Volumen 10 de «Mi hija y la ópera»
9
La
estupidez de la adolescencia —la cual admito, ahora, una década más tarde—
aumentó mi inseguridad. Y por si fuera poco para mi timidez, un nuevo reto se
presentó cuando un par de individuos de apariencias dispares comenzaron a frecuentar
nuestra casa: Juan y Pedro. El primero, un joven de apenas veinte años, de pelo
de punta, vestido siempre con camisetas de manga corta, las cuales remangaba
para exhibir en sus huesudos hombros y, en entre otros tatuajes, el amor que
profesaba a su madre. Escuálido, barbilampiño y blasfemo, extraña era la frase
que no fuera precedida con un «cagoendios»,
expresión que, en adelante, escribiré siempre junta como si fuera una sola palabra,
una muletilla sin sentido evitando caer en su ordinariez. El segundo, Pedro
Romero Gargallo (siempre incluía sus dos apellidos cuando hablaba de sí mismo, decía
que se debía estar orgulloso de los nombres que heredábamos de ambos padres),
era un idealista de espíritu filosófico, de cabello castaño oscuro, ojos claros
y bigote elegante, como salido del retrato de un aristócrata decimonónico.
Tendría unos treinta y cinco años, aunque vestía como una persona
quincuagenaria, de hecho, me recordaba en los atuendos al público masculino que
nos encontramos en el recibidor del Teatro de la Zarzuela. Muy culto y
hedonista, conocedor de los buenos vinos, no desaprovechaba ocasión para
degustarlos, así como de otros placeres terrenales que solo pueden disfrutar
unos cuantos privilegiados. Quedó asombrado de nuestra melomanía, de la cual
dejó de hacer gala, según dijo, al conocernos. No en vano, entendía de música,
en especial de los clásicos, más por haber leído biografías de los autores que
por haberlos escuchado. Se podría decir, pese a que pertenecía a la generación
de mi padre, que me encapriché de él cuando lo vi por primera vez, con ese
acento tan poco habitual de la zona (aun habiendo nacido en Calasparra). Un
verdadero personaje, la viva imagen de los que mi padre, otrora, tildaba de
intelectuales, con cierto sentido peyorativo.
Aunque no
les había visto en mi vida, ambos residían en el pueblo. La única cosa en común
que podía apreciarse en ellos, además de la amistad hacia mi padre, era una
cicatriz en el cuello. La de Pedro parecía de bisturí; en cambio, la de Juan
parecía una herida de guerra, un navajazo tal vez producido en una reyerta, nunca
lo he sabido. Sus visitas a nuestra morada empezaron a ser frecuentes a partir
del Mundial de Fútbol de Estados Unidos de 1994. El resultado de las confrontaciones
parecía no importarles demasiado, siendo más relevante el hecho de reunirse que
el partido en sí mismo. Recuerdo uno de esos choques de selecciones, España
venció con un tres a uno a Suiza. Eché de menos a mi tía Laura para haber
podido comentar con ella las virtudes físicas de Caminero y el resto de jugadores.
Aquellos encuentros, y no me refiero a los futbolísticos, servían de subterfugio
a mi padre y sus amigos para emborracharse y trasnochar hasta el amanecer.
Después de
los partidos mi padre me mandaba a la cama, algunas veces con reiteración.
Pedro y Juan nunca hicieron comentario alguno sobre mi aspecto, seguro que aleccionados
por su amigo. Conmigo se mostraban afables y en ocasiones me daban un beso en
la mejilla, al igual que mi padre, cuando me despedía para subir a acostarme.
Yo creo que, con esas acciones, manifestaban burla y euforia, promovidas por el
alcohol y el imperante estado de guasa cuando se juntaban los tres. Luego veían
algunas de las óperas en VHS que atesorábamos en casa, con las pertinentes
aclaraciones de mi padre que yo supongo que Pedro escucharía con atención y
Juan no tanto. Algunas veces les oía hablar de física, astronomía, religión…
con excesivo entusiasmo. La puerta de nuestra vivienda se abría en ocasiones
para las idas y venidas de Juan que, por lo que entendía desde mi cama, acudía
a comprar hielo al pueblo, «pero del bueno» insistía Pedro cuando el otro se
marchaba.
El fiasco
que supuso la derrota de España contra Italia en cuartos no impidió que se
celebrase en casa otras de las fiestas de mi progenitor y sus secuaces. Aquella
noche me fui a la cama, más por el aburrimiento que por la insistencia de mi
padre, a eso de las dos de la madrugada. No podía conciliar el sueño. Imaginé,
en estado de semiinconsciencia, que Guardiola, Salinas, Goikoetxea, y el resto
de los jugadores de la selección española, irrumpían en mi dormitorio con
deseo; Pedro, lascivo, aprovechaba un descuido de mi padre y subía también,
uniéndose a aquel grupo de sementales que me forzaban sin que yo ejerciese
demasiada resistencia. Los dedos, índice y corazón, de mi mano derecha fueron
abriéndose paso entre mi ropa interior y la línea recóndita de mi más profunda
intimidad. Un cálido adormecimiento me sobrevino después de haber tocado el
paraíso acariciándome y unas estrepitosas carcajadas me despertaron horas
después. Bajé y me encontré con una imagen lamentable de mi padre y sus
adeptos. Parecía un líder sectario.
—La Biblia
es el mayor libro de ficción que jamás haya escrito el hombre —sentenciaba mi padre—, y su
genialidad es que parece creíble.
—Eso
responde a que hay quienes se empeñan en hacerla explicable —añadió Pedro.
—Pues yo, cagoendios, creo en Jesucristo —dijo
Juan—, pero no en la Iglesia. A mí no me engañan los curas.
Con el
propósito de beber un vaso de leche caliente que me ayudara a vencer al
insomnio descendí las escaleras, con prudencia, peldaño a peldaño, a sabiendas
de que mi presencia interrumpiría tan «ilustrado» coloquio. Me acababa de
cubrir con un camisón que, debido al calor, me desprendería en cuanto volviera
a la cama. Una estúpida sonrisa proyecté hacia Pedro que en mi fantasía carnal
había ejercido ante mí toda su masculinidad. Él creería que aquella lerda
expresión era corriente en mi persona (no me conocía mucho aún) y apartó la
vista de inmediato. Advertí que mi padre fumaba ansioso, ¡algo inaudito!, nunca
le había visto sostener un pitillo a no ser que fuera para acompañar a algún
fumador habitual, y siempre que lo hacía, exhalaba el humo con mueca de asco.
—¡Papá!,
¿estás fumando?
—No soy tan
perfecto —respondió con discutible locuacidad—. Anda, vete a la cama que las
noches de fútbol y ópera son para nosotros.
Eché varias
cucharadas de cacao al vaso de leche caliente. De reojo percibí el peso de sus
miradas, al repasarlos de uno a uno, noté que me contemplaban con sonrisa
constreñida; aquello, sumándose al humo, que lograba que la cocina se asemejara
a un local de alterne, aceleró mi marcha.
—¡Hasta
mañana!
—¡Adiós,
Violeta! —se despidieron al unísono aquel tridente de decadentes tutores.
Tras de mí
se abrió un silencio de cementerio. Cerré la puerta de mi dormitorio para
cerciorarles de que sus conversaciones estaban a salvo de mi oído fisgón. Eso
creyeron, porque prosiguieron con su expedición intelectual: era el turno de
hablar sobre la biografía de Mozart.
—¿Y si, en
vez de en Austria, hubiese nacido en Kenia?, ¿acaso sabríamos de su obra? —preguntaba
mi padre.
—Pues si
hubiese tenido violín por supuesto que sí —comentó Juan que solía responder sin
dar un segundo a que interviniese su cerebro.
—Yo creo
—dijo Pedro con la pompa del que es sabedor de la atención que suscitan sus
opiniones—, que para ser un genio deben darse muchas circunstancias, la primera
es que se dé la casualidad de que su entorno sea al más propicio; por ejemplo,
si el padre, Leopold Mozart, que también fue músico de prestigio, se hubiera
dedicado a otras cosas, la posibilidad de que le hubiera dado lecciones de
violín a la prematura edad de tres años habría sido nula.
—Yo a los
tres años me iba con mi padre a recoger chatarra —interrumpió Juan.
—Y yo a
recoger lechugas —apostilló mi progenitor, influenciado por su amigo a la hora
de realizar desatinadas observaciones.
—A lo que
iba —prosiguió Pedro—. Para ser como Mozart, tendrías que haber nacido con talento,
y diera la providencia de que te dedicaras justo a lo que mejor sabes hacer.
Por otro lado, y como tú dices, Andrés, si hubiera nacido en Kenia, su sino,
muy difícilmente le habría llevado a ser el celebérrimo compositor de música clásica
que es.
—¡Cagoendios, qué listo que eres, Perico!
—aclamó Juan—. Y hablando de Perico… Tengo que hacer otra salida al pueblo.
Incluso con
el escándalo que causaban, y a las tertulias plagadas de ambages que mantenían
hasta la aurora, yo me quedaba durmiendo. Lamentaba aquellas juergas que
cansaban durante varios días a mi padre y le provocaban un aspecto de apatía
general. La casa amanecía silenciosa, desordenada, con vasos esparcidos en
varios lugares, ceniceros vacíos que apestaban, y una plétora de libros y
cintas de vídeo en el sofá y sobre la mesa que mi padre no acertaba a organizar
antes de acostarse.
Supe con el
tiempo que, en el pueblo, a los amigos de mi padre los denominaban Pedro, el listo, y Juan, el Chapicas, o el hijo del Chapas. Pedro formaba parte de una
distinguida familia con alto nivel adquisitivo. En la localidad corría una leyenda
en torno a una tía suya que, por los años cincuenta, en un ataque de locura por
celos, cercenó con un cuchillo el cuello de su hijo de menos de un año (que
debía de ser primo de Pedro), cuya cabeza decapitada dejó sobre la cama para
que su marido contemplase aquella aterradora imagen. Ella acabó arrojándose a
las vías al paso de un tren. Juan, en cambio, provenía de un origen humilde,
se podría decir que marginal, vivía con sus padres y otros familiares en una
cochambrosa vivienda en la periferia del pueblo, en el más absoluto olvido. Por
fortuna, una vez finalizado el Mundial, sus escarceos nocturnos fueron descendiendo.
Y me alegro, ya que en ocasiones les escuchaba bromear con acudir a un club de
carretera cercano a la Venta del Olivo, algo que a mi corta edad ya me parecía
de actitud pecaminosa. En una de esas noches apacibles de verano, en las que mi
padre y yo nos recostábamos sobre sendas mecedoras con la espectacular visión
alfombrada de estrellas y la única compañía del canto de los grillos destacando
sobre la música, conversamos sobre un presentimiento que me inquietaba.
—Papá, hay
algo en Juan que no termina de gustarme.
—¿A qué te
refieres?, ¿no te intimidará su forma de hablar o sus tatuajes, verdad?
—No sé, me
da mejor impresión Pedro.
—Hija, no
te dejes llevar por los prejuicios, vale que Pedro habla mejor, viste elegante
y es muy educado, puede que entre él y yo, por edad y por manera de ser,
podamos tener más afinidad. Pero a Juan no hay que culparlo por lo que es, ha
tenido una vida difícil, pero hasta que no se demuestre lo contrario, merece,
cuando menos, el beneficio de la duda. Y no hay que juzgarlo porque la mayoría
de sus familiares hayan sido delincuentes.
Mi padre
poseía una enorme capacidad para persuadirme. Él y sus ideas sobre expresar
juicios de valor y todos esos principios que engrandecen al ser humano, pero
que no cuentan para llevarlos a la práctica cuando hay que defenderse de los
depredadores. Responderá tal vez a mi pasado estudiantil, que experimenté que
una simple mirada podía valerme si debía huir de alguien o no. Me negaba a fiarme
de Juan, aunque admito que fuera injusto. Por primera vez me desmarcaba de la
opinión de mi padre. Sería la adolescencia.
Andrés, V
Siguió frecuentando la heladería durante
todas las noches sucesivas tras el reencuentro con Susana. Vestía más elegante que
de costumbre, se le notaba impaciente, como si la vida se le escapara con la
rotación de las agujas de su reloj. Patricia no le entretenía con las conversaciones
de días anteriores, le rehuía con excusas peregrinas, convirtiendo la solitaria
estancia de su cliente en un tedio que remediaba hojeando la prensa o releyendo
algún libro de bolsillo, simulando estar ocupado. Por fin, un miércoles por la
noche, apareció Susana con tres acompañantes. Uno de ellos, un viejo conocido del
barrio, se llamaba Miguel Ángel. De niños jugaban al fútbol en las plazoletas
de la calle Trafalgar cuyos anchos bancos de piedra se convertían en porterías.
Se sentaron los cuatro, ella reconoció pronto a nuestro protagonista al que
invitó a unirse al grupo.
—Os presento a Andrés —anunció Susana
comenzando de izquierda a derecha—, mi prima Begoña, mi primo Paco y Miguel
Ángel, un vecino de mis primos.
—Encantado —dijo saludando con la cabeza a
todos.
Identificó enseguida el rostro de la prima
Begoña, era la acompañante de Susana en aquella noche de agosto del verano
anterior.
—A ti te conozco —intervino Miguel Ángel
señalándole con el dedo—, eres el de la verdulería de la calle Jorge Juan.
—Bueno, allí ya no estoy, hay dos personas
que se encargan de casi todo. Esa verdulería la puso mi padre hace veinte años.
Yo me encargo, más bien, de dos comercios que tenemos de material de oficina,
uno en Ramón y Cajal y otro en Juan XXIII, pronto comenzaremos a trabajar como
concesionario de Olivetti.
—¡Anda, estamos ante un milloneti! —dijo incisivo—, me acuerdo de cuando te llenabas de
barro ayudando a tu padre a descargar lechugas.
No quiso darle réplica para evitar cualquier
conato de discusión, sospechó que llevaría varios veranos pretendiendo a Susana
sin éxito. Él era para Miguel Ángel una especie de intruso y rival que debía
fulminar cuanto antes de las nuevas amistades de la chica.
—¿Entonces, qué?, ¿a dónde vamos a ir este
fin de semana? —preguntó Susana a sus primos.
Ambos se encogieron de hombros.
—Lo ideal sería ir a Mazarrón —añadió Paco,
el más joven de los hermanos.
—A Mazarrón no, que hay muy mala carretera
para conducir de noche y a los papás no les gusta —respondió Begoña.
—No tienen por qué enterarse— dijo Paco.
—Sí, claro, eso lo haces cuando tengas coche
propio, pero si hay que pedírselo al papá…
—Aquí hay buenos sitios para salir
—intercedió Andrés.
—Yo por Cartagena no salgo, y menos en
verano— dijo Susana cruzándose de brazos.
—Conozco un lugar en La Manga llamado
Charlie Brown, si queréis acompañarme… Actúa Antonio López, un amigo que es
cantautor.
Por el gesto de aversión que reflejó el
rostro de Susana, pensó que debería haber omitido el último dato, pero
encarriló raudo su improvisación:
—En
realidad es una discoteca de playa, plagada de extranjeros, madrileños y de
otros sitios de España. La actuación será en una parte de la disco, no en toda.
Y además, si le digo a Antonio que vamos a verle podremos estar en un lugar
importante de la sala.
La inventiva estaba dando sus frutos dada la
disposición que casi todos mostraban.
—¿Y de qué conoces tú al cantautor ese?
—preguntó Susana.
—Antonio y yo tuvimos un grupo hace unos
años. Nos llamábamos Los Prohibidos.
Antes de admitir el nulo éxito que tuvo la
banda musical, Paco, no se sabe si por matar el silencio o por quedar bien,
exclamó:
—¡Ah, sí, me suena! —Realizando un gesto con
la cabeza como si intentara rescatar el recuerdo de su memoria.
A partir de aquel instante, Paco, un chico moreno,
con una frente que poco a poco iba ganando terreno al cabello, de baja estatura
e incipiente tripa, se convertiría en una persona muy apreciada para él. La
mirada de Susana hacia su nuevo amigo fue cambiando conforme iba conociéndolo,
Andrés levantó la mano con la intención de que Patricia leyera con su gesto la
petición de otra ronda. Susana tomaba los granizados de horchata al mismo
ritmo que él sus whiskys con hielo.
—¿Cómo va la cosa, Patricia? —preguntó mientras
servía las consumiciones.
—Pues como siempre, trabajando —respondió
sin mirarle, al tiempo que colocaba sin delicadeza los vasos sobre la mesa.
Miguel Ángel se levantó dejando media
cerveza, y con un adusto «me voy» se difuminó en la oscuridad de la calle de la
Paz. En el rostro de Susana se adivinó un leve resoplido.
—Entonces, ¿os venís este viernes a La Manga
conmigo?
—Sí —contestó Begoña, mientras su hermano y
su prima asentían.
—Muy bien —dijo Andrés—, y si queréis vamos ahora
a un sitio que está en el centro, hoy vais a saber qué es un «orgasmo de
monja».
Los tres aceptaron de buen grado, probaron
aquel cóctel cuyos principales ingredientes eran el cava y la granadina.
Degustaron otros combinados similares también servidos en porrón como el «agua
de Valencia». En el calor del ambiente y la noche, Andrés les habló de su
reciente afición a la ópera y de otros asuntos cada vez más disparatados según
iban rotando los porrones. Acabaron intercambiándose los números de teléfono y
se citaron al día siguiente para organizar la noche del viernes. A las diez de
la mañana telefoneó a la casa de los abuelos de Susana preguntando por ella.
—¿Dígame? —dijo una voz extrañada por tan
prematura hora.
—Hola, Susana, soy Andrés, estaba pensando,
aunque vayamos a quedar esta noche, si te apetecía que te invitase a comer.
—¿A comer?, ¿van mis primos?
—No, a tus primos no les he llamado. Es que
casi siempre como solo, por si querías venir conmigo y hacerme compañía, nada
más.
—Mejor nos vemos esta noche en la heladería.
Iremos sobre las diez.
Acudió a las diez y media a la cita con sus amigos
en La Jijonenca, estuvo distante y reservado con Susana. No obstante, los
planes para la noche del viernes se mantenían vigentes. El entusiasmo por parte
de Begoña y Paco que, siendo cartageneros, apenas habían tenido oportunidad de
visitar La Manga del Mar Menor en una noche de verano era más que visible.
Susana, conocedora de sus habilidades femeninas aprovechó estar situada junto a
Andrés para acariciarle una mano.
—¿Te pasa algo?
Él, que observaba la simetría de los dibujos
cuadráticos de las losas de la acera, en una total abstracción, sintió cómo se
erizaba su piel con el tacto de aquella mujer.
—Nada, pensaba en cosas del trabajo, perdón,
¿de qué hablabais?
—¿Que a qué hora nos recoges? —preguntó
Paco.
—Bueno, la actuación, según he visto en el
cartel, es a las doce de la noche, yo creo que si queremos llegar a tiempo
habría que quedar como muy tarde a las nueve y media. Se tarda por lo menos
una hora en ir a La Manga, además, hay que llegar hasta el Zoco y con las colas
que hay un viernes por la noche…
—¿Cabremos los cuatro en el coche? —preguntó Begoña.
—Se dice caberemos
—comentó Susana—, ¡qué mal habláis aquí, por Dios!
—Claro, tengo un Seat 131, es grande.
Entraríamos cinco, sin problemas.
—¡Hostias, Pedrín! —exclamó Paco—, ¡menudo carro tienes!
—Vale, entonces, mañana a las nueve y media
en la puerta del San Juan Bosco —añadió Susana.
—¿Qué se debe, Óscar? —dijo Andrés al
camarero—, que veo que Patricia no quiere saber nada de mí.
—Tú sabrás lo que haces —sentenció Óscar.
Se encontraron el viernes, a la hora
indicada, en el chaflán del Jardín de Infancia San Juan Bosco, situado en la
calle Trafalgar. Les acompañaba una nueva amistad, el desconocido se llamaba
Víctor, de aire chulesco y la piel cubierta de azules tatuajes. Había sido el
novio de verano de Susana en los últimos tres años, dato que pudo extraerse de
las conversaciones que mantuvieron en el coche durante el trayecto. Aunque, en
verdad, lo que más pudo molestarle a Andrés fue que Paco se sentase en el lugar
del copiloto, dejando a Susana a merced de las galanterías de Víctor, con el
beneplácito de su prima Begoña, sentada en el centro, que parecía hacer las
funciones de celestina. Consiguieron llegar a su destino antes de lo previsto,
se presentaron frente la puerta de la discoteca Charlie Brown alrededor de las
once de la noche. Una hora y pico después comenzó la actuación de Antonio
López y enseguida el artista encontraría en unas mesas próximas a su viejo
amigo haciéndole un guiño mientras actuaba. Al acabar una de sus canciones más
famosas, Antonio exigió un aplauso al público en homenaje a Andrés Rosique con
quien había compartido sus primeros lances musicales. Nunca le había ovacionado
tanta gente, se incorporó del asiento y agradeció a la sala y a sus amigos que
lo miraban admirados.
El final de la actuación fue dando paso a la
música disco que retumbaba en toda la sala. Víctor, que era un joven bien
parecido y seguro de sí mismo, cogió de la mano a Susana y la guio hacia la
pista de baile con discutible sentido del ritmo. Andrés se dirigió a la terraza
con un vaso de tubo en la mano, dejando a Paco y a su hermana, sentados, en
rededor de la mesa contemplándose con semblante aburrido. En el mirador de la
discoteca el volumen de la música del interior era imperceptible, la suave
brisa marina aliviaba el calor e invitaba apoyarse en la balaustrada blanca para
admirar las estrellas y la luna reflejadas en el mar, pensó que tal vez estaba
perdiendo el tiempo con Susana y el recuerdo nostálgico de Teresa le sobrevino.
Una silueta humana con una guitarra colgada se acercó a Andrés, el músico salía
de la discoteca por el lado de la terraza para eludir a sus incondicionales
seguidores que aguardaban desde el interior para abrumarle a piropos y aplausos.
—Muchas gracias por tu saludo; mis
acompañantes no daban crédito, no se creían que tú y yo tocáramos en un mismo
grupo.
—Lo que haga falta.
—¿Cómo te va?
—La verdad es que me va muy bien, el mes que
viene, o como mucho en septiembre, compartiré escenario con Mari Trini y puede
que con José Luis Perales. Bueno, en verdad, como adelanto a sus actuaciones,
pero ¿tú sabes qué cantidad de gente va a esos conciertos?
Andrés asintió sonriente, orgulloso del
éxito de su amigo.
—¿Y tú cómo llevas la música?, ¿te acuerdas
de aquella canción que tocabas para calentar en los ensayos? —preguntó
Antonio—. Anda, tócala, que aquí se puede oír sin que esté enchufada.
El artista sacó de la funda una Gibson
acústica.
—Venga, pero vamos a esas mesas, prefiero
tocar sentado.
Tomaron asiento tras coger unas sillas de
plástico que se hallaban apiladas en varias hileras. Andrés comenzó a trastear
las cuerdas con el fin de calentar sus dedos, tocaba las notas aleatoriamente,
una repentina elevación del volumen de la música de la discoteca advertía que
la puerta que daba al interior se había abierto, ambos se giraron, Susana se
aproximaba.
—¿Esta es la chica que estaba junto a ti en
la mesa? —susurró Antonio—, ¡menudo bombonazo!
—¿Puedo quedarme con vosotros?
Antonio le cogió una silla para que se sentase
junto a ellos, la guitarra seguía sonando; al instante, de manera súbita, silenció
las cuerdas con la palma de la mano.
—Tocaré una melodía que escuché por primera
vez cuando conocí a Susana y que siempre me recordará a ella.
Comenzó la ejecución arpegiando el
acompañamiento del aria Nessun dorma
mientras silbaba la melodía. Al rato, el sonido de la discoteca rugió de nuevo,
ahogando la canción, se asomaba Víctor.
—«El Tatuajes» te busca —dijo interrumpiendo
la interpretación.
—¡Qué pesado!— gruñó Susana.
—Bueno, yo me voy —anunció Antonio
introduciendo la guitarra en la funda—, que mañana tengo mucho lío.
—Hasta pronto, amigo —dijo Andrés que no vio
con malos ojos la precipitada marcha del cantante, temiendo el interés que
podría suscitarle a Susana.
—¿Qué quieres? —preguntó Susana a Víctor.
—Tu prima Begoña dice que Paco se ha puesto
malísimo y está vomitando en el baño. Yo me voy con unos amigos del Barrio
Peral que he visto por aquí y que se van ahora a Cabo de Palos, ya volveré con
ellos a Cartagena.
Susana se levantó de un impulso a la vez que
se marchaban Víctor y Antonio por trayectorias distintas. Andrés se quedó
sentado, con sus dos manos se cubría la cara como queriendo digerir el nuevo
contratiempo. Ella le acarició con el exterior de sus dedos la única parte de
la mejilla que había quedado al descubierto.
—Me gustaría que quedásemos a solas, mañana,
si quieres. Ahora tenemos que buscar a mi primo e irnos a casa.
Estremecido, sin despegar los labios, se
levantó y obedeció. No tardó mucho en encontrarlo junto a la puerta de los
aseos de caballeros con la piel pálida y la camisa manchada con lo que horas
antes fue cerveza. De vuelta a casa, Paco tuvo que sentarse de nuevo junto al
conductor, «me mareo menos si voy delante». La incómoda mudez que mostraban los
ocupantes del vehículo era interrumpida en ocasiones por Susana.
—No sabía que tocaras tan bien la guitarra,
me has sorprendido.
—También toco el piano —añadió cruzando su
mirada con ella por medio del espejo retrovisor—, espero que podáis verme algún
día.
A los pocos kilómetros, en una localidad
llamada Los Belones, Paco abrió la puerta del automóvil y expelió, tras varias
arcadas, los hediondos alimentos triturados que contenía todavía su estómago.
—No bebo más en mi vida —afirmó con voz
agonizante.
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