Volumen 1 de «Mi hija y la ópera»


OBERTURA

   Todavía no había cumplido los veintiocho, pero había envejecido tanto en los últimos días que bien podría haber pasado por una persona dos décadas ma­yor. Se adentró en su finca con actitud serena a pesar del aguacero que se precipitaba aquella tarde de septiembre, saludó con la cabeza a la niñera, asomada al otro lado de la ven­tana, ella le abrió la puerta antes de que llamase y le devolvió el saludo mirándolo de arriba abajo. Laura, que apenas alcanzaba los quince años, acunaba, sentada en el sofá, a un bebé de seis meses.
   —¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la adolescente—, nuestros padres están muy preocupados.
   —No lo sé, llevo días sin dormir —respondió con voz áspera.
   —¿Eso es sangre? —dijo examinando su ropa.
   —Es de unos animales que he tenido que matar. ¿Cómo está Violeta?
   —Tu hija está bien.
   —Yo no podré cuidarla.
   —Vale, pero si te vas de nuevo avísanos. Recuerda que todos estamos sufriendo con lo sucedido.
   Él subió a su dormitorio sin añadir palabra. No había transcurrido ni una hora cuando regresó al salón, vestido con unos pantalones cortos, una camisa sin abrochar y unas sandalias.
   —¿Dónde está Lily?
   —Se acaba de ir —respondió Laura—. Ha estado toda la semana tras la ven­tana esperando a que volvieses, en silencio, como siempre, me ha dicho que si quieres que siga al cuidado de la casa y de Violeta que la llames.
   —¿Y por qué no me lo ha preguntado antes?
   —Porque tienes la mirada de un loco. He llamado a mis padres, vendrán a por nosotras cuando pare de llover.
   —Voy a poner La Traviata. Era la ópera preferida de tu hermana.
   Laura asintió desde el sofá, mantenía el rictus serio y se le entreveía la extenuación de las últimas jornadas reflejada en las pupilas. Permanecía con su sobrina en brazos, entretanto observaba cómo insertaba el primer vinilo y elevaba el volumen del tocadiscos. Cuando comenzó a escucharse la Obertura él se dirigió a la cocina, la música ahogaba el murmullo de la lluvia aunque se podía apreciar el tintineo de unos cubitos de hielo. Regresó sosteniendo un vaso colmado de whisky, bailoteando al ritmo de los iniciales fragmentos del primer acto, posó el vaso sobre el piano, situado junto a una de las paredes del salón, y adoptando la postura de bra­zos en jarra elevó la vista al techo como si quisiera dirigirse a alguien, sonrió irónicamente, parecía desafiante, como si en verdad tuviera la certeza de que algún dios, demonio u otro ser estuviese divisándolo. No se equivocó: yo le contemplaba.
   Al poco, dio comienzo la melodía del fragmento Libiamo ne’ lieti calici, arrebató a la pequeña de los brazos de su cuñada y empezó a danzar con la criatura que se despertó aterrada; sin embargo, no rompió a llorar, lo cual le resultó extraño porque desde que nació se irritaba con facilidad.
   —¿Sabes, hija?, tu nombre es Violeta en honor a esta ópera de Verdi. Tu madre, si nos estuviera viendo, seguro que se alegraría de que bailase contigo, pero yo te voy a pre­guntar, pequeño demonio, ¿por qué no lloras ahora, eh? ¡¿Por qué no llo­ras ahora?!
   La danza se había convertido en un fuerte traqueteo hacia el bebé. El rostro de su padre se había transfigurado. Por suerte para la pequeña, su tía estuvo rápida y se la arrancó de las manos.
   —¿Qué haces, insensato?
   Laura protegió con sus brazos a la niña y subió al dormitorio que solía utilizar en las temporadas que pernoctaba en aquella casa. Él realizaba un majadero meneo con sus brazos simulando tocar un violín. Acto seguido, se acercó al piano, cogió el vaso y lo bebió de un trago; con los cubitos casi derretidos volvió a aña­dir con vehemencia el contenido de la botella. En ese momento tronó con fuerza y comenzó a diluviar en forma de granizo.
   —Ya no necesito hielo —se dijo.
   Agarró una de las mecedoras del porche y la arrastró hacia el césped dejándose apedrear por la granizada. Se mecía al sonido de la música acompañada por la estruendosa tormenta. El conte­nido del vaso se enturbió al instante pero siguió bebiendo con milagrosa tranquilidad a pesar de que el líquido ya no era whisky y los pedruscos de hielo le estaban produciendo heridas. Laura observaba pasmada aquel aconteci­miento tras la ventana de su dormitorio, la abrió un poco y le imploró cordura.
   —¿Qué quieres, que te caiga un rayo?, ¡entra en casa!, ¡hazlo por tu hija!
   Andrés giró la cabeza y le devolvió una son­risa inexpresiva. La tempestad duró diez minutos pero siguió meciéndose a pesar de las contusio­nes, solo se levantó para cambiar el vinilo cuando el pri­mero, de los tres de la obra, llegó a su fin.
   —Tienes sangre en la frente, por favor, no salgas de nuevo —dijo Laura, oteándolo desde la mitad de la escalera.
   Sustituyó el disco y aprovechó para rellenarse la copa que bebió casi de un trago an­tes de retornar al jardín; apreció que los pedruscos de hielo flotaban todavía en la piscina, se acercó y, sujetando el vaso con una de sus manos, se dejó caer de espal­das al agua haciendo el gesto de crucifixión. La sangre que desprendía su cabello dejó una gran mancha rojiza sobre la superficie de la piscina que se diluía con lentitud, mezclándose con hojas, ramas e insectos que flotaban sobre el líquido os­curo. Sería que visualizó su postura en forma de cruz sobresaliendo en el agua que volvió a adentrarse en casa con premura, dejando tras de sí un reguero desde la entrada hasta su dormitorio; agarró el crucifijo que presidía la pa­red sobre el cabecero de la cama, lo empuñó desde el lado inferior del tra­vesaño, como si fuera un hacha, descendió corriendo las escaleras arrimándose al piano y lo estrelló varias veces hasta romper la figura de madera, abollando la superfi­cie del instrumento y dejando restos de astillas en sus dedos.
   —¡Yo me arrodillé ante ti! —gritó dirigiéndose al trozo de crucifijo que continuaba entre sus dedos—. ¡Yo me arrodillé ante ti!
   Apartó las partículas de madera incrustadas en varias de sus falanges, teñidas de rojo. Su frente y extremidades superiores continuaban también ensangrentadas cuando se postró, junto al piano, y descendiendo la mirada a la cabeza despedazada de Jesucristo, exclamó: «¡¡Tu sufri­miento en la cruz no puede compararse con el mío!!».

   Y así repitió varias veces, hasta que el agotamiento derrotó a aquel ser abandonado por la suerte.




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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén