Volumen 13 de «Mi hija y la ópera»
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Los meses sucedieron con celeridad, Dani ya
había dejado de venir a casa, contrajo matrimonio con la dependienta de la
tienda de regalos y mantuvo sus clases particulares en Calasparra. De manera
esporádica ejecutaba piezas de piano en locales nocturnos de la comarca del
Noroeste, eventos a los que nunca pude asistir. A finales de 1998 algo inédito ocurrió:
por primera vez acudí al pueblo yo sola. Siempre había ido acompañada de mi
padre, y creo recordar que en una ocasión con mi tía. A partir de entonces,
comencé a bajar a la localidad con algo de frecuencia, en bicicleta como medio
de transporte, empezando a dominar la batalla a mi complejo estético, o al
menos en parte. Sin embargo, el único lugar que visitaba era una tienda de
ultramarinos, el motivo por el cual inauguramos esta tendencia de compra no fue
otra que la jubilación de Domingo, el encargado durante años de abastecer
nuestra despensa transportando desde su vieja furgoneta los productos que le demandábamos.
Poco antes
de que nos comunicara el cese de su actividad laboral, después de tanto tiempo,
conversé con él por primera vez (solía atenderlo mi padre). Domingo era una
persona de campo, casi sin dientes e, incomprensiblemente, siempre llevaba el
aspecto de no haberse afeitado en tres días. Sin estar al corriente de los años
que cumplía sé que aparentaba muchos más. Pero su mayor peculiaridad era que
caminaba sin adoptar demasiados cambios al mismo encorvamiento con el que conducía.
Anunciaba su presencia con un largo sonido de claxon, si no acudíamos a su
llamada depositaba las bolsas del pedido junto a la verja. Dialogué con Domingo
porque la curiosidad acerca de nuestros vecinos comenzaba a serme inaguantable.
Cierto día,
cuatro o cinco meses antes (estaba celebrándose el Mundial de Fútbol de
Francia), después de una noche loca, tras el partido España contra Bulgaria con
el resultado de seis a uno a favor de los nuestros, se marcharon Pedro y Juan
con un turismo que conducía el primero. Ya había amanecido, Yako les siguió tras la estela del
coche. A pesar del entumecimiento, porque estaba recién levantada, corrí detrás
de mi perro con los mismos atuendos con los que había dormido. Mi fiel amigo
desistió de la persecución justo frente a la parcela de nuestros vecinos y
accedió a ella por la verja que se había quedado abierta, dado que Domingo, que
también hacía reparto en aquella casa, estaba dejándoles un encargo. Jadeando
por la carrera y paralizada por el miedo permanecí inmóvil en el límite de la
parcela esperando a que Yako saliese.
—Buenos
días —susurró el viejo repartidor antes de introducirse en su vehículo que
apenas había atravesado el umbral de la verja—, no dejes el perro aquí que se
lo comen.
—Buenos
días, señor Domingo —saludé trémula—, ¿me podría ayudar a sacarlo, por favor?
—No te
preocupes, niña, llámalo que saldrá hacia la puerta, voy a tu casa que, viendo
las caras de Pedro, el listo, y del
Chapicas, con los que me acabo de cruzar… veremos a ver si tu padre me atiende.
Asombrada
por la precisa información que poseía de nosotros, me disgustó que, a mis
diecisiete años, me tratase como a una niña y que se negara a prestarme apoyo
en un lugar donde él entraba con frecuencia y yo era una intrusa.
—Cógelo
pronto —reiteró guiñándome un ojo mientras arrancaba la furgoneta—, que no lo
ves más.
—¡Yako! —berreé.
Mi perro
ladró y de la puerta de la casa apareció una mujer de negro, canosa y entrada
en carnes. Yako se lanzó hacia mí con
tanto impulso que casi me tira al suelo.
—¡Ah, eres
tú! —saludó en tono neutro, incongruente con su expresión beligerante.
—Hola, mi
nombre es Violeta, he venido a recoger a mi chucho, el muy estúpido se ha colado
en su jardín, de verdad que lo siento.
—Pues nada,
hija. Adiós.
—Espere,
señora —pedí a pesar del pavor que engendraba en mí aquella situación—, usted
sabe mi nombre, pero yo debería saber el suyo, al fin y al cabo somos vecinas
desde hace mucho tiempo.
—Mi nombre
poco te importa.
Cerró la
puerta de su vivienda con furia, yo iba a hacer lo propio con la verja del
jardín —sin mostrar, eso sí, ninguna exacerbación— cuando oí el chirrido de una
ventana que se abría, intuyo que correspondía al salón de la casa. Alertado por
escuchar una voz que desconocería se asomó una figura monstruosa, un ser
horrendo que me examinaba atónito, o, al menos, ese era el semblante que reflejaba
su asimetría ocular, carecía de orejas y poseía una boca enorme, las hendiduras
del rostro descubrían unas facciones imperturbables, un mohín que fusionaba el
sufrimiento con la estupefacción. El cabello, castaño, rizado y muy voluminoso
que procuraba disimular aquella abominable cara. Mi perro y yo corrimos despavoridos
hacia nuestra finca. Caí entonces en la cuenta de que aquella fisonomía que
aprecié, meses atrás, desde la nueva habitación no era una ilusión óptica. Mi
padre, con envoltura resacosa, me recibió exigiéndome explicaciones sobre dónde
había ido. Quise relatarle lo recién acontecido con los habitantes de la casa
con los que compartíamos carril, pero enseguida me silenció: «No tengo la cabeza
para historias, voy a ver si consigo dormir un poco».
Permanecí
toda la jornada reflexionando sobre lo acaecido a primera hora de la mañana,
aquello explicaba muchos porqués, comprendí el motivo de su aislamiento, y de
que en el colegio me dijeran que vivía en la «Senda de los monstruos», donde,
con toda seguridad, yo entraba en el lote. Me pregunté qué tipo de trastorno tendría
el chico aquel y que, tiempo después, gracias a Internet, me permití indagar:
el Síndrome de Treacher Collins (o una patología similar, puesto que los
síntomas eran idénticos a los que observé en la página web). Me armé de toda la
paciencia del mundo y al día siguiente madrugué como nunca para esperar a Domingo
y bombardearlo a preguntas. Solo él podría aportar datos de lo que le había
sucedido a aquel ser humano.
—Buenos
días, señor Domingo.
—Hola, niña,
¡qué raro no ver a tu padre abriéndome la verja!, ¿pudiste sacar a tu perro de
la casa de doña Josefa?
—Sí, pero
podía haberme ayudado.
—¿Por qué?,
si bromeaba cuando dije que se lo iban a comer, es un bulo lo que dicen que
hacen con los perros.
—Pues me lo
creí, son muy raros.
—Pensé que,
como sois vecinos, os conoceríais. En el pueblo los tienen por locos, pero yo
que les conozco te digo que no son peligrosos.
—¿Cuántas
personas viven en esa casa?
—Dos, doña
Josefa y su hijo, al que nadie conoce.
—Yo lo he visto
—informé solemne.
—¿Que lo
viste? —preguntó perplejo—, ¿dónde?
—Asomado a
la ventana, le había advertido su silueta en bastantes ocasiones, pero nunca le
había visto el rostro hasta ayer, ¿qué le ocurrió, se quemó?
—No, hija,
no se quemó, nació así la criatura, y te confieso que yo también lo he visto,
nunca digo esto en el pueblo porque me molestarían con preguntas. Me aterré al
verlo, su madre siempre lo tiene escondío,
hay quien dice que atao, que le da de
comer en un recipiente como si fuera un animal. A pesar de solo haberle visto
una vez, noto su presencia tras las cortinas en esa casa donde nunca me han dejao entrar.
—Vaya,
nació así, como yo —murmuré.
—Niña, tú
no puedes compararte con él. Al poco de nacer, su padre los abandonó; doña
Josefa, que en el pueblo le llamábamos la
Pepi, era amable, y guapísima, una de las mujeres más hermosas de por aquí.
Ahora vive apartá del mundo, nunca
sale, su hijo jamás ha salío de esas
cuatro paredes, nunca ha ido al colegio y son los médicos quienes se dirigen a
su casa. Su madre, y eso no me lo ha dicho ella porque tampoco habla mucho
conmigo, es muy creyente, y piensa que su hijo es un castigo de Dios. O eso es
lo que se rumorea en Calasparra.
Las
palabras de Domingo me hicieron recapacitar, a partir de aquel momento comencé
a sentirme afortunada, las cartas que había repartido el destino me aventajaban
respecto a otras personas. Calibré mi situación y me comparé con aquel ser que
habitaba a menos de cien metros de mi hogar cuya vida estaba sentenciada desde
que nació. Me sentí fatal por haber tenido que huir de aquel rostro y enseguida
comprendí que debía obrar acorde a mis principios. Sin sopesarlo con mi padre,
que todavía roncaba a pesar de lo avanzado del día, decidí hacer una visita de
cortesía a mis vecinos. Había visto en las películas estadounidenses que, en
ocasiones, para dar la bienvenida a un recién llegado al vecindario se le
agasajaba con un pastel. Hice lo propio, elaboré una tarta de manzana, cuya
receta —cómo no— aprendí de mi tía Laura. Me siguió Yako, lo que no me importó porque, de alguna manera, me sentía
protegida.
—Hola, doña
Josefa —saludé sosteniendo el dulce con mis dos manos junto a mi perro que
movía la cola anheloso de conocer todos los rincones de la parcela más cercana
a nuestra residencia.
—¿Qué
quieres? —espetó distante.
—Me
gustaría disculparme con esta tarta de que mi perro entrase ayer en este jardín
sin su consentimiento.
—No tienes
por qué preocuparte, muchacha.
—¿Podría
entrar, señora?
—No.
—Me
gustaría conocer a su hijo.
—Aquí vivo
yo sola —sentenció.
—Señora, lo
he visto en alguna que otra ocasión tras la ventana —confesé con gesto cómplice—.
Le prometo una cosa, solo quiero saludarle, como vecina, no le juzgaré por su
apariencia. Se lo aseguro.
Me observó
durante medio minuto, me repasó de arriba abajo con el ceño fruncido y, luego,
relajó el semblante.
—Te dejaré
entrar —convino adoptando una nueva expresión circunspecta—, pero dos cosas: la
primera, si cuando salgas de aquí tienes pesadillas… tú te lo has buscado; y,
luego, dile a tu padre que no ponga las zarzuelas esas tan temprano, detesto
despertarme con esa maldita música.
Asentí a
sabiendas de que sería imposible cumplir la segunda condición. Ella me abrió la
puerta, dejé a Yako correteando en el
jardín y me introduje en su domicilio manteniendo en equilibrio la tarta cuya
carga comenzaba a resultar pesada en mis enjutos brazos. La casa se encontraba
lúgubre y segregaba de sus rancias paredes un insufrible hedor a humedad. Estaba
llena de imágenes de santos, crucifijos y estatuas de la Virgen. La penumbra se
ocultaba titilante gracias a la luz de un número ingente de velas dispuestas en
lugares estratégicos. Me dirigió hacia una habitación, más oscura todavía,
estaba el suelo acolchado y disponía de cubos de colores con letras y números
típicos de las guarderías. Ahí estaba él, sentado en una esquina con aquel
rostro impropio de este mundo. Aterrorizado por toparse conmigo lanzó un agudo alarido.
—Hola, me
llamo Violeta —saludé disimulando el temblor.
—No te va a
responder —contestó su madre—, no puede hablarte, sus deformaciones lo impiden.
Solo grita, según el sonido sé si está alegre o furioso, pero poco más. Se
llama Eduardo.
La mujer
agarró la tarta y sin mediar palabra la depositó en el suelo. Aquella criatura
la engulló con las manos en pocos segundos, pensé que padecería de inanición o quizá
sería su manera de comer. Doña Josefa sondeaba mi reacción como si yo estuviera
presenciando una actuación circense. Aquel chico debería de medir, si
consiguiera estirarse, cerca de un metro noventa, exteriorizaba deformaciones
en su espalda y extremidades. Parecía haberse desarrollado en el interior de
una jaula.
—¿Cuántos años tiene?
—Nació en
el setenta y… ¿en qué año estamos?
—En el
noventa y ocho —respondí—, junio del noventa y ocho.
—Veinte
años tiene entonces. Los médicos me dijeron que no llegaría a esta edad, y ahí
lo tienes, todavía jugando con sus cosas.
—Pero ¿ve
la televisión o interactúa con otras personas o animales? —curioseé suponiendo
la contestación.
—La tele
no, porque se haría preguntas, quiero que piense que no es tan raro, una vez me
trajeron un perro que él mismo mató porque no paraba de ladrarle, si has oído
alguna vez que se lo comió ya te digo yo que es mentira. Lo único que ve del
mundo exterior es por la ventana, menos mal que por nuestro carril pasáis poca
gente.
Abandoné aquel hogar, convencida de que la
realidad puede resultar perturbadora. Vociferé el nombre de mi perro por si
acaso la leyenda que corría en torno a aquel tipo y su apetito por los canes
fuese cierta. Nunca volví a adentrarme en esa vivienda, si bien, evalué durante
un tiempo la posibilidad de entablar amistad con ese ser de rostro imposible,
pero su retraso mental era demasiado profundo. Aquel joven de veinte años, cerebro
pueril y cara de alienígena era una verdadera víctima de sus circunstancias. A
partir de aquel día, cada vez que transitaba frente a la casa de mis vecinos
saludaba sonriente a pesar de que ellos mantuvieron su talante irreverente.
Aquella
experiencia contribuyó a subsanar mi autoconfianza perdida con los años, con el
tiempo conseguir llevar una vida algo más independiente. Conocí por aquel
entonces a Maruja, la dueña de la tienda de ultramarinos, a la que comencé a
visitar cuando el señor Domingo se jubiló. Aquella mujer hacía honor a su nombre,
una chismosa que en las primeras ocasiones disparaba preguntas del tipo: «¿Tú
de quién eres?» o «¿Cuánto tiempo llevas aquí?», y después me interrogaba
pretendiendo sonsacar información, por ejemplo, sobre las personas que conocía
del pueblo y todo tipo de impertinencias similares. No obstante, era una señora
que se comportaba de una manera simpática conmigo, lo cual era lógico, dado que
adquiríamos casi de todo en su comercio. Mostraba un aspecto descuidado, duplicaba
en kilos su peso ideal. A menudo despachaba en bata, zapatillas y rulos sobre
un cabello pobre y plateado, desaliño fomentado por residir en la misma
trastienda del local. Usaba gafas con cristales de culo de vaso y poseía una
elocuencia tirando a torpe que le confería un inevitable halo de ignorancia. Su
marido había fallecido por cáncer de pulmón, las lenguas maledicentes del
pueblo aludían a un lento suicidio causado por el tabaco, alegando que este fumaba
para no soportar a su esposa por muchos años. Su hijo Antonio era afable
conmigo, por lo que decían, muy popular y querido en Calasparra. Años después
sería uno de los más famosos corredores de los encierros de septiembre. En lo
corporal no era nada del otro mundo, pelo castaño y la mandíbula inferior muy
pronunciada. Un bruto a la hora de articular palabras, no paraba de blasfemar y
de realizar expresiones simplonas cargadas de muletillas, pero escribía aún
peor, sus notas y tiques eran todo un insulto a la ortografía. Se lo podía
perdonar gracias a su comportamiento risueño. Me complacía su modo de atenderme
y, por primera vez, alguien de mi generación no realizaba muecas o comentarios
despectivos sobre mi apariencia física.
Durante
meses, la señora Maruja y su hijo Antonio fueron las únicas personas del pueblo
con las que mantuve algún trato particular, más adelante entablé amistad con
gente de muy lejos. Mi padre había comprado, años atrás, una computadora
personal para mi formación educativa, cuyo uso quedó extinguido con la marcha
de Daniel, mi profesor. En los últimos tiempos me había centrado en las labores
del hogar, sin descuidar, claro está, ni al piano ni a mi padre, al que ya le
cubría una espesa y emblanquecida barba. Reanudé el uso de mi viejo ordenador
en cuanto conseguimos que Internet llegara a casa. De repente, me encontré gracias
a los foros de algunas webs, con grupos de gente con afinidades similares a las
mías y, aún sin conocerlas en persona, podría catalogarlas como amigas. Nuestra
conexión se establecía, por lo general, por medio de los canales de mensajería
instantánea. En una comunidad de internautas aficionados a la ópera conocí a Berta
Ferreyra, una argentina de treinta y nueve años, oriunda de su capital. Se
identificaba con el gentilicio de porteña que prefería al de bonaerense. De
alto nivel intelectual y económico, aquella mujer recién divorciada siempre acababa
sus conversaciones con la promesa de que, pronto, me visitaría en un perentorio
viaje a España. En otro foro, donde los que participábamos éramos apasionados
del piano, conocí a otra de mis grandes amistades: Águeda Salamó, de
veintinueve años y natural de Barcelona, amaba a partes iguales el instrumento
que nos vinculaba como todo lo relacionado con Oriente. Acabó convirtiéndose en
una virtual hermana mayor a la que yo, en ocasiones, reclamaba consejos. El
cariño que experimentaba por ambas fue transformándose a un triángulo fraternal
e inquebrantable que, espero, perdure siempre.
Conocí
también a dos chicos con los que mantenía contacto vía chat o correo
electrónico, ellos participaban en una web de amigos de la Región de Murcia de
cuyo foro yo también era miembro. Fran Pérez, de veinticinco años, procedente
de Elda, en Alicante, aunque sus antecesores paternos vivieron en Caravaca (muy
cerca de mi pueblo), y luego Ángel, algo menor que yo, diecisiete años, de Cartagena,
la ciudad que me vio nacer. Ambos jóvenes, que también eran amigos entre sí, me
trataban en un plano mucho más desinhibido y frívolo. Albergaban un especial
interés en que les enviara algún archivo que contuviera una imagen mía,
propuesta que siempre objeté. Percibía cierto tono picante en las
conversaciones que manteníamos los tres a la vez, y una pretensión por
cortejarme que, a veces, parecía una lucha por ver quién de los dos lograba con
éxito que yo me aviniese a quedar a solas con él; cosa que me hacía sentirme
estimada, sabedora de la imposibilidad de que ocurriera dicha cita. Fran y
Ángel estuvieron durante meses «pretendiéndome» desde la invisibilidad de la
red. En un tono más serio, me propusieron convocar un encuentro para conocerme
en persona (entre ellos ya habían quedado en diversas ocasiones), a lo que yo
siempre me negaba alegando motivos de toda índole. La realidad no era otra que
el temor al rechazo y mi falta de confianza, todavía maltrecha por un pasado
que poco a poco se iba disipando. Por primera vez mi universo se expandía fuera
de las paredes de mi casa.
Andrés, VII
En el ocaso del verano la pareja decidió casarse,
ellos marcaron el plazo de seis meses para dar tiempo a los preparativos del
enlace. Patricia y su madre se encargaron casi de la totalidad de los asuntos
concernientes a la boda. Andrés, con el crecimiento de la empresa, utilizó el
escaso tiempo del que disponía para la adquisición del traje y los obligados
encuentros con el sacerdote de la Parroquia de San Fulgencio. Era una fría
tarde, de enero de 1977, cuando se topó con la prima de Susana, que salía de
la Confitería Gallego, muy cerca de su casa.
—¿Andrés? —preguntó dudando si era él.
—¡Begoña!
—Ya me he enterado de que te casas.
—Sí, en un par de meses.
—Una pregunta, y espero que no te moleste
—musitó Begoña adquiriendo una entonación más confidencial —¿qué te pasó con mi
prima?
—No pasó nada, me di cuenta de que estaba
enamorado de otra mujer.
—¡Pero si bebías los vientos por ella!,
¡será que no se notaba!
—Me encandiló su hermosura, lo admito, pero me
hacía sentir insignificante. Conoces a tu prima mejor que yo.
Begoña afirmó.
—Susana no se acordará de mí.
—Te equivocas —dijo—, a mi prima le afectó
tu desprecio, y cuando se enteró de que estabas con la camarera de la
heladería… casi enloquece. Dicen mis tíos de Barcelona que ha estado en
tratamiento por depresión.
—No creo que tenga yo nada que ver en todo
eso. Espero que ya esté mejor.
—No tienes por qué preocuparte, Andrés; mi
prima, como sabes, ha tenido a todo el que se le ha antojado bajo sus pies. He
sido testigo de cuántos hombres se le han acercado en una sola noche.
Andrés asintió con levedad.
»Cambiando de conversación —prosiguió
Begoña—, he visto un cartel de: «Se necesita personal» en tu tienda de Ramón y
Cajal. Mi hermano está buscando trabajo y he pensado que podrías hablar con él.
Paco es un experto de mecánica y electrónica, ha estudiado para eso.
—Del personal se encarga mi padre, haré todo
lo que pueda para que tu hermano trabaje con nosotros.
—Te lo agradezco mucho, Andrés. Me tengo que
ir que se me están congelando las manos, ¡hasta pronto!
Caminando en dirección a su casa Andrés no
pudo evitar pensar en las palabras de aquella chica, lamentando hondamente la
fría y breve nota con la que comunicó a Susana su desinterés por ella. Se
preguntaba sobre la conveniencia de pedir a Begoña o Paco el número de teléfono
de su prima de Barcelona para llamarla y disculparse de tan pusilánime
comportamiento, cosa que descartó al instante creyendo que sería inadecuado
debido a la proximidad de su enlace con Patricia. Pepe finalizó la entrevista
con Paco comunicándole que comenzaría a trabajar al día siguiente. Llamó al
teléfono del comercio de la plaza Juan XXIII donde trabajaba su hijo para
anunciarle su decisión.
—Andrés, ese amigo tuyo que ha venido a por
lo del trabajo es un «lince».
—Me alegro de que te haya gustado, a mí
también me lo parece.
—Otra cosa, hijo, ¿habéis visto algo sobre
el banquete de la boda?, lo digo porque si quieres hablo con los Ramones.
—¿Te refieres al Restaurante Ramón de Los
Alcázares?
—Sí.
—Me parece buen sitio, llámalos, y si tienen
libre el seis de marzo lo comento con Patricia y su familia.
—Pues no te preocupes que ya me encargo yo
de la reserva, de la negociación y de todo.
—Gracias, papá.
A mediodía del primer domingo de marzo de
1977 contrajeron matrimonio Andrés Rosique Marín y Patricia Domínguez Tortosa.
El novio vestía un sobrio traje oscuro; la novia, un exquisito vestido blanco:
lo que dictaba la época. De los pocos invitados de la familia Rosique, algunos
empleados, entre los cuales se hallaba Paco, más en calidad de amigo del
prometido que como trabajador de las empresas de Pepe. Entre los numerosos
convidados de la familia Domínguez Tortosa se contaba con la inseparable prima
Asunción. Otros amigos comunes a la pareja comparecieron en el evento: José
Blázquez, con decrépito aspecto por «los abusos de la vida»; y Antonio López,
que acudió a la cita acompañado de Alejandro, algo más que un amigo, que además
le ayudaba en los arreglos musicales. Qué lástima que los instantes de
felicidad sean casi inapreciables, unas pocas gotas de agua en el mar de la
vida.
El timbre del teléfono rompía el silencio la
mañana de septiembre de ese mismo año, Patricia descolgó el aparato, Antonio
López preguntaba por Andrés. Ella pronunció el nombre de su esposo para que lo
atendiera y permaneció junto a él, sabía por la entonación que empleaba el
músico que el motivo de la llamada era preocupante.
—Han encontrado muerto a José —saludó
Antonio con voz profunda.
—¿Qué ha pasado?
—Lo han encontrado muerto en una de esas
casas abandonadas que hay en El Molinete, tenía una jeringuilla junto a él, es
muy probable… —En ese momento Antonio se derrumbó.
—Bueno, déjalo. —Andrés esperó a que su
amigo recuperase el habla— ¿Quién te lo
ha dicho?
—Mis padres. Han escuchado los gritos de su
madre cuando ha ido la policía a comunicárselo.
Las familias de Antonio y José residían en viviendas contiguas, separadas tan solo por unos finos tabiques.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Patricia a su
marido.
—Mi amigo Jose ha muerto. Era el más joven
del trío Los Prohibidos.
Ella le abrazó durante unos segundos.
Después, él se dirigió en silencio hacia el piano, situado frente a una de las
paredes del salón. Comenzó a pulsar algunas teclas, de forma inconexa, sin
melodía alguna. Su único propósito era esconder su rostro del campo de visión
de su mujer. Unas lágrimas se precipitaron sobre el teclado.
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