra, a cuatro
kilómetros de la ciudad. Los quehaceres del hogar, sumados a los de la pequeña
criatura, exigieron la contratación de Lily Mrowiec, una mujer de origen francés
y padre polaco. La niñera llevaba dos décadas en España y prefirió permanecer
en el país, cuando enviudó, a pesar de no tener familia y apenas unas pocas
amistades. Por beneficio de ambas partes, convinieron al poco tiempo, que la
estancia de aquella mujer fuese intensiva de lunes a viernes incluyendo la
pernoctación, destinando uno de los muchos dormitorios de la planta superior
para su uso personal. El cariño entre los habitantes de la casa fue creciendo
de tal manera que la empleada, fuera de lo pactado, acudía incluso algunos
fines de semana a cocinar o cuidar de la pequeña. Había adoptado el rol de abuela
que en absoluto molestaba al matrimonio.
Era un tórrido domingo de verano de 1980,
cuando Paco —que ya residía en la barriada de El Infante, en Murcia— acudió a
la casa de la familia Rosique Domínguez acompañado de Consuelo, su novia.
—Prohibido hablar de la empresa —propuso el
anfitrión a Paco mientras saludaba a la pareja.
—Sí, que para eso tenemos el resto de días
de la semana.
Andrés se encaminó hacia la cocina para
ayudar a su mujer a preparar el aperitivo, dejando a sus invitados a solas con
Susana que correteaba alegre alrededor de la pareja.
—Menuda casa tienen, ¿eh, Consuelo? —susurró
Paco.
—Ya sabes, los ricos, se lo quedan todo, y
por mucho que tú trabajes, ellos ganarán más. Estoy segura de que si te
montaras por tu cuenta podríamos en poco tiempo tener una casa igual. Por cada
peseta que tú ganas él se lleva cien. Puedes estar enlomao para que funcione su tienda que le da igual.
—No hables así de Andrés que gracias a él
dispongo de un buen sueldo, dirijo una tienda, y tengo a mi cargo a un
vendedor, un técnico, una dependienta… y ¡cállate que nos van a oír!
—Si es que eres tonto de lo bueno que eres,
pero tonto de remate —cuchicheó Consuelo oyendo al matrimonio acercarse con el
sonido de los platos.
Por la noche, cuando Paco y Consuelo se
habían marchado a Murcia, Andrés se dirigió a su mujer.
—Ha sobrado algo de vino, ¿te apetece?
—He bebido un vaso de cerveza en la cena y
creo que ya es suficiente, no debo beber más, ¿sabes por qué? —preguntó con
tono intrigante.
Andrés la miró con interés.
—Creo que estoy de nuevo en estado.
Y era cierto su vaticinio, la autora de La hija del leñador había sido engendrada.
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