Volumen 23 de «Mi hija y la ópera»


22

   Durante semanas evité presentarme en la tienda de Antonio. Él, sin embargo, no desistió en llamarme a todas horas, incluso con números de teléfono que no eran el suyo, en cuanto escuchaba su voz yo cortaba la comunicación. Suplicó mi indulgencia de todas las formas posibles, ofreciéndome solo amistad que era lo único que podía proporcionarme desde el principio. Pero en verdad, durante la madrugada del día de Navidad ocurrieron varios acontecimientos que me cos­tarían olvidar de Antonio: el primero fue no tener la valentía para poner remedio a las constantes burlas de sus primos; el segundo, la utilización irresponsable y vehemente de drogas; y el tercero, y sin duda el más importante, el de la consumación de un acto sexual que en su momento interpreté que rayaba lo inadmisible y que con el tiempo he considerado con certitud de que se trató de una violación. Era algo que jamás repetiría con él, me producía náuseas la sola idea de imaginarme su cuerpo sobre el mío. Según transcurrieron los meses, el rencor se fue convirtiendo en compasión hacia aquel individuo de actitud contumaz y terminé por devolverle el saludo, tan escueto como indefectible, evitando al no negarme en las salutaciones que me siguiera atosigando a súplicas.
   Abandonar la compañía de Antonio supuso renunciar a la consolidada relación que mantenía con mucha gente del pueblo y, en concreto, con la Peña de los Glóbulos Rojos. Personas a las que había cogido cariño y confianza cuyo apego sacrifiqué por impedir toparme con él gracias a los numerosos eventos a los que asistía. Dejé de salir por las noches y una sábana de tristeza recubrió mi desolada existencia, al punto de que estuve un año sin escribir el diario que me ha servido de guía para acometer este relato. No sería en todo caso por falta de tiempo.
   Marisa me convenció para que la ayudase en su negocio. Decía que mi talento para el arte no debía ceñirse al piano. Un sueldo que, al fin y al cabo, ella pagaba a alguien que vivía en casa. Con el dinero que obtuve en el primer trimestre, una buena cantidad que tenía ahorrada y lo poco que nos dieron por el viejo automóvil de mi padre, me compré un coche. A mi progenitor le pareció buena idea, raro en él, tal vez no comprendía muy bien el cambio de pesetas a euros que nos confundía a todos por aquel entonces o quizá comenzó a restar relevancia al valor económico de las cosas. El uso del vehículo sería, en principio, para compartirlo con mi padre, si bien él solía conducir el turismo de Marisa. Casi nunca salía de casa sin ella. En ocasiones yo cogía mi nuevo Ford verde para dar vueltas por el pueblo sin itinerario establecido. Decía que había quedado con amigos de la peña, era mentira, no quería que se preocuparan en casa. Deambulaba sin salir del automóvil para matar las horas, consumiendo combustible sin necesidad, como una perturbada serpenteando las bulliciosas calles de la localidad durante los fines de semana. Si me detenía en algún lugar era siempre en una zona poco concurrida y para comprar cigarrillos. Había adquirido el mal hábito de fumar como una estú­pida intentona para combatir la soledad y lo único que conseguí, además de engancharme al tabaco, fue tener un quehacer cuando conducía y de esta manera desocupar del volante alguna de las manos, creyendo así que aparentaría más naturalidad y no la estampa de una trastornada que callejeaba sin rumbo fijo por las travesías calasparreñas.
   Solo las tardes de domingo me mantenían en casa, mi padre había confeccionado un particular programa de óperas que abarcaba todo el verano. Seleccionó una docena de sus obras preferidas para disfrutarlas junto a sus amistades y acompa­ñadas de café, whisky, cerveza, palomitas… Conviene aclarar que la única amistad que mi padre y yo teníamos entonces era Pedro, el listo. Y por supuesto que acudió a cada una de aquellas vespertinas sesiones dominicales, casi siempre acompañado de una tal Soledad, una mujer de una pedantería tan extrema que no me extrañaría que acabara su existencia haciendo honor a su nombre. No era ni guapa ni fea, aparentaba estar en el ecuador de entre cuarenta y cincuenta, de pelo corto, gafas cuadradas y un sempiterno pañuelo en el cuello. De fuertes ideales, que a mi parecer es donde residía su mayor atractivo, aunque algunas veces su radicalismo era desquiciante. Era una acérrima vegetariana, yo creo que por un inconmensurable amor que profesaba a los animales más que por un cuidado nutricional. Su manera sublime de argumentar desmontaba hasta al mismísimo Pedro (deduzco que eran pareja por los gestos cariñosos que se regalaban cuando no discutían). Recuerdo con nitidez una conversación que mantuvieron sobre la tauromaquia; tanto, que ahora puedo transcribirla de memoria sin cambiar ninguna palabra de las que pronunciaron.
   —Es una salvajada —contaba Soledad— lo que llegan a hacer a un ser vivo con la infame excusa de ser una tradición en nuestra cultura. Es como si, por ser un rito ancestral, deja de ser abominable la ablación en algunos países africanos.
   —No me irás a comparar los toros con seres humanos —dijo Pedro creyendo que con eso iba a zanjar el debate.
   —Un animal no hace un espectáculo con la muerte de otro. La inteligencia de nuestra especie debería manifestarse en otras vías, justo en el campo contrario: preservar a todas las criaturas de la Tierra.
   —Los toros de lidia no existirían si no fuera por el hombre —rebatió—, además, hay que tener en cuenta que la vida de un ser humano se pone en peligro para exhibir con valentía todo el arte que lleva en sus venas.
   —¿Y para qué sirve que salven al toro de lidia?, ¿para que muchos nos avergoncemos de ser españoles por ser este, el espectáculo de la muerte de un toro, el estereotipo más famoso que tenemos en el mundo? Y no me hables de arte, porque nada se puede considerarse artístico si con ello va ligado el sufrimiento de un ser viviente. Arte es esto que acabamos de presenciar —dijo señalando a la pantalla que rotulaba el título de Carmen.
   No está de más decir que el diálogo solo se permitió porque ya había terminado la ópera y que tal vez fuese originado por el argumento de la obra. Mi padre, Marisa y yo, enmudecimos admirados por la vehemencia de aquella mujer que no le dolían prendas en adoptar un tono beligerante si la ocasión lo merecía. Ahora, con el tiempo, comulgo más que nunca con la opinión de Soledad, y creo que si hay que defender algo con pasión que sea por salvar una vida más que de lo contrario. Algunas veces Pedro venía a casa solo, bromeaba con que yo era su pareja, todavía tenía el recuerdo, aun habiendo transcurridos dos largos años, de lo que me había contado en el bar, respecto a lo que de joven sentía por Marisa y de las quiméricas pretensiones hacia Isabel, su hija. No le culpaba por aspirar a tal galardón, por utópico que fuese.

   La temporada operística casera se prolongó con una decena de títulos en otras tantas semanas. Fue en una de esas tardes de domingo, la del 5 de octubre de 2003, cuando recibí en el móvil una llamada de mi tía Laura. Noté cómo mi padre se sulfuraba cuando atendí el teléfono ahogando la armonía de la música de Häendel.
   —Violeta, tu abuela ha muerto —dijo mi tía como saludo.
   —¡Vaya! —respondí levantándome presurosa del sofá.
   Mi padre, Marisa y Pedro apartaron la vista del televisor para prestarme atención a mí.
   —De acuerdo, ahora hablo con mi padre y te llamamos en un rato para decirte a qué hora vamos —concluí antes de colgar.
   —¿Qué pasa? —preguntó mi padre preocupado ante mi grave expresión.
   —La abuela.
   Él no dijo nada, agarró el mando del televisor y bajó el volumen al aria Lascia ch’io pianga de la ópera Rinaldo que sonaba en aquel instante.
   —No sabía que estuviera tan mal —dijo Marisa llevándose las manos a la boca.
   —Siento mucho lo de tu suegra —expresó Pedro. Desconozco si «suegra» se pronunció con una pizca de malicia por estar la compañera sentimental de mi padre presente—. Perdón, la abuela de tu hija.
   —No te preocupes, amigo —contestó mi padre aceptando el lapsus línguae—. María tenía alzhéimer desde hacía mucho tiempo, era lo mejor que le podía pasar. Vivía ausente del mundo.
   —¿Qué hacemos, Andrés? —preguntó Marisa.
   —Nos iremos en un rato, nos quedaremos en un hotel porque la casa de Cartagena no está para que nadie pase la noche. Lo que tengo que hacer es venderla.
   —¿Y yo qué hago? —me dije ante las dudas de cómo proceder ante aquella situación.
   —Lo mejor será que vengas con nosotros en el mismo coche, pero si quieres te quedas en casa de tu tía al cuidado de tu primo.
   Diecisiete días le faltaban a mi padre para cumplir cincuenta. Parecía de más edad, el bienestar que le proporcionaba Marisa no ocultaba su cada vez más fatigado rostro. Siempre conducía él, no obstante, nos fuimos en el Ford Focus que yo consideraba como propio. A las nueve de la noche llegamos al Tanatorio Estavesa de Cartagena, el mismo donde se veló el cadáver de mi abuelo Emilio hacía más de una década. Durante el camino Marisa trató de animarnos, mi padre condujo más pensativo que de costumbre, yo creo que bombardeándose a preguntas. Nosotros ya hacía tiempo que habíamos perdido todo contacto con mi abuela, muchos años en los que la única información que teníamos de ella era suministrada por mi tía, nada relevante por lo general. En verdad solo vivía el cuerpo, ella murió paso a paso sin que nunca se supiera muy bien cuándo su cerebro se desconectó del mundo terrenal para siempre. Como por arte de magia, solo recordaba los escasos buenos momentos que me hizo pasar la madre de mi madre. En aquel instante tuve la convicción de que si no obró bien conmigo fue porque estaba muerta en vida, ya no solo por la enfermedad que había padecido durante décadas, sino por haber sobrevivido al fallecimiento de dos de sus descendientes en trági­cas circunstancias.
   La sala cuatro del tanatorio estaba abarrotada, nos costó acceder a aquel lugar atestado de desconocidos. Muchos de aquellos serían sin duda antiguos camaradas de mi abuelo que acudieron a dar el último adiós a la mujer de su amigo. El resto de personas inexpresivas que levantaban la vista cada vez que alguien se adentraba en la sala parecían ser profesores de Maristas compañeros de mi tía y subordinados de la multinacional donde trabajaba Alberto. Dominaba en cualquier caso una atmósfera distendida, protocolaria y sin ninguna manifestación de dolor, salvo en el caso de mi tía Laura que vestía de negro y tenía el rostro abatido. Su marido, del que dudo que conociera a mi abuela con lucidez, le infundía aliento envolviéndola con sus brazos. Me interesé por mi primo, se encontraba en casa con sus tíos paternos, a sus dos años y medio de edad ya era todo un energúmeno —comentó mi tía—. Alejandro no iría al velatorio: «Él no comprendería todo esto, por eso no queremos que esté aquí», alegaban con aquella frase que parecía estar convenida antes de que fuera pronunciada indistintamente por cada uno de sus progenitores.
   Observé que mi padre se dirigió a la cristalera que lindaba con el pequeño cuarto donde se encontraba el ataúd abierto que mostraba a mi abuela durmiendo en un sueño eterno. Noté que la contemplaba con extraordinario detenimiento, apreciando cómo se empañaba el cristal. Movía sus labios, mi padre le estaba diciendo algo en voz baja. Marisa y yo nos acercamos a él, nunca he sabido si advirtió nuestra presencia.
   —María —susurró retomando esa especie de plegaria—, ahí estás, yacente, descansando de este mundo para siempre, ya te habrás reunido con tu marido, tu hija y tu nieta. Ellas te esperan desde hace mucho tiempo. Dile a tu Patricia que, a pesar de lo que ocurra ahora en este mundo, la quiero para la eternidad; tiene que comprenderme, me dejó muy joven. Ojalá nunca se hubiera ido, o me hubiese llevado con ella. ¡La quiero tanto! Cuida también de Susana, mi dulce amorcito chiquitín.
   A mi padre, del que sé que no le tuvo demasiada estima, le brotaron dos lágri­mas; las mismas que a mí y a Marisa, aunque por motivos distintos. Con un beso a su mano que arrimó al cerco de su propio vaho se despidió para siempre de la imagen de mi abuela y abandonó cabizbajo la sala. Marisa y yo realizamos una leve reverencia hacia el féretro y le seguimos hacia el exterior para fumar un cigarrillo con tranquilidad. Laura y Alberto nos acompañaron.
   —¿A qué hora es el entierro? —preguntó mi padre a mis tíos.
   —Sobre las doce —contestó Laura aludiendo al día siguiente—. Se hará una misa aquí a las once.
   —Marisa y yo nos quedaremos en el Alfonso XIII —indicó mi padre refirién­dose al hotel—. Violeta quiere ver a su primo, como hemos venido en el mismo coche, la llevamos a casa y que ella se quede cuidando de Alejandro, porque seguro que estaréis toda la noche aquí.
   —Sí, Andrés —intervino Alberto—, de aquí no nos moveremos, por eso, si tú y Marisa queréis dormir en casa lo podéis hacer. Es lo menos que podría hacer por vosotros, acuérdate de cuando nos dejaste tu propia cama a mí y a Laura cuando éramos novios y a mí no me conocías de nada.
   —Gracias, Alberto, pero no nos quedaremos, quiero aprovechar esta visita a Cartagena para enseñarle la ciudad que me vio nacer a mi amada.
   Marisa, al lado, rechazó la mano de mi padre que buscaba la suya. Supe entonces que le habían apesadumbrado las palabras que este lanzó frente al cuerpo inerte de mi abuela.
   —Gracias por venir —dijo Laura a Marisa con ojos de gratitud.
   —No hay de qué. A fin de cuentas fue la suegra de mi pareja y la abuela de Violeta —explicó abrochándose una fina chaqueta de color oscuro para después apagar el cigarro en uno de los pivotes junto a la puerta que hacía las veces de cenicero.
   El aire húmedo de la ciudad de Cartagena nos hostigó de camino al Ford. Mi padre, como siempre, caminaba deprisa y un par de pasos por delante nuestra. Marisa y yo nos resguardábamos de las frías ráfagas de viento asidas la una de la otra. Me pidió que me sentara en el asiento del copiloto, ella prefería estar detrás. De camino a casa de mi tía, oí a Marisa sonarse la mucosidad con un pañuelo, bien podría ser por la humedad de aquella desapacible noche o por la temporada de resfriados que todas las personas que fumamos solemos iniciar con el otoño. No osé a echar la vista atrás y averiguar cuál podría ser la causa de aquellos sorbidos nasales por miedo a encontrármela entre lágrimas y no saber cómo consolarla, máxime, cuando el principal candidato de haber inducido aquel llanto era el que conducía el automóvil y que a veces se comportaba como un cretino.
   Tras un largo trayecto donde atravesamos buena parte del municipio llegamos a la majestuosa residencia donde vivía mi tía. Allí se encontraba uno de los hermanos de Alberto y su mujer que estaban al cuidado de Alejandro, un niño que ya sabría hablar y que apenas recordaría a su prima veinte años mayor que él. Me apeé del coche sin recrearme demasiado en la despedida, la controversia que pronto se iba a cernir en el interior del vehículo era palpable. No en vano, Marisa no flaqueó en su angelical actitud hacia mí y me dijo adiós regalándome una sonrisa mientras abandonaba el asiento trasero y se sentaba junto a mi padre.
   Como una forastera franqueé la puerta de la mansión. Los cuñados de Laura ya sabían de mi visita, solo los había visto en la boda de mis tíos. Me sentía extraña pretendiendo pernoctar en un domicilio que apenas conocía. Mi primo ya había sucumbido al sueño cuando llegué, no era demasiado tarde pero decidí preguntar por mis aposentos para descansar. Hasta la habitación de invitados —o mejor dicho, una de las muchas estancias que tenía la vivienda para tal fin— tenía cuarto de baño propio. Con las prisas no me traje muda de repuesto en el bolso de viaje, lo cual no fue óbice para tomarme un baño caliente. Me acosté imaginando el propósito de mi padre de mostrarle la ciudad a Marisa: el Submarino de Isaac Peral, la ensenada portuaria, la fachada de El Arsenal (cuartel donde hizo la mili), el Teatro Romano… Tal vez se adentrarían a la mañana siguiente en la casa de mi abuelo Pepe para enseñarle el lugar donde creció y un sinfín de planes ahora truncados por haber sido un bocazas, de pensar en voz alta sin evaluar las consecuencias. Yo, que nunca conocí a mi madre, y sin embargo quería a la persona que ocupaba el corazón de mi progenitor, no deseaba ni por asomo que un distanciamiento entre ambos pudiera suceder. Preocupada por esta idea acabé durmién­dome, arrasada por el cansancio.
   Al día siguiente llamé a mi padre para que no viniera a recogerme, ya me acercaría al tanatorio el hermano de Alberto que quería asistir a la misa. Cuando me encontré frente a Marisa me pareció distinta, de mirada renovada y sin ninguna mueca de rencor. ¿Habría conversado con mi padre?, ¿estarían reconciliados? Desconozco qué pudo haber pasado durante las horas que estuvieron a solas, pero estoy casi segura de que abordaron el asunto. Por nimia que pudiera resultar la cuestión, si Marisa le hubiera preguntado a su amado que si en una hipotética vida después de la muerte tuviera que elegir entre Patricia y ella, él no se lo hubiera pensado ni un instante. Yo no albergo la más mínima duda de que se decantaría por mi progenitora. Y no es baladí el asunto porque mi padre, a pesar de su declarado ateísmo, en sus ensoñaciones que jamás ocultó anhelaba una vida posterior con mi madre y con mi hermana, algo que el destino le sesgó un fatídico sábado de 1981. Y nadie, ni siquiera aquella sofisticada mujer de cabello rizado que había transformado a mi padre, mi casa y mis ideales, podía ocupar ese puesto en la eternidad.




Andrés, X

   Eran las diez de la mañana, del sábado 12 de septiembre, cuando el timbre del teléfono quebró el silencio del hogar. Llamaba el fotógrafo.
   —El marco lo tienes listo, puedes pasar cuando quieras.
   —A lo mejor vamos esta mañana —respondió Andrés—, ¿hasta qué hora estás?
   —Los sábados cierro a las dos. Por cierto, el retrato ha quedado precioso, parecéis una familia de postín.
   —No me extraña, con el tiempo que estuvimos posando hasta que pudiste sacar una foto decente… Esta mañana tengo un pequeño acontecimiento en casa, a ver si me da tiempo a recogerla y puede ser vista por toda la familia.
   La idea de celebrar una barbacoa aquel día, propuesta semanas atrás, no había sido del todo acertada, los preparativos no estaban ultimados y la ausencia de Lily durante los fines de semana se notaba. En pocas horas irían llegando a casa los invitados: el padre de Andrés, los de Patricia junto a su hermana Laura y los amigos del ma­trimonio, Paco y Consuelo.
   —Tenemos que comprar la carne y la leña —dijo Patricia.
   —¡Maldita sea! —exclamó Andrés— Con todos los árboles que tenemos aquí nunca más nos quedaremos sin leña. A propósito, ha llamado Ginés, ya tiene enmarcada la foto familiar que nos hicimos la semana pasada.
   —Muy bien, a mis padres les gustará verla.
   El diálogo fue interrumpido por Violeta que se despertó llorando. Después de amamantarla, y tras varios minutos tratando de sere­narla sin éxito, tomaron una decisión.
   —Uno de los dos se tiene que quedar con las niñas, vete y compra la carne y la leña —dijo Patricia.
   —Es que la carne no será de tu gusto, siempre que vengo de un mandado de este tipo, tú o tu madre me ponéis pegas, ¿por qué no vas tú y yo me quedo con las pequeñas? —el sollozo de Violeta arrastró a su hermana al llanto.
   —Con las dos así no me quedo —prosiguió Andrés—, llévate a Susana, que se porta mejor.
   Patricia aceptó marcharse con su hija mayor a Cartagena para recoger los encargos.
   —Enseguida venimos —dijo sacando el vehículo de la cochera con lentitud.
   —Ten cuidado con el coche que cuando tengamos el Mercedes este se quedará para tu uso, y  recuérdale a Susana que no debe levantarse de su asiento.
   —A ver si cuando venga ha dejado de llorar Violeta. Te quiero, mi amor —dijo Patricia elevando el cristal con la manivela.
   Andrés extendió las dos puertas de la verja. El llanto del bebé le enfureció tanto que no pudo despedirse de su mujer ni de su hija mayor.
   —¡Cállate ya! —gritó el padre a su pequeña.
   Estuvo mirando al automóvil hasta que salió de la finca, advirtió cómo Susana, desde el asiento trasero, siguiendo las instrucciones de su madre, se despedía con la mano mientras sonreía.
   —¡Adiós! —balbuceó risueña su primogénita.
   —Hasta ahora, amores —susurró él—. Hasta ahora.

   A la una y media de la tarde llegaron a la casa los padres de Patricia y su hermana. Andrés acababa de prender la barbacoa con la poca leña que disponía y dejó sonando el tocadiscos con un vinilo de populares fragmentos de ópera que escogía para los días que recibían visita. Su hija menor dormía en el cochecito, bajo el porche.
   —Está empezando a chispear —anunció Emilio tras salir del coche y encenderse un puro—, seguro que se nos fastidia la barbacoa. Menuda mañana llevamos, hemos es­tado una hora para entrar a la carretera de Tentegorra, había un accidente, un camión, me parece, que había explotado allá abajo, en el cruce. Entre guardias civiles, bomberos, ambulancias, curiosos… el tráfico era imposible.
   —Bueno, cae alguna gota, pero no creo que apague la barbacoa, tendremos suerte y no lloverá —dijo Andrés elevando la vista al cielo—, al menos sé que la tardanza de mi mujer y mi hija es por la retención del accidente, ya me estaba enfadando.
   —¿Dónde están mi hija y mi otra nieta? —preguntó María que observaba junto a Laura el plácido rostro de Violeta cuando dormitaba.
   —Eso le decía a su marido, que se han ido a comprar a Cartagena la carne y la leña, y de paso, a recoger la foto familiar que nos hizo mi amigo Ginés. Debería haber vuelto hace rato, pero sabiendo lo que se ha formado en el cruce… no me extraña que tarden.
   —¿Por qué ha ido mi hija que apenas sabe conducir?, y encima con la cría.
   —No sabe usted cómo se ha puesto Violeta. Ya que su hija sabía lo que había que comprar de carne, hemos decidido que fuera ella. Susana no se levanta del asiento hasta que el coche se detiene, es muy obe­diente.
   —La carne la podríamos haber traído nosotros —dijo María—, ¿ha ido a la carni­cería de Paco?
   —¿Paco es el de la calle General Mola?
   —Sí, ¡madre mía!, podría haberla comprado yo y traerla para acá, que vivimos al lado de la carnicería.
   —De todas maneras había que bajar a Cartagena, su hija siempre dice que nunca conduce —dijo Andrés nervioso ante los reproches de su suegra—. Alguna vez tenía que empezar a coger el coche.
   —Pero no con la criaturica atrás que puede distraerla.
   —Venga, María, déjalo ya —dijo Emilio creyendo que podría desencadenarse una discusión.
   —¡Mirad qué nube de humo se ve por ahí! —exclamó Laura señalando hacia el Este.
   Todos elevaron la vista a aquel punto y se dirigieron hacia la verja de la entrada debido a que los árboles de la finca impedían la visibilidad de aquella humareda que emergía a unos tres kilómetros de distancia. Un Seat 127 amarillo se aproximaba len­tamente a la puerta de la parcela.
   —Menudo accidente hemos visto —dijo Paco desde su vehículo con expresión consternada—. Un camión con un coche, que según han dicho algunos, se ha saltado un stop. El camión lo ha arrastrado a unos cincuenta metros del cruce y se ha quedado bajo la cisterna, después explotó, dicen que hay muertos, todavía estoy temblando. Sacadme una cerveza que se me pasen los nervios.
   —Mira que si le ha pasado algo a mi hija… —dijo entre dientes María con aparente in­quietud.
   —¿Qué pasa? —preguntó Consuelo que ya había comenzado a besar a todos los presentes.
   —Nada —explicó Emilio—, que estamos empezando a preocuparnos porque mi hija ha cogido el coche esta mañana temprano y todavía no ha venido. Seguro que no tiene nada que ver con el accidente, pero…
   —Paco —interrumpió Andrés—, ¿qué coche era, has visto algo?, ¿qué color te­nía?
   —No sé, estaba calcinado debajo del camión, había demasiada gente ahí, no se po­día ver mucho.
   —Voy a llamar a Ginés —anunció Andrés con rostro intranquilo—, a ver si han estado allí.
   —¿A qué Ginés? —preguntaron varios.
   —Al fotógrafo.
   —Si tuviera aquí el teléfono de Paco —lamentó María refiriéndose al carnicero—, le llamaría para ver a qué hora ha estado mi hija.
   —Voy a buscar el teléfono de la carnicería en la guía, mamá —dijo Laura.
   —No ha estado —comunicó al rato Andrés, saliendo agitado de su casa—, ¡que alguien me lleve al cruce!
   En ese instante de desasosiego colectivo apareció el vehículo de Pepe que se intro­ducía en la finca tocando el claxon. En su rostro atemorizado pudo distinguirse un resoplido de alivio al ver a Andrés en el exterior de la vivienda.
   —¡Llevo el susto metido en el cuerpo, hijo mío!, ha habido en el cruce de la carretera de Canteras un accidente gravísimo, con muertos, cuando me han dicho que el coche era un Seat 131 blanco pensé que podía ser el tuyo. No te puedes imaginar la alegría que me da verte. ¿Qué te pasa?... ¡Estás pálido!...
   Laura se asomaba desde la puerta de la casa sosteniendo la guía te­lefónica e informando que había encontrado el número de la carnicería. Se le des­plomó de sus manos al avistar un vehículo patrulla de la Guardia Civil que estacionaba junto a la verja. Dos hombres uniformados de verde oscuro cerraban las puertas del automóvil y se adentraron en la finca con palpable consternación. Ambos se cuadraron en cuanto advirtieron la presencia de Andrés que, amilanado por una fatídica noticia, apenas podía mantenerse erguido. La familia, expectante y atemorizada, enmudeció dejando que se apreciara la melodía proveniente desde el salón, el fragmento llamado Ebben, ne andrò lontana, de Catalani.
   —¿Es usted familiar de don Andrés Rosique Marín?
   —Soy yo —asintió temblando con un hilo de voz.
   —¿Es propietario de un Seat 131 blanco, con matrícula de Murcia, tres, uno…?
   Los últimos números de la matrícula fueron imperceptibles debido a las maldiciones y lamentos de los familiares y amigos que escuchaban a los miembros de la Benemérita. Él afirmó derrotado.
   —¿Quién conducía el coche? —preguntó el mismo agente.
   —Iban mi hija y mi nieta —musitó Emilio, advirtiendo cómo su yerno se arrodillaba sobre el césped del jardín.
   Los dos guardias civiles se miraron y asintieron con expresión de gravedad: «lo sentimos». La inefable secuencia que vino a continuación queda libre a la imaginación de cada uno. Con esto concluye, por ahora, mi contribución a esta obra. Estas palabras, insertadas en La hija del leñador, han pretendido arrojar algo de luz y dar sentido al fatídico pasado de la vida del padre de la autora. Aunque puede que esta historia no se publique nunca, pero eso en reali­dad poco importa: yo nunca me acordaré de ella.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Diferencias entre paneles térmicos y fotovoltaicos

Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén