Volumen 18 de «Mi hija y la ópera»



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   Me parecía un misterio descubrir qué tipo de virtudes pudo encontrar Marisa en mi padre, tan huraño, maniático y rudo. ¡Qué contraste con ella!, excelente conversadora, con una escucha activa en la que jamás interrumpía, prudente en sus opiniones… Aunaba perspicacia y modestia como nadie, polifacética en cuanto al arte —en este aspecto sí comulgaban—, pintaba de maravilla exhibiendo algunos de sus cuadros en las viejas paredes de nuestro hogar, también se arrancaba a cantar con su espléndida voz mientras arpegiaba la guitarra siguiéndome a mí o a mi progenitor frente al piano.
   Dudo de que mi padre contase a Marisa que había sido capaz de dejar moribundo a un ser humano, como una vez confesó a sus amigos, o incluso de amputar media mano a un delincuente con un hachazo, así como de haber atacado a su propio perro, a mi malogrado Yako. A veces, yo pensaba que él, con sus acciones, se acercaba a la imagen que todos asumimos de un criminal, más que a la de una persona culta, amante de la ópera y la literatura como a él le gustaba definirse. Tenía, en cualquier caso, bien merecido su apodo del Loco, que, con toda seguridad, ya habría llegado a los oídos incrédulos de Marisa. Solo albergaba mi padre algo que le molestaba, el excesivo consumo de alcohol. Ella padeció de un marido bebedor y agresivo, y no permitiría nunca que su amado se convirtiese en aquello que una vez repudió hasta la consunción. De alguna manera consiguió que moderase aquel mal hábito, aunque no descarto que este echase algún trago a escondidas a la mínima ocasión. Por suerte, él no solía perder la cabeza por muy ebrio que estuviese, en el peor de los casos le vencería el sueño de manera prematura, justo después de la cena. Un argumento que por ahora le salvaba.
   Mi padre nos preparó un asado un sábado de junio. Marisa y yo, después de poner la vajilla y los cubiertos sobre la mesa, descorchamos un vino e hicimos tiempo echándonos una copa y charlando mientras fuimos contemplando uno a uno todos los cuadros colgados en el salón; la mayoría, pinturas suyas. Ella se detuvo ante la gran foto familiar de 1981 y la observó con detenimiento.
   —¿Las echas de menos?
   —¿A quién, a mi madre y mi hermana?
   —Sí —indicó volviendo la vista hacia mis ojos para medir mi reacción.
   —Ellas se fueron cuando yo tenía seis meses. Dicen los expertos que nadie puede acordarse de nada anterior a los tres años, pero en ocasiones cierro los ojos, e intento recuperar de mi retina la grabación de sus imágenes, como si pudiera rescatarlas de la noche de los tiempos y que en algún lugar de mi cerebro pudiera haber quedado registrada su memoria.
   —¡Qué poética!
   —La verdad es que no tengo recuerdo alguno —proseguí regresando de mi abstracción—, por eso no las echo de menos. Lo que no ignoro es que mi padre quedó abatido, conmocionado para siempre. Muchas veces me han dicho de él que era una persona divertida y amable.
   —Hay personas peores —añadió Marisa insinuando la conducta de su anterior pareja y señalando con la vista hacia un cuadro con un rostro de lágrimas y un fondo oscuro que, al parecer, fue inspirado por aquel individuo.
   —Claro que sí. Y debo felicitarte, admito que él ha mejorado mucho contigo.
   La pintora me lanzó una mirada alegre. Ella había restaurado el cuadro de mi hermana y el corazón de mi progenitor, yo no podía pagar de otra manera más que con gratitud por todos los cambios que la relación le estaba originando a este. Verle ahora lleno de vida y renovado me reemplazaba a un padre que nunca tuve. Aquella mujer no solo transformó algunos aspectos de su amado, implantó novedades culinarias, de las comidas sencillas de exigua elaboración, pasaron a otras de mejor calidad y presentación. Tal vez, el mayor cambio que se produjo fue el de la liberalización de nuestro hogar de la hegemonía operística. A ella no le disgustaba la ópera, al contrario, era una gran apasionada de la música clásica. Aunque poco a poco se comenzó a escuchar bandas sonoras en casa, lo cual no molestó demasiado a mi padre dado que por lo general se trataba de música orquestal. Después introdujo, sutil, a otros artistas como Secret Garden, Vangelis o Franco Batiatto. Reconozco que pronto me sentí muy influenciada por sus gustos musicales, no tanto para al otro inquilino de la casa.
   —No quiero escuchar música de nadie que esté vivo —manifestó.
   —Pero, cariño —replicó Marisa—, ¡con lo melómano que tú eres!
   —Bastante tengo ya con oír a «la deprimida» por las mañanas.
   Mi padre aludía a las melodías de Enya que servían como hilo musical en la tienda de antigüedades. Estoy convencida de que a él no le desagradaba aquella música, del mismo modo que sé que no le incomodaba escuchar a compositores como Hans Zimmer, Ennio Morricone, Trevor Jones, Howard Shore, John Barry… Autores de cuyas biografías comencé a interesarme, al igual que en su momento hice con los grandes maestros clásicos. Otra de las muchas ventajas que supuso la convivencia con la restauradora fue la de que ahuyentó a los amigos de mi padre. Acabaron las maratonianas visitas nocturnas de humo, copas y risas que concluían cuando yo me levantaba. Juan desapareció de nuestras vidas; y Pedro, en ocasiones puntuales, comparecía en casa para pedir prestado algún libro u ópera. Cierta mañana, de compras por el casco urbano, me topé con él; me propuso tomar una cerveza en El Cantero. Su insistencia y la cercanía con el bar —lo teníamos enfrente— me impidieron declinar la invitación.
   —¿Qué tal os va, encanto? —Siempre me llamaba así cuando iba «contento».
   —Muy bien, Pedro, ya imaginarás, con Marisa todo ha cambiado.
   —¿Quieres que te cuente un secreto, Violeta?, la amiga de tu padre era mi amor platónico cuando coincidí con ella en el colegio. ¿Tú sabes lo que te he querido decir con esto?
   —Claro que sí —dije mientras se proyectaba en mi cerebro la imagen de Dani.
   —Fíjate que ella, es siete años mayor que yo, y si las cuentas no me fallan, uno más que tu padre. Huelga decir, que Marisa no aparenta ni de lejos la edad que tiene. A lo que iba, el caso es que cuando yo iba a tercer o cuarto grado, que así se llamaban por aquel entonces los cursos, ella era ya toda una adolescente, y, con mucha diferencia, la chica más atractiva que pasaba por el colegio. Toda la clase estábamos encaprichados de ella.
   —Sí, muy bien —articulé confusa—, pero ¿qué pretendes decirme con todo esto?
   —Pues que tu padre es un cabroncete —afirmó—, que mucho Leñador y todo eso, pero se ha llevado, tal vez por Providencia Divina, a una mujer que nos hemos disputado medio pueblo cuando se separó del hijo puta. Eso sí, su primogénita me recuerda mucho a ella, a lo mejor, con un poco de suerte la engatuso y quién sabe si tú y yo acabamos como cuñados.
   Aprecié en sus ojos brillantes, en el polo azul claro con un tono más oscuro a la altura de las axilas y en los salivazos que expelía en su farfullo, que estaba achispado, por eso resté importancia a sus inapropiados comentarios. Liquidé de un trago fulminante la cerveza y me levanté del taburete atropelladamente. Alcé la vista hacia los presentes, en su totalidad jubilados con pantalón gris, camisa de cuadros o rayas, boina y un palillo entre sus dientes (como si fuera el uniforme oficial de los asiduos del local). Me contemplaban sin apartar la mirada con ese descaro que parece que solo poseen los mayores. Yo era conocida por todo el pueblo, mi rostro es difícil de pasar inadvertido. Podía leer en aquellos ojos sus pensamientos: «Míralos, Perico, el listo, está rondando a la hija del Leñador».

   Apaciguado fue el inicio de aquel verano de 2001, Marisa había cubierto nuestras vidas con el manto de la estabilidad. A menudo los dejaba a solas para que mi padre y ella estuviesen solos disfrutando de una ópera, regalándose arrumacos a cada momento. Me serví de esta circunstancia para comenzar tareas que anhelaba llevar a cabo desde siempre, más por pereza que por falta de tiempo: como la de escribir. En ocasiones le daba rienda suelta a mi capacidad narratoria enviando extensos correos a Berta o Águeda, mis amigas de la Red. Les contaba cómo se estaba trastornando mi vida, depresiva y solitaria, con la ausencia de cariño de mi padre que ahora iba dirigido a otra persona. Con la única amistad en la localidad de Antonio, un simplón cuyo hito no era otro que el de haber corrido delante de unos novillos en los encierros del pueblo. Pero le apreciaba y, tal vez, le miraba con ojos de deseo a aquel infeliz que si no me consideraba apta como para cortejarme menos aún le despertaría el apetito sexual. Cómo ansiaba de vez en cuando tomarme un whisky como mi padre, evadir mis temores y dejarme vencer por el sueño hasta que la luz del día me despertara con un ligero dolor de cabeza y la boca reseca, pero ni siquiera me gustaba. Aquel aislamiento auto inducido provocó que me refugiase también en la lectura, con la única compañía de la música, aletargada en mi habitación.
   Una noche descendí hacia la cocina a tomar un vaso de leche, estaba todo el día en mi dormitorio y, con seguridad, llevaría demasiadas horas sin ingerir alimento. No me costaba ningún esfuerzo realizar ese tipo de ayunos. Desconozco la verdadera razón de aquellos retos personales que, a lo mejor, pretendían llamar la atención. Algo que resulta ridículo cuando se llevan dos décadas de vida a las espaldas. Escuchaba a mi padre cómo le relataba a Marisa el desarrollo del cuarto acto de Las Bodas de Fígaro con un entusiasmo que me rememoró a mi niñez, cuando él me narraba las escenas que podían escaparse a mi comprensión. Ella sostenía una copa de vino y exhalaba con suavidad el humo de un cigarrillo. No fumaba ni bebía en abundancia, pero contemplar toda una ópera un viernes por la noche justificaban dichas licencias. Llegué a la cocina atravesando el salón sin que reparasen en mi aparición. El sonido de las cucharadas de cacao tocándose con el cristal del vaso y los treinta segundos del microondas me delatarían con toda seguridad. Pero no hicieron ningún comentario hacia mí, permanecían embelesados contemplando la representación: «…Ahora es cuando Susana se disfraza de la condesa de Almaviva…», «…Aquí, Fígaro se da cuenta del engaño…», «…Esta escena me encanta porque es cuando el conde suplica perdón a la condesa, y, bueno, mejor me callo para que la escuches…».
   Es inenarrable la manera con la que mi padre sentía la música, se dejaba envolver por ella, cerrando los ojos y amoldando su respiración a los compases para que sus cinco sentidos entraran en contacto con un estado que podría considerarse como de experiencia mística. Yo creo que su pasión por la ópera obedece a un tributo hacia mi difunta madre que, por lo que me ha contado, le proporcionó los datos de la obra Turandot con un simple canturreo que él hizo cuando estos apenas se conocían. Así fue cómo «mi protagonista» se aficionó a este género musical. Tras el éxtasis llegaba la pasión, a mi padre le costaba mantener el tipo en según qué finales, la obra de Mozart que acababan de presenciar era una de las que más sentimiento le producían. Daba igual las numerosas veces que la hubiera visto o escuchado.
   —Andrés —susurró Marisa—, ¿te has conmovido?
   —Es por la bebida, que potencia las emociones.
   —Deberías beber menos.
   —Lo sé, pero no disfrutaría lo mismo de la ópera.
   —Anda, bésame —concluyó ella.
   Subí a mi alcoba con sigilo para no romper el silencio que de repente había inundado el salón y con la total convicción de que en toda manifestación de mi padre había un recuerdo implícito hacia mi progenitora que hasta él incluso desconocería. Tal vez aquella circunstancia revelase por qué, aun habiendo escuchado una ópera bufa, terminaba, como casi siempre, consternado. Desvelada, pude oírles minutos después cuando se silenciaban retozones y risueños con la tonta creencia de que pasarían inadvertidos mientras subían las escaleras en dirección a su dormitorio. No fueron ellos nada cuidadosos más tarde en las manifestaciones que, en la intimidad de su cuarto, dejaron escapar. Con la curiosidad que me caracteriza, aguanté el aliento para poder escuchar con total claridad los gemidos de Marisa intercalados con algún «te quiero» al otro lado de la pared. Aquella pareja que rozaba el medio siglo me hizo sentir esa noche desdichada y patética.




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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén