Volumen 8 de «Mi hija y la ópera»
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Teresa
regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en
Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa,
las del miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía siempre
sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un plan, logrando
que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desaprobación: él me cedería
su dormitorio y ellos dormirían en cada una de las camas de mi cuarto, mi padre
en la mía —especificó insistente—; y Teresa en la que solía acostarse mi tía. La
mujer procuró ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí
ver en ella otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas.
Me dijo que el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba
en una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra
para que jugase con Yako. Esa misma
noche, mi tía me llamó por teléfono para anunciarnos que vendría con su madre a
pasar el fin de semana con nosotros, por primera vez desde que murió mi abuelo
Emilio. No disponíamos de camas suficientes, pero Laura indicó sin reparos que
se avendría a dormir en el sofá del salón.
La mañana
del viernes amaneció calurosa y azul, las cigarras, en su esplendor, ensordecían
el aire ardiente. Teresa se marchó hacia la fábrica prometiendo que pronto
regresaría. Ella partiría a Cartagena —decía— después de comer, porque mi padre
insistía en que necesitábamos salir pronto para realizar las compras de abastecimiento
para el fin de semana.
—Parece que
me echas de casa —cuchicheaba Teresa.
—No, es que
tengo que ir al pueblo y cuando llegue la abuela de Violeta será un lío.
—Pero si son
las cuatro, y con este calor no va a haber nada abierto.
—La tienda donde
suelo ir abre a la hora que vaya.
—Andrés, le
he dicho a tu hija que el lunes traigo a mi perrita Cuqui.
—Adiós,
Teresa, te abro la verja.
Ella
introdujo una gran bolsa de viaje en el maletero de su utilitario. Al franquear
el umbral de la puerta enrejada con su vehículo se detuvo junto a mi padre, él
le cogió de la mano izquierda que agarraba el volante y la acarició durante segundos,
como yo estaba presente no hicieron nada más. Con el rostro todavía enardecido se
dispuso a entornar la verja, molesto porque Yako
y yo no nos apartábamos, obstaculizando el cierre.
—Hija, no
digas luego que ha estado nuestra amiga Teresa en casa. No lo comprenderían.
—Ya me lo
dijiste anoche cuando sonó el teléfono y sabíamos que era la tita.
Deseaba
preguntarle el porqué de tanto secreto, aunque lo sospechaba. Acto seguido escuchamos
que el vehículo de Teresa se detuvo a unos cincuenta metros, se cruzaba por el
angosto carril con el Mercedes que mi padre había heredado de mi abuelo Pepe y
que a la postre conducía mi tía. El impacto del tiempo se apreciaba
notablemente en este automóvil en relación al nuestro, cuyo uso era casi inexistente.
Les ayudamos a sacar el equipaje del coche, junto al resto de bolsas del hipermercado
Continente Cartagena, rebosantes de compras y fiambreras con comida. Mi abuela,
pese a su falta de lucidez, acertó a llegar hasta la cocina, vestida de negro y
apoyada de un bastón se sentó en la silla más cercana a la ventana.
—¡Ay,
Señor, hace una calor que pa’qué!
Mi tía
fulminó con la mirada a mi padre que contemplaba callado, y un tanto
atemorizado, el elevado número de bolsas esparcidas por todo el suelo de la cocina;
sin saludarlo se dirigió a mí para darme dos besos protocolarios y faltos de
cariño. Me pareció raro, dado el tiempo que llevaba sin vernos.
—Tenía
intención de ir a la tienda de Maruja a comprar —dijo mi padre para romper el
incómodo silencio—, pero estoy viendo todas las cosas que habéis traído y…
—Andrés —interrumpió
Laura—. ¿Podría hablar contigo un momentito?
Mi padre
salió hacia el jardín y se dirigió al punto más lejano a la cocina, mi tía le
seguía detrás, con paso lento, los brazos cruzados y su vista clavada en el
suelo.
—¿Quién es
esa rubia cuarentona que salía de aquí?, ¿es la misma que escuchaba anoche
reírse cuando hablé con Violeta y que ella negó?
—Es una
amiga de la infancia que ha venido a hacer unas cosas por la comarca y luego
nos ha hecho una visita —contestó descubriéndome tras una de las cortinas del
salón—. ¡Ponte a hacer algo de provecho que esta conversación es de mayores!
Por
supuesto que no me fui a hacer otra cosa, pretendí continuar «la escucha» en
otra de las estancias de mi casa que pudiera ofrecerme buena audición e
invisibilidad. Elegí mi dormitorio, cuya ventana abierta posibilitaba que llegase
el sonido de lo que abajo, en el jardín, sucedía. Los cuchicheos eran
ininteligibles aunque pude descifrar en los reproches de mi tía cierta alusión
al afeitado reciente de mi padre y algo parecido a que no había sido paciente con
ella. Después de una pausa oí una bofetada, o eso creí. Me asomé con mucha
cautela y vislumbré a mi padre con una mano en la mejilla siguiendo el paso de
mi tía que corría llorando en dirección a casa.
Aquel comienzo
de fin de semana fue de luto, ni siquiera la música sonaba con la alegría de
otras ocasiones. El silencio entre los cuatro era palpable, mi abuela
permanecía ausente y solo rompía su mutismo en disparatadas conversaciones
frente al espejo o el televisor. Yo me sentía culpable con mi tía por haberme confabulado
con mi padre en sus sombrías intenciones que, por aquel entonces, no comprendía
por completo. Él parecía derrotado, menos aún que Laura, cuyo semblante,
conforme transcurrían las horas, iba cambiando de encrespado a afligido. Ambos
no se dirigieron la palabra, salvo en la mesa, con frases del estilo a: «pásame
el pan». Todo cambió el domingo, como si quisieran pactar una tregua, mi padre
y mi tía salieron de paseo al alborear. Aunque los ronquidos de mi abuela me despertaron
muy temprano no me permitieron acompañarles. Hacía mucho calor cuando llegaron,
a eso de las once, caminaban parsimoniosos mientras sonreían, incluso parecía
que se gastaban bromas el uno al otro agarrándose del hombro o de la cintura. Ya
de cerca, donde las expresiones delatan las más profundas emociones, aprecié en
sus miradas una miscelánea de melancolía y un forzado estoicismo. Nunca he
sabido cuáles fueron los mensajes de disculpa o reproche que pudieron haberse
lanzado en aquella ronda matutina, pero fue un punto de inflexión en nuestras
vidas. Aquella mujer llamada Laura Domínguez Tortosa había sido, hasta entonces,
lo más parecido a una figura materna. Las cosas nunca volvieron a ser iguales.
Como una
premonición a lo que iba a acontecer aquella jornada, la mañana del día
siguiente amaneció con el cielo encapotado, cuya fecha denominé con el tiempo
como «el lunes de las despedidas». Mi tía y mi abuela se marcharon temprano a
Cartagena. De repente, Laura debía acudir a unos cursos de prácticas en Los
Hermanos Maristas La Sagrada Familia, centro escolar del que después fue profesora
(por el volumen de sus equipajes estoy convencida de que la intención, a
priori, era permanecer más días que los de aquel fin de semana). Mi padre,
ajeno a la despedida, trozaba las ramas sobrantes de un chopo cortado días
antes. Partir troncos era para él un ejercicio de meditación y gimnasia, pero
aquel día, que presagiaba lluvia, procuraba restaurar la guarida de Yako a base de madera troceada cubierta
por una lona de plástico. Nunca he sabido muy bien por qué mi padre siempre
decía que jamás nos faltaría leña.
A las doce
se plantó Teresa en la puerta de nuestra casa ataviada de un vestido
inapropiado para visitar una finca o una fábrica. Llevaba consigo a Cuqui, una perra pequeña en tamaño
aunque no en edad. El animal lucía, a pesar del bochorno canicular, un atuendo
conjuntado con su propio collar y el bolso de su dueña. Intentó morderme en
cuanto quise acariciarla. Ya no me arrimé más a la perrita mostrando total
desprecio hacia la mascota cuando Teresa la dejó en el suelo. Desconozco la
raza, podría ser caniche, pequinés o chihuahua, aunque recuerdo su pelo marrón
oscuro. Yako, en alerta por los
agudos ladridos de la criatura, que pretendía atemorizarme merodeando mis
sandalias, se arrojó sobre Cuqui tras
una fulminante galopada. Sujetando entre sus fauces al malogrado animal, lo
llevó al otro lado del jardín donde lo zarandeó durante interminables segundos.
Mi padre corrió tras él e intentó separar las quijadas del más grande de los
canes con sus propias manos. Con celeridad buscó otra solución encontrando el
hacha no muy lejos de aquella nube polvorienta. Un hachazo certero entre el
lomo y la pata izquierda hizo separar los colmillos de mi perro como acto
reflejo, consiguiendo con ello apartar de entre los dientes a la moribunda
mascota que ya había cesado de emitir aullidos. La perra se había convertido en
gelatina de sangre inerte sobre el suelo. Yako
se desangraba como consecuencia de la agresión. Mi padre, con las manos
ensangrentadas (en parte, suya, ya que fue mordido por nuestro perro al
intentar arrebatar a Cuqui de sus
fauces), acudió hacia Yako agarrando
de nuevo el hacha. Teresa y yo continuábamos temblando y chillando, con el
horror en nuestros rostros.
—¡Mi Cuqui! —gritó Teresa—. ¡Ha matado a mi
perrita que me regalo mi ex hace diez años!
—¿No se
mueve? —preguntó mi padre, sabiendo la respuesta, mientras dirigía hacia Yako su peor cara.
—No. La ha
matado ese lobo vuestro —dijo, hipando, retirándose las lágrimas de sus
mejillas con el puño.
Mi padre
agarró la correa de nuestro perro con una mano, usando las rodillas sobre el
cuerpo tendido de Yako, procurando paralizar
cualquier movimiento, levantó el hacha con la mano derecha pretendiendo asestar
un hachazo en el cuello.
—¡No lo
hagas, papá! —grité mientras corría para interponerme entre mi padre y mi
mascota.
—Mátalo, es
una bestia, podría hacer lo mismo con tu hija, es un peligro tener un animal
salvaje como este en casa. Mátalo, Andrés —dijo Teresa que, manchada de sangre
y odio, había perdido toda distinción.
—¡Papi, no
lo mates!, ¡no mates a mi perrito!, ¡no lo mates, por favor! —grité agarrando con
todas mis fuerzas el brazo de mi padre que se mantenía en alto sosteniendo el
hacha.
—Si no
acabas con ese perro te juro que no vuelvo —anunció aquella dama convertida, ahora, en bruja.
Mi padre
miró a Teresa y luego a mí que, gimoteando, suplicaba misericordia para mi
perro. Soltó el hacha y lo cogió en brazos.
—Violeta,
busca una caja y una toalla, vamos a llevarlo a un veterinario.
Ya había
anochecido cuando íbamos de vuelta a casa por la avenida Juan Ramón Jiménez. Las
farolas iluminaban con intermitencia a Yako,
ambos estábamos en el asiento trasero, me miraba con ojos cansados y creo que
agradecidos. Lastimado y con medio cuerpo vendado apenas se movía dentro de la
caja de cartón de un vídeo Panasonic adquirido años atrás para poder ver óperas
en formato VHS. Pensé que la afición de mi padre por almacenar hasta los embalajes
de un electrodoméstico se justificaba en situaciones como aquella. Giramos por
la calle del Teniente Flomesta, una de las entradas a Calasparra, para
enseguida torcer hacia la calle Ordóñez, la cual desembocaba hacia la estrecha
carretera que subía al santuario. Sabía que mi perro no era un asesino, que me
defendió de aquel diminuto intruso de ojos saltones. Yo salvé a Yako de una muerte casi segura, pero a
él le debía mi alegría y las ganas de levantarme cada mañana. Mi padre, aunque
conducía lento, iba enfurecido. No paraba de repetirse que el perro era un
peligro y que lo iba a enseñar a hostias.
Cuando
alcanzamos el camino de gravilla que concluye en nuestra casa distinguimos un
Ford plateado en la puerta, junto a la verja, era el automóvil de Paco. Se
encontraba solo, con un halo de humo sobre él. Al vernos no mostró su afable sonrisa
como en otras ocasiones. Vestía de negro, según nos aproximábamos a su coche
más evitaba coincidir su mirada con la nuestra. Cuando mi padre detuvo el
vehículo para saludarlo y abrir la verja, él devolvió el saludo apagando el
cigarrillo con un pisotón que denotaba rabia. Mi padre me ordenó que
introdujera algún viejo cojín en la caja que servía de nido a Yako y que cuidara de este toda la noche.
Alegando que yo no podría transportar tanto peso esperé a que él lo hiciera. Mientras
sujetaba la caja, y la llevó junto al sofá, conversaba con su viejo amigo.
—¿Llevas
mucho tiempo esperando, Paco?
—Cinco
pitillos.
—¿Y por qué
no has llamado avisándome de que venías?
—Llamé,
pero no lo cogisteis. Vine de todos modos.
—Dime, ¿hay
algún problema con la empresa?
Paco
asintió con la ira reflejada en sus ojos.
—A ver,
¿qué pasa? —preguntó mi padre.
—Hoy he
estado leyendo el contrato que firmaste con el hijo de la gran putísima de
Ernesto Rivas; en él aparece que se mantuviera el sueldo y el cargo, pero los
cometidos podrían cambiar según la evolución de la empresa.
—Sí, eso es
cierto, tú estabas presente cuando rectificamos el contrato —explicó mi padre—,
¿qué problema hay?
—Pues el
problema es que quieren deshacerse de mí, me dicen que como han tenido que
suprimir a la empleada de la limpieza debo ser yo, por falta de personal, quien
deba asumir esos cometidos. O sea, Andrés, que me han dicho que barra y friegue
el suelo de los comercios delante de todos los subalternos que, por mi
competencia y lealtad, tenía cuando vendiste la empresa.
Entendí en
ese instante, que mi padre había cedido ante aquellas aves de rapiña que nos
visitaron el mismo viernes que a mi abuelo Emilio le dio el infarto.
—Incluso me
han dicho que puedo seguir viniendo en traje —añadió Paco—. Eso me lo dijo
Jaime, el hermanísimo. ¿Por qué entregaste la empresa, querido amigo, por qué?
—Pensé que
la solución pasaba por un cambio de dueño.
—A ti,
además de lo que te llevaste, te quedan los arrendamientos de esas tiendas y de
las otras propiedades que tu padre dejó, pero a mí me están humillando con la
intención de que me vaya a otro sitio y, así, liberar la cláusula del contrato
que mantiene mi sueldo.
—Lo siento,
intentaré hablar con los Rivas. Mañana los llamo.
—No, no
tienes que hablar con nadie, Andrés. Yo me iré, y todas las personas de la
empresa que fueron leales a ti se marcharán también. Quería trasladarte en mi
nombre, y en el de todos, que nos has vendido. Ahora duerme, si es que tienes
algo de conciencia.
Paco se
marchó de casa dando un portazo que enfatizó la reverberación de sus últimas
palabras. Mi padre ni siquiera salió a abrirle la verja en aquella noche de
maravillosas estrellas que titilaban en la ennegrecida bóveda. Aquel lunes
oscuro, desaparecieron de nuestra cotidianeidad tres personas: mi abuela,
Teresa y Paco, que hasta hoy no han vuelto a pisar esta fría casa en la que,
ahora, recapitulo mi vida. Solo Laura ha venido después de mucho tiempo (muy
cambiada, por cierto). Aquel día se gestó el preludio de nuestra verdadera
soledad.
Andrés, III
Nuestro protagonista se convirtió en un
joven retraído e inseguro tras aquel fracaso sobre el escenario. Su renovada
amistad con José Blázquez (y la comitiva que solía acompañarle en sus juergas
nocturnas) propiciaron que adquiriese hábitos poco saludables, conducta que se
incrementó cuando se independizó. Adquirió una vivienda en el séptimo piso de
uno de los bloques de Urbincasa, en la calle Almirante Baldasano, cercana a la
casa de su padre.
Fue en agosto de 1975 cuando escuchó el aria
de Nessun dorma de la ópera Turandot que provenía de un balcón
cercano. Sería el decaimiento producido por estar varios días de resaca, o la
tristeza que irradiaba aquella última tarde de agosto, o tal vez una lejana
evocación de su madre, o el recuerdo de su solitario padre con el que apenas
conversaba fuera del trabajo, o todo junto, que la melodía exaltó la más
profunda emoción que jamás había sentido por unas notas musicales. Había anochecido
cuando salió a dar un paseo con aquel canto todavía en la cabeza que le turbaba
constantemente. Llegó una heladería cercana, como cualquier otro domingo el local
estaba repleto de clientes. Bebía whisky
con hielo y tarareaba la melodía que había deleitado sus sentidos.
No había finiquitado la copa cuando
aparecieron dos atractivas jóvenes. Una de ellas era de cabello moreno largo y
liso, el verano había coloreado su piel en un tono café con leche, lucía un
sencillo vestido rojo de tirantes y dos pendientes blancos con forma de perlas
adornaban sus facciones. Se sentaron a dos mesas de Andrés, con varios clientes
de por medio, lo que no supuso obstáculo para su visión, liquidó la consumición
de un trago e hizo un gesto al camarero solicitando otra. Ella, preguntándose
qué haría un tipo joven tomando una copa solo en una heladería, o por simple
casualidad, clavó sus ojos en él, este los bajó de inmediato al coincidir su
mirada con aquella expresión iluminada y volvió a levantarlos de nuevo en
dirección a la chica que ya se había centrado en remover y sorber su granizado
con elegancia. La joven volvió a observarle el tiempo justo como para hacerle
entender que era consciente del interés que había mostrado hacia ella; aquella
sirena le hizo un guiño cómplice y junto a su acompañante desapareció en
dirección a la avenida Reina Victoria atravesando las Casas de Peralta. En
aquel instante le sobrevino la melodía, escuchada horas atrás, de la que solo
intuía que correspondería a un fragmento de ópera. No conocía ni la obra ni el
autor, de la misma manera que tampoco sabía nada de la muchacha; aquel día
había sido especial por aquellas dos exaltaciones de la belleza sin parangón.
Entrambas, la melodía, primero; y la morena, después, tenían un origen desconocido
y una localización imposible para él.
Durante un tiempo intentó sintonizar algún
programa de radio donde se reprodujesen de nuevo aquellas notas que conservaba
en su memoria, y, sin faltar noche alguna, acudía a la misma heladería con el
propósito de coincidir con la mujer que conoció aquel último domingo de
agosto. En ninguno de los casos tuvo éxito inmediato. Pasaron los meses y poco
a poco fue adquiriendo confianza con Óscar, el único empleado de la heladería
en la temporada de invierno, y con doña Carmen, la propietaria, que regentaba
el local tras la caja registradora. Con los clientes habituales charlaba sobre
el principal tema de la época: la muerte de Franco y los importantes cambios
políticos, lo que proporcionaba largas e intensas tertulias. No en vano, la
principal razón por la que comparecía con frecuencia al establecimiento no era
otra que la de volver a coincidir con la misteriosa fémina del verano
anterior.
La temporada alta daba comienzo en junio y
una joven llamada Patricia empezó a trabajar en el turno de tarde. La empleada
era una estudiante de historia del arte que aprovechaba los meses estivales
para poder sufragar parte de los estudios. A los pocos días ya había entablado
amistad con Andrés.
—No está bien que una chica tan joven fume —le
dijo él en uno de sus descansos—, ¿no te dicen nada en casa?
—Tengo diecinueve —reveló mientras exhalaba
una bocanada de humo—, mi madre dice que las mujeres que fuman son de vida
alegre, ya sabes, pero en mi clase fumamos todas. Lo raro es ver a un hombre
que no fume —dijo con sus ojos orientados hacia el cenicero vacío.
—Dicen que fumar provoca cáncer, entre otras
cosas.
—Eso he leído en algún sitio, pero yo no
quiero vivir muchos años, con llegar a cumplir sesenta me conformo. Si
conocieras a mi padre… lleva fumando, según dice, desde crío, y no ha ido al
médico en la vida.
—Patricia, lo de tu padre es la típica
excepción a la que nos aferramos para justificar nuestros excesos.
—Pues lo mismo deberías hacer tú con el
alcohol que bebes.
—Eso hago, solo tomo una por la tarde y otra
por la noche.
—Y las que te tomarás en otros lugares.
Además, whisky, bebida de viejos.
—Niña, que lo que te digo de fumar es por tu
bien. Seguro que a tu novio no le gusta que apestes a tabaco.
—No tengo novio ni falta que me hace, hasta
que no termine mis estudios no puedo permitirme estar tonteando con nadie.
Dos personas se acercaron a la heladería,
Patricia apuró la última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero que nunca
usaba Andrés. Una noche de finales de junio hablaron de música. La terraza
estaba vacía por una tormenta ocurrida horas antes. Él le habló de su pasado
musical, de los ensayos de su grupo y de su corta trayectoria como cantautor.
Ella manifestó que conocía algo de música clásica.
—Oye, ¿y si yo te tararease una melodía que
me suena a una ópera o zarzuela, sabrías decirme de quién es?
—Prueba, aunque esos géneros no son mis
preferidos, pero alguna ópera tengo en casa, de las que mi padre escucha por un
tío mío solterón que es muy aficionado a todo lo antiguo.
Él tarareó, con más o menos pudor, la
melodía que tanto le había conmovido el verano anterior, con bastante éxito a
pesar del tiempo transcurrido porque Patricia la identificó en el acto.
—¡Es de Turandot!
—exclamó—, el fragmento no recuerdo cómo se llama.
—¿Y quién es el autor?
—No me puedo creer que alguien tan melómano
no conozca a Puccini y no haya escuchado ópera de este compositor. Te sonará
Verdi, al menos.
—Sí —mintió Andrés, y acertando casi por
casualidad dijo—: un italiano, el de Aida.
—Y el de La
Traviata también, la única ópera que puedo aguantar hasta el final.
—Anda, apúntame el título que me has dicho
en un papel y el nombre del músico ese.
Patricia cogió el bolígrafo que colgaba desde
el bolsillo delantero de su camisa y en un servilleta de papel apuntó:
Turandot
Giacomo Puccini
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