Volumen 5 de «Mi hija y la ópera»


4

   El verano del noventa acabó, y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían mis compañeros, de entre ocho y nueve años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director, todo lo contrario a su antecesora. Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio.
   No deposité demasiado entusiasmo en la redacción, tenía pavor a enfrentarme a una lectura en voz alta con todos los ojos de la clase clavados en mí, pero tal vez yo aventajaba a la mayoría de mis compañeros: mi afición a la lectura y las anotaciones en mi diario me proporcionaban cierta superioridad a la hora de plasmar por escrito un pensamiento, a las que había que sumar las larguísimas horas de hastío frente a la ventana de mi habitación, con vistas al pueblo, que ya a mi corta edad esgrimía cómo inspiración. El martes, a las diez de la mañana, la profesora anunció que la autora de la redacción ganadora respondía al nombre de Violeta Rosique. La carta que viene a continuación no ha tenido ningún retoque, fue escrita así hace catorce años:

¿Qué he hecho en verano?
Este verano ha sido especial para mí, las clases de piano y las óperas fueron sustituidas, en parte, por el televisor, un electrodoméstico que apenas usamos en casa. La excusa para encenderlo fue el Mundial de Italia. Desde primeros de junio a primeros de julio estuvimos viendo los partidos de España, y cuando perdimos contra Yugoslavia vimos otros partidos importantes, como la final: Alemania contra Argentina. Ni a mi tita ni a mí nos gusta el fútbol y, en verdad, a mi padre tampoco, pero la oportunidad de ver la tele en el salón en vez de estar oyendo ópera y leyendo era única. Los tres animábamos a la selección, sobre todo los goles de Míchel, del que dice mi tita que es muy guapo. Mi tita viene todos los veranos a casa desde Cartagena, porque mi madre y mi hermana murieron cuando yo era bebé, y así me hace compañía.
Algunas veces en casa somos cuatro: mi padre, mi tita, Dani, que es mi profesor de piano, y yo.
A mí me gusta Dani, él se ha enamorado de mi tita, mi tita va detrás de mi padre y mi padre me quiere a mí. Es como un círculo incomprensible, pero es lo que es.
La última semana de agosto se fue mi tita y, como siempre, la echo de menos, ya no vendrá a casa hasta las vacaciones de Navidad, mi padre dice que es poco tiempo, pero entiende que a mí me parezca una eternidad. Me quedo de nuevo con la soledad de la casa, la música, los libros y sin amigos.
¡Ah!, se me olvidaba, en la puerta de casa dejaron un cachorro de pastor alemán. Mi padre me dijo que si lo quería tener en el jardín tendría que ser responsable con él. Le doy de comer y, a veces, le doy juego, pero mi padre se enfada porque con sus patas raya el coche y se hace caca en la puerta de la casa. Le puse de nombre “Señor Perro”, pero mi tita lo bautizó como Yako, desde entonces yo también le llamo así.
Ha empezado el curso y me reencuentro con mis compañeras de clase que sueñan con ser princesas o modelos y casarse con un futbolista. Yo simplemente sueño con ser normal, que la gente no me mire con desprecio, ni que otros niños se rían de mí. Echaré de menos este año a la señorita Bermejo, aunque creo que con doña Catalina estaré protegida.
Habría hecho más larga la redacción, pero es que no me ha pasado nada más este verano, me gustaría decir que he estado de viaje, que hemos ido a la playa, pero desde que termina el colegio, hasta que vuelve a empezar, no he salido del jardín de mi casa salvo cuando el coche de mi tita se va, al final del verano, por el camino de piedras y yo la sigo hasta que me canso.

   Miré de soslayo a la profesora indicando que el texto estaba finalizado. Había leído con voz temblorosa y las mejillas ardiendo. Agaché la vista al suelo cuando recibí el aplauso de todos mis compañeros y aprecié en doña Catalina una lucha interna por no echar una lágrima frente a sus pupilos. Cuando terminó la clase me pidió que esperara, quería hablar a solas conmigo, algunos se extrañaron porque aquella petición siempre iba encadenada a una regañina por parte del tutor. Dos minutos después de que sonara el timbre, y todos los estudiantes abandonaran el aula, comenzó la ensalada de preguntas.
   —Dime la verdad, Rosique, ¿quién te ha ayudado en la redacción?
   —Nadie, doña Catalina.
   —Si no pasa nada si alguien te hubiera echado una mano, es que me parece imposible que alguien de nueve años escriba así.
   —La he hecho yo sola, señorita, se lo prometo; mi padre no sabía que debía hacerla, y no hemos tenido a nadie más en casa —aduje.
   —Si tú lo dices… me lo creo. Voy a tener que darle crédito a lo que me contó María —refiriéndose a la señorita Bermejo—, que eras muy especial. ¿Lees muchos libros?
   Asentí.
   —¿Cuáles?
   —Me los suele recomendar mi padre, dice que tienen que ser de los que pueda comprender, por ejemplo, El Principito. Aunque he leído libros mucho más largos y complejos como El ingenioso hidalgo don Quijote de la…
   —Sí, El Quijote —interrumpió.
   —Y… ¿es verdad que sabes tocar el piano?
   —Mi profesor dice que muy bien para la edad que tengo, que soy su mejor alumna, mi padre cree que no tiene más alumnos.
   —Respecto a las óperas, ¿es cierto eso de que siempre estáis oyéndolas en casa?
   —Sí, señorita. A mí me gustan algunas, pero otras son un rollo.
   —¿Te deja escuchar otra cosa?
   —Una vez mi tía trajo una cinta de un grupo llamado Europe, la pusimos y me encantó, mi padre la sacó del equipo de música y casi la rompe a golpes, le dije que esa música me gustaba y él me explicó a gritos que no había que confundir una canción pegadiza con una obra de arte. Luego le dije que era un intolerante, y él me preguntó si aquella era una de esas palabras que había aprendido de la maes­tra. Cuando mi padre dice «la maestra», se refiere a Laura, mi tita, que está estudiando para ser profesora, como usted.
   Doña Catalina reía a carcajadas.
   —Todo un personaje, tu padre —añadió cuando recuperó la respiración.
   —Señorita, él tiene que estar esperando fuera del colegio, no le gusta que tarde.
   —Muy bien, hija, sal corriendo y dile que me gustaría hablar con él.
   El ruido de la lluvia me despertó temprano, eran las siete, las gotas impactaban abundantes en la ventana de mi dormitorio. Comenzaba cuarto curso y, por primera vez, asistiría a clase con entusiasmo gracias a que la redacción me hizo sentir valorada. Percibía en la mirada de mis compañeros una mezcla de aprecio y admiración. Durante el desayuno recordé a mi padre que mi nueva profesora le había citado al final de la jornada lectiva, él engullía un producto de repostería de los que traía Laura de Cartagena, levantando la vista del café asintió con gesto solícito. No salieron las cosas como esperaba aquella mañana lluviosa. Sin la protección de la señorita Bermejo, algunos escolares —la mayoría de otros cursos— volvieron a insultarme. Destacaba entre ellos un tal Manuel, un chaval rubio, de voluminosa silueta y enormes mofletes, tres o cuatro años mayor que yo, que ya exhibía el dibujo de una esvástica en un brazo. Él debía conocerme bien, puesto que su hermana pequeña era compañera de mi clase.
   —Mofeta, ¿te crees muy lista por ganar un concurso? —preguntó Manuel—, ¿sabías que en los ataúdes de tu hermana y tu madre solo pusieron ladrillos? Es lo que se hace cuando no hay cuerpo que enterrar.
   —Cállate, se lo voy a decir a doña Catalina.
   —Ya ves tú, empollona, el miedo que me da la vieja.
   —Se lo diré a mi padre.
   —Tampoco tengo miedo a «tu papá», aunque parezca el hombre lobo.
   El corrillo de secuaces que acompañaba a Manuel no cesó de vitorear cada una de las proclamaciones del abusón. Algunos le daban coba por miedo, una cabeza rebasaba al segundo de mayor tamaño del grupúsculo. Aterrada salí corriendo, levantando con mis botas el barro de aquel patio con el ansia de que mi padre estuviera puntual a la cita con la profesora en la puerta de entrada del colegio, al final de la recta. Él permanecía en el coche, y mi cara debió ser un poema porque salió raudo a mi encuentro. Entonces comencé a llorar, liberando, sana y salva, todo el estrés acumulado por el pánico.
   —¿Qué te pasa, Violeta? —preguntó estrechándome en sus brazos.
   —Me han dicho cosas muy feas.
   —¿Quiénes? —inquirió echando un vistazo de trescientos sesenta grados.
   —Unos niños muy malos que se han metido conmigo, con mamá y con Susana, sobre todo uno muy grande que se llama Manuel —confesé retrocediendo la mirada para avistarle a él y a su tropa que ya habían salido espantados.
   Enfurecido me tomó en brazos y se adentró al colegio exigiéndome que le guiara hacia mi clase donde le esperaba doña Catalina.
   —Usted debe ser el señor Rosique —dijo la voz de mi profesora cuando mi padre irrumpió en el aula, dejándome fuera con la puerta entornada.
   —Sí, y me gustaría saber por qué consiente que los niños insulten a Violeta. Su anterior maestra me prometió que se haría cargo de que nadie la atemorizase.
   —Bueno, los niños son espontáneos y no se les puede vigilar todo el tiempo, pero el motivo de querer hablar con usted, no es otro que para comentar la enorme capacidad intelectual que parece que tiene su hija, se sale de lo normal, ¿ha leído su redacción?
   —¿Qué redacción? —gritó sorprendido por el cambio de tercio—, ¿esa que ha estado haciendo este fin de semana? No me dejó leerla, le daba vergüenza. Eso que me quiere usted contar está muy bien, doña Catalina, pero alguien en este colegio tiene que vigilar que mi hija no sea objeto de burla por parte de los estudiantes.
   —Sabe que no se lo puedo garantizar, hablaré con el director y el resto de profesores, pero fuera de las clases no podemos hacer nada.
   —Si veo a un niño asustando a mi hija, lo va a lamentar toda su vida —amenazó mi padre, y, ante la ambigüedad de la frase por no tutear a doña Catalina, aña­dió—. Y no me refiero a usted, sino al niño.
   —Veo, don Andrés, que hoy no ha sido un buen día para quedar con usted. Después de lo que he oído de su hija acerca suya me lo imaginaba menos temperamental.
   Salió del aula airado sin añadir palabra, dio un portazo y me agarró de la mano.

   Los ladridos de Yako me despertaron a la mañana siguiente. Mi padre acababa de prepararme el desayuno y todavía conservaba la misma expresión facial del día anterior. En cambio, atribulada y desconcertada por los últimos acontecimientos no probé bocado, salí en pijama al jardín a llenarle el cuenco de las sobras de la cena a mi perro. Era un día soleado, con algunas nubes blancas con formas de caras que aparecían en el sur, sobre el pueblo. Con un cielo así era imposible vaticinar lo que iba a acontecer más tarde. Ya en el automóvil, de camino al centro escolar, mi padre me dijo que si alguien se atrevía a incomodarme que se lo hiciese saber, que ya lo buscaría para intimidarlo. No fue necesario.
   Otra vez, a la salida de clase, un grupo de dañinos escolares empezaron a seguirme con sus estúpidas burlas. Liderados de nuevo por Manuel López Ortuño, que había heredado el mote de su padre: el Carnicero, aunque otros, a partes iguales, le llamaban el Nazi. Quiso el destino que aquel despiadado gigante me llamase «huérfana» mientras me empujaba con furia sobre un charco y que aquello fuese presenciado en la distancia por mi padre. Me levanté embarrada y tan llena de odio como de humillación, advertí la llegada de mi progenitor que acudió en segundos, no para ayudarme a ponerme en pie, sino para propinarle un enérgico puñetazo a Manuel que caía justo en el mismo barrizal donde yo acababa de levantarme. Como palomas ante un pisotón en el suelo, todos sus seguidores se esparcían despavoridos. El chico, desorientado, escupía sangre con el pánico en los ojos y a merced de alguien cuya corpulencia difería en la misma proporción que la del propio chaval con la mía.
   —Si alguna vez te vuelvo a ver a menos de cien metros de mi hija: te mataré. Así que más vale que le huyas, por si acaso, que yo iré a la cárcel, pero tú a la tumba, y en tu féretro no hará falta ladrillos, gordinflón, ¡¿Me has entendido?!
   Aquel tipo, orgulloso de tener el Nazi como sobrenombre, que había amilanado durante años a todos aquellos que no le reían las gracias, escupía trozos de dientes suplicando que no le matara.
   —¡Papá, por favor, vámonos a casa! —rogué a varios metros de la escena con cierto tartamudeo. Dudo si mi padre le hubiera rematado con un pisotón en la cara, pero era la postura que estaba efectuando justo antes de oírme.
   Con la ira reflejada en su semblante, ese hombre con el que dormía algunas noches de invierno, se acercó con lentitud y me cogió en brazos, como siempre que intuía algún peligro para mí. Algunos profesores y padres corrían al lugar donde estaba tendido Manuel. Otros espectadores, como casi todos mis compañeros de clase, se iban replegando dándonos paso conforme avanzábamos hacia la salida del colegio. Nadie dijo nada, pero me dio la impresión de complicidad en aquel silencio. Estoy convencida de que si alguien se hubiera arrancado a aplaudir, más de uno le habría seguido. Temblando por el miedo y por la humedad del barro que empapaba mi ropa, escondí mi cara en su cuello. Él, sin embargo, advertía desafiante a los presentes qué podía ocurrirle a quien tuviera la imprudencia de amedrentarme.
   Las nubes dibujaban líneas naranjas en el cielo, yo jugaba con Yako en aquel magnífico atardecer, era el único amigo que no me juzgaba por mi aspecto. Mi padre cortaba leña, una tarea que solía realizar por la mañana. Sonaba una ópera de Puccini que provenía de nuestro hogar y que se escucharía con creces fuera de los límites de nuestra finca. Un viejo Renault verde oliva se acercó a casa y aparcó en la puerta, acto seguido sonó una bocina. Nunca había visto al tipo que conducía aquel turismo, pero enseguida deduje que era el padre de Manuel, una réplica de su hijo a doble escala, con una cara tan ancha que parecía un gigantesco emoticono enfadado reposando sobre el asiento. Hasta que abrió la puerta de su vehí­culo y aprecié que era más alto y corpulento incluso que mi padre. Había sido matarife en una empresa cárnica del pueblo, decían que acabó perdiendo el empleo porque amenazó a su jefe con un cuchillo. También tenía fama de putero, alcohólico y de haber propinado multitud de palizas a su mujer e hijos; tal vez aquello explicase por qué Manuel era tan agresivo y por qué su hija, de nombre Isabel, tan asustadiza. Mi padre salió a recibirlo a la verja de la casa sin soltar el hacha, sabedor de quién podría ser el hombre que se acercaba, con el sigilo característico del que va a retarse en un duelo.
   —¿Es usted don Andrés? —preguntó con mucho más respeto de lo que a priori podría entreverse en un hombre con esa guisa.
   —Sí —respondió mi padre que, con un rápido gesto de sus dedos, quería hacer ostensible la firmeza con que sujetaba la empuñadura.
   El Carnicero le observó con detenimiento: su espesa barba negra y un hacha sostenida por su mano derecha… Comenzaba el dueto Vogliatemi bene, del final del primer acto de Madama Butterfly, ahogando el sonido de los pájaros que se mezclaba con el ululo de los árboles y el viento, manifestando, en todo su esplendor, el melancólico carácter de los atardeceres de septiembre. Echó un vistazo a todo el perímetro para detener la mirada en la casa de nuestros vecinos cuyas siluetas se apreciarían tras la cortina. Debió pensar que aquel era un lugar siniestro.
   —¿Ha sido usted quién ha pegado a mi hijo esta mañana?
   —Yo he defendido a mi hija.
   —¿Cómo se atreve a pegarle a una criaturica de doce años?
   —Ha empujado a mi pequeña a un charco. Es más, su «criatura» debe pesar el doble que mi hija, como un joven de veinte años.
   —¡Manuelín, sal del coche! —gritó el padre—. Don Andrés, dígale a mi hijo que lo siente y que no volverá a repetirse.
   La tensión se palpaba en la distancia, después de unos incómodos segundos de silencio, una de las puertas traseras del Renault se abrió. Con una venda en la cara y una especie de algodón dentro de su boca se asomó Manuel. Corrí hacia casa nada más verle, bajé el volumen de la música para poder seguir escuchando la conversación, y desde la ventana enrejada de la cocina espié lo que en la puerta de nuestra parcela sucedía. Advertí que mi padre ya había abierto la verja y se dirigía al hijo levantando el hacha con gesto intimidante.
   —Mira, «Manuelín», la próxima vez que te vea cerca de mi hija te mato —gritó. Luego, sonrió al padre y en tono sosegado concluyó—: Ya está, don Manuel, ya me he disculpado.
   —¡Voy a llamar a la policía!, mejor aún, ¡voy a llamar a la Guardia Civil!        —conminó exaltado.
   —Y ¿qué les va a decir, que han venido a mi casa para que yo les amenace?
   —Vámonos, hijo, no llores, ya hemos perdido por hoy mucho tiempo y dinero con el dentista.
   —Espere un momento —dijo mi padre al ver que el Carnicero se intro­ducía en su automóvil como signo de retirada (el Nazi ya aguardaba dentro).
   Sacó de su bolsillo la cartera y le ofreció algunos billetes cuyo valor no pude distinguir en la distancia.
   —Tenga, para los gastos del dentista, y perdone mi actitud, pero mi hija está desprotegida ante monstruos como su hijo.
   —No, si mi Manuel se merece muchas hostias, pero no aprende, y, créame, le he pegado desde bien pequeño, pero no le he podido sacar punta.
   El vehículo maniobró parsimonioso por el angosto carril hasta cambiar el sentido de la marcha. Mi padre quiso zanjar el incidente despidiéndose con la mano. Hizo lo propio con nuestros vecinos, que permanecían tras las cortinas como tácitos espectadores. Aquellas sombras nunca devolvían el saludo. Al entrar a casa, pretendiendo disimular el peligro que aquella tarde se cernió sobre nosotros, compartió esta reflexión: «¿Has visto la cara de pan amasao que tenía el tío ese?… Parece ese pan de campo que nos trae Domingo algunas veces». A los pocos minutos de que los Carniceros se marcharan, mi padre descolgó una llamada de teléfono. Respondía con monosílabos, y con la mano libre se frotaba la nuca. El director del colegio lo había citado a primera hora del día siguiente.
   Entramos juntos al centro escolar, mi padre se dirigió al despacho de la máxima autoridad dejándome a solas en el patio donde el rumor ya merodeaba. Murmuraciones que relataban una encarnecida lucha: «el Carnicero versus el Leñador», alias, este último, con el que lo habían bautizado. No me importaba en absoluto que le llamaran así, ya que había oído alusiones anteriores como «la casa del loco» o «los de la senda de los monstruos» que hacían referencia a él, a mí o a ambos. Doña Catalina no me permitió el acceso al aula cuando el timbre que avisaba del comienzo de las clases repiqueteó, en sus ojos se entreveía tristeza. Sus palabras fueron lacónicas y concisas: «Espera fuera». Unos minutos bastaron para cerciorarme de que algo grave pasaba con mi futuro estudiantil. Mi padre caminaba muy deprisa y enojado el largo pasillo que separaba el despacho del director de mi aula.
   —Vámonos, Violeta.
   Me habían expulsado. Recuerdo que aquel día mantuve la primera conversación de adultos con mi padre. Le convencí de que no me matriculase en otro centro educativo, no quería revivir el proceso adaptativo que sufrí en el Colegio Nuestra Señora de la Esperanza. La solución no podría serme más beneficiosa: mi tía Laura vendría los fines de semana a impartirme clases particulares, se le pagaría el importe de las mismas y los gastos de desplazamiento —a lo que ella se negó aludiendo de que le ser­virían para entrenarse como futura docente—. La envidia que suscitaba hasta entonces la fijación que Dani tenía por ella se esfumó, en el acto, en comparación al cariño que desde siempre profesé hacia mi tía y del cambio que sus visitas podrían suponerme. Algo insólito ocurrió en uno de aquellos fines de semana de otoño de 1990: mi padre se afeitó la barba.




Andrés, II

   Era a finales de los sesenta cuando formó un conjunto musical con sus amistades de la infancia Antonio López y José Blázquez, circunstancia que le ayudaría a olvidarse de Teresa, una chica que fue novia de un amigo común y de la que se enamoró en la adolescencia. El joven Rosique había apren­dido a tocar la guitarra años atrás, gracias a la perseverancia de Antonio, el más talentoso de los miembros del grupo. Por aquel entonces ya había aban­donado los estudios y trabajaba en una de las tiendas de su padre, en los puestos de menor responsabilidad y sueldo. Con dieciséis años, el tiempo que destinaba a su empleo apenas le concedía espacio para asuntos ociosos, dedicándole a la música los fines de semana. Una madrugada de mediados de marzo de 1970, tras uno de sus ensayos, llegó a casa y se encontró una hoja escrita por su padre en el suelo, detrás la puerta de la entrada.

«Tu abuela ha muerto, me he ido a Balsicas,
llama a casa de los tíos»

   Pepe se refería a su suegra, la que estuvo al cuidado de su hijo du­rante unos años junto a su cuñada Caridad. Al día siguiente volvió temprano a Cartagena para recoger a Andrés con su flamante Seat 124.
   —Antes de que nos vayamos al pueblo voy a tumbarme un rato en el sofá y luego me aseo un poco —saludó Pepe.
   —¿De qué ha muerto? —preguntó con voz ronca.
   —Pues se ha pasado toda la vida diciendo que tenía ganas de morirse, y, al final, el Señor le ha hecho caso. La que me da pena es tu tía Cari, me ha dicho esta noche que hacía una semana que se había quitado el luto y, fíjate, otros cinco años más de negro.
   —Si te vas a tumbar en el sofá subo a acostarme de nuevo, llámame cuando tenga­mos que ir a Balsicas —dijo Andrés frotándose los ojos.
   —Esa es otra, siempre estás cansado, no me extraña que los lunes no puedas ni con tu alma. Este jueves, como es mi santo y el día del padre, no quedes con nadie, que por la noche me gustaría ir a cenar con­tigo. Ya está bien que, salvo en el trabajo, no pueda estar con el único familiar que tengo.
   —Tu familia son los jugadores del Madrid —masculló para sí.
   —¿Te parece bien que vayamos a Los Techos Bajos?
   —Pero tendrá que ser a mediodía, el jueves por la noche ensayamos.
   —¡Qué ganas tengo de que te centres y dejes todas esas tontunas! ¿Piensas acaso que puedes ganarte la vida con la música? Eso no es un trabajo de verdad y para eso hay que valer.
   Su hijo iba a preguntarle cuántas veces le había visto cantar o tocar la guitarra, pero calló. Al poco, entra­ron en el coche y partieron rumbo al pueblo, en silencio, como casi siempre. Esa tarde, después de la misa fúnebre, se dio sepultura al féretro de su abuela en el cementerio de Balsicas, contigua a la tumba de su abuelo Andrés, del que heredó el nombre. Junto a las lápidas de sus abuelos se hallaban las de su madre y hermano. Él no las veía desde niño:

ANTONIO ROSIQUE MARÍN
9 DE AGOSTO DE 1951 — 31 DE DICIEMBRE DE 1955
QUE DIOS ACOJA Y CUIDE DE NUESTRO HIJO

DOLORES MARÍN VIVANCOS
12 DE ENERO DE 1929 — 6 DE DICIEMBRE DE 1958
TU MARIDO NUNCA TE OLVIDARÁ

   El tiempo fue transcurriendo, implacable. A las actividades laborales se le unieron el carné de conducir y el servicio militar en Cartagena, traumático por culpa de las caprichosas bromas de los que, por circunstancias del destino, entraron al cuartel unos meses antes que él. Aquello hizo insostenible el ritmo de los ensayos y poco a poco se fue diluyendo el grupo y la amistad entre sus componentes. No se desligó de la música del todo, por lo que, además de aprender piano, empezó a componer canciones. Sus letras carecían de toda reivindicación polí­tica, algo poco habitual por aquel entonces.


   Unos amigos cantautores insistieron en que interpretase sus temas en público. Existía un bar, en la calle Ramón y Cajal, donde cualquier músico podría tocar a cambio de un pequeño porcentaje de la recaudación. Precisamente, fue el día de su vigésimo cumpleaños, el 22 de octubre de 1973, cuando empujado por su entorno decidió actuar en aquel local. Su ex compañero, Antonio López, ya lo había hecho meses antes con bastante éxito. Nunca sospecharía Andrés la mala jugada que le haría pasar el miedo escénico, fomentado por una coincidencia, ya que su idolatrada Teresa estaba entre el público. Actuó con nerviosismo, intentando no detener la mirada en la mesa donde se encontraba su vieja amiga. Perdió la concentración y cometió errores en algunos acordes, lo que derivó a que su voz titubease hasta acabar siendo ininteligible. Los espectadores, jóve­nes ebrios con ganas de diversión, aprovecharon los fallos del músico para acompañar la actuación con abucheos. No llegó a terminar la primera canción de las tres que iba a interpretar, dejó la guitarra en la única silla del escenario mientras la sala le ovacionaba irónica. Aquellos segundos le sirvieron para advertir la mirada avergonzada de Teresa. Días más tarde regresó para recoger la guitarra que había abandonado en el escenario y se disculpó con el propietario del local. Jamás supo Andrés que entre los espectadores del concierto se encontraba también su padre.



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Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén