Volumen 17 de «Mi hija y la ópera»



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   Un domingo por la mañana llamó mi tía para informarme de una fantástica noticia: ¡Estaba embarazada! Por fin iba a tener un primo, con una diferencia de edad, eso sí, de más de veinte años. Una ecografía anticipó semanas más tarde de que nacería varón. Por aquella época mi apego hacia Antonio se había acrecentado de tal manera que difícil era el día que no charlábamos en su supermercado e inaudito el fin de semana que no quedásemos coincidiendo con su peña que ya consideraba como propia. Comencé a descubrir cierto encanto en la personalidad de aquel tipo, y no sé si ese sentimiento era por aquel entonces recíproco. Incluso lo aficioné un poco a la ópera, solíamos escucharla en el coche. En otras ocasiones, salíamos para comer pipas en la plaza del Ayuntamiento mientras criticábamos a cualquiera de las amistades que teníamos en común. Mi padre conoció a una mujer elegante que irradiaba cierto halo bohemio y que atendía al nombre de Marisa. Ella, que se estaba encargando de restaurar el cuadro de mi hermana, regentaba un comercio de venta de antigüedades, libros y obras de arte. Una auténtica artista polivalente que igual pintaba un cuadro que tocaba la guitarra. Con aquella cultura y educación que traslucía no me resultó extraño que mi padre se encandilase nada más verla. Frecuentó a partir de entonces su tienda en una mixtura de interés por la evolución de la restauración del lienzo y un ofrecimiento de apoyo en las tareas del negocio alegando poseer tiempo de sobra, apreciándose con ello un indisimulado cortejo.
   Una tarde vino Marisa a casa para ver una ópera. Mi padre eligió Tosca para la ocasión, me sugirió, días antes, que invitase a Antonio. Ahí comparecimos los cuatro, frente al televisor, deleitándonos con aquella grabación realizada en el Metropolitan Opera de Nueva York, con un par de fuentes de palomitas en sendas cabeceras de la mesita rectangular; una por cada pareja que ocupaba cada uno de los dos sofás. Pronto quedó patente que mi complicidad con Antonio poco se asemejaba a las muestras de afecto que se dispensaban mi progenitor y su partenaire de cabello rizado y oscuro. Noté cómo mi amigo y yo nos sonrojamos cuando mi padre apartó con sus dedos una diminuta cáscara de maíz que se confundía con un lunar próximo a la comisura labial de su acompañante. Se había divorciado hacía ya cinco años, por el pueblo se rumoreaba que su ex marido tenía tanta afición a las tragaperras como al alcohol. Las lenguas chismosas murmuraban que en alguna ocasión su cónyuge le había maltratado. Contaba con dos hijas de edades cercanas a la mía, la mayor residía en Murcia; y la pequeña, de la cual decía que era bastante independiente, vivía con ella en Calasparra.
   —Tienes que conocer a mis hijas, te llevarías bien con ellas.
   —Por supuesto, Marisa.
   Su trato hacia mí era cordial en todos los ámbitos, resultaba obvio que procuraba conquistarme y, con aquello, ganarse la simpatía de mi padre, el cual no tardó en afeitarse y acicalarse conforme iba creciendo el cariño entre ambos. Ángel se dignó a enviarme un correo tras un prolongado tiempo sin saber nada de él ni de Fran. En el mismo, hacía referencia a la noche que vinieron al pueblo, la única vez que les he visto en mi vida. A continuación transcribo el mensaje:

Hola Violeta q tal? :)
T envio correo pidiendote disculpas x mi comportamiento d es­to­s ultimos meses.
Hace tiempo q he dejado d ser amigo d fran, y x eso ahora me he dado cuenta d q estaba manipulado por el. La noche q estuvimos alli nos fuimos a murcia despues, el no estaba malo, yo no podia hacer nada, pq dependia de su carro para q me trayera a casa.
Me estuvo diciendo x el camino q tanto tu como tu amigo erais gente d poco mundo, gente d pueblo q no aporta nada bueno. Me jode haberme dejado influenciar por el.
Espero q podamos retomar la amistad y si quieres x tren o auto­bus vuelvo a calasparra.
Un saludo angel ;)                     
    
   Leí varias veces el texto hasta descifrarlo. Deseé responderle y manifestar mi indignación, pero no lo hice, respiré aire con profundidad y decidí actuar como mi padre cuando él decía que antes de dar una respuesta en caliente había que darse un largo paseo. Anduve hasta el pueblo para luego volver a subir hasta casa en una caminata kilométrica. Nunca le he llegado a contestar. A partir de entonces me prepuse conectarme con menos frecuencia a Internet. Aún mantengo contacto, aunque con escasa asiduidad, con mis verdaderas amistades virtuales: Berta, la argentina; y Águeda, la catalana. Ellas nunca le han dado verdadera relevancia a lo de conocernos en persona, doy por sentado que si no me ven agradable a la vista no lo van a encontrar como un gran inconveniente. Sobre seguro sé que no abandonaré este mundo sin estrecharles un abrazo.

   La tarde del miércoles 30 de mayo de 2001 me llamó Alberto, pletórico de alegría, para comunicarme que, con tres kilos y medio, había nacido Alejandro. Acudimos de inmediato a Cartagena a conocer a la criatura y felicitar a sus orgullosos progenitores.
   —¡Qué grande es! —expresé nada más verlo.
   —Ya se va ampliando la familia —dijo mi padre.
   —Violeta —terció Laura postrada en la cama—, Alberto tiene un congreso en Holanda la semana que viene, me encantaría que, en cuanto me diesen el alta, te vinieras a mi casa y me echaras una mano. Unos días nada más, ya sabes, con la abuela… yo no podré con todo.
   —Eso está hecho —dije orgullosa.
   —Pues nada, pasado mañana te vienes para acá de nuevo—zanjó, refiriéndose con «acá» a la ciudad de Cartagena.
   Abandonamos la habitación donde el milagro de la vida había emergido de las entrañas de mi tía. Tras la puerta, una minúscula sala de espera donde aguardaban los progenitores de Alberto, de refinada apariencia incluso en un hospital. Mi abuela también estaba sentada allí, ausente del mundo y barboteando para sí, como si rezase frenéticamente. Asumí de buen grado la misión que me encomendó Laura y, a los dos días, conduje yo misma hasta su residencia con un pequeño equipaje en el maletero con el propósito de cuidar de mi primo, vigilar a mi abuela y atenderle a ella si se diera la circunstancia: todo lo que fuera preciso. Era la primera vez desde que tenía uso de razón que me alejaba de mi padre más de una jornada.
   En la semana y pocos días que se extendió mi estancia en el hogar de mi tía me propuse devolver parte de la ayuda que ella me había proporcionado durante lustros. Constaté el cariño que exhibía Alberto hacia su mujer en las dos mañanas que coincidí con él (la de su marcha a Holanda y la de regreso del viaje), amén de su actitud siempre servicial conmigo. Con Laura hablé de los viejos tiempos, la puse al día sobre cómo marchaban las cosas por Calasparra, lugar al que ella todavía consideraba como su segunda casa. Le conté que Dani se había casado, que yo tenía un amigo con el que tonteaba —exagerando como siempre en mis relaciones personales—, que nos habían intentado robar, la salvajada que cometieron con Yako y la contundente respuesta de mi padre ante los malhechores que habían rajado el lienzo con la imagen de mi hermana y que este interpretaba como una provocación que impedía descansar a los muertos. También le dije, sondeando su reacción, que el cuadro estaba siendo restaurado por una atractiva mujer de la localidad, y que yo intuía que tal circunstancia había unido a mi padre con aquella dama en algo más que amistad. Percibí cierta incredulidad en los ojos de Laura.
   —¿Tu padre en serio con una mujer? —preguntó—, habrá que verlo, a lo mejor después de dos décadas ya ha superado lo de tu madre.
   —La verdad es que a mí no me importa. Dos beneficios se me ocurren a priori: el primero es que mi padre estará más feliz, y por tanto menos cascarrabias; y, segundo, que tendré algo más de libertad. Está demasiado pendiente de mí y no se acuesta hasta que yo llego a casa. Alega que se preocupa por si me sucede algo con el coche, pero tanto tú como yo sabemos que no es solo por eso.
   —Tu padre siempre te ha sobreprotegido. No le culpo, no vive con nadie más.
   —Es todo un personaje —dije intentado rematar el diálogo.
   —Fíjate —apostilló mí tía hablando para ella misma—, que me pareció extraño ver a tu padre afeitado el otro día cuando estuvo en el hospital, y ahora todo cobra sentido. Estoy segura de que si Andrés comienza a cuidar de su aspecto es que hay una mujer en perspectivas. Mis sospechas al respecto no eran baldías.
   Solo un par de fines de semana había permanecido fuera de casa y, cuando regresé, la hallé diferente, más limpia y ordenada, con algún toque exótico en cuanto a la decoración. No me encontré con nadie. El plan de sorprender a mi padre con mi llegada, anticipando unas horas mi venida, no salió como yo había previsto. Pensé que estaría con Marisa en el pueblo y preparé la comida. A las dos de la tarde escuché la aproximación de un vehículo, supuse que mi progenitor habría bajado al pueblo en la bicicleta cuyo uso compartíamos, ya que yo me había adueñado del automóvil en los últimos días. Pero no, él iba de copiloto en el Renault Megane que conducía Marisa. Algo sorprendido, por mi adelantada vuelta a casa, no le dolieron prendas en informarme que él y su acompañante habían decidido vivir juntos los fines de semana y que ya lo estaban haciendo desde el día siguiente a mi partida hacia Cartagena. Tras la sobremesa, la nueva ocupante de la casa y del corazón de mi padre se marchó a su pequeña tienda de libros y antigüedades. Me aproveché de la ocasión para exigir una explicación.
   —Papá, sabes que me alegro de que te vaya muy bien con Marisa, pero creo que deberías consultarme este tipo de decisiones.
   —Lo siento, hija, pero la pregunta no hubiera cambiado mi deseo de que ella se instalara con nosotros los fines de semana, que es lo que por ahora hemos pactado. Los días entre lunes y jueves puede que se quede, pero sería raro, tiene a su hija pequeña en casa.
   —O sea, que si yo te hubiera expresado mi malestar con esta medida tú la hubieras dejado alojarse igual.
   Él afirmó con la cabeza. Me pareció advertir una sonrisa insolente, henchida de prepotencia, declarando sin despegar los labios que yo no tenía derecho a opinar sobre los asuntos relevantes de la casa. Aquello me encolerizó.
   —¿Te gustaría que me trajera a Antonio como inquilino sin darte explicación alguna?
   —Pero no es lo mismo, hija, sabes que no tendría problemas en ayudarte si quisieras buscarte la vida e independizarte. Los alquileres de Cartagena todavía nos permiten ciertas licencias, y eso que tenemos un coche para los dos que tiene veinte años.
   —Pues te hago saber —mentí—, que en ese coche he hecho cosas con él porque no he querido venir a casa, por respeto a ti.
   —Violeta, ese comentario sobra. Además, sabes que por las mañanas la casa está a tu disposición, no querrás que ponga un cartel con lo que puedes hacer a mis espaldas. Seguro que Antonio tendrá otros sitios donde podréis tener intimidad, digo yo que no estarás enseñando tus vergüenzas al personal que transite por la calle.
   —Pues sí, por no hacerlo aquí en «nuestra» casa —insistí con mi patética farsa.
   Mi padre casi carcajea, lo evitó con cierto esfuerzo, sabía que, de hacerlo, habría lo­grado herir mis sentimientos. Con casi la certeza de que mi relación con Antonio no había llegado a esos términos, procuró mostrar asombro ante mis singulares devaneos sexuales que jamás se ha­bían producido. Debía aceptar la compañía de Marisa en mi vida. Comenzó alojándose durante los fines de semana aunque poco a poco se convirtió en una habitante cotidiana de nuestra morada.




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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén